El pintor francés Jean-Marc Nattier (1685-1766), recrea en esta “Escena galante” un modo artificioso de relación social sublimada en el tiempo de Luis XV.

1. Amor, trabajo y mando en la Reforma.

De una manera general se puede decir que el con­tenido de lo designado por Hegel como «moralidad» (Moralität) se encuentra en la Etica Nicomaquea de Aristóteles; mientras que lo que él entiende por «eti­cidad» (Sittlichkeit) se corresponde con lo que el Es­tagirita había tratado en su Política.

En efecto la Política de Aristó­teles establece tres niveles de adecuación del hombre a sus distintas necesidades: el plano de la procreación, el de la conservación y el del régimen político. Para lo primero, se exigía el matrimonio (comunidad conyu­gal); para lo segundo, era preciso la riqueza propia (comunidad económica); para lo tercero, la organiza­ción de mando y obediencia entre iguales (comunidad política).

Estos tres planos de «comunidades objetivadas» son situados por Hegel en el vértice de la plena liber­tad, pero les da un contenido preciso, aquél que se de­riva del hecho de haber identificado la Religión con la Etica. Una Religión que tuviera normas propias de conducta humana, frente a las normas sociales obje­tivadas, incurriría en una «abstracción», en una «se­paración» de lo universal respecto de lo particular: lo infinito no estaría ya en unidad con lo finito. Esta se­paración o abstracción es cometida, según Hegel, por el cristianismo, en su sentido católico. Pues tal cris­tianismo habría determinado un orden de valores que se enfrentaría respectivamente a cada una de las tres esferas de «comunidad objetivada». Así, frente a la  comunidad conyugal, el valor más alto habría sido puesto en la «castidad»: el primer precepto de perfec­ción cristiana se resumiría en el «voto de castidad». Frente a la comunidad económica, el primer precepto sería el de la pobreza: de ahí el «voto de pobreza». Y frente a la comunidad política estaría el precepto de la obediencia ciega: de ahí el «voto de obediencia».

Y he aquí por dónde el tema de los «votos de perfec­ción» se nos convierte en piedra de toque im­prescindible para comprender lo que, por contraste, Hegel llama «eticidad».

El alcance filosófico que para el idealista tienen los «votos» de perfección, mantenidos por el cristianismo católico, se entiende desde su crítica al realismo ético de los clásicos.

El realismo clásico presentaría lo ético como algo nulo; nulo en varios puntos capitales, en especial el que hace referencia a los votos de perfección.

A juicio de Hegel, la «eticidad» moderna (los valo­res del orden comunitario) es el contrapunto de la «santidad» en sentido católico, concentrada ‑según la miope interpretación de Hegel‑ en la realización de los tres votos de celibato, pobreza y obediencia. Estos votos ‑que, por cierto, respondían tan sólo a consejos evangélicos‑ son para Hegel lo contrario de la reali­zación libre y, por lo tanto, degradan la eticidad. Si el cristianismo católico se empeña en realizar esos tres principios como postulados de libertad se enreda in­ternamente en una contradicción y deja de ser un po­der espiritual, racional, universal, para convertirse en un poder particular, eclesiástico. Al principio parti­cular de lo eclesiástico queda contrapuesto el princi­pio particular de lo profano. Sólo en el cristianismo católico se daría esta escisión entre lo religioso y lo profano, justo porque lo religioso se convierte en algo particular, abstracto, separado, en lo eclesiástico. También la Religión y el Estado quedarían separados.

Hegel afirma rotundamente que la religión católica impone al hombre prescripciones que se oponen a la racionalidad del mundo (Vernünftigkeit der Welt) y provoca un «secuestro de la actividad humana»[1].  Para poner remedio a esta situación  y despertar los principios de la libertad Hegel exige que se reconozca lo verdadero (Wahrhafte) en la realidad, pero sin re­nuncias previas de la libertad.

Aunque Hegel enfoca erróneamente el fundamento de los votos de perfección ‑que, basados en un consejo evangélico, sólo dibujan uno de los modos posibles de santidad‑, ha visto de una manera clara que el cris­tianismo católico no puede renunciar, en su propuesta ética del perfeccionamiento humano, al principio de «creaturidad», al hecho de que el hombre viene de la nada; y, por lo tanto, todo su ser, incluida la libertad, es constitutivamente dependiente. Comenta capciosamente Hegel:

«Aquí está la gigantesca oposición que ha surgido en el mundo moderno, oposición que nace de la cuestión de sa­ber si la libertad humana debe ser reconocida como una verdad en sí y para sí, o bien si debe ser rechazada por la Religión»[2].

Y es significativo que Hegel vea en la Reforma protestante el comienzo de la emancipación de la li­bertad en sentido absoluto. Dicha Reforma viene a ser para Hegel el principio de la modernidad.

«El protestantismo quiere que el hombre crea solamente en lo que sabe y que su conciencia sea como un lugar sa­grado, un lugar inviolable»[3].

La modernidad habrá de procurarse seguidamente la conciliación entre la Religión y el Estado, a costa naturalmente del principio de creaturidad.

Sólo así se entiende la lacerante exigencia hege­liana de que «el espíritu divino debe penetrar de modo inmanente la vida mundana» bajo las tres formas de la eticidad:

«La eticidad del matrimonio contra la santidad del celi­bato, la eticidad de la riqueza y de la ganancia contra la santidad de la pobreza y de su ocio, la eticidad de la obe­diencia de prestarse al derecho del Estado contra la santi­dad de la obediencia privada de derechos y de deberes, con­tra la santidad de la servidumbre de la conciencia»[4].

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2. Sentido ético del matrimonio

 

Para Hegel el primer fracaso del realismo, en lo concerniente a la relación entre lo eterno y lo tempo­ral, entre Religión y Estado, entre santidad (Heilig­keit) y eticidad (Sittlichkeit), acontecería en el modo de interpretar el puesto ético del matrimonio y de la familia.

Hegel afirma que el matrimonio es un valor más pleno que el celibato; y piensa que la Iglesia católica ha desestimado la relación conyugal en favor de la virginidad[5].

Frente a esa supuesta tesis católica, Hegel sostiene que «el primer momento de la eticidad en la realidad sustancial es el matrimonio«. Lo divino, como nexo de lo finito, es el amor, el cual se traduce primero en la realidad efectiva como amor conyugal.

«Este amor tiene un lado natural, pero constituye también un deber ético (sittliche Pflicht). A este deber se opone el celibato (die Entsagung, die Ehelosigkeit) como estado de santidad»[6].

Por tanto, en lugar del voto de castidad, «sólo el matrimonio vale como ético»; y la familia es lo que hay más alto en este aspecto del hombre[7].

Hegel reconoce que en el matrimonio debe haber ley y amor, aspectos estos que fueron separados por la Ilustración y el Romanticismo respectivamente. Los ilustrados dejaron aparte el amor y subrayaron el ca­rácter legal o convencional del matrimonio, enten­dido como un pacto establecido entre los cónyuges. Los románticos, en cambio, pusieron de relieve en el matrimonio el amor, fuerza y sentido de la unión en­tre los sexos. Pero, a juicio de Hegel, aunque es clara la insuficiencia del enfoque ilustrado, no por eso es mejor la perspectiva romántica, para la cual es el amor algo natural, directo, carente de vinculaciones normativas; de modo que cuando este amor desapa­reciera se volatilizaría también el matrimonio. Hegel exige que este amor natural ‑al que en verdad sólo le otorga un estatuto quebradizo y efímero, sin consis­tencia ni profundidad‑ quede trascendido por una normatividad y unos requerimientos más altos: los que provienen de lo sustancial y divino (no por cierto de algo divino trascendente): lo ético.

Se degradaría el matrimonio cuando se dice que lo más santo es el no estar casado. Por la relación ma­trimonial y la familia el hombre entra en la comuni­dad, en la relación recíproca de la dependencia social, y este vínculo es ético[8].

Así queda elevado por Hegel a «primer principio» de la eticidad el matrimonio, la eticidad natural, ba­sada en el amor y el sentimiento, pero espiritualizada por el hecho de que un sexo sólo se ve realizado en el otro.

Si la unión matrimonial misma es la mediación de lo divino y lo humano, de lo infinito y lo finito –unión que es la esencia de lo ético–, entonces se puede decir que es contrario a lo ético no vivir en el matrimonio. El celibato no va contra la naturaleza, sino contra la eticidad objetiva:

«No puede decirse que el celibato sea contrario a la natu­ra­leza; pero sí  que es contrario a la eticidad»[9].

El matrimonio debe determinarse como «el amor auténticamente ético (rechtlich sittliche Liebe), en el cual desaparece lo que tiene de pasajero, caprichoso y meramente subjetivo)»[10].

En este punto Hegel repite ideas ya establecidas por Fichte.

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3. Destinación del hombre y la mujer

 

Para Hegel, la familia, como tema filosófico, se in­serta en la relación que el «individuo» mantiene con el «Estado». Se ha dicho que el Estado hegeliano es to­talitario, o que absorbe al individuo. Y hay razones de peso para aceptar, en su generalidad, esta tesis. Pero también es cierto que en el propio sistema hegeliano hay elementos que permiten asignar al individuo una posición peculiar frente al Estado, justo en el mo­mento ético de la familia[11].

El pensamiento de Hegel sobre el tema que nos ocupa coincide con el de los movimientos antiilustra­dos y puede resumirse en las dos series paralelas que Sófocles trazó magistralmente en su tragedia Antí­gona: la de Creonte y la de la misma Antígona. El juicio de Hegel sobre Antígona ‑la mujer que muere por dar sepultura a su fallecido hermano, expuesto por el rey Creonte a los animales carroñe­ros‑ es muy positivo y que con él traza las líneas de su concepto de familia: «El interés de la familia es el pat­hos de la mujer, Antígona. El bienestar de la co­munidad es el pathos de Creonte, el hombre [12].

Creonte y Antígona se reparten los elementos éti­cos que se dan cita en la familia: varón-mujer, ciudad-casa, poder-piedad, Ley humana-Ley divina, fuerza-ternura, claridad-misterio, ciencia-intuición, media­ción-inmediatez, trabajo-sosiego, pensar-vivir.

1º  La  mujer está más próxima a lo natural, a la tierra, al fondo de las cosas, a lo particular y concreto; de ahí su ineptitud para la cosa pública y para la em­presa política. Esta concepción tiene una gran tras­cendencia social, científica y política:

«Las mujeres pueden muy bien ser cultas, pero no están hechas para las Ciencias más elevadas, para la Filosofía y para ciertas producciones del Arte que exigen un univer­sal. Pueden tener ocurrencias, gusto y gracia, pero no po­seen lo ideal […] El Estado correría peligro si hubiera mu­jeres a la cabeza del gobierno, porque no actúan según las exigencias de la universalidad sino siguiendo la inclina­ción y la opinión  contingentes»[13].

2º En la familia, el hombre tiene forma de media­ción, de brote; la mujer, forma de inmediatez, de fondo. El hombre se eleva a la ley humana, positiva, y edifica la Ciudad. La mujer es la dueña de la Casa, la mantenedora de la ley divina, no escrita, inmediata.

«El varón tiene su efectiva vida sustancial en el Estado, en la Ciencia, etc., y en general en la lucha y el trabajo con el mundo exterior y consigo mismo; y sólo a partir de su di­visión puede conquistar su autónoma unidad consigo; pues en la familia tiene su intuición sosegada y su eticidad subjetiva y sentida. La mujer posee en la familia su de­terminación sustancial y en esta piedad tiene su íntima disposición ética. Por eso en una de sus exposiciones más sublimes ‑la Antígona de Sófocles‑ la piedad ha sido ex­puesta fundamentalmente como la ley de la mujer»[14].

3º La familia ofrece un doble aspecto, natural y es­piritual. Es un fenómeno natural, anclado en el senti­miento amoroso, mediante el cual el hombre halla la carne de su carne en la mujer, y viceversa. Y es un fe­nómeno espiritual, porque la familia no tiene su fun­damento en la determinación inmediata del senti­miento amoroso. Si lo ético es universal, entonces la relación ética entre los miembros de la familia no es la del sentimiento ni la del contrato[15]. La familia no se basa ni en el amor (que como sentimiento es perece­dero), ni en el contrato (cuya relación jurídica puede ser rota y es por tanto contingente), ni en la produc­ción y goce de los bienes (cuya institución sería utili­taria y, por tanto, efímera), ni en la función educati­va que pueda tener (la relación pedagógica, desti­nada a hacer del individuo un ciudadano, es aleato­ria, de modo que cuando no se diera, se disolvería la familia). La familia, en conclusión, se basa en un fin espiritual. Y este fin es el individuo, pero no como naturaleza, sino como universal.

El «individuo universal» parece una contradicción; pero en términos hegelianos no lo es. «Universal» no es aquí la «individualidad» del ser vivo, que es con­tingente, sino la individualidad que está fuera de los accidentes de la vida: la individualidad del muerto que ha culminado su carrera; el muerto es «uno» de los «nuestros» al ser recogido (re-flexionado, espiri­tualizado) en el seno de la familia, individualizado como dios lar, penate a su vez en el censo familiar:

«Esta acción no afecta ya al ser vivo, sino al muerto que, fuera de la larga sucesión de su existir disperso, se concen­tra en una única figura acabada, y, al margen de la inquie­tud de la vida contingente, se ha elevado a la paz de la universalidad simple»[16].

El hombre puede esperar que al morirse pase a ser individuo con carácter universal.

4º La función ética de la familia estriba en cargar con la muerte. Hegel explica la muerte del individuo suponiendo una tensión entre la ciudad y la familia. a) El ciudadano, el hombre en la ciudad, edifica la socie­dad civil con leyes humanas y cumple así su misión en ella. Su muerte individual es para él el trabajo de su vida, la cual consiste en ir desapareciendo poco a poco como individuo para que reine la universalidad de la ley. Muere trabajando para la universalidad. Pero su muerte es contingente, porque el individuo es recambiable: muerto uno, otro seguirá su tarea. La muerte carece entonces de significación espiritual aparente: es como un hecho natural, contingente y falto de universalidad. b) Pero el hombre en la familia está regido por la ley divina. En el seno de la familia su muerte ya no es un hecho natural, sino una opera­ción del espíritu. De ahí que la  función ética de la fa­milia consista en  cargar con el muerto.

5º La familia es así una asociación no natural, sino espiritual, de índole religiosa, basada en la piedad. Ella rinde culto a los muertos y con ello desvela el sentido espiritual de la muerte, fundando una totali­dad ética. a) La muerte es una negación natural, me­diante la cual la conciencia no vuelve a sí misma, ni se hace autoconciencia. El muerto se hace pura cosa con las cosas elementales (con la tierra, por ejemplo). Por eso Creonte, al castigar a Polínice muerto, lo trata como a mera cosa, dejándolo insepulto, abandonado a merced de los perros y de las aves de rapiña. Le niega la posibilidad de ser recuperado, espirituali­zado con ese índice de universalidad («universalidad simple») que se consigue en la familia. En ésta se en­cuentra el primer elemento de la eticidad, la cual no es otra cosa que una relación espiritual, un re-torno ha­cia sí misma (reflexión). b) La familia devuelve a la muerte su sentido espiritual y prueba que la muerte natural es un paso a la vida espiritual:

«La muerte parece solamente el ser de la naturaleza que se ha hecho inmediato, no la operación de una conciencia; por consiguiente, el deber del miembro de familia es aña­dir también ese lado para que su ser último, este ser uni­versal, no pertenezca sólo a la naturaleza ni se quede en algo irracional, sino que sea el hecho de una operación y se afirme en ella el derecho de la conciencia»[17].

¿De qué manera acaece esta transformación? La familia hace de su miembro muerto un daimon, em­parentado a los penates: un «éste» (singular) desa­parecido, que continúa siendo como espíritu (univer­sal). La familia da máximo honor al muerto cuando lo entierra, pues así lo hace espíritu universal. Y es lo que pretendía Antígona con su hermano.

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4. Conclusión crítica: Eticidad del matrimonio

 

Aparte de la infravaloración de lo femenino ‑simi­lar a la realizada por otros autores de la época‑, ¿qué sentido tiene en Hegel lo «ético» que ha de sobrevenir al «amor natural» para que éste se acredite plena­mente en el matrimonio?

No es posible ocultar el hecho de que Hegel sigue una línea de argumentación paralela a la que la tradi­ción realista utiliza para justificar la densidad moral del matrimonio. Este aspecto no puede clarifi­carse sin una obligada alusión a lo teológico; y así lo hace el mismo Hegel, aunque sea de manera nega­tiva.

Para la interpretación del realismo teológico clá­sico, el ideal evangélico de la virginidad no desem­boca en un simple estado de soltería o celibato. Pues la virginidad, lejos de ser un simple «no», una mera ne­gación (Entsagung) o huída (Fliehen), como dice He­gel, constituye un «sí» radical en forma de entrega total e indivisa  de la persona humana al Dios real. Pero el problema de Hegel es el de la real y objetiva presencia de Dios. Porque sólo a un ser real divino puede hacerse una entrega tan cabal. Si no hay ser di­vino extra-mental, tampoco cabe una entrega total a él.

Hegel impugna la realidad extra-mental, extra-consciente de lo divino. Es, por ejemplo, patética la oposición de Hegel a la presencia real de Jesucristo en la Hostia consagrada. Esta referencia teológica es también del propio Hegel, quien la considera como el núcleo de todo el error del realismo teológico clásico. Según  este realismo, Cristo en la Hostia posee una realidad actual y presente que, para la conciencia hu­mana, es extramental. La Hostia consagrada es el ejemplo realista por excelencia, donde Dios es pre­sentado a la adoración religiosa como externo a la conciencia subjetiva. Hegel contrapone este «realismo objetivo» a la vivencia subjetiva del protestantismo, donde la Hostia es «consagrada» sólo en la fruición y en la fe subjetiva del espíritu libre:

«Lutero sentó el gran principio de que la Hostia sólo es algo y Cristo sólo es recibido en la fe con que se cree en El; fuera de esto, la Hostia es únicamente una cosa externa, con el mismo valor que otra cualquiera»[18].

Para Lutero, Cristo es algo presente sólo en el acto subjetivo de la fe (fe fiducial) y en el interior del espí­ritu. La doctrina luterana elimina la exterioridad di­vina, sentando el principio de que se recibe a Cristo sólo en la fe que se tiene en El. «En cambio, el católico se prosterna ante la Hostia, convirtiendo de esta ma­nera lo exterior en santo»[19].

Así, pues, si se acepta la «relación de exterioridad», se puede admitir más fácilmente que en la Hostia sea adorado Dios. Mas para Hegel, «de esta primera y suma relación de la exterioridad, derívanse todas las demás relaciones externas, y, por consiguiente, no li­bres, no espirituales y supersticiosas»[20].

Supersticiosa y no libre sería, para Hegel, la virgi­nidad. Cuando, en realidad, para seguir el consejo evangélico, la abstención ha de ser libre, no forzada, y realizada «por el amor del reino de los cielos». Pero el problema reside, para Hegel, en la realidad extra­mental de ese ámbito sobrenatural.

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[1] Hegel, Philos. Relig. (Glockner, 15),262.

[2] Hegel, Philos. Relig., 262.

[3] Hegel, Philos. Relig., 262.

[4] Hegel, Enzyklopädie, § 552.

[5] Hegel, Rede bei der dritten Säkular-Feier der Übergabe der augsburgi­schen Konfession, 25-VI-1830 (ed. Glockner, 20), 539.

[6] Hegel, Philos. Relig., 261

[7] Hegel, Enzyklopädie, § 552

[8] Hegel, Philos. Rechts, § 158.

[9] Hegel, Philos. Gesch., 483.

[10] Hegel, Philos. Rechts., § 161

[11] Anthropologie in pragmatischer Hinsicht.

[12] La mujer. Naturaleza, apariencia, existencia. Madrid, Rev. de Occi­dente, 1966.

[13] F. Rosenzweig señala que la familia es para Hegel «una formación extra-estatal. Ella, como or­ganización, no es un miembro del orga­nismo estatal, pues su relación con el Estado se agota en ser el ám­bito en que se prepara el espíritu de los indivi­duos, presupuesto del Es­tado. Si antes de Hegel la casa era una parte del complejo estatal, para él lo es sólo el hombre crecido en la casa. Por esto Hegel puede, consi­derando la familia como un mundo exis­tente, no renunciar al sen­timiento, al «amor». La posición de la familia en el sistema resulta del hecho de que ésta, basada en el sentimiento, puede convertirse en un vivero del modo de sentir del que nace el sentimiento ético» (Hegel und der Staat,  reimpr. München, Aalen, 1962, 113-114).

[14] Hegel, Aesth. II (Glockner, 13), 53.

[15] Hegel, Philos. Rechts, § 166.

[16] Hegel, Philos. Rechts, § 166.

[17] Hegel, Phänom., 342.

[18] Hegel, Phänom., 343-344.

[19] Hegel, Phänom., 344.

[20] Hegel, Philos. Gesch., 480.