JAN VAN EYCK El matrimonio Arnolfini (1343)
© Copy right. Juan Cruz Cruz. Amor y matrimonio. Enfoques de la época romántica.
Pamplona, 2019
Imagen de portada: Jan van Eyck: El matrimonio Arnolfini (1434)
JAN VAN EYCK El matrimonio Arnolfini (1343)
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Pamplona, 2019
Imagen de portada: Jan van Eyck: El matrimonio Arnolfini (1434)
En el título de este artículo incluyo la traducción del escrito de Juan de Santo Tomás (1589-1644): In STh I Commentaria: Voluntas divina erga creaturas possibiles, Disp. 24, art. 6 (ed. Vivès, 1883-86). Su centro de interés filosófico es la existencia. Y propongo, para entenderlo mejor, que el lector se fije en la famosa pintura de Miguel Ángel, La creación de Adán. Esta pintura resalta en su centro dos manos: una (la de Adán), sin apenas fuerza para mantenerse levantada, y otra (la del Creador) que apunta vigorosamente con su índice hacia la mano de Adán, para sacarla del estado de posibilidad y colocar al desvigorizado Adán en el estado de existencia.
Yo procuro siempre adentrarme en el paisaje íntimo de mi ciudad natal, de Baeza. Paisaje psicológico que atañe a mi modo de vivir las cosas. Me veo obligado a captar ingenuamente la realidad, proyectando mis vivencias profundas en el espacio objetivo externo; entonces la cosa misma, Baeza, no otra inventada, me responde con un nuevo sentido o una significación inédita, de manera que el paisaje externo baezano deja de ser un objeto analizable para convertirse en un paisaje del alma, que es también Baeza. ¿Qué otra cosa, por ejemplo, podría decir, recordando mi ciudad como pueblo aún vivo? Que allí no enterré mi niñez. Ahora, cuando desde Navarra y en dirección a Baeza, dejo la llanura de La Mancha, me saludan legiones de olivos. Ellos fueron en Baeza compañeros de mi niñez, cobijo de mis juegos infantiles, durante largos períodos cortijeros. Los saludo y me responden: no desde sí mismos, sino desde mi propia alma, porque ellos habitan ya en mi alma.
Con la brisa templada en primavera
el olivo se extiende en su ramaje
vigilando las torres de Baeza
bajo el cielo opalino de la tarde.
(J.C.C)
El olivo conforma por momentos el “paisaje de mi alma”, donde la tierra se enreda con el cielo, lo finito con lo infinito y mi yo con el mundo. En mi caso, hasta el mismo Dios es un visitante del paisaje de mi alma baezana.
De este paisaje íntimo y personal me inclino a prodigar palabras, como si contara una historia que sólo a mí me ha pasado, aunque probablemente también otros lleven guiones parecidos en su interior.
Es preciso hacer este tipo de relatos psicológicos. Porque no sólo los largos periplos orbitales (a la luna, al espacio exterior), están cambiando la mentalidad del hombre actual acerca de la identidad de la vivienda y de la casa que habita. Las agencias turísticas ofrecen viajes a los más remotos puntos del planeta. Cualquier lugar distanciado puede ofertarse como encantador hogar sustitutivo. El mío es un “paisaje del alma”, de mi alma baezana. Quien haya paseado por algunos sitios de Baeza, recorridos por mí, podrá decir que mi visión es la esencial, aunque no en su dimensión meramente científica, sino emocional. Continuar leyendo
1 ¿Quién no tiene todavía presentes los cánones que Friedrich Karl von Savigny (fundador de la escuela histórica alemana del derecho) propuso en el siglo XIX para lograr una interpretación plausible? Él habló de los fines de la interpretación, como también antes lo hicieron, aunque de manera diferente, los hombres del Siglo de Oro. También comentó los varios aspectos o canales de acercamiento al hecho interpretado: el gramatical, el histórico, el sistemático y el teleológico; muchos de estos aspectos ya habían sido objeto de disputa antes incluso del Siglo de Oro. Hasta la expresión “interpretación auténtica” viene de los antiguos glosadores, comentaristas y teólogos que enseñaron en legendarias universidades, como las de Salamanca y Coimbra.
El trabajo que aquí presento no pretende abrir un diálogo con las teorías modernas de la interpretación[1]; se limita a perfilar el esfuerzo que uno de aquellos autores, Juan de Salas, hizo para aglutinar los aspectos filosóficos y jurídicos de la interpretación que a principios del siglo XVII eran discutidos en España y que no debiéramos hacerlos desaparecer de nuestra memoria. Juan de Salas habló de de la interpretación en la disputación 21 de su famosa obra De legibus (Salamanca, 1611).
Christian Friedrich Krause (Eisenberg, 6 de mayo de 1781 – München, 27 de septiembre de 1832) es principalmente conocido por ser el creador del panenteísmo, y por haber contribuido a la formación de una línea ideológica denominada Krausismo que llegó a inspirar la fundación de centros académicos y culturales, así como grupos intelectuales y políticos. Sus obras más notables son: Vorlesungen über das System der Philosophie (1811) y Urbild der Menschheit (1811).
El español J. Manuel Orti y Lara (1826-1904), profesor de Metafísica en Madrid, hizo sutiles objeciones al panenteísmo en sendos volúmes, como el aue lleva por titulo «Lecciones sobre el sistema de filosofía panteística del alemán Krause». Pronunciadas en «La Armonía». Madrid, Imprenta de Tejada, 1865; 1924. Uno de cuyos capítulos incluimos aquí |
Punto de partida de la filosofía trascendental
«La parte fundamental de la filosofía de Krause es una especie de acceso al principio absoluto de la ciencia; para ello se requiere primeramente un punto de partida donde pueda la inteligencia levantar el vuelo hacia la anhelada cumbre, en cuya altura se ofrecen a sus ojos los horizontes infinitos del saber humano trascendental. Determinar este punto de partida es el objeto de las primeras investigaciones del filósofo alemán.
Tres condiciones señala Krause al punto de partida de la ciencia trascendental, son a saber: 1ª, que sea un conocimiento infaliblemente cierto; 2ª, que sea inmediato e intuitivo; y 3ª, que esté en la conciencia de todos los hombres. Palabras mismas de Krause: «El principio de la ciencia debe consistir en un saber inmediatamente cierto, y debe hallarse en la conciencia común, o no ilustrada por la ciencia.»[1]
Puestas esas condiciones al conocimiento primitivo u original, punto de partida de la ciencia, Krause interpela a la conciencia precientífica de todos los hombres, para que declare y diga cuáles son los conocimientos infalibles e inmediatos de que puede dar testimonio. He aquí ahora lo que responde esa conciencia común, según Krause: « Sí, yo encuentro en mí un conocimiento de esta especie, el cual es triple y abraza: 1º. el conocimiento de mí mismo, de mi yo ; 2º, el de mis semejantes, de otros hombres fuera de mí; y 3º, el de los objetos corpóreos.»2 En otros términos, las tres cosas de que tenemos conocimiento cierto, inmediato o intuitivo y poseído universalmente de todos los hombres, son los cuerpos que nos rodean, nuestros semejantes y nosotros mismos… Continuar leyendo
Lo más común y seguro
1. Todas las doctrinas de inspiración nominalista, platónica, tomista o escotista, etc., que surgen en la España del siglo XVI, suelen llamarse «Escolástica española del Renacimiento». Y dentro de ella estaría la Escuela de Salamanca. Es cierto que, con dispares criterios, para unos la Escuela de Salamanca empieza con Vitoria y llega hasta finales del XVI con la jubilación de Báñez (†1599); para otros, se prolonga durante el siglo XVII; y para otros, en fin, llega hasta el siglo XX. En el litigio de estos diversos pareceres ‒que cada uno pretende fundamentar con buenas razones‒, sólo me atrevo a decir que, tratándose de una «idea temporalizada», debemos intentar al menos precisar la estructura ideal de su comienzo, teniendo en cuenta siempre la limitación que exige el renuente binomio «idea y tiempo». Considero razonable decir que cronológicamente se desplegó en la dinastía española de los Austrias, hasta bien entrado el siglo XVII.
Pero, dejando aparte la limitada utilidad filosófica de la cronología, pienso que si el río es un símbolo de la vida, la Escuela de Salamanca fue el símbolo de un torrente vital y cultural, históricamente concreto. Aplico aquí la palabra «símbolo» a un signo, figurado como un período de intenso e influyente trabajo intelectual (filosófico y teológico), protagonizado por principales profesores de la Universidad de Salamanca que enseñaron en el siglo XVI. Este símbolo remite a esfuerzo, sabiduría, método y calidad universitaria que, además, trasciende en el tiempo al objeto simbolizado: de modo que al nombrar el símbolo se evoca, en cualquier caso, un contenido eminente y auténtico. Representa la imagen de una causa ejemplar que sociológicamente invita a la emulación. Y aunque fallecieron sus maestros principales, trascendió y perduró en su ejemplaridad. Tampoco pretendo aquí hacer la historia pragmática de esa ejemplaridad[1], sino apuntar su sentido.
Ella se originó en una ocasión histórica inigualable, en que la ciudad del Tormes recibió la confluencia de maestros[2] que ‒como Vitoria o Soto o Cano‒, brindaban recursos intelectuales para dialogar críticamente con el naturalismo, con el escepticismo, con el nominalismo; y teológicamente con el protestantismo y con el erasmismo: o sea, con «problemas» de largo alcance intelectual. Continuar leyendo
Sorprende grandemente las breves palabras que Cristo dice a propósito de Judas: «Bueno le fuera a ese hombre no haber nacido».
Desde antiguo se ha repetido que no-ser y no-vivir, en cuanto implican la negación total y absoluta de ser y negación de vivir, son mejor y más elegibles que ser o existir sometido a penas y desdichas. Y se argumentaba que por dos causas puede haber alguien que prefiera existir y vivir miserablemente, a no ser o no vivir absolutamente: o porque cree que no ser absolutamente sería más miserable que un existir sometido a penas, y así prefiere una miseria menor a una mayor : mejor vivir miserable que no ser en absoluto. O bien porque considera que después de estar en la miseria, ya no puede empeorar, y por tanto prefiere más ser miserable que no ser. Aunque, si antes de existir se le permitiera opinar, diría que prefiere más no ser que ser miserable.
Aquí han de ser explicadas tres cosas importantes. Primera, ¿por alguna razón es apetecible absolutamente el no-ser o el no vivir? Segunda, ¿qué razón sería esa por la que es apetecible y la voluntad se inclina a ello? Tercera, si hecha la comparación entre no-ser, de un lado, y ser miserable, de otro lado, ¿es aquél más elegible alguna vez, ya sea por un dictamen erróneo del intelecto práctico, o ya sea también porque accidentalmente el dictamen es correcto alguna vez?
Primera. Alguna vez puede apetecerse absolutamente no ser y no vivir; y de hecho eso fue deseado por muchos[1]. Esta conclusión tiene su explicación experimental: pues ser y vivir han sido insoportables para muchos; y muchos desearon no ser y no vivir. Se apetece aquello que complace y cuyo opuesto es odiado.
Segunda: aquello que contiene la fundamental razón de bueno y apetecible, al menos puede apetecerse estando sólo idealmente en el concepto o la imagen. La carencia de vida y la negación absoluta de entidad puede aprehenderse o imaginarse bajo el aspecto de bien y apetecible por quien está sometido a miserias: por tanto puede ser apetecido por él. La aplicación teológica de esta tesis es conmovedora: en Mat. 26, Cristo dice de Judas: Hubiera sido bueno para ese hombre no haber nacido. Es decir, según el concepto, o según la imagen por la que una privación se concibe a modo de ser, hubiera sido mejor a Judas el no ser en absoluto que vender a Dios y padecer el suplicio eterno. Un antiguo teólogo, Durando, comentaba frívolamente que esa frase no se ha de entender de una absoluta negación de ser, sino solo de la negación de nacer: Judas, una vez concebido en el vientre materno, solo habría contraído el pecado original, y por eso le habría sido mejor no haber nacido, porque así no se habría implicado en pecados actuales, mereciendo entonces solo una pena de daño mínima, no el infierno eterno. El caso es que, en su contexto, la cita no se puede entender únicamente como negación de nacimiento.
Por tanto, la completa negación de entidad o de vida implica la razón de bien y de apetecible, mas no por sí misma, sino por accidente y por razón de alguna circunstancia añadida. Adviértase que lo opuesto a lo que la naturaleza apetece por deseo natural no puede ser apetecible de suyo, sino solo accidentalmente: en la naturaleza hay fundamentalmente un deseo natural de ser. Cada uno quiere para sí los bienes, como vivir, y tener salud, según Aristóteles[2], pues vivir es bueno o deleitable, y por tanto naturalmente apetecible. Santo Tomás enseña que toda forma apetece naturalmente su ser y su conservación, y que la muerte es en los hombres algo que, por un lado, va contra la naturaleza de su forma; aunque, de otro lado, les sea natural, habida cuenta la condición de su materia[3]. El término del deseo natural es lo apetecible en sí, y por tanto su opuesto no puede ser apetecible por sí, pues si de otro modo fuere, se daría el deseo natural a los opuestos, y eso implica contradicción, siendo así que la naturaleza está determinada solamente a una cosa (ad unum).
En resumen: lo que se opone a lo que es querido necesariamente, con necesidad de especificación y forma, no puede apetecerse por su propia razón interna; pero no-ser es opuesto a ser y vivir, que necesariamente se apetecen por la voluntad humana con necesidad de especificación; por tanto, no pueden apetecerse por ella en sí mismos, sino como mucho apetecerse accidentalmente, por razón de otra cosa. Los extremos de la necesidad, en cuanto a la especificación, son o el perseguir o el huir; mas el bien que se debe perseguir no puede concordar con el otro extremo que es huir; eso podría ser si su opuesto fuese perseguible o apetecible por sí, porque perseguir una cosa es huir de otra[4].
Además, es de por sí bueno y apetecible lo que tiene bondad intrínseca y real; pero la negación de vida o de entidad, siendo algo ideal (ente de razón), no tiene ninguna bondad intrínseca y positiva en sí. Por tanto no puede ser apetecible por sí; puede ser apetecible por accidente, porque apetecemos de modo accidentalmente y por razón de otra cosa, lo que se aprehende o concibe como razón de algún bien aparente o que parece alejarnos de algún mal; y esta negación de entidad y vida se aprehende por la fundamental razón de ser y de bien, eliminando las miserias que invaden a veces la vida humana; por tanto, será apetecible por accidente, o sea por razón de un bien aprehendido en él y por razón de excluir un mal.
Y aunque al hombre le apetezca vivir, rehúye una vida sometida a las miserias, porque quiere la vida con un gran deseo de felicidad. Por ello Aristóteles, después de decir que la vida es alegre y deleitable para el hombre, añade: Pero no conviene llevar una vida depravada y corrompida, ni llena de dolores; pues una vida así más se habría de esquivar que apetecer[5]. Porque el apetito de no-ser surge en el hombre indirectamente (porque odia el mal); y apetecer de esta manera indirecta algo, es lo mismo que apetecer por accidente y no por razón de sí, sino por razón de otra cosa.
Así pues, no ser o no vivir, como objetivo, jamás es apetecible por la voluntad en cuanto apetito natural (voluntad trascendental). La voluntad apetece naturalmente algunos objetos, como el bien en general, el último fin, el saber, el ser y el vivir: cosas que convienen al sujeto, pues son conformes a su naturaleza. El “bien” en general es el principio motor de los actos voluntarios y el último fin que, en relación a las cosas apetecibles, se equiparan a los primeros principios de la demostración en las cosas especulativas. También el conocimiento de la “verdad”, que es el bien propio del intelecto, así como ser y vivir y otros semejantes, referidos al mantenimiento natural del sujeto que los quiere, de todos los cuales está muy lejos el no ser y el no vivir, que destruyen el mantenimiento natural del apetente; por tanto, la voluntad no se dirige naturalmente a ello.
Toda naturaleza está determinada a una cosa; también la voluntad como naturaleza está determinada a una cosa, al bien en general, de modo que no puede rechazarlo; pero en cuanto a otros bienes particulares contenidos en el bien general, la voluntad no está determinada, y puede buscarlos o rehuirlos. Y es que la voluntad, porreferencia a lo que apetece naturalmente, está determinada y necesitada de especificación; pero no está determinada así para el no ser. Pues aquello a lo que la voluntad está determinada está contenido directamente bajo la razón de bien y además no puede ser materia de huida u odio; pero el no ser no está contenido directamente bajo el bien, ni participa formal e intrínsecamente de su fundamental razón, y casi siempre se rechaza por actos de huida u odio.
Si la voluntad como naturaleza está dirigida al bien en general, no puede apetecer naturalmente el mal. En cada uno está determinada a querer el ser, y no puede apetecer naturalmente su opuesto que es no–ser. De modo que no ser y no vivir es apetecible por la voluntad en cuanto ella es una facultad libre y electiva. Pero el mal puede apetecerse por accidente y en razón de aquello que es aprehendido como si fuera aparentemente un bien que eliminaría un mal.
Es evidente que el no-ser como tal, bajo el concepto que representa y excluye la miseria presente, es apetecible incluso sin esperanza de alcanzar otro ser; pero no es apetecible por la voluntad como naturaleza, sino por la voluntad como libre y electiva. Bajo la misma fundamental razón está elegir algo bueno y que a la vez excluya el mal; ambas cosas son como aspectos de lo apetecible: el bien es elegible por la voluntad electiva, por tanto, también lo que excluye el mal; porque una cosa es tener simplemente el ser, y otra tener el ser perfecto. Lo primero se tiene por la forma sola y el ser sustancial, pero lo segundo por los accidentes que afectan el ser sustancial, a falta de los cuales el ser sustancial permanece imperfecto y en cierta manera malo y odiable. De ahí que como el hombre sometido a miserias tiene un ser que está privado de los accidentes o actos propios debidos a su vida racional y, aunque siga deseándolos, odia su propio ser, y persigue electivamente su carencia absoluta[6]. Continuar leyendo
En su obra «Mal de ojo», Phillip (1859) destaca a un extraño observador que va tomando nota de todo lo que mira o ve. La gitana que se oculta al amparo de un cobijo de tela, abraza fuertemente a su hijo y lo oculta de aquella mirada extraña. Incluso abre la mano derecha con los dedos índice y meñique extendidos: la “mano cornuta”. Es este un gesto que en algunos países mediterráneos mezcla diversas supersticiones populares. Suele ser un gesto de defensa o expulsión de demonios, enfermedades y pensamientos negativos. Por ejemplo, encontrarse con un extranjero puede ser un signo de mala suerte, y ese gesto expulsa el “mal de ojo”.
El aojo, como proceso que sugiría de la mirada, sólo puede entenderse razonablemente como la fuerza intencional que tienen muchas pasiones que afloran por los ojos, los cuales se enrojecen o se dilatan cuando descansan en la persona que es objeto de tales pasiones.
Hasta el siglo XVIII, en Europa se consideró probada la existencia del aojo; mas para unos era una existencia ilusoria o sobrenatural; para otros, tenía existencia natural.
Así, para el teólogo Leonardo Vairo y los físicos médicos Cristóbal de Vega y Francisco de Valles, el aojo no sería cosa natural sino mera fábula y entrentemiento de viejas o gran superstición. El aojo que sólo puede haber, y el que hubo antiguamente, sería por pacto del demonio. Pues así como Dios no dio al hombre armas para hacer mal, tampoco le dio ponzoña: por lo que no le puede ser natural que tenga veneno para hacer daño a través de los ojos. El propio San Basilio, en la Homilía que hizo sobre la envidia, refuta a los que dicen que con la envidia se aoja.
Ahora bien, considerado el aojo como un proceso natural, que no acontece de manera artificiosa o por medio de una técnica, Aristóteles lo admitió en sus Problemas. También Santo Tomás indicó que el aojo es cosa natural; por ejemplo, lo dice en la Suma Teológica I, q. 117; lo repite en Contra Gentiles, libro III; y en el Comentario a la Carta de San Pablo a los Gálatas, III, cap. 3. El Tostado subraya que el aojo es natural, en su Paradoja cuarta. De ahí que Nierenberg, siguiendo esta última opinión, afirme que “el aojo [sobre] los niños no es obra de la imaginación, sino de pestilentes cualidades que brotan por los ojos e inficionan al aire y hacen mayor presa en lo más tierno. Por todo el cuerpo salen algunos vapores, y como los ojos sean más delicados y más porosos que otras partes y estén puestos en parte superior, a donde muchas veces los afectos arrojan y recogen los espíritus y humores, lanza el alma por aquellas troneras más ciertos y armados tiros” (Juan Eusebio Nierenberg, Curiosa y oculta filosofía, Segunda parte, Madrid 1649, p. 74) Añade Nierenberg que “Sebastián de Covarrubias escribe que en España hay linajes de gentes en algunos lugares, que están infamados de hacer mal, poniendo los ojos en alguna cosa. Conforma esto con lo que Apolónides aseveró, y de él lo tomó Solino, que había unas mujeres en Tartaria que mataban con la vista, en mirando a alguna cosa airadas; las cuales (dice) tenían dos niñas en cada ojo. […] También Isigono y Ninsiodoro, de quien lo trasladó Plinio, escribieron que había en África unas familias que con su aojo secaban los árboles y mataban los niños. Tales hombres había entre los Triballos e Iliritos que ahora llamamos Esclavones, que con la vista aojaban y mataban a quien por competente espacio de tiempo miraban con enojo. Filareo hizo mención de semejantes hombres, que vivían en el Ponto. […] En Rodas tenían los Teschinos lo mismo: cada día se oyen ejemplos de niños enfermos de aojo; y no ha muchos años que sucedió con la vista de un hombre, caer muerto un hermoso caballo. El Doctor Juan Alonso en su décimo Privilegio dice: Yo puedo jurar con verdad, que vi mirando cierta persona a una hermosa y tierna niña, desde tan cerca que le pudieron tocar sus malos vapores, se le hizo tres pedazos una pieza de azabache que traía la niña al cuello, no quedando la niña libre (Ib., p. 209).
No es preciso insistir más sobre este asunto. Y desde luego, el único aojo posible para el hombre es el que sale de la envidia, bajo una fuerza intencional negativa que abarca el ser del otro.
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