Gerad David (1460-1523). “El juicio de Cambises a Sisamnes”. Cuenta el historiador Heródoto que Sisamnes fue un juez corrupto, de la época del reinado de Cambises II de Persia. Aceptó soborno en un juicio y dictó una sentencia injusta. Como consecuencia el rey le mandó detener por prevaricador y ordenó que se le despellejara vivo.

Impartir justicia

Tradicionalmente se ha entendido que la función del juez consiste en actuar la voluntad de la ley, o garantizar la observancia de la norma legal, o aplicar las leyes impartiendo justicia, para dar a cada uno lo suyo.

Más recientemente se argumenta que el juez puede prescindir del mandato legal para hacer justicia, porque la ley sería tan sólo una mera indicación a los jueces sobre el contenido del fallo; de modo que los actores de un juicio deberían atenerse no tanto al criterio de sumisión del juez a la ley –vinculado a la ley material– cuanto a la función judicial de hacer justicia –convertido el juez en creador de derecho–.

También se oye decir, con motivaciones políticas, que el juez es uno de los instrumentos de transformación de la realidad social, en cuyos fallos debe prevalecer la ideología política por encima de la ley vigente. De manera que si el juez se sujeta a la ley, será criticado por no saber interpretarla conforme a intereses políticos determinados.

Es claro que esta politización de la justicia está reñida con las enseñanzas filosófico-jurídicas de los maestros del Siglo de Oro, los cuales indicaron que desde luego el juez no está sujeto exclusivamente a la ley, ni es mero vocero de ella, porque al hacer justicia  puede faltarle ocasionalmente la ley y, por lo tanto, habría de actuar a veces sin una ley: ahí entraba el papel de la epiqueya (Véase: Reconducción de la ley humana a la ley natural).

Y advertían además que si bien la función del juez es aplicar la ley o hacer justicia, tal justicia era la del caso concreto: el juez dictamina lo que a cada uno le corresponde, pero no con carácter general, sino con referencia a quienes litigan en ese momento. El juez es sólo creador de derecho para las partes concretas, no para conductas futuras de quienes no son litigantes. Y cometen un abuso aquellos jueces que en sus sentencias tienden a explicitar normas o teorías científicas con la pretensión de que después rijan con carácter general.

Bajo estos supuestos enseñaban que sólo a veces el derecho es lo que dicen los jueces, por lo que éstos son ocasionalmente creadores del derecho; pero no por ello la jurisprudencia adquiere rango de fuente primaria del derecho; ni la ley puede ser sustituida por el positivismo de la jurisprudencia. Lo cual significa que cuando el juez realiza una función creadora, sólo en cierta medida está legitimado para llevarla a cabo. Los citados maestros planteaban y resolvían el asunto desde el convencimiento de un derecho natural previo que confiere al legislador mismo y a la ley positiva la fuerza de obligar, aun reconociendo al juez una función creadora y no automática: la razón jurídica y judicial será siempre instrumento de búsqueda de los principios normativos que derivan de la naturaleza.

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El juez y la injusticia

En los tratados De iustitia et iure que fueron escritos en el momento histórico del Siglo de Oro –Domingo de Soto, Domingo Báñez, Bartolomé de Medina, Gregorio de Valencia, Francisco Suárez, Luis de Molina, Pedro de Aragón, Gabriel Vázquez, Juan de Lugo, y tantos otros– se afirma, a propósito de los temas que había planteado Santo Tomás (Suma Teológica, II, q.67-q71), que, entre los modos de injusticia, tienen un calado especial los que se refieren al foro judicial. Y se indicaba que, en primer lugar, está la injusticia que puede cometer el juez al juzgar; en segundo lugar, la injusticia del acusador al acusar; en tercer lugar, la injusticia del reo al defenderse; en cuanto lugar, la injusticia del testigo al testificar; y, en quinto lugar, la injusticia del abogado en su asistencia. Todos estos temas venían precedidos por una consideración global acerca de la esencia de la injusticia (II-II, q59) y acerca de la exacta garantía del juicio (II-II, q60). (Véase de Tomás de Aquino: El juez y la injusticia ).

Para el mundo actual, una de aquellas tesis –por citar alguna de las más interesantes que deberían ser repensadas o releídas– declaraba que el juez es una autoridad pública (fungitur aucthoritate publica), por lo que su dictamen debía tener fuerza coactiva, siempre que al juzgar se hubiera atenido a los instrumentos jurídicos adecuados, dando voz a los testigos, sin actuar como persona privada: exigiendo siempre la información más estricta sobre la verdad de los testimonios públicos. Otras exigencias también categóricas se cernían sobre los acusadores, los testigos, los reos y los abogados. Pero la parte más delicada, desde el punto de vista filosófico, estaba en la función del juez.

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Con Montesquieu y sin Montesquieu

Desde el inicio de la Edad Moderna se entiende que el juez ha de realizar su función en un estado racionalmente organizado, con alguna forma de separación de poderes, único medio de salvaguardar la libertad de los ciudadanos, contrapesando unos poderes con otros. De ahí que los maestros de la Escuela de Salamanca enseñaran, por ejemplo, que el ejercicio de la autoridad real no excluía repartos de funciones entre Consejos y Cortes: el Rey y sus servidores no tenían un poder absoluto y estaban obligados a cumplir las leyes y a pagar los impuestos y arbitrios. Este contrapeso de poderes no estaba organizado tal como se concibe actualmente, bajo la fórmula de “separación de poderes” ­­–ejecutivo, legislativo, judicial–, inducida por Montesquieu. Pero aun así, tampoco en la actualidad se ha seguido fielmente en este asunto a Montesquieu. Por ejemplo, este autor indica –con bastantes dosis de utopía– que el llamado poder judicial habría de ser ocasional: el juez debería surgir del pueblo para dictar su sentencia, y luego volver al anonimato; el juez profesional sería un grave riesgo para la libertad de los ciudadanos, por lo que debería ser nombrado para cada caso y no ser más que la voz de la ley.

Sin llegar a este extremo utópico, los maestros salmantinos consideraban que el juez profesional es indispensable en un estado racionalmente organizado. Por lo que el juez, al dictar sentencia, debe estar sujeto a la ley que ha emitido el poder civil; pero su potestad específica exige que no esté sujeto al poder civil: sujeción a la ley y sujeción al poder civil son cosas distintas; él es un funcionario público, pero funcionario de la ley. El poder ejecutivo no debería convertirse fácticamente en un control del poder judicial.

Aquellos maestros sólo exigían que se reconociera el valor que tiene la razón para buscar en la naturaleza humana principios normativos firmes, sin que desapareciera la distinción entre derecho natural y derecho positivo: aunque la ley promulgada pueda decidir lo que conviene al interés general de los asociados, no puede privar al derecho de todo fundamento; ni puede considerar como un escándalo toda sentencia judicial que falle en ausencia de una ley.