Los ejércitos españoles estuvieron luchando en medio mundo durante los siglos XVI y XVII.

1. Necesidad de un juez árbitro en el caso de guerra

1. Durante mucho tiempo se tuvo a Hugo Grocio (De iure belli ac pacis, 1625) como el primer pensador europeo que definió y alentó el tribunal arbitral en caso de guerra[1]. Sin embargo, basta repasar la doctrina de los autores españoles del Siglo de Oro para convencerse de que, mucho antes, fueron ellos los que determinaron con suficiente claridad dicho arbitraje.

Como el arbitraje es un asunto que se refiere a la figura del juez, es preciso recordar que son dos los objetivos que, a propósito de la justicia del juez, contemplaban los autores del Siglo de Oro. Primero, el aspecto “intrasocial” de la justicia, en tanto que los juicios pivotan, dentro del foro, en la actitud del “juez” principal­mente, pero también en la actitud de los testigos, de los abogados y del acusado mismo. Segundo, el aspecto “internacional” de la justicia, en cuanto los actos que deben ser juzgados sobrepasan el hecho intrasocial de cada una de las partes im­plicadas. Este es el caso del gobernante (el “príncipe”) que debe asumir la función de juez en los conflictos internacionales, especialmente bélicos. La cuestión estriba en saber si cuando se presentan tales conflictos debería el príncipe mismo actuar de juez, o debería acudir a la figura de un juez árbitro[2].

A nadie se le oculta que en la actualidad el “arbitraje” ha desplazado su función normal desde la perspectiva bélica a la económica-comercial: un conflicto internacional comercial se ve hoy amenazado por la lentitud de un proceso rodeado de jurisdicciones nacionales diferentes, comisiones rogatorias, ministerios diversos, implicación del Estado en contratos mercantiles, procuradores de los tribunales, imposibilidad de que una empresa nacional se someta a los tribunales de otro país, etc. Se precisa de cierta celeridad en la solución de los conflictos, máxime si hay grandes masas de dinero en juego; y por eso se apela a un rápido arbitraje comercial internacional, el cual se ha desarrollado de una manera normal y generalizada[3].

Pero no se puede reducir la historia del arbitraje a los meros capítulos bélicos y mercantiles[4]. Lo cierto es que escasean los estudios desde el punto de vista histórico; no así las monografías sobre puntos actuales del arbitraje. Una buena aportación histórico-jurídica sobre el arbitraje es la de Antonio Merchán Álvarez[5], quien indica que ya los Glosadores y Comentaristas medievales se pronunciaron sobre este tema. Por ejemplo, “Búlgaro en la Summa iudicis trató ampliamente el problema de la naturaleza jurídica de la sentencia arbitral en comparación con la sentencia judicial. Tancredo de Bolonia estudió la regulación del arbitraje en las leyes romanas y en el Derecho canónico. Guido de Suzzara se ocupó del arbitraje en el Derecho romano y al mismo tiempo se detuvo en el examen de las diferencias entre el árbitro y el juez público y por otro lado entre el árbitro de derecho y el amigable componedor. Las soluciones procesales contra la parte que no quería cumplir el juicio arbitral fueron examinadas por Bonaguida de Arezo. Las obras más representativas de la literatura jurídica del Derecho común sobre el arbitraje son seis tratados que se encuentran en el volumen III de un Thesaurus fechado en Lugduni en 1549, titulado Tractatuum ex variis interpretibus collectorum […]. El autor que mayor prestigio tuvo a mediados del siglo XVI, a tenor de la frecuencia con que se invoca su autoridad en esa época y en la literatura jurídica de época posterior (aparte del hecho de ser el que llevó a cabo la adición del tratado de Bártolo) fue Lanfranco Oriano. Así se desprende sin duda de la literatura jurídica moderna más directamente utilizada por nosotros: Glosas de Gregorio López a las Partidas, Curia Filipica de Hevia Bolaños, e Ilustración a la Curia de Domínguez Vicente”[6].

2. Lo cierto es que con el ocaso de la gobernación tardomedieval y la aparición de la “nación” moderna quedó definida, en el caso de guerra, la naturaleza del arbitraje dentro de la Escuela de Salamanca, desde Vitoria y Soto hasta Báñez[7]. Se trata de una doctrina sobre la naturaleza jurídica del juez árbitro, sobre su obligatoriedad y sobre sus condiciones carac­terísticas. Hoy, como antes, se le exige al juez árbitro una cualidad esencial: la neutralidad ­–política, económica, cultural, sociológica– para la decisión de conflictos internacionales en los que se encuentren en juego intereses del propio país[8]. Lo que al “juez árbitro” se le exige siempre para ejercer limpiamente su función es, primero, que su procedencia geográfica –o su nacionalidad– no condicione la dirección de su sentencia; y, segundo, que se atenga al derecho que, de manera común y universal, vivifica la realidad humana. Su prestigio, respaldado por la voluntad de las partes que se someten al arbitraje, le hace acreedor de la confianza en él depositada. Concretamente ante la posibilidad de un conflicto bélico Francisco de Vitoria exigía “examinar diligentemente la justicia y las causas de la guerra y oír además las razones del adversario”, consultando para ello a “hombres honrados y sabios, quienes libremente den su parecer sin estar afectados por la ira, odio o cualquier clase de pasión[9].

Esta cuestión se planteaba en el siglo XVI del modo siguiente: hay dos tipos de conflictos internacionales. Unos jurídicos normales, originados por una violación leve de normas jurídicas internacionales; en ellos no se suele apelar a la guerra como medio jurídico; y se resuelven pacíficamente: bien por vía directa (negociaciones diplomáticas), bien por medio de un tercero (mediación, buenos oficios); bien de modo mixto (tribunales de investigación o de conciliación, en donde también tiene su lugar propio el juez árbitro). Otros conflictos son motivados por una injuria gra­ve: el atropello violento de un derecho básico; estos podrían resolverse pacífica­mente con medios ordinarios o jurídicos; pero pueden también resolverse con medios extraordinarios: por las armas (con la guerra, medio también jurídico, pero excepcional). Pero antes de llegar al extremo de la guerra tienen que activarse las tareas del juez árbitro[10].

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2. La ambigüedad de Martín de Azpilcueta

 

1. Ya en los inicios de la Escuela de Salamanca, Martín de Azpilcueta planteó[11] el asunto de la siguiente manera: los príncipes cristianos que acer­ca de un reino o nación mantienen entre sí un conflicto que no puede eliminarse ju­rídicamente, porque ninguno tiene por encima de sí un supe­rior, ni puede determinarse por las armas, porque en ambos son iguales la poten­cia y las armas, deben remitir su causa a jue­ces árbitros: y si no quisie­ren elegir jueces árbitros, ni consentir en sus pac­tos y senten­cias, cometerían una falta moral gra­ve, por los males que se desencadena­rían en la nación debido a la discordia y a la guerra[12].

Pero, ¿hay algún caso en que el príncipe no cometa una falta grave contra otro cuando, estando él persua­dido de que lo más probable es que el derecho a ese reino le pertenece, declara la guerra al otro para apoderarse de tal reino? En principio, el Doctor Navarro estima moralmente correcto que cada príncipe haga lo posible para que las razones de su causa y las del otro sean examinadas por él mismo y por los doctores de su reino, y si ellos juzgasen que lo más probable es que el derecho le pertenece a él y no al otro, puede hacer suya la sentencia y así ocupar por las armas y la fuerza el reino, si no hay otra vía. Pero el problema planteado se agudiza cuando Azpilcueta se refiere a un príncipe supremo, el cual no puede ser juzgado por nadie: ¿puede entonces ese príncipe juzgar por sí mismo y hacer suya la sentencia, sin hacer por ello injuria alguna al otro?

2. En realidad, lo que Azpilcueta parece afirmar es que, mientras el asunto no pueda definirse por las armas, el príncipe debe aceptar jueces árbitros, para que la nación no sufra detri­men­to de los enemigos. Pero ¿y si el conflicto puede definirse por las armas? En virtud de que no se puede definir el asunto con un juicio, pues ningún príncipe puede ser juzgado por otro (el príncipe en este caso no tiene superior, y no debe atenerse a ningún otro juicio, y por lo mismo debe juzgar él mismo su propia causa), piensa Azpilcueta que no hay injusticia en hacer la guerra para ocupar tal reino. Y por ello afirma que si por sus propias razones o por las razones de los doctores de su reino ve más probable que el derecho a tal reino le perte­nece, podrá pronunciar él mismo sentencia a su favor y usar de armas para ejecutarla haciendo la guerra al otro príncipe. ¿No habría en este caso una guerra “justa por ambas partes”? Parece inevitable afirmarlo[13].

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3. La doctrina de Báñez sobre el juez árbitro y la guerra justa

1. Báñez enseña, siguiendo a Vitoria y Soto, que si la guerra es evidentemente “justa”, es innecesario el juez árbitro; pero si es dudosa, el prín­cipe puede reconocer que el adversario tiene derechos iguales o inferiores a los suyos: y entonces se apela al juez árbitro. En cualquier caso, para los autores de la Escuela de Salamanca la guerra no puede ser justa por ambas partes a la vez. Sólo después de haber agotado todos los medios pacíficos puede emprenderse una gue­rra. Para que una guerra sea justa, decía Soto, “es necesario seguir las formas del derecho, incluso con más exactitud todavía que en los juicios privados, puesto que los peligros son mayores cuando se trata del bien público”[14].

Hacia finales del siglo XVI esta doctrina sobre el arbitraje internacional es recogida sin modificaciones apreciables por Vázquez, por ejemplo. Pero poco después se fue diluyendo, llegándose a sostener que la “guerra puede ser justa por ambas partes”. Ello tuvo su causa no sólo en la Reforma y en el posterior Positivismo jurídico, sino  antes, en las modificaciones introducidas en ella por Molina y Suárez. Este es un punto importante que se tratará más adelante.

2. Tomás de Aquino había señalado[15] que la guerra puede ser justa si se cumplen en ella tres condiciones. Primera, que sea legítima la autoridad del príncipe bajo cuyo mando se hace la guerra (cuius mandato bellum est gerendum). Segunda, que exista rectitud de intención en el beligerante, promoviendo el bien y evitando el mal. Tercera, que haya causa justa, como puede ser la venganza de injurias (quebrantamientos violentos de un derecho básico)[16]. Precisamente a propósito de la “causa justa dudosa” surge el arbitraje, pues si la causa justa es evidente, entonces éste es innecesario. En la causa que es dudosamente justa, un príncipe puede reconocer que el adversario tiene derechos iguales o inferiores a los suyos, en cuyo caso ha de remitirse a un juez árbitro.

Someterse a la decisión de árbitros es algo que suele acontecer en muchos asuntos humanos, aunque los árbitros que no son los superiores (gobernantes legítimos) carezcan por sí mismos de plena potestad coercitiva[17].

3. Ya del mero planteamiento apuntado se desprenden algunas características esenciales de la guerra “con causa justa”. Primera, que esa guerra es en el fondo defensiva: porque si la guerra es justa, se hace siempre para defender un derecho conculcado; lo cual significa que no hay, en la práctica, una distinción entre guerra defensiva y guerra ofensiva[18]. Segunda, que es ilícita la defensa que el enemigo hace, pues el que acomete primero para vindicar un derecho que su contrario no quiere satisfacer, no conculca la justicia intrínseca de la guerra[19]. Tercera, que la guerra no puede ser justa por ambas partes a la vez. Cuarta, que el príncipe o nación que ha cometido una injuria contra otro príncipe o nación queda, por razón de esa injuria, sometido a aquel que ha sido víctima de ella. Quinta, que el príncipe de una república perfecta no tiene juez superior, y si ha sido objeto de una injuria, es “juez” del que la infirió, pudiendo obligar  por la guerra a dar satisfacción de la injuria, sin apartarse de las obligaciones de un juez.

4. El punto neurálgico de todo este planteamiento es que, al final, el príncipe ha de actuar como un juez. ¿Y cuáles son los rasgos ontológicos y morales del juez que ha de asumir también el príncipe? Dos fundamentales. Primero, un juez tiene una autoridad pública: no puede juzgar con justicia al que no es súbdito suyo; pues como la ley general, si ha de ser eficaz, debe tener fuerza coactiva, la sentencia del juez viene a ser como cierta ley particular dictada en atención a un hecho particular y debe tener también fuerza coactiva, por la que ambas partes sean constreñidas a su observancia; de lo contrario, el juicio no sería eficaz. Y esto es claro, porque sólo ejerce lícitamente la fuerza coactiva en los asuntos humanos el que tiene autoridad pública, el cual es considerado como un “superior” respecto de aquellos que están sometidos a esa potestad. Dicho de otro modo, el juez sólo puede juzgar a sus “súbditos”. Segundo, el juez debe informarse al juzgar, no según lo que él conoce como persona particular, sino según aquello que conoce como persona pública, a saber: por las leyes públicas y por los testigos; pues el juzgar corresponde al juez en cuanto ejerce pública autoridad.

De ahí se deduce que el príncipe ofendido se constituya en juez del príncipe ofensor “por derecho natural” o “por autoridad de todo el Orbe”, como dice Vitoria: la guerra es un acto de justicia vindicativa que el príncipe ofendido ejerce en nombre de toda la colectividad humana (Totum Orbis), y no llevado de un principio individualista o de un egoísmo nacional.

5. Como la determinación del carácter “justo” de la acción bélica ha de ser clara ante la razón humana, el príncipe que se conduce en esto con justicia se comporta como un juez que pronuncia una sentencia capital sobre materia grave, debiendo cumplir tres requisitos. Primero, ha de examinar diligentemente la causa que le ha sido confiada[20], sin dejarse llevar de su opinión personal, debiendo consultar a hombre sabios y confiables; si no lo hace así, comete una acción gravemente inmoral[21]. Segundo, ha de juzgar imparcialmente, sin dejarse arrastrar por sentimientos personales. Tercero, ha de poner de su parte todo lo que pueda llevarle a convencerse plenamente de que le asiste una razón apoyada en pruebas claras. Sólo entonces, y después de haber agotado todos los medios pacíficos –incluido el envío de legados[22]– y las formas del derecho, puede emprenderse una guerra[23]. Y como la guerra se declara y se hace bajo el signo de la justicia, no debe extenderse más allá de lo que reclama la justicia.

6. La guerra, por lo tanto, es injusta cuando en una causa internacional no resulta evidente que el ofensor ha violado gravemente un derecho del ofendido, o no se ve injuria por ambas partes. En tales casos automáticamente ambos príncipes se convierten en jueces el uno del otro, aunque bajo distintos aspectos. Para ambos es entonces obligatorio –en caso de causa dudosa– intentar agotar todos los medios pacíficos, a saber: las relaciones diplomáticas, los buenos oficios y la mediación. Ahora bien, el recurso al juez árbitro es el medio pacífico más seguro y conforme con el  derecho: procedimiento jurídico en el cual las naciones en conflicto ponen la potestad judiciaria que como soberanos les corresponde en manos de un tercero, libremente aceptado por las partes, con la obligación de atenerse a su decisión judicial.

Como puede comprobarse, el acto del juez árbitro supone la soberanía de las naciones en conflicto; de modo que las naciones o príncipes recurren al arbitraje precisamente porque no tienen un tribunal superior que pueda juzgarlos.

Ahora bien, desde el momento en que una nación se considere superior a otra, o crea que existe un tercero competente para dirimir el litigio, desaparece el concepto de arbitraje internacional, el cual es mucho más que una mera “mediación internacional”: esta recurre a principios de equidad, de moral, de corte­sía internacional, siendo el mediador un mero consejero; por ello, la solución dada por el mediador es una propuesta o un consejo que puede aceptarse o no. El arbitraje internacional es siempre conforme a derecho, siendo el árbitro propiamente juez, de modo que la solución dada por el árbitro es verdadera sentencia y las partes están obligadas (en conciencia y jurídicamente) a cumplir el dictado del árbitro internacional.

7. Atendiendo a todas estas razones, Domingo Báñez había puesto, en su tratado De iure et iustitia, varias trabas jurídicas a la guerra. Primero, además de subrayar que para poder declarar la guerra, el príncipe ofendido ha de poseer la certeza completa de que hubo una violación grave y de que la razón le asiste con pruebas muy claras, Báñez insiste en que él no debe solamente aceptar una satisfacción, sino que está obligado a pedirla al adversario, y hacer cuanto esté de su parte para conseguirla, por ejemplo, enviando legados[24]. Segundo, el príncipe cuya causa bélica es dudosa, tiene la obligación clara y terminante, moral y jurídica (coactivamente) de someter sus dudas y opiniones al examen de los jueces árbitros, cuando no puede por sí solo llegar a la certeza de que la razón le asiste[25]. Tercero, debe ser sometida la causa al juicio arbitral no sólo cuando no haya legítimo posesor de la cosa discutida, sino también en la hipótesis de  que el objeto discutido tenga legítimo posesor y sean oscuros los derechos de ambos litigantes. Y esto es tan claro que, según Báñez, cuando el príncipe no posesor, antes de examinar la causa por sí mismo diligentemente, quiere someter su duda al juicio arbitral, y el posesor con derecho dudoso se resiste, recibe tal injuria el primero que puede éste declarar la guerra: él tiene derecho a que su causa sea examinada, pues el derecho del segundo es dudoso[26]. Esto último se aplica también cuando el segundo no quiera oír a los legados que le piden que la causa sea sometida al examen de jueces árbitros[27].

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4. Paralelismo de Vázquez y Báñez

1. Esta doctrina sobre la institución del “juez árbitro”, enseñada por Báñez –y que tiene como antecedentes a Vitoria y Soto– fue aceptada por Gabriel Vázquez[28].  Este autor sienta cuatro puntos al respecto, en su Disputatio 64, cap. 3[29].

Primero, ningún príncipe supremo que se halla inmerso en una con­troversia sólo probable por ambas partes –en­tre él mismo y el príncipe que no es súbdito suyo–, puede impo­ner sentencia y mandar ejecutarla por las armas y la guerra[30].

Segundo, si el derecho a un reino se hace evidente a favor de un príncipe supremo, éste, en virtud de su mayor certeza del derecho evidente que tiene al reino, puede promover la guerra contra el otro, si fuere necesario, para adquirir para sí tal reino[31].

Tercero, si la causa de ambos príncipes es liti­giosa y probable en uno y otro caso, un príncipe no puede hacer la guerra al otro, incluso aunque se vea que el derecho que tiene al reino es más pro­bable que el derecho del otro[32].

Cuarto, todo conflicto entre opiniones que se refiere a un derecho no ha de ser dirimido por el poder y las armas, sino por el juicio. Porque el mejor dere­cho de reinar no se constituye con las armas más fuertes[33].

2. ¿Hasta dónde ha de guiarnos entonces la fuerza de una opinión probable acerca del derecho que un príncipe tiene sobre un reino? Porque sucede con frecuencia, en lo concerniente al de­recho sobre un reino, que las opiniones están divididas; de tal forma que unos juzgan como probable que el derecho sobre un reino pertenece a un príncipe, mientras otros creen también proba­ble que aquél derecho pertenece a otro príncipe distinto; por lo cual suele ocurrir que tales príncipes se declaran mu­tuamente la guerra y cada uno de ellos intenta ocupar el reino con las armas contra la voluntad del otro. Además como en semejante causa el príncipe hace las veces de juez, cabe preguntar: ¿es suficiente la opinión probable para poder declarar la guerra y ocupar por las armas el reino discutido, aun en la hipótesis de que el príncipe contrario esté en pacífica posesión del mismo?[34].

También acerca de esta cuestión indica Vázquez seis puntos.

Primero, como la guerra es un acto de jus­ticia punitiva, propio del que inflige la pena y del que castiga a los rebeldes,  nadie debe conside­rar­se digno de pena ni rebelde si por su opinión probable –con la que cree tener algún derecho al reino– no deja que otro príncipe ocupe aquel reino con su autoridad, llevado por la opi­nión probable ­(que también él la tiene), acerca del derecho (que también él tiene) sobre ese reino.

Segundo, la controversia se ha de acabar cuando una y otra opinión sea legítimamente examinada, mediante fundamentos probados, y la sentencia recaiga en una de las partes: luego antes de tal examen no puede un príncipe entrar en guerra con el otro, el cual no es reo de culpa alguna, esperando el exa­men de una y otra opinión y de los fundamentos que cada uno puede alegar para que se dicte sen­ten­cia y el asunto se aclare[35].

Tercero, la controversia de opiniones exige ser termi­nada judicialmente y no por las armas; en con­secuencia, si el juicio de cada uno de los príncipes litigantes no es su­ficiente para terminar el pleito que tienen entre sí, será necesario que éste sea definido mediante el juicio de un tercero[36].

Cuarto, en esta causa ni el Emperador ni el Pontífice tienen de­recho de dictar una sentencia que los príncipes deban obedecer. Porque ninguno de los dos tiene sobre los otros príncipes una jurisdicción meramente temporal; y de esta precisamente estamos hablando[37].

Quinto, es necesario que existan razones probables en ambas partes y cuyos fundamentos estén en el mismo Derecho –como ya había exigido Soto– para poder afir­mar que el derecho de un rey contra otro es dudoso, y que conviene en consecuencia dirimirlo judi­cialmente y no por las armas. Vázquez exige que se den las mismas condiciones que los juris­peritos señalan a una causa dudosa en derecho privado[38]. En este caso de­ben los príncipes en conflicto terminar su causa no con las armas, sino mediante el juicio de un árbitro[39].

Sexto, es imposible que una guerra sea justa por ambas partes a la vez, excepto en el caso de ignorancia invencible[40].

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4. Posibilidad de una guerra justa por ambas partes

a) Molina

1. En su tratado De iustitia et iure (Disputación 103)[41] Molina está de acuerdo con sus predecesores en lo concerniente a una causa de guerra que es justa porque parece evidente por todas sus aristas. El problema surge acerca de la causa que sólo es probablemente justa[42]. Molina indica nueve puntos principales.

Primero, los príncipes separados por algún conflicto han de acudir prime­ramente a las negociaciones directas.

Segundo, dichos príncipes tienen la obligación de examinar diligentemente los motivos en que se fundan sus dudas.

Tercero, cuando a pesar de dicho examen, les es imposible determinar con certeza a cuál de ellos pertenece el derecho, hay que dejar en posesión pacífica al que era posesor de buena fe, mientras no conste lo contrario.

Cuarto, si ninguna de las dos partes es posesora de buena fe, hay que dividir la cosa discutida según la cantidad de duda o probabilidad de cada una de ellas.

Quinto, si ambas partes no se pusieran de acuerdo y juzgaren cada una de ellas, sin dudar en lo más mínimo, que el objeto del litigio le pertenece, evidentemente una de ellas está en el error[43].

Sexto, pero si su error es invencible –puesto que se puso toda la diligencia necesaria para su estudio y siguió los consejos de jueces peritos y prudentes– la guerra será justa por ambas partes: de una parte formal y materialmente a la vez; de lo otra, en cambio, sólo formalmente. O sea, puede darse el caso en que sea justa la guerra “por ambas partes beligerantes, pero no objetivamente (materialiter), porque esto sería absurdo, sino sólo subjetivamente (formaliter) por la parte que lesionó los derechos ajenos, debido a la susodicha ignorancia”[44]. Sería pues, entonces, cosa excelente terminar el litigio mediante una transacción o el fallo de los jueces árbitros que se eligieren[45].

Séptimo, sin embargo no están obligados ni a la transacción ni al arbitraje, particularmente cuando no se temen daños más graves que los “ordinarios” de la guerra, y cuando ninguna de las partes llegare a la conclusión de que la otra obra de “buena fe” y de que declara guerra justa por lo menos formalmente y que ella misma, más probablemente que la otra, puede estar sujeta a error[46].

Octavo, si una de las partes estuviere convencida de que la otra obra de buena fe, Molina cree que estaría obligada o a pedir una transacción (y entonces la mayor cantidad tendría que entregarse a la parte que comenzó a poseer de buena fe), o a consentir que se eligieren jueces árbitros que definieran el conflicto. Porque como en este supuesto la condición de ambas partes es igual y de la guerra se originan gravísimos males, las partes están obligadas a componer el litigio por uno de los medios indicados y a evitar la guerra[47].

Noveno, cuando ambas partes estuvieren plenamente persuadidas que la cosa les pertenece y que la otra parte culpablemente no quiere dirimir el litigio, o que no quiere examinar la cuestión cuanto se requiere, o que no lo hace desapasionada­mente, entonces ninguna de las dos partes estaría obligada a admitir una transacción o jueces árbitros, puesto que cada una de ellas es juez de la otra en aquella parte y no está obligada a ceder su derecho. Y por esta razón puede darse guerra formalmente justa por ambas partes; pero siempre será de temer que no carezca de culpa aquella parte que no quiere examinar y discutir la cuestión cuanto se requiere y desapasionadamente[48].

2. Esta postura de Molina no ha estado exenta de críticas. Al menos tres son importantes.

Primera, en la hipótesis de que las partes no lleguen a un acuerdo, la obligación gravísima de recurrir al arbitraje queda por Molina reducida, en principio, a un consejo excelente.

Segunda, las partes están obligadas a la paz, según Molina, sólo en el caso de que sean de temer males extraordinarios (no serían suficientes los males “ordinarios” de la guerra) y estén convencidas, cada una de ellas, de que la otra procede de buena fe y que la opinión de su adversario es más probable que la suya propia (puntos a los que es casi imposible llegar si cada uno juzga la causa por sí mismo).

Tercera, cuando ambos bandos estén recíprocamente persuadidos no sólo de la mayor probabilidad de su derecho, sino también de que el otro obra de mala fe (cosa muy fácil de concluir juzgando la causa por sí mismo), ninguno está obligado a aceptar una transacción o el fallo de jueces árbitros; puesto que cada uno de ellos es juez supremo respecto del otro y no debe ceder su derecho a nadie. De modo que, según Molina, la guerra puede ser justa muchas veces por ambas partes a la vez.

Para Molina, en resumen, el arbitraje internacional sólo es un excelente consejo y obliga sólo hipotéticamente; incluso existe la posibilidad de que la guerra sea justa por ambas partes a la vez, fuera del caso de ignorancia invencible[49].

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b) Suárez

1.  ¿Quién posee, según Suárez, legítima potestad de declarar la guerra? Como ya lo enseñó Santo Tomás, está en manos del príncipe supremo que no tiene superior en lo temporal, y por lo tanto tiene por derecho natural legítima potestad para declarar la guerra. ¿Y por qué esa potestad la posee el príncipe? Porque la potestad de declarar la guerra es una potestad de jurisdicción, cuyos actos pertenecen a la justicia vindicativa, la cual es absolutamente necesaria para castigar a los malhechores; de donde se sigue que así como el príncipe supremo puede castigar a sus súbditos cuando perjudican a los demás, así también puede vengarse de otro príncipe o república que, por razón del delito, le está sujeta; como esta venganza no puede llevarse a cabo por otro juez, pues el príncipe de que hablamos no tiene superior en lo temporal, se deduce que si el otro no está dispuesto a dar satisfacción, puede ser obligado a ello por la guerra[50].

a) Cuando la probabilidad es igual por ambas partes están obligados los príncipes en conflicto a recurrir a los medios pacíficos: división de la cosa discutida, decisión por suertes, arbitraje, mediación, pero no acudir a las armas. ¿Y cuando ha de considerarse inocente o culpable una de las partes implicadas? Suárez sigue en esto un principio jurídico de sentido común: y es que cuando se trata de juicio criminal, las pruebas deben ser terminantes y más bien debe presumirse inocente aquel cuya culpa no pueda probarse[51].

Bajo estas premisas generales sería absurdo considerar que la guerra es esencialmente justa y evidente por ambas partes[52].

Por lo dicho se comprende que el soberano esté obligado a estudiar diligentemente la causa de la guerra y su justicia. Ahora bien, si después de haber puesto toda la diligencia para conocer la verdad, el derecho aparece cierto, Suárez indica que hay justo título para declarar la guerra.

b) Pero, ¿qué ocurre cuando no hay probabilidad por ambas partes? Es entonces cuando el príncipe debe conducirse como un justo juez: si la opinión que favorece a su derecho es más probable, puede reclamar justamente este derecho, ya que cuando se trata de pronunciar una sentencia es necesario, a juicio de Suárez, seguir siempre la opinión más probable. En este punto la justicia vindicativa debería tomar consejo de la justicia distributiva[53]: tratándose de justicia distributiva es preferible el más digno. Y el más digno es aquél cuya justicia aparece como más probable[54].

Muchos autores han visto una tesis peligrosa en la afirmación de que uno de los príncipes pueda declarar la guerra a su adversario cuando considera más probable su propio derecho. Peligrosa por dos razones. Primera, los Jefes de Estado, que son jueces en su propia causa y están rodeados de consejeros interesados, considerarán siempre como más probable la justicia de su propio derecho. Segunda, si no es necesaria la certeza de la existencia y gravedad de la violación de un derecho (exigida por Báñez y Vázquez), se llegará a una guerra justa por ambas partes a la vez, fuera del caso de ignorancia invencible. La guerra vendría a ser justa cuando el derecho es más probable, aunque no sea cierto.

c) Y por último, ¿qué ocurre cuando la justicia de la guerra es dudosa? Suárez responde que lo más probable es que el príncipe esté obligado a poner su causa en manos de un juez árbitro. Como se puede apreciar, esto no lo afirma Suárez de manera absoluta: sólo dice que lo ve como más probable: puesto que el príncipe está obligado a evitar la guerra por todos los medios posibles, con tal de que sean honestos. Si con un “medio honesto” no hay que temer ninguna injusticia, ése será el mejor medio y el emplearlo será necesario. Porque si todos los conflictos entre naciones hubieran de ser terminados por la guerra, eso sería contrario al bien común del género humano: por tanto, sería injusto; resultaría, además, que los más potentes poseerían generalmente mayor derecho, y que la fuerza de las armas sería la medida de sus derechos; lo cual sería absurdo[55].

Con esto queda excluida la obligación del arbitraje en la mayoría de los casos dudosos. Es más, el arbitraje internacional acaba siendo un medio excepcional, raro e inseguro.

d) En todo este planteamiento no queda excluida la sospecha de que Suárez ha introducido un cierto subjetivismo, o mejor, ha introducido el probabilismo en el Derecho[56]. Porque, aun siendo razonable que el príncipe se forme una certeza subjetiva para ir lícitamente a la guerra, –bien sea certeza de orden práctico exclusivamente, como en el caso de la mayor probabilidad, o bien certeza especulativa extrínseca por la autoridad de los hombres doctos a quienes consulte–, Suárez no dice que esa certeza subjetiva es insuficiente. En realidad, el otro príncipe puede hallarse en idénticas condiciones y de ese modo resultaría la guerra justa por ambas partes.

Acerca de la elección de un juez árbitro, Suárez recomienda equidad: porque el soberano no está obligado a prestar asentimiento a la sentencia de aquellos que él no ha constituido jueces; es preciso, consiguientemente, que los árbitros sean elegidos por consentimiento mutuo de ambas partes. No obstante, Suárez  se queja de la poca estima de que goza este procedimiento, pues casi siempre el otro sospechará de los jueces extranjeros[57].

En cualquier caso, bastará que el soberano proceda de buena fe sometiendo su causa no al examen de jueces árbitros, sino al de hombres doctos y prudentes; y si estos opinan que su derecho es evidente, él puede seguir ese juicio, y así no estará obligado a someterse al juicio de los demás a través de jueces árbitros.

Dicho de otra manera, Suárez considera necesario que se juzgue de este derecho como de un proceso justo; ahora bien, para que un proceso sea justo hay que considerar dos cosas. Una, es el examen de la causa y justa apreciación del derecho de las partes, para lo cual no es preciso tener jurisdicción, sino más bien ciencia y prudencia; porque como quiera que esto no constituye el fin de la guerra, sino su base, no hay por qué confiarlo al juicio de jueces árbitros. Otra cosa es la ejecución del derecho que posee evidencia demostrada; para lo cual se requiere jurisdicción, de la cual es poseedor el soberano por sí mismo, cuando le consta que su derecho es evidente; no se ve, por tanto, la razón de tener que someter su causa al juicio de un tercero, si bien debe aceptar los justos pactos que se le ofrezcan[58].

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En resumen, los Maestros del Siglo de Oro admiten la necesidad de un juez que sea árbitro internacional, como medio jurídico pacífico para la solución de los conflictos internacionales delictivos, como la guerra, pues subrayan la obligación de agotar todos los recursos pacíficos antes de acudir a las armas[59]. Según Báñez y Vázquez, los príncipes litigantes tienen obligación absoluta y gravísima de recurrir a este medio pacífico. Pero Molina y Suárez, sin atacar directamente esta doctrina de claro contenido moral, modifican, con varios elementos del probabilismo, esa trayectoria ética doctrinal sobre el arbitraje internacional[60], aplicando el principio moral del probabilismo al campo jurídico. Por este motivo Pereña reconoce que con Gabriel Vázquez, y no con Suárez, “por primera vez es formulada cumplidamente en Europa la tesis del arbitraje entre Estados por encima de los egoísmos nacionales y resentimientos históricos”[61]. Sin embargo, lo cierto fue que, más tarde, muchos foros europeos recibieron de Francisco Suárez la doctrina del arbitraje, o mejor, de la destrucción del arbitraje internacional, al reconocer la guerra como medio ordinario de solucionar los conflictos interestatales.


[1] Así fue defendido, entre otros, por M. Boegner en “L’influence de la Réforme sur le développement du droit international”, Recueil des Cours, Académie de droit international de la Haye, 6 (1925-I), pp. 241-324, p. 319.

[2] “Árbitro” es un término del derecho romano clásico, conservado luego por el derecho canónico y reiterado por los derechos cultos: expresa un sujeto elegido por las partes compromitentes para que decida acerca de la controversia que ellas le presentan. El arbiter es considerado como iudex en el Breviario de Alarico o Lex Romana Visigothorum, cuerpo legal visigodo que recoge el De­recho romano vigente en el reino visigodo; fue elaborado durante el reinado de Alarico II (487-507 dC), y promulgado el 2 de febrero de 506.

[3] Bernardo María Cremades, Estudios sobre arbitraje, Marcial Pons, Madrid, 1977, pp. 11-34, 115-123.

[4] Me limito a referir, entre otras muchas, la obra de Silvia Gaspar Lera, El ámbito de aplicación del arbitraje, Pamplona; Aranzadi, 1998.

[5] Antonio Merchán Álvarez, El arbitraje: estudio histórico-jurídico, Anales de la Universidad Hispalense, n. 43, 1981. Cfr. también, M. De Taube, “Les origines de l’arbitrage international. Antiquité et Moyen-âge”, Recueil des Cours, Académie de droit international de la Haye,  42 (1932-IV), pp. 5-115.

[6] Antonio Merchán Álvarez, El arbitraje, p. 25. Por lo demás, el libro de Merchán Alvarez excluye explícitamente (p.49) de su estudio las controversias de derecho público entre reinos, precisamente aquellas que se refieren al “casus belli”.

[7] Cfr. Jaime Viñas Planas, “El arbitraje internacional en los escolásticos españoles”, Ciencia To­mista, 62 (1942) 259-273; 63 (1942) 45-66, 277-293; 65 (1943), 145-174.

[8] “La decisión debe estar tomada por personas que, al margen de una ambientación, puedan solucionar el conflicto sin el conjunto de perjuicios que necesariamente tiene y debe tener el encargado por una comunidad política de solucionar los conflictos. El arbitraje permite una solución dictada, no con arreglo a los valores entendidos en una concreta determinada comunidad nacional, sino con arreglo a los diarios criterios de los hombres de negocios en cuya ambientación se celebró y debió ejecutarse un compromiso contractual” (Bernardo María Cremades, op. cit., p.117).

[9] “Oportet ad bellum justum magna diligentia examinare justitiam et causas belli et audire etiam rationes adversariorum si velint ex aequo et bono disceptare. Omnia enim sapienti, ut ait Comicus, verbis prius experiri oportet quam armis; et oportet consulare probos et sapientes viros, et qui cum libertate aut sine ira et odio et cupiditate loquantur”, Francisco de Vitoria, Relectio de Indis II (conocida como De iure belli), n. 21.

[10] La doctrina desarrollada por la Escuela de Salamanca acerca del arbitraje en caso de guerra, cuenta con algunas iniciativas previas, como la de Juan López de Segovia (1440-1496), conocido como Lupus, que escribió De confederatione principum (Sena, 1491) y De bello et bellatoribus (Sena, 1496). Este autor expone tres casos de conflicto. Primero, si dos príncipes tienen superior, carecen de autoridad para hacerse la guerra. Segundo, si sólo el príncipe adversario tiene superior, debe recurrirse a este superior en demanda de justicia. Tercero, si el príncipe adversario no tiene superior, todavía puede resolverse el conflicto, acudiendo al arbitraje: “Si aquél contra quien se quiere mover guerra no reconoce superior (si ille contra quem vult movere bellum non recognoscit superiorem), todavía estimo que estando dispuesto a ajustarse al derecho (stare juri), o al jui­cio de árbitros (judicio arbitrorum) o de hombres buenos (bonorum virorum), aun el que tenga la justicia de su parte no debe declarar la guerra” (De bello, p. 55). López de Segovia distingue, pues, tres funciones distintas de pacificación: el puro derecho, el juicio arbitral y la mediación (buenos oficios de hombre prudentes). En todo caso, indica una obligación hipotética de recurrir al arbitraje antes de declarar la guerra: “si aquél contra quien se quiere hacer la guerra no reconoce superior”. Viñas Planas, en su trabajo antes referido, hace un recorrido breve por otros autores del siglo XVI, como Fernando Arias Valderas, Vázquez de Menchaca, Alfonso de Castro, Juan de la Peña, Domingo Soto, Diego de Covarruvias, Pedro de Aragón, Martín de Azpilcueta, Francisco de Vitoria y Baltasar de Ayala. Cfr. “El arbitraje internacional en los escolásticos españoles”, Ciencia Tomista, 63 (1942) 277-287.

[11] Summa, cap. 25, n. 4.

[12] “Peccat princeps qui habet cum alio rege christiano super aliquo regno vel dominio aliquam dubiam et antiquam controversiam quae de jure non potest extingui: quia non habet superiorem: neque bello, quippe quorum arma adeo creverunt, ut neuter ab altero omnino superari possit […]: et non vult in arbitros suspitione carentes convenire, nec petere vel accipere conditiones honestas, quibus pax firma fiat”. Op. cit.; Opera Omnia, t. 3, p. 281.

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[13] Jaime Viñas Planas, “El arbitraje internacional en los escolásticos españoles”, Ciencia To­mista, 63 (1942), 286-288.

[14] “Requiritur forma iuris, eademque tanto exactius quam in privatis judiciis, quanto periculosius de summa boni publici agitur” (D. Soto, De iustitia et iure, p. 412).

[15] STh II-II, q40, a1

[16] Cfr. R. Regout, La doctrine de la guerre juste de saint Augustin à nos jours, París, 1935; A. Vanderpol, La doctrine scolastique du droit de guerre, París, 1919.

[17] “En los asuntos humanos, unas personas por propia voluntad pueden someterse al juicio de otras, aunque éstas no sean sus superiores, como acontece en los que se comprometen a la decisión de árbitros (qui compromittunt in aliquos arbitros); y de ahí se deriva la necesidad de que el arbitraje  (arbitrium) sea robustecido por la pena, puesto que los árbitros que no son los superiores no tienen por sí plena potestad coercitiva” (STh II-II q67 a1).

[18] “Iniquitas enim partis asdversae justa bella ingerit sapienti”. San Agustín, De Civitate Dei, 19,15.

[19] “Cuando se hace una guerra justa, el adversario lucha por la iniquidad”: Nam et cum justum geritur bellum pro peccato a contrario dimicatur (San Agustín, De Civitate Dei, 19,7).

[20] “In causis criminalibus civium judex debet procedere cum maxima diligentia: sed bellum est actus justitiae vindicativae in causa criminali gravisima, ergo debet praecedere examinatio diligentissima” (Domingo Báñez, De iure et iustitia, p. 1360).

[21] “Quoniam communis regula jurisperitorum est quod probationes in criminalibus debent esse clariores luce meridiana. De quo videndus est Magister Victoria in Relectione citata n. 20 et 21, ubi expresse docet, quod non sufficit ad justitiam belli, quod princeps credit se habere justam causam… sed oportet ad bellum justum examinare magna diligentia justitiam et causas belli et audire etiam rationes adversariorum si vellent ex aequo et bono disceptare. Sed stante dubia causa si judex proferat sententiam capitis contra aliquem, peccat mortaliter, nam probationes contra reum debent esse luce meridiana clariores: reus enim habet se veluti qui respondet, qui dum dicit probabilia, non convincitur nec concluditur; sed indicere bellum est proferre sententiam criminalem capitis, ergo non potest fieri quandium causa manet dubia” (Domingo Báñez, De iure et iustitia, p. 1360).

[22] “Prius debet princeps tentare omnia media ut alia respublica satisfaciat injuriis illatis, quam moveat bellum contra illam… Debet enim primo mittere legatos, quod si hoc non sufficiat, licite potest procedere ad bellum” (Domingo Báñez, De iure et iustitia, p. 1358)

[23] Para que una guerra sea justa, había dicho Soto, “es necesario seguir las formas del derecho, incluso con más exactitud todavía que en los juicios privados, puesto que los peligros son mayores cuando se trata del bien público”: Requiritur forma iuris, eademque tanto exactius quam in privatis judiciis, quanto periculosius de summa boni publici agitur (D. Soto, De iustitia et iure, p. 412).

[24] “Princeps qui bellum indicit gerit vices judicis in re gravissima… ergo princeps tenetur diligenter inquirere ea, quae militant pro parte alterius principis, qui nec vocatus est in judicium, nec se defendit” (Domingo Báñez, De iure et iustitia,  p. 1359).

[25] “Quod si princeps, qui non possidet, ante sufficientem examinationem velit examinare causam et adhibere judices arbitros, et ille qui possidet in dubio resistat potest tunc debellare, quoniam jam possidens facit alteri injuriam: habet enim jus, ut ejus causa examinetur”  (Domingo Báñez, De iure et iustitia, p. 1361).

[26] “In eo casu si princeps, qui bellum indicit, non potest per se examinare justitiam belli sine consultatione alterius principis, tenetur mittere ad illum legatos, ut postulent, quod per judices arbitros examinetur tota causa. Quod si princeps nolit assentiri legationi, potest alter indicere bellum (Domingo Báñez, De iure et iustitia, p. 1361).

[27] Sobre Báñez, cfr. Jaime Viñas Planas, “El arbitraje internacional en los escolásticos españoles”, Ciencia Tomista, 62 (1942) 263-268; 65 (1943), 145-156.

[28] Cfr. J. A. García Villar, “Teoría de la guerra y arbitraje internacional en Gabriel Vázquez”, en Pensamiento jurídico y sociedad internacional: libro homenaje al profesor Antonio Truyol Serra,  Centro de Estudios Constitucionales, Madrid 1986, pp. 461-482.

[29] En Commentariorum ac Disputationum in Primam Secundae partem Sancti Thomae, I, 1599.

[30] “Primum quidem existimo, nullum princi­pem supremum in controversia tantum pro­babili ex utraque parte inter ipsum et alium principem sibi non subditum, posse senten­tiam ferre, et eam armis et bello executioni mandare”

[31] “Dixi, in controversia tantum pro­babili, nam si jus ad regnum evidens fit pro aliquo principe supremo, apud omnes certum est, posse principem illum certiorem effectum de evidente jure, quod habet ad regnum, bellum inferre alteri, si opus fuerit, ut tale regnum sibi acquirat”

[32] “Deinde si causa utriusque principis litigiosa sit, et utrinque probabilis, no posse unum prin­cipem ad alterum bellum movere, etiamsi ei videatur jus suum, quod habet ad regnum probabilius, quam jus alterius, sic ostenditur”

[33] “Omnis controversia, quae inter opiniones versatur circa jus aliquod, non potentia et armis, sed judicio derimenda est; barbarorum enim mos videtur melius jus regnandi in po­tentioribus armis constituere”

[34] “Contingere etiam solet, ut circa jus alicuis regni varietas sit opinionum, ita ut quidem probabiliter afferant jus talis regni ad hunc regem pertinere; ex quo fieri solet ut tales reges sibi invicem bellum indicant, et unusquisque armis connetur tale reg­num contra alterum occupare. Cumque rex in simili causa belli quasi judex procedat videndum superest, utrum ei sufficiat opinio probabilis, qua putet regnum illud ad se pertinere, ut ex illo rectum judicium conscientaie habeat ad inferen­dum bellum, si opus fuerat pro regni illius con­secutione, etiamsi ab altero jam videat occupari. Res haec, meo judicio, dignissima est, quae a Theologis nostris exacte tractetur, ex ea enim pendet maxime pax, aut Discordia inter principles christianos, quae quanti momento sit, omnibus satis manifestam est. Pauci vero ex Doctoribus, et pauca de hac re scripserunt.”

[35] “Adde etiam quod bellum est actus justitiae punitivae infligentis poenam, et punientis re­belles; nemo autem censeri debet dignus poena et rebellis si propter opinionem suam probabilem, qua creditur jus adliquod ad regnum sibi competere, non sinat alium prin­cipem propia su auctoritate regnum illud occupare propter opinionem, quam et ille habet, probabilem de jure, quod etiam ipse putat ad regnum illud se habere, donec utra­que opinio collatis rationibus, et fundamentis legitime examinetur, et pro altera illarum sententia feratur: ergo ante tale examen unus princeps non potest alterum debellare, cum ille non sit alicujus culpae reus, expectans examen utriusque opiniones, et fundamento­rum, quae uterque allegare potest ut sententia feratur, et res declaretur”.

[36] “Omnis controversia, quae inter opiniones versatur circa jus aliquod, non potentia et armis, sed judi­cio dirimenda est… Controversia opinionum, judicio, non armis postulat definiri; cumque, ut probatum est, judicium unius principis non suf­ficiat contra alium ad dirimendam litem, necesario sequitur, alicujus alterius judicio definiendum esse”.

[37] “In primis suponendum est in hac causa neque Im­peratorem, neque Pontificem habet jus sententiam ferendi, cui principes parere debeant; quia secun­dum Theologorum communem sententia, quam hic suppono, neuter habet in alios príncipes mere temporalem jurisdictionem, de qua hic disputa­mus”.

[38] “Gabriel Vázquez admite el arbitraje en causas dudosas no como un principio subsidiario o ga­rantizador que puede ser aplicado a la vez que otros; es el único criterio que debe normativizar los conflictos entre Estados. Sólo así será posible evitar el peligro de una guerra permanente”. Lucia­no Pereña Vicente, “El arbitraje internacional y la conquista de Portugal”, Revista Española de Derecho Internacional, 8 (1955), p. 162.

[39] “Deinde observandum est, tunc censendum esse jus unius regis contra alium, litigiosum et dignum, quod judicio et non armis dirimatur, quoties judicio jurisprudentum, in jure ipso utrinque sunt probabiles rationes, quae si essent inter privatos principes, censeretur causa ita litigiosa et diffi­cilis, ut nullus litigatorum contra justitiam mani­feste litigare censeretur, si peteret contra aliud id, de quod esset controversia, et in hoc casu dictum est debere principes non armis, sed judicio, et sententia, non propria, sed alterius, ut explicatum manet, causam suae controversiae dirimere” (Disputatio 63, cap. 3, p. 306).

[40] Jaime Viñas Planas, “El arbitraje internacional en los escolásticos españoles”, Ciencia Tomista, 65 (1943), 157-159.

[41] Luis de Molina,  De iustitia et iure, 1593, t. I, tract. II, Disputatio 103.

[42] Cfr. M. Fraga Iribarne, Luis de Molina y el derecho de la guerra, Madrid, 1947; L. García Prieto, La paz y la guerra: Luis de Molina y la escuela española del siglo XVI en relación con la ciencia y el derecho internacional moderno, Zaragoza, 1944; L. Izaga Izaguirre, El Padre Luis Molina, internacionalista, Madrid, 1936.

[43] “Quod si partes judicio discordent, et utraque judicet semoto dubio ad se pertinere; tunc una sane decipitur”.

[44] L. García Prieto, La paz y la guerra, loc. cit., p. 142.

[45] “Sed si invincibiliter erret, quia moralem adhibuit diligentiam, sequataque est judicium peritorum ac timorato­rum, erit bellum justum ex utraque parte; sed ex una formaliter simul et materialiter, ex altera vero formaliter tantum. Tunc vero consilium esset optimum ut litem transactione componerent, vel ut judices eligerent arbitros, quorum judicio starent”.

[46] “Credo tamen ad neutrum te­neri, praesertim quando gravissima alia mala, praeter ordinaria belli, inde non timerentur, quando neutra pars sibi persuaderet alteram procedere bona fide habereque bellum justum saltem formaliter seque non minus posse decipi, quam alteram”.

[47] “Quae enim pars utrumque horum persuaderet sibi, meo judicio, teneretur, vel transactionem facere cum  altera majorque pars esset relinquenda ei, qui bona fide cepisset res possidere, vel consentire, ut judices arbitri eligerentur, qui rem definirent. Etenim cum in eo evento aequa sit conditio utriusque partis, ex belloque gravissima mala oriantur, tenerenturque partes litem altero illorum modorum inter se componere, a belloque abstinere”.

[48] “Quando vero utraque pars sibi persuaderet rem absque ullo omnino dubio ad se pertinere, alteramque partem non sine culpa non velle aliter desistere, saltem quia vel non quantum oportet vel non sine passione vult rem expendere, certe neutra teneretur vel transactionem, vel judices arbitros admittere: eo quod unaquaeque earum supremus sit judex adversus alteram ea in parte, neque tenetur cedere juri suo. Atque hac ratione potest saepe esse bellum justum ex utrraque parte. Quamvis semper timendum sit ne saltem pars altera sit in culpa, quod non quantum oportet, aut non sine paassione vellit rem expendere, et examinare.

[49] Jaime Viñas Planas, “El arbitraje internacional en los escolásticos españoles”, Ciencia To­mista, 65 (1943), 160-163.

[50]Apud quem sit legitima potestas indicendi bellum? Dico primo: supremus princeps qui superiorem in temporalibus non habet, vel respublica quae similem jurisdictionem apud se retinuit, habet jure naturae potestatem legitimam indicendi bellum… Secundo, quia potestas indicendi bellum est quaedam potestas jurisdictionis, cujus actus pertinet ad justitiam vindicativam, quae maxime necessaria est in respublica ad coercendum malefactores; unde sicut supremus princeps potest punire sibi subditos quando alii nocent, ita potest se vindicare de alio principe vel respublica, quae ratione delicti ei subditur; haec autem vindicta non potest peti ab alio judice, quia princeps de quo loquimur non habet superiorem in temporalibus; ergo si alter non sit paratus ad satisfaciendum, compelli potest per bellum”. (Opera omnia, t. 12, p. 739)

[51] “Cum in judicio praecipue criminali probationes debeant ese sufficientes, et potius, qui non probatur nocens, innocens praesumatur” (Op. cit., p. 756)

[52] “Esset ergo bellum ex utraque parte justum per se, et sine ignorantia; quod est absurdis­simum; duo enim contraria jura non possunt esse justa” (Op. cit., p. 744).

[53] Para un autor que, como Suárez, ha leído a Santo Tomás es congruente aceptar que en el orden analógico de la justicia hay una triza de justicia distributiva en la totalidad de la vindica­tiva; y viceversa.

[54] “Supremum rex tenetur ad sufficientem causae et justitiae examinationem, qua facta, operare debet juxta scientiam inde comparatam. Jam si facta diligentia illud certo constat, aperta est assertio. Quando vero res est pro utraque parte probabilis, tunc se debet rex gerere ut justus judex; quare si sententiam sibi favens invenitur probabilior, potest etiam juste prosequi jus suum, quia, ut verum existimo, in sententiis ferendis sequeanda est semper probabilior pars, quia ille est actus justitiae distributivae, in qua dignior est praeferendus. Est autem dignior cui probabilius jus favet”. (Op. cit., p. 748).

[55] “In dubio de justo bello teneri principem committere judicium bono viro, probabilius. -Sed quaeres an in hujusmodi casibus teneantur supremi principes arbitrio bonorum virorum judicium relinquere. Est autem quaestio stando in lege naturali tantum, ut omittamus Papae auctoritatem de qua jam diximus. Censeo vera probabilem valde esse partem affirmantem; ete­nim tenentur ii, quoad possunt, vitare bellum honestis mediis. Si ergo nullum periculum injustitiae timeatur, illud plane est optimum me­dium; erit ergo amplectendum. Confirmatur, nam impossibile est Au­torem naturae in eo discrimine reliquisse res humanas, quae frequen­tius conjecturis potius quam certa ratione reguntur, ut omnes lites inter principes supremos et respublicas nonnisi per bellum terminari de­beant; est enim id contra prudentiam ac bonum commune generis hu­mani, ergo contra justitiam. Praeterquam quod regulariter ii haberent majus jus, qui potentiores essent, atque adeo ex armis esset metiendum, quod barbarum et absurdum satis apparent” (Op. cit., pp. 749-750)

[56] Debido a ese probabilismo podría resultar un belicismo continuo, por no respetar el principio del posesor de buena fe, cuando surgen opiniones probables. Apoyándose en opiniones probables se puede desposeer al posesor de buena fe por las armas; y cada uno podría examinar la causa y dictar sentencia a favor de sí, ejecutándola luego con la guerra. De ahí que Pereña haya dicho que “el Doctor Eximio es el defensor decidido de la política española, el abogado de Felipe II ante el tribunal de la historia”. Luciano Pereña Vicente, Teoría de la guerra en Francisco Suárez, Madrid, 1954, I, p. 241.

[57] “Sed in hoc observandum primum erit, non teneri supremum principem stare judicio eorum, quos ipse non constituit ad judicandum; oportet ergo ut utriusque partis consensu arbitri eligerentur; quod quidem medium, quia raro amplec­tuntur, ideo solet esse rarissimum. Nam saepissime alter princeps suspectos habet judices externos” Op. cit., p. 750).

[58] Deinde advertendum, posse supremum principem, si bona fide procedat, expendere jus suum per prudentes expendere jus suumper prudentes et doctos viros; quorum judicio (si per illud constat de jure suo) sequi  potest, sicque non tenebitur stare aliorum judicio. Ratio est, quia ita est de hoc jure judicandum, sicut de justa lite; in justo autem judicio duo intenduntur: unum est examen causae, et cognitio juris utriusque partis, cui negotio necessaria non est jurisdictio, sed scientia potius et prudentia; quia, cum non intendatur per bellum, sed bello supponatur, non est cur arbitris sit committendum. Alterum est executio juris jam patefacti; ad hoc vero jurisdictio postulatur, quam per se habet supre­mus princeps, quando satis ,alias constat de jure; tunc ergo non est cur expectare teneatur alterius arbitrium, quamvis debeat justa pacta  acceptare, si offerantur (Op. cit., p. 750).

[59] Jaime Viñas Planas, “El arbitraje internacional en los escolásticos españoles”, Ciencia Tomista, 65 (1943), 168-169.

[60] Siguiendo las conclusiones de L. Pereña Vicente, afirma García Villar: “La tesis del probabilismo viene a ser el primer intento de fundamentación teológica al maquiavelismo político. Esta había sido la baza de los teólogos en el asunto de Portugal, justificar las pretensiones de Felipe II, que revestían marcadamente un carácter maquiavélico. La Universidad de Alcalá de Henares había prestado una valiosísima aportación a los intereses políticos del monarca español; con excepción de Gabriel Vázquez. Con motivo de la sucesión de Portugal, podríamos decir que se plantea de manera política el problema de las causas dudosas; y por primera vez el probabilismo adquiere forma sistemática en la teoría de la guerra”. J. A. García Villar, “Teoría de la guerra y arbitraje internacional en Gabriel Vázquez”, loc. cit., pp. 475-476. Y más adelante: “Para Suárez, el probabilismo o probabiliorismo conduce a la guerra; para Vázquez, al arbitraje internacional como única vía jurídica lícita” (p. 477).

[61] Luciano Pereña Vicente, “Importantes documentos inéditos de Gabriel Vázquez”, Revista Es­pañola de Teología, 16 (1956), p. 205.