Pedro Brueghel, el Viejo: «La cosecha» (1565). De un lado, representa campesinos trabajando en la dura faena de la siega. De otro lado, destaca algunos de ellos comiendo. Otros, durmiendo. Producción y consumo en una simétrica posición de planos, en un ciclo personal que va de la cosecha al descanso; puntos vitales que se insertan en toda empresa.

Los códigos corporativos

 Ser bueno es rentable. Sabido es que el fondo moral de los japoneses fue uno de los componentes esenciales de su «milagro económico». Cuando una empresa se desenvuelve en un clima de deterioro moral, ni despierta confianza ni da seguridad: sus pro­ductos pueden estar averiados, sus pagos pueden diferirse, etc. De hecho el comportamiento éticamente honesto de un empresario es más previsible que una conducta inmoral. Sencillamente por el carácter habitual y continuo con que se ex­presa, pues nadie es honrado a ratos. Si trato en los negocios con un empresario honesto —que tiene criterios constantes, perma­nentes, «de una pieza»— sabré a qué atenerme. De ahí que si todos los miembros de una organiza­ción empresarial consiguen una sólida constitución moral, será muy alta la fiabilidad y la confianza que muestre el tejido social hacia ellos, siendo muy pe­queño el margen de inseguridad. Esto explica en parte que en los Estados Unidos y en el Canadá, para elevar la competitividad frente a la industria japo­nesa y mejorar la cotas de productividad, se prestó cada vez más atención, dentro de la empresa, a proporcionar un «código corporativo» de valores éticos. Pero, ¿qué tipo de valores? ¿Valores pragmáticos de utilidad o valores de sentido personal?

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Valores de utilidad y valores de sentido

Veamos los aspectos éticos que contiene un típico «código cor­porativo» americano[1]:

·Equidad: Salarios del ejecutivo; mérito corporativo; precios del producto.

· Derechos: Juicio o proceso de audiencia justo; protección de la salud del empleado; derecho a la intimidad o vida privada; no discriminación por sexo; no discriminación racial; igualdad de oportunidades; intereses de los accionistas; empleo libre; denuncia de irregularidades de directivos.

·Honestidad: Conflictos de intereses del empleado; seguridad de documentos de la Compañía; regalos inapropiados; pagos no autorizados a funcionarios externos; contenido de la publicidad; contratos con el gobierno; procedimientos directivos financieros y monetarios; conflictos entre el sistema ético de la corporación y las prácticas empresariales aceptadas en otros países.

· Ejercicio del poder corporativo: Comités de acción política; seguridad en el lugar de trabajo; seguridad del producto; problemas de medio ambiente; contribuciones corporativas: problemas sociales de tipo religioso; cierre y reducción de plantilla.

Los códigos corporativos vienen a remediar un vacío moral en la conducta de las empresas. Se inspiran de una manera general en las Declaraciones de Derechos Humanos o en las costumbres de «policy» observadas en la mayoría de los países avanzados. Y en principio nada hay que objetarles, salvo la ausencia de una idea fundamentada del hombre y de una aspiración sistemática. El número de sus proposiciones es aleatorio y el sentido de sus enunciados obedece a criterios pragmáticos de utilidad.   Verdad es que a corto plazo parece útil una decisión inmoral: es inmediatamente más rentable verter sustancias con­taminantes en un río, en vez de instalar una cara planta depura­dora; pero a largo plazo eso origina unos costos sociales de enorme magnitud: pues provoca el deterioro del medio am­biente durante décadas, el almacenamiento de sustancias cancerí­genas en los productos hortofrutícolas, la quiebra de empresas agrícolas por el estado adulterado de sus cosechas, etc. Para colmo, es el conjunto social el que, mediante crecientes impues­tos, asume los costos de saneamiento.

•    La carencia de valores éticos suele pagarse muy caro. No basta la necesaria «competencia téc­nica» para lograr eficacia. Es necesaria también la «competencia personal», una de cuyas dimensiones de­cisivas es la «competencia ética».  El empresario ha de encarar el desafío de alcanzar unos niveles éticos que dentro y fuera de su país lo hagan acreedor de competencia y responsabilidad.  Sin embargo, es insuficiente y mezquino valorar la conducta ética sólo por sus rendimientos utilitaristas. La persona vale por lo que vale, por sí misma, y no por su carácter de cosa útil. El trabajador, el directivo, el contable, dentro de la empresa, son personas que primeramente han de ser promovidas interiormente a su perfección absoluta. Sólo por la superabun­dancia que el comportamiento ético tiene de suyo, se puede razo­nablemente esperar la cosecha de beneficios económicos. Pero si no los hubiere, porque circunstancias externas lo impidieran, ello no sería óbice para seguir afirmando el carácter absoluto de cada una de las personas que componen la empresa.

Inculcar los valores éticos sólo por los rendimientos que reportaran, no sería de verdad ético; sería como empeñarse en construir un círculo cuadrado: hacer que una persona (que es algo absoluto) se convirtiera en una cosa (que es algo relativo), en un útil. Pero la reflexión sobre los valores éticos es una tarea positiva y puede prestar una ayuda inestimable. Pues es innegable que el vertiginoso ritmo actual de cambio económico provoca en el em­presario perplejidades morales ante la avalancha de la compe­tencia, la ofensiva de la publicidad, la presión fiscal, la política de personal y de empleo, etc. ¿Qué pautas de conducta se deben se­guir para solucionar de modo responsable tales cuestiones?.  Es preciso saber los criterios de valor ético que deben orientar las decisiones del empresario, criterios que se enmarcan a su vez en una visión filosófica del hombre y del mundo, desde cuyos principios se comprende mejor el sentido de la actividad empresarial y sus objetivos específicos. Y aquí comienza la tarea de reflexionar sobre los valores éti­cos de la empresa.

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«Competencia técnica» y «competencia moral» en la empresa

Toda empresa tiene que responder a tres problemas económi­cos fundamentales: ¿Qué debo producir? ¿Cómo producirlo? ¿Por qué producirlo? Para responder a lo primero, la empresa destina ciertos recursos escasos a un objetivo particular; por ejemplo, puede destinar el acero a fabricar frigoríficos o auto­móviles. Para responder a lo segundo, el modo de producir bie­nes o servicios, la empresa se organiza bajo los supuestos de un modelo filosófico que puede ser colectivista, privativista o mixto; de uno o de otro modelo dependerá muchas veces tanto la calidad del producto, como la fuerza de la competitividad y de la demanda; y sea cual fuere el modelo, la empresa ha de aplicar un capital suficiente y una tecnología adecuada. En fin, para respon­der a lo tercero, el destinatario del beneficio, en la empresa se ha de examinar la distribución de los beneficios y de los costes económicos.

Estos tres órdenes de problemas alcanzan su solución, en pri­mer lugar, mediante la «competencia técnica», especialmente en el proceso de producción, para obtener el mejor producto con pocos recursos, al mínimo costo y al máximo beneficio.

•    Con una correcta eficiencia empresarial, desde el punto de vista técnico, los japoneses lograron pro­ducir la tonelada de acero a un costo menor que los norteamericanos, los cuales se quejaban de que aquellos practicaban el dumping (la supuesta venta del acero a un precio inferior al real para eliminar competidores en el mercado). O sea, los japoneses eran acusados de comer­cio inmoral.

Pero la «eficiencia empresarial» no se basa solamente en la mera «competencia técnica», sino también en la «competencia ética» con que se trabaja.

•    Por ejemplo, en la «eficiencia empresarial» de los japoneses confluían valores morales tales como la protección de la libertad de los trabajadores y de los propietarios, el cumplimiento de los contratos por am­bas partes, la fidelidad a la empresa y la honradez en la elaboración de los productos, la promoción de la res­ponsabilidad, de la laboriosidad y de la honestidad per­sonal en el trabajo.

La «competencia ética» se expresa, pues,  en las relaciones en­tre los diversos sujetos que se dan cita en la empresa persiguiendo ciertos fines, operando en unas estructuras y cumpliendo deter­minadas funciones. Estas relaciones se reabsorben en el ámbito de la justicia.

Sin embargo, no todos los sectores económicos comparten una misma idea de justicia. Por ejemplo, no es infrecuente encontrar empresarios para quienes lo justo es aquello que no va contra la ley meramente civil o política. Se podría hacer lo que no está prohibido por una legislación civil. Lo moral sería lo legal. Otros argumentarían con más sensatez diciendo que no todo lo legislado es justo moralmente, como es el caso del apartheid en Sudáfrica.

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La «mano invisible» de la empresa

En la actualidad la mayoría de las le­yes civiles son hechas con criterios que al menos acep­tan unos códigos internacionales de conducta, por ejemplo, los que se refieren a las operaciones económi­cas internacionales, recogidos en el Foreign Corrupt Practices Act de los Estados Unidos (1977), donde se hacía mención de las falsas declaraciones sobre impor­taciones o exportaciones, de las prácticas que especulan con oscilaciones artificiales de precios, del tráfico con bienes defectuosos, etc.

Tales «códigos morales» no son de máximos, sino de mínimos, y se basan en una idea muy general de la justicia, en una ética que todos los paises podrían compartir. Pero esto, con ser bueno, es insuficiente.

La justicia en sentido ético no puede ser desconectada del «bien común», entendido como el mutuo interés personal. Adam Smith pensaba que cuando cada uno busca su propio in­terés hay una «mano invisible» que lo lleva también a conse­guir el bien común. No habría que preocuparse de alcanzar el bien común, pues lo importante y decisivo es el bien propio. El bien común vendría de suyo. Esta regla ética lleva derechamente a la «ley de la jungla»: a la competencia desleal, al fraude de los productos, etc., provocando la pobreza de los más débiles. Bajo esta máxima moral quedó caracterizado el primer «capitalismo» por los movimientos del «socialismo», los cua­les intentaron eliminar los efectos disgregadores de aquella «máxima moral» mediante la limitación de la iniciativa privada y la redistribución del producto social para satisfacer las necesida­des de todos: todos satisfechos a costa de su iniciativa. Otra «máxima moral», la de «la participación igualitaria», venía a sustituir la «jungla» capitalista por el «zoo» socialista.

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La primacía de la persona en la empresa

Aunque es fácil demostrar que la pobreza no es un mal social causado por la empresa privada y que sus raíces se hunden en todo el tejido social, lo que importa es encontrar una concepción filosófica que se aplique a la eco­nomía con un concepto más adecuado y profundo de hombre y empresa. En el concepto de «persona» se recojen, por ejemplo, las libertades y los derechos humanos expresados en la Declaración de las Naciones Unidas sobre los derechos del hom­bre; el concepto de «persona» permite eliminar la desigualdad de oportunidades, aleja la coacción en el modo de elegir la propia felicidad y estimula la iniciativa del emprendedor para aportar una riqueza que pueda ser compartida por todos. Esta riqueza será una parte del «bien común». La empresa tendrá la misión de aportar a la sociedad lo mejor de sí misma desde un punto de vista ético.

El personalismo no permite que el mercado se re­gule a espaldas de la persona; aunque admite las leyes propias y objetivas de la «competencia técnica» (por ejemplo, en el funcionamiento de los precios), exige una mano «menos invisible» que la de Adam Smith para lograr, mediante el ejercicio consciente de la libertad, «competencias éticas», sólo las cuales pueden hacer que no sea violado el «bien común», que no haya corrupción, ni discriminación de mano de obra, ni contaminación ambiental, ni dumping, ni eva­sión de divisas, ni soborno, etc., sino la firme actitud de la responsabilidad ante un mundo que cada vez debe ser mejor con el esfuerzo empresarial.

Por lo tanto, es imprescindible que los componentes de la em­presa tengan asimilada una idea de los valores, por ejemplo, de la justicia, que dirija y estimule la acción de todos cuantos en ella se relacionan, para que los fines empresariales no sean aquejados del mal moral que reduce la acción empresarial al esqueleto de una mera «competencia técnica», fácilmente asimilable a la «ley de la jungla», sin personalidad interna y sin capacidad de aportar un sentido moral a la sociedad en que se desarrolla.

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•        La «Ética empresarial» es un saber inter­disciplinar; y ello por el amplio espectro de elementos y dinamismos que se imbrican en la empresa, la cual viene a ser, cada vez más, el instrumento o cauce por el que la renta nacio­nal se distribuye a los factores de producción. Y por eso debe ser considerada como una dis­ciplina moral que asume competencias de «Ética interpersonal» (por ejemplo, en los te­mas concernientes a la propiedad, al trabajo, al contrato, al salario y a la profesión), de «Ética social» (por ejemplo, en lo concerniente al es­tudio sectorial del bien común y de la autoridad social) y de «Ética internacional» (pues las re­laciones comerciales de todo tipo se dinamizan cada vez más y se extienden a ámbitos supra­nacionales).