Christina Robertson-Saunders (1796-1854): “Escena familiar”. Es el retrato de la Duquesa María de Leuchtenberg (Maria Nikolaevna de Russia) con sus hijos. Tratándose de la época en que Fichte reflexiona sobre el amor y la familia es probable que el filósofo tuviera en su mente escenas similares a esta.

 1. El compromiso de la unión matrimonial

a) Matrimonio y celibato

Para Fichte, sólo dentro del matrimonio se da el amor de la mujer y la magnanimidad del varón; y en ambos sentimientos reside la dis­posición natural a la moralidad, que es lo más bello que, según Fichte, proviene de la naturaleza, aunque la moralidad misma no es naturaleza. Dicho de otro modo, no hay verdadera moraliza­ción o cultura moral, antes de que aparezca la relación matrimo­nial en el mundo[1].

Fichte sostiene la tesis –de estricta raigambre luterana– de que el destino absoluto[2] del varón y de la mujer es casarse.

El ser humano, lo que en sentido general se llama  “hombre” (Mensch), puede ser considerado tanto desde el punto de vista fí­sico (conjunto de tendencias biológicas y facultades psíquicas), como desde el punto de vista moral (conjunto de actitudes firmes que desarrolla en su propio ser y en el cuerpo social). Pues bien, para Fichte, el uno y el otro, el “hombre” físico y el moral, no es ni varón (Mann) ni mujer (Frau), sino ambas cosas. El hombre se desarrolla en plenitud si se mantienen unidas sus dos dimensiones. Los más nobles aspectos del carácter humano, según Fichte, sólo pueden desplegarse en el matrimonio; y enumera los siguientes: “el amor entregado de la mujer; la magnanimidad oferente del varón que lo sacrifica todo por la propia compañera; la necesidad de ser una persona digna, no por sí misma, sino por el amor del cónyuge; la verdadera amistad (pues la amistad sólo es posible en el matrimonio, en el cual es además un fenómeno necesario), sensibilidad paterna y materna, etc.”[3].

Refuerza esta argumentación señalando un “egoísmo origina­rio” en el ser humano; egoísmo que, según Fichte, se dulcifica espontáneamente dentro del matrimonio. “La tendencia origina­ria del hombre es egoísta (egoistisch); en el matrimonio, la natu­raleza misma lo guía a olvidarse en otro ser; y partiendo de la naturaleza, el lazo matrimonial de ambos sexos es la única vía de ennoblecer al hombre”[4].

Considera que estos argumentos son  suficientes como para concluir rotundamente que “la persona no casada es un hombre a medias[5].

Fichte se da cuenta de que, según su propia teoría, el amor no depende completamente de la libertad; por lo tanto, no se puede decir a ninguna mujer “tú debes amar”, ni a ningún varón “tu debes corresponder al amor”. ¿Es entonces un deber casarse? Para Fichte, el deber de contraer matrimonio es indemostrable, al menos como deber incondicionado. Está de por medio la con­dición del amor: “si una mujer ama, entonces tiene el deber abso­luto de casarse; pues el amor no depende de la libertad”[6]. Esto significa que el matrimonio no puede ser mandado por leyes mo­rales como deber incondicionado. “Sólo si las condiciones apare­cen, puede el matrimonio convertirse en deber, pues en general es deber seguir las leyes de la naturaleza”[7]. De aquí toma Fichte pie para juzgar el celibato. Y se conforma con establecer el si­guiente mandamiento absoluto: “no debe depender de nosotros, con clara conciencia, permanecer solteros”[8]. Quien hiciere el propósito claramente pensado de no casarse jamás estaría reali­zando algo absolutamente contrario al deber[9].

Es una desgracia, dice Fichte, permanecer soltero sin que uno sea causa de ello; pero es “una gran culpa[10] quedarse soltero porque uno quiere: no es permitido sacrificar este fin a otros fi­nes, por ejemplo, para servir a la Iglesia, para obedecer a exi­gencias estatales o familiares, para dedicarse a la quietud de la vida especulativa o cosas semejantes; porque el fin de ser un hombre completo es más elevado que cualquier otro fin”[11].

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 b) Indisolubilidad y divorcio

 

La índole eterna del amor da pie para pensar que de suyo no es posible que el matrimonio se rompa. Sin embargo, Fichte de­fiende que “el divorcio, en sí y por sí (an und für sich), no es contrario al deber, pero es un deber de todos el permitirlo en cuanto aparece”[12].

Veremos que el planteamiento de Hegel sobre el alcance y du­ración del amor coincide esencialmente con el de Fichte. Para éste, la sustancia del amor es de suyo una posibilidad de eterni­dad; pero su realidad es contingente o quebradiza. A pesar de la retórica moral y psicológica, el amor es para Fichte un “quiero y no puedo” a la vez.

De un lado, la dignidad de la mujer, dice Fichte, depende de que ella pertenezca a un sólo hombre, y viceversa. La sociedad que acepta la poliginia supone que las mujeres no son seres racio­nales, sino simples instrumentos, sin voluntad ni derechos, al servicio del varón[13]. Por lo tanto, la unión conyugal es, por na­turaleza, indisoluble y eterna[14]. La mujer que piense por un sólo instante que dejará alguna vez de amar a su marido, renuncia a su dignidad de mujer. Y lo mismo le ocurre al hombre: si éste su­pone que dejará de amar a su esposa, renuncia a su magnanimi­dad masculina. “Ambos se dan el uno al otro para siempre, por­que se dan el uno al otro enteramente (ganz)”[15]. La totalidad del don exige la incondicionalidad: la condición del tiempo “a pla­zos”, cortos o largos, distorsionaría el sentido sustancial del amor. El lazo que une al hombre y a la mujer es íntimo y penetra corazones y voluntades. Ni siquiera la sociedad tiene derecho a pensar que entre ellos pueda surgir un litigio. La relación recí­proca entre los esposos es originariamente de carácter natural y moral, por lo que el Estado no tiene que enunciar jurídicamente ninguna ley sobre esa relación que expresa una sola alma. Y al igual que no podría separarse de sí mismo un individuo que acu­diera ante el juez para abrirse un proceso contra sí mismo, tam­poco los esposos se separan (entzweien) el uno del otro, ni acuden a un juez para separarse[16].

Pero, de otro lado, al acabar esta argumentación, Fichte rea­liza un notable efugio: trae como testigo la experiencia cotidiana, observando cómo la sociedad soporta diariamente litigios jurídi­cos entre cónyuges, causas de separación. Y comenta: “Tan pron­to como surge un litigio, ya ha ocurrido la separación y puede seguirse el divorcio jurídico”[17]. Ahora bien, ¿por qué causa ocu­rre la separación, si tan íntimo y profundo es el lazo que une a los dos esposos? ¿Y por qué razón no se aplica la legis­lación civil a proteger ese lazo moral, de vocación eterna, procurando preci­samente que no se rompa? ¿Tan irreal es su totali­dad e incondi­ciona­lidad? ¿Qué clase de eternidad esfumable es ésa?

Fichte no se detiene a analizar estas preguntas y afronta seca­mente el hecho de las separaciones. La esencia del matrimonio es el amor ilimitado por parte de la mujer, y la magnanimidad ilimitada por parte del varón. Pero puede romperse la relación que debería existir entre esposos: rota la relación, se suprime el matrimonio[18]. Y si continúan juntos en esta situación de ruptura, su convivencia se convierte en concubinato.

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 c) Infidelidad y amor

 

La infidelidad conyugal es la contraimagen del amor. A través del análisis de la infidelidad queda mejor dibujado el alcance de la donación amorosa. Pero la infidelidad femenina es de diverso signo que la masculina.

Para determinar la infidelidad femenina Fichte recuerda que el amor reside originariamente en la mujer: ella se abandona por amor, ennobleciendo con eso el simple instinto natural, incluido el del varón. Si ella es infiel y, no obstante, se sigue ofreciendo sin amor a su marido, degrada a éste, utilizándolo como medio o instrumento de su sensualidad[19]. La infidelidad femenina, que anula el vínculo conyugal en su integridad, puede ser de dos es­pecies. En la primera, la mujer se da con auténtico amor a otro hombre. Y como por naturaleza el amor no tolera en absoluto ser repartido, ha de concluirse que ella ha dejado de amar a su es­poso, quedando anulada toda su relación con él. La entrega que todavía hiciera de sí a su marido sería vil y deshonrosa: haría de su personalidad femenina un medio para un fin inferior y con­vertiría asimismo a su marido en un medio[20]. En la segunda, la mujer se entrega al hombre extraño solamente por placer sensual. En este caso tampoco ama ya a su marido, sino que se sirve de él para satisfacer su instinto[21]. El hombre que tolera en casa la in­dignidad de su mujer es despreciado por la sociedad y se le aplica un remoquete muy particular, signo evidente de que falta al ho­nor y muestra un espíritu despreciable[22]

Sobre el carácter inmoral de la infidelidad masculina Fichte no es menos drástico. Puede ocurrir que el varón cometa adulterio con una mujer que sólo se le entrega por mero placer, en cuyo caso él se instrumentaliza innoblemente. Pero también puede ocu­rrir que la mujer con la que se comete adulterio se da a él por amor, en cuyo caso él le causa una grave injusticia. Pues recibir el amor de una mujer confiada equivale a comprometerse con ella a una magnanimidad ilimitada, a una solicitud inmensa, “compromisos que él no puede cumplir”[23]. Ahora bien –y esta es la matización “excepcional” que usa Fichte siempre para el va­rón–, cuando los sexos intentan únicamente satisfacer su instinto se envilece el carácter moral del varón, pero se mata el carácter moral de la mujer[24]. “La mujer puede perdonar, y la que es digna y noble lo hará ciertamente. Pero el que ella tenga algo que perdonar es penoso para el hombre, y más penoso aún para la mujer. […] La relación entre los dos se encuentra casi invertida. La mujer es la que muestra magnanimidad, y el hombre no puede hacer otra cosa que aparecer sometido”[25].

Dado que la fidelidad se funda en el lazo de los corazones, no puede ser objeto de un derecho de coacción. Si el lazo interior cesa, es “jurídicamente imposible y contrario al derecho coaccio­nar para que se cumpla una fidelidad exterior[26]. Por lo mismo, el Estado no puede dar leyes contra el adulterio (Ehebruch), pues a juicio de Fichte este comportamiento no lesiona derecho al­gu­no, ni el del marido de la adúltera, ni el de la mujer del adúl­tero.

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 d) Infidelidad y divorcio

 

Fichte está convencido de que cuando no hay amor entre los esposos debe seguirse la separación, pues su convivencia sólo se­ría un concubinato, unión indigna que tiene su fin no en sí misma, sino fuera de ella, por ejemplo, en el puro placer sexual o en el beneficio económico. La disolución del matrimonio acon­tece una vez que se pierde su fundamento, el amor; y con ella de­saparecen sus consecuencias jurídicas  Por su parte, el Estado no puede exigir que convivan por más tiempo aquellos cuyo corazón está separado, siempre que quienes reconocieron la unión decla­ren también la separación ocurrida[27].

Puede haber ante el Estado dos casos de divorcio (Eheschei­dung):

a).En primer lugar, el divorcio por consentimiento mútuo (sin causa jurídicamente conocida). En este caso las dos partes se po­nen previamente de acuerdo para separarse, acordando sin litigar la repartición de bienes; sólo tienen, pues, que declarar su sepa­ración al Estado. Las partes regulan el asunto sobre un objeto sometido a su natural arbitrio. “El consentimiento de las dos partes rompe jurídicamente el matrimonio sin que haya necesidad de una investigación más profunda”. El Estado, como “asociación jurídica”, “no tiene que hacer ni una sola pregunta sobre las razo­nes de su separación” (nach den Gründen ihrer Trennung)[28]. En cambio sí la puede ha­cer la “sociedad moral” de la Iglesia, por­que el matrimonio es antes que nada una unión moral. Pero, aun­que los eclesiásticos deben dar consejos, no disponen de derecho coercitivo para que las partes “confiesen las razones de la se­paración o sigan sus con­sejos”.

b) En segundo lugar, el divorcio sin consentimiento de una parte. Entonces el anuncio que se hace al Estado no es una simple declaración, sino al mismo tiempo una llamada a la protección, y es en este caso cuando el Estado tiene que conocer jurídicamente del asunto. El Estado sigue una regla general, basada en la falta de potencia pública de la mujer: el varón no puede ser expulsado de la casa, pues pertenece a él, como representante de la familia. Si es el varón el que se querella para obtener la separación contra la voluntad de su mujer, pide que el Estado eche de su casa a la mujer. Pero si es la mujer la querellante contra la voluntad del varón, entonces sólo puede pedir que el Estado obligue al varón a procurarle otro alojamiento[29].

El cónyuge que pide la separación alega fundamentalmente la falta de amor en el otro. Un caso típico de esta alegación se basa en el adulterio de uno de los cónyuges.

Si el marido exige el divorcio por causa del adulterio de la mujer, hay que comprender que él no puede vivir honorable­mente por más tiempo con ella, porque su relación es propia­mente concubinato. La mujer no tiene ya derecho a vivir en casa de su marido, ya que no se puede presumir en ella amor, sino otros fines, en función de los cuales el marido es tratado como instrumento. El Estado no debe investigar sobre el adulterio de la mujer sin recibir antes la querella del varón. Pero lo curioso de este planteamiento del adulterio es que Fichte, de un lado, lo mi­nimiza jurídicamente, pues “no es en modo alguno un objeto re­levante de la legislación civil”, y, de otro lado, lo maximaliza moralmente, exigiendo que ni siquiera la Iglesia exhorte al ma­rido a que perdone a su mujer infiel: “porque la Iglesia no puede aconsejar nada que sea deshonroso e inmoral, como sería mani­fiestamente en este caso el proseguir con la vida en común”[30].

En cambio, si es la mujer la que demanda el divorcio por causa del adulterio del marido, es para ella posible y honroso perdonar al cónyuge. La mujer, dice Fichte, no conoce a veces su propio corazón, y a la larga es más amorosa de lo que ella cree; mas si persiste en su deseo, es preciso suponer que se ha extin­guido su amor y, por lo tanto, se le ha de conceder la separa­ción[31]. Y aunque ella “no pueda probar nada contra su marido, su simple petición prueba la carencia de su amor, y sin amor no debe ser forzada a someterse”[32].

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 e) La libertad de casarse

 

La mera celebración que precede a la consumación no consti­tuye matrimonio, sino previo reconocimiento jurídico del matri­monio que habrá de contraerse más tarde. El matrimonio se con­sidera consumado cuando hay cohabitación, en la que la mujer somete su personalidad al hombre y le muestra su amor; y de aquí procede toda la relación entre esposos. Si no hay cohabita­ción, la relación entre ambos sexos no puede considerarse matri­monial. Esto excluye del matrimonio estricto la simple petición de mano o promesa matrimonial, pública o privada[33].

Podría darse el caso de que hombre y mujer convivieran ya sexualmente fuera del estado civil de matrimonio. Si en esta si­tuación la mujer se somete al hombre libremente, sin que ella declare expresamente que no se entrega por amor, el Estado debe suponer que lo hace por amor, pues jamás ha de admitir que ella se da por voluptuosidad, cosa contraria a la naturaleza femenina. Dado que “la sumisión por amor[34] funda el matrimonio, entre estas dos personas se ha realizado efectivamente un matrimo­nio”[35]. Lo que todavía falta es el reconocimiento público, la ce­lebración,de la cuales responsable el Estado que protege el ho­nor femenino, elemento de su personalidad. El varón puede ser obligado coactivamente a celebrar el matrimonio. ”No se le obliga al matrimonio mismo, porque éste ya ha sido realizado efectiva­mente, sino simplemente a declararlo públicamente”[36].

En la donación amorosa la mujer entrega el ser (la personali­dad) y el tener (los bienes). Como en la personalidad se conjuntan todos los derechos, el primer deber del Estado es proteger ese derecho fundamental de la personalidad en sus ciudadanos y vigi­lar que los matrimonios se contraigan con libertad; por tanto, debe reconocer y legalizar todos los matrimonios que así se reali­zan. El Estado ha de cuidar que el derecho humano de la mujer no sea lesionado y conocer que ella se entrega con voluntad libre, por amor, sin ser violentada. Porque la mujer pierde su persona­lidad y toda su dignidad cuando es forzada a someterse sin amor al placer sexual de un hombre.

Sin embargo, no cabe pensar que en principio el varón pueda ser constreñido a contraer matrimonio. Las presión psicológica que se realizara sobre él para persuadirle a casarse tendría muy poca importancia moral y jurídica, porque en el varón “el amor propiamente dicho no precede al matrimonio, sino que es produ­cido por éste”[37]. Ahora bien, el interés del varón reside en que la mujer le ofrezca su amor; de la pureza de este amor depende el nacimiento de su amor masculino, y él no puede tolerar que ella sea forzada a casarse, quitándole con ello la perspectiva de una unión feliz. “El matrimonio debe ser contraido con absoluta li­bertad; el Estado, en virtud de su deber de proteger a las perso­nas particulares, y muy especialmente al sexo femenino, tiene el deber y el derecho de velar sobre esta libertad de las uniones conyugales”[38].

El Estado debe exigir que el varón pruebe que la mujer va al matrimonio sólo por amor, no coaccionada; y si él no lo puede probar, se ha de suponer que ha ejercido violencia sobre ella. El varón aporta esta prueba únicamente permitiendo que la mujer declare ante un tribunal su libre consentimiento, en la celebración del matrimonio. El “sí” de la novia sólo significa públicamente que ella no sufre violencia[39]. El deber que el Estado tiene de proteger a la mujer contra esta violencia no se funda en un pacto arbitrario, sino en la naturaleza de las cosas.

¿Qué violencia podría sufrir la mujer? Puede ser de dos tipos: la inmediata y la mediata.

a)  La violencia inmediata es la violación  (Nothzucht), la cual es una agresión brutal a la personalidad de la mujer y, por tanto, a sus derechos fundamentales[40]. El Estado tiene el deber, policial y judicial, de proteger a la mujer contra esta violencia.La socie­dad no puede tolerar en su seno a quien no tiene el dominio de sí mismo y se comporta como un animal. Para Fichte, la violación equivale al homicidio desde el punto de vista del desprecio a los derechos del hombre, aunque, a diferencia del homicidio estricto, “no es imposible que los hombres coexistan con tales crimina­les”[41]. La pena de cárcel es lo mínimo que se les debe imponer. Además, Fichte no encuentra forma alguna de reparar la viola­ción, pues no se puede restituir a la mujer la conciencia de entre­garse intacta al hombre que ame. No obstante, como reparación sustitutoria, Fichte indica –cándidamente por cierto– que la mujer podría recibir todos los bienes del violador. Pero, ¿quién presentaría la querella ante los funcionarios? Como la mujer sol­tera se encuentra sometida al poder de sus padres y la mujer ca­sada al de su marido, los primeros o el segundo habrían de ser los querellantes. “En el primer caso, si los padres no quisieran querellarse, ella tendría la posibilidad de presentar la querella; pero no en el segundo caso: porque a sus padres está ella some­tida solamente de manera condicional, mientras que a su marido lo está de manera completamente incondicional”[42].

b) Violencia mediata es la presión física, psicológica y moral que los padres o parientes ejercen sobre la mujer para decidirla a casarse sin verdadera inclinación de su parte. La presión física son los malos tratos infligidos para lograr tal fin; y ello es pal­mariamente delito. La presión psicológica es la persuasión, la cual constituye delito en el caso del matrimonio, pues “la mucha­cha, ignorante e inocente, ni sabe del amor, ni conoce el lazo que se le propone; por tanto, hablando propiamente, se abusa de ella y se la utiliza como medio para realizar el fin de sus padres y familia”[43]. A la mujer se le miente “sobre el más noble senti­miento, el del amor, y sobre su verdadera dignidad femenina, so­bre la totalidad de su carácter; ella queda rebajada completamente y para siempre al rango de instrumento”[44]. Cuando el Estado detectara este tipo de violencia tendría que retirar de los padres a la muchacha, con los bienes que le correspondieren, para ponerla bajo la tutela directa de sus propias instituciones, hasta que ella se casara[45].

Del varón, en cambio, no se supone jurídicamente que pueda estar violentado a casarse: porque él es precisamente el que con­duce a la mujer a la ceremonia.

Pero si no hay violencia en lasatisfacción extramatrimonial del instinto sexual, deben tenerse en cuenta algunas razones de estricto derecho externo y jurídico –no interno y moral– que esclarecen el comportamiento del Estado con sus ciudadanos en esta materia. De un lado, el Estado debe proteger la personalidad de sus súbditos, incluida esa dimensión importante de la persona­lidad que, en la mujer especialmente, es el honor (Ehre). Pero, de otro lado, cada individuo tiene también, desde el punto de vis­ta externo y jurídico, el derecho de sacrificar su personalidad: “dispone de un derecho ilimitado sobre su propia vida, y el Esta­do no puede hacer ninguna ley contra el suicidio; por lo mismo, la mujer, en particular, tiene un derecho externo ilimitado sobre su honor […] Si la mujer quiere darse por simple placer o por otros fines, y si encuentra a un hombre que renuncia al amor, el Estado no tiene ningún derecho a impe­dirlo”[46].

Ahora bien, el Estado no puede proteger un honor inexistente, como es el caso de la mujer prostituida, que se da a un hombre por cierto precio. Es más, Fichte exige que el Estado no tolere dentro de sus fronteras a las mujeres dedicadas exclusivamente a la prostitución. Esta exigencia no es moral, sino jurídica: el Estado no expulsa a un individuo por encontrarlo licencioso, sino porque lo halla sin oficio: “Debe saber de qué vive cada persona y debe asegurarle el derecho a ejercer su oficio. La persona que no puede dar esta indicación carece de derechos civiles”[47]. Si una mujer manifestara que la prostitución es su medio de subsis­tencia, “el Estado no habría de creerla, pues una regla justa de derecho indica que “propriam turpitudinem confitenti non credi­tur”; es como si ella no hubiera indicado oficio alguno”[48]. Pero si estas mujeres tienen, aparte de su vergonzosa dedicación, un oficio conocido, el Estado debe ignorar sus costumbres licencio­sas. Tampoco ha de vigilar la salud de las prostitutas, pues “quien quiere ser licencioso puede muy bien soportar también las conse­cuencias naturales de su torpe vida”[49].

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 2. La mujer y sus derechos

 

a) La carencia pública de la mujer

 

El Estado, como articulación jurídica, ha de suponer siempre que en el matrimonio la mujer se somete ilimitadamente a la vo­luntad del marido por un motivo moral y no meramente jurídico: por amor de su propia dignidad. En virtud de esta sumisión, la mujer ya no se pertenece a sí misma, sino a su marido. Al casarse la mujer abandona su personalidad y transmite a su marido la propiedad de todos sus bienes y los derechos que le corresponden en exclusividad dentro el Estado. En el matrimonio, la mujer ex­presa libremente su voluntad de ser anulada ante el Estado por amor al marido.

Luego cuando el Estado reconoce el matrimonio como rela­ción que no está fundada por él, sino por algo superior a él, re­nuncia a considerar en adelante a la mujer como una persona ju­rídica. “El marido toma enteramente su puesto; ella es, por el he­cho de su matrimonio, totalmente anulada (vernichtet) por el Estado, y ello en virtud de su propia voluntad que es necesaria para esto y que el Estado ha garantizado. El marido se hace en­tonces garante de ella ante el Estado; él se convierte en su tutor legítimo; él vive, en todos los aspectos, la vida pública (öffent­liches Leben) de su mujer, y ella conserva exclusivamente una vida privada (häusliches Leben)”[50].

El “sí” que el varón manifiesta públicamente a la mujer en la celebración del matrimonio significa, para el Estado, que él sale garante de la mujer. Y así, con el reconocimiento del matrimo­nio, el Estado garantiza al mismo tiempo al marido la propiedad de los bienes de su mujer. Pero esta garantía que el Estado da al varón no es un garantía frente a la mujer, porque contra esta, completamente sometida, no es posible ningún litigio jurídico, sino frente a los demás ciudadanos. “El marido se convierte, por relación al Estado, en el único propietario tanto de los bienes que ya eran suyos como de los que su mujer aporta. La adquisición es ilimitada, y él queda como la única persona jurídica “[51].

La mujer casada carece de consideración pública. Su vida transcurre en el ámbito privado, en la casa.

¿Qué es la casa y en qué relación se encuentra con el Estado?

El Estado es responsable de proteger la propiedad de los ciu­dadanos. Pero se encuentra con dos limitaciones importantes. De un lado, la propiedad de las cosas que el hombre tiene, como el dinero, no puede ser determinada en modo alguno por relación a personas concretas; por ejemplo, un billete o una moneda son, en este respecto, indeterminados personalmente: su destino es cam­biar de poseedor sin otra formalidad. De otro lado, el Estado no debe enterarse de cómo cada uno posee una cantidad de dinero; en este aspecto el ciudadano está fuera del control del Estado. ¿De qué manera debe entonces proteger el Estado lo que no co­noce y lo que, según su naturaleza, es completamente indetermi­nado? Ha de protegerlo indeterminadamente, o sea, en general.  Para  esto la propiedad tendría que ligarse inseparablemente a algo determinado, algo que viene a ser como el conjunto  (Inbe­griff) de toda propiedad absoluta, sustraído completamente al control del Estado.Este algo determinado al que se liga lo in­determinado es, originariamente el cuerpo humano y, subroga­da­mente, la casa que se habita..

Lo que el hombre posee originariamente viene determinado por el ámbito de su corporalidad. Mediante el uso es enlazado algo con el cuerpo. La propiedad del hombre es lo que por el uso se liga a su corporalidad. “Ahora bien, mi propiedad absoluta no es sólo lo que yo inmediatamente uso, sino también lo que de­termino para el uso futuro. Pero no se me puede exigir que yo lleve siempre sobre el cuerpo todo esto. Tiene que haber un su­brogado del cuerpo[52], mediante el cual aquello que está unido a él quede designado como mi propiedad. Este algo llámase la casa[53].

Lo que el Estado protege, frente a todo tipo de irrupción vio­lenta, es mi casa en general; pero no sabe ni debe saber lo que en ella hay. “En mi casa, los objetos particulares como tales están por tanto bajo mi propia protección y bajo mi dominio absoluto, al igual que todo lo que hago en ella. El control del Estado llega hasta la cerradura (zum Schlosse), y a partir de esta comienza el mío. La cerradura es el límite que separa el dominio privado del dominio estatal”[54]. Fichte recuerda que los castillos (Schlosser) eran los límites que, cerrando una comarca o región, servían para defenderse. Las cerraduras, como los castillos, están para hacer posible la autodefensa. “En mi casa estoy incluso salvo del Estado e inviolado. El Estado no tiene que exigir allí inspección, no tiene derecho a exigir cuentas. No ha de introducir en ella asuntos civiles, sino que debe esperar a que yo me encuentre en terreno público[55]. En la puerta de la casa encontramos el límite que separa lo privado de lo público.

En el matrimonio el Estado reconoce como algo común, per­teneciente a una sola persona, la vivienda, el trabajo brevemente, la vida que los dos seres humanos hacen juntos y se condensa en la casa. “Para el Estado, los dos esposos aparecen como for­mando una sola persona; lo que uno de los dos hace en la propie­dad común representa siempre lo mismo que el otro podía haber hecho al mismo tiempo. Pero sólo el varón se cuida de todos los actos jurídicos públicos[56].

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 b) Feminismo y derechos de la mujer

 

Fichte considera ridículo preguntar si la mujer tiene los mis­mos derechos que el varón, porque ambos poseen la razón y la libertad, fundamento de toda capacidad jurídica[57]. Aunque reco­noce que históricamente el sexo femenino ha sido postergado en el ejercicio de sus derechos. No considera suficiente alegar, en favor de este hecho opresivo, que la mujer tiene menos fuerzas espirituales y corporales. Sería fácil responder que ella ha sido alejada de las fuentes de la cultura; e incluso que, en asunto de energías espirituales, hay mujeres que no tienen nada que envi­diar a los hombres, entre los cuales –por cierto– también se percibe una gran diferencia de fuerzas espirituales y corporales, sin que ello autorice a establecer una consecuencia jurídica opre­siva en su relación recíproca.

Mas Fichte suscita la cuestión de saber si el sexo femenino puede querer simplemente ejercer todos sus derechos. Para res­ponder a esto, examina las posibles situaciones de la mujer[58].

Aclaremos previamente que Fichte reconoce a las mujeres no casadas y no sometidas al dominio paterno los mismos derechos que al varón emancipado. Al no estar sometidas a ningún hom­bre, no encuentra razón para que no deban ejercer por sí mismas los mismos derechos civiles que los varones. “Ellas tienen el de­recho de votar en la república, el derecho de comparecer perso­nalmente ante un tribunal y de llevar sus asuntos. Si ellas quieren por pudor natural y por timidez elegir un tutor, hay que permitírselo”[59]. Pero mientras la joven soltera vive en la casa familiar se encuentra bajo el dominio paterno exactamente igual que el joven soltero. Los dos se liberan de los padres cuando se casan[60].

El problema que nos interesa es el de la mujer casada, cuyadignidad depende, según Fichte, de que esté sometida a su ma­rido; no se trata de que el hombre tenga sobre ella un derecho coactivo, sino de que esté sometida por su propio deseo, el cual condiciona su moralidad. Esto significa que ella podría retomar su libertad si quisiera; mas Fichte subraya que la mujer no puede razonablemente querer esto, ni en el aspecto público, ni en el privado. Desde el punto de vista público, “ella debe querer apa­recer ante todos los que la conocen como completamente some­tida al hombre, como totalmente fundida en él”[61]. Porque ella quiere, el hombre es administrador de todos sus derechos. “El es su representante natural en el Estado y en toda la sociedad. Tal es su situación por relación a la sociedad, su situación pública. Ejercer sus derechos directamente por sí misma, es una idea que de ningún modo se le puede ocurrir”. Desde el punto de vista privado, concerniente a la situación doméstica e interna, Fichte está convencido de que “la ternura del marido devuelve necesa­riamente a la mujer todo e incluso más de lo que ella ha entre­gado”. El marido toma y defiende los derechos públicos de su mujer como derechos propios. Las mujeres tienen incluso el de­recho de voto en los asuntos públicos; aunque, a juicio de Fichte, no han de votar inmediatamente por sí mismas, “porque no pue­den tener esta voluntad sin renunciar a su dignidad femenina, sino por intermedio de la influencia legítima que ellas tienen so­bre su marido, fundada en la naturaleza del lazo conyugal”. Y así, cuando él sea convocado a un asunto público, no dará su voto sin haberlo consultado antes con su esposa. “Aportaría ante el pueblo sólo el resultado de una voluntad común”. Si el hombre no pudiera o no quisiera aparecer públicamente, su mujer podría presentarse en su lugar y exponer el sentir de los dos, “pero siempre como si fuese la voz de su marido[62], porque si ella la expusiera como propia, se separaría así de su marido.

Como resultado de este análisis, y frente a las reivindicaciones históricas del feminismo, Fichte concluye que el sexo femenino tiene ya en el matrimonio las mismas cosas esenciales que pudiera solicitar, y las tiene incluso de un modo más perfecto. Lo que las feministas exigen es algo no esencial, la apariencia externa[63]. “Ellas no quieren solamente que se realice lo que desean, sino que sepamos que son ellas, precisamente ellas, las que lo han lle­vado a término. Buscan la celebridad en el curso de su vida y, después de la muerte, en la historia”[64]. Pero la mujer que eleva semejantes demandas ha renunciado ya, según Fichte, a su digni­dad femenina y, por lo tanto, no hay que hacerle caso: ha sacrifi­cado “el pudor de su sexo, al cual nada puede ser más opuesto que el darse en espectáculo”. La sed de celebridad destruye el pudor y el amor confesados a su marido, sobre los cuales reposa toda su dignidad. “Solamente de su marido y de sus hijos puede estar orgullosa una mujer razonable y virtuosa, y no de sí misma, porque se olvida en ellos”[65]. La mujer no puede buscar signifi­carse históricamente. Fichte no considera reprobable, sino natu­ral, que una mujer soltera, que quiera necesariamente el amor de un hombre, pretenda atraer sobre sí la atención del varón para suscitar su amor. Pero reprueba que la mujer, casada o soltera, busque la celebridad, la significación histórica, simples armas supletorias que “la mujer añade a los atractivos de su sexo para encandilar el corazón del varón”[66].

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 c) El oficio y la cultura de la mujer

 

Fichte señala que la mujer puede poseer bienes, no sólo pro­piedades de dinero o cosas valiosas, sino de derechos civiles y privilegios. También puede ejercer oficios, pero sólo los que tie­nen carácter privado, como la agricultura y el comercio[67]. Así, la mujer no puede ejercer los oficios públicos  Porque un funcio­nario público, con autoridad originaria o transferida, es respon­sable de una manera directa y completa ante el Estado. Para res­ponsabilizarse de su función es preciso que dependa siempre de su propia decisión. ¿Puede asumir la mujer esta responsabilidad? Fichte estima que no, porque la mujer sólo depende de sí misma durante el tiempo en que no está casada. Si una funcionaria con­trajera matrimonio, podrían ocurrir dos casos. Primero, que ella no se sometiera al marido en lo que concierne a su función, per­maneciendo libre en tal aspecto; pero esto, dice Fichte, va contra la dignidad de la mujer, la cual no puede decir entonces que se ha dado enteramente a su marido. Segundo, que se sometiera tam­bién a su marido en lo que concierne a su función, en cuyo caso el marido sería el empleado y el responsable. Lógicamente esta situación no puede aceptarla un Estado que busca en sus funcio­narios competencia y habilidad, no amantes solícitos[68]. El Estado podría confiar un empleo a la mujer que prometiera no casarse jamás. Pero, según Fichte, tal promesa no puede razonablemente darla ninguna mujer. ¿Por qué?. “Porque ella está destinada a amar y el amor le viene de suyo y no depende de su libre volun­tad. Pero si ella ama, entonces debe casarse, y el Estado no tiene el derecho de impedir el cumplimiento de su deber”[69].

Por último, las mujeres pueden y deben adquirir cultura, tener acceso alas fuentes de las luces[70], pero no a formarse como sa­bios de profesión, como “intelectuales” diríamos hoy, dedicados a escudriñar la forma en que el saber se despliega en el espíritu. Lo que el ser humano necesita de la cultura del espíritu es sólo el resultado, el cual puede ser adquirido fácilmente por la mujer en la sociedad. Fichte está convencido de que en cada estamento so­cial está depositado el resultado de toda la cultura de ese esta­mento. Y con tono paternalista concluye que a las mujeres se les ahorra el esfuerzo penoso de transitar por la ciencia –tránsito y esfuerzo que, según él, no son otra cosa que una forma superfi­cial e inesencial–, gracias al estamento en que se insertan y al trato de los varones con ellas, los cuales “les dan inmediatamente lo esencial”[71].

Fichte no está dispuesto a conceder que la mujer sea inferior al varón en talentos del espíritu. Pero admite que el espíritu de una y de otro tienen un carácter natural completamente diferente. Acepta aquí la extendida tesis de que el varón transforma en con­ceptos claros todo lo que intenta y lo desarrolla mediante razo­namientos. En cambio la mujer tiene un natural sentimiento dis­tintivo[72] para lo verdadero y lo bueno. Matiza Fichte que esto no le es dado a ella por simple sentimiento, sino que lo recibe del exterior y lo juzga luego por el simple sentimiento, sin que lo afirme como bueno o verdadero con una visión clara de las razo­nes de su juicio. Para Fichte, el hombre debe primeramente ha­cerse racional; mas la mujer es ya racional por naturaleza[73]. “El impulso fundamental de la mujer se mezcla desde el origen con la razón, porque sin este enlace anularía a la razón: se hace un im­pulso racional; por eso todo el sistema femenino de sentimientos es racional y está calculado en vistas de la razón. Al contrario, el hombre debe inicialmente, por el esfuerzo y la actividad, someter todo los impulsos a la razón”[74].

De ahí se sigue que el carácter femenino no sea especulativo, sino ante todo práctico. “Las mujeres no pueden hacer descu­brimientos”[75]. Las cosas que están más allá de los límites de su sentimiento son impenetrables para ella. El sexo femenino puede brillar en las disciplinas que por ejemplo exigen memoria (como las lenguas y las matemáticas) o imaginación (como la poesía sentimental, la novela y la historia). Pero “mujeres filósofas o mujeres que hayan inventado nuevas teorías matemáticas no las hemos tenido”[76]. En cualquier caso, la mujer debe escribir úni­camente para aportar ayuda a alguna necesidad de su sexo: “ella escribe para su sexo, pero de ningún modo para el nuestro por sed de celebridad y por vanidad”[77].

 

 3. Maternidad y paternidad. La compasión orgánica

 

La relación entre padres e hijos, al igual que la existente entre esposos, no está determinada a su vez por el derecho, sino por la naturaleza y la moralidad. Fichte parte también en este tema de principios situados por encima del concepto de derecho, los cua­les ofrecen a éste un objeto de aplicación. Se opone, pues, a los que pretenden que la totalidad de la relación paterno-filial tenga un carácter exclusivamente jurídico[78]. Y es notable el esfuerzo que realiza por explicar esa relación como un fenómeno antropo­lógico y natural. Lo hace en dos pasos: primero, en lo que con­cierne a la maternidad; segundo, en lo que respecta a la paterni­dad.

a) En lo referente a la maternidad, Fichte destaca que hay un vínculo natural, conscientemente afirmado, entre madre e hijo. Por la ley natural de la gestación, “el embrión se forma en el cuerpo de la madre como una parte que a ella pertenece”[79]. Tanto en la especie animal como en la humana, la salud personal y la conservación de la madre durante la gestación están ligadas a la conservación del embrión, pero con una diferencia abismal: en el reino animal sólo existe el hecho de esa relación; en el ámbito humano, la madre sabe que existe este ligamen necesario. “No es, pues, de una manera necesaria y mecánica cómo la mujer engen­dra el embrión a partir de sí misma y lo forma en su cuerpo, sino que también se impone a su conciencia el cuidado reflexivo y de­liberado de garantizar su conservación”[80]. La mujer tiene con­ciencia de que el embrión se genera en su seno y de que a su propia conservación está ligada la conservación del hijo. “La ma­dre sabe a qué objeto ofrece ese cuidado solícito y renovado y, de este modo, se acostumbra a considerar la vida de la criatura como una parte de su misma vida”[81]. Fichte llama “organische Band”, enlace orgánico, a la relación que existe entre elementos que –como la madre y el hijo– tienen una tendencia recíproca a satisfacerse las necesidades que por sí mismos no pueden col­mar[82]. Y aunque los cuerpos de la madre y del hijo sean dis­tintos, incluso después del nacimiento del hijo, “en la madre se sigue preparando el alimento y ella experimenta la necesidad de darla al hijo, como éste experimenta la necesidad de recibirla”[83].

La gestación del hijo en la madre responde inicialmente a la ley natural de un enlace orgánico, el cual se despliega luego como ley natural de compasión (Mitleid) para conservar al hijo como ser humano.

Esta segunda ley natural que Fichte invoca, la compasión, es la forma normal que en el ser humano adquiere el “enlace orgá­nico”. En el reino vegetal y animal, los seres se encuentran inter­namente necesitados o forzados a obrar para formar un cuerpo exterior a ellos. Pero en el ser humano, entre el impulso natural y la acción interviene la conciencia. “La inteligencia es consciente de la tendencia natural como de una sensación. Esta sensación es producto necesario del impulso natural y resulta inmediatamente de él; o, mejor dicho, ella es el impulso natural mismo en la inte­ligencia. Pero la acción no se sigue necesaria e inmediatamente, pues está condicionada por el ejercicio de la libertad”[84]. El im­pulso natural que en la madre se dirige a acoger un cuerpo ajeno como si fuese el suyo propio se expresa como sentimiento o “sensación de la necesidad de un otro, experimentada como si fuese la suya propia. Tal sensación se llama compasión, forma  que toma en la espacie humana el instinto natural de la madre hacia el hijo”[85]. La conservación física del hijo es el fin de la compasión en la madre. La compasión orgánica puede conside­rarse como la confluencia de dos instancias, “un mecanismo de la naturaleza y otro de la razón, de cuya unión resulta necesaria­mente la conservación del hijo”[86].

De un lado, Fichte está convencido de que es contrario a la dignidad de un ser racional dejarse arrastrar por un mero im­pulso natural que, por su raíz biológica, provoca entre madre e hijo una unión animal[87]. De otro lado, comprueba que este ins­tinto no puede ser extirpado. Por lo tanto ha de aparecer bajo otra forma unido a la razón y a la libertad. ¿Cuál podría ser esta forma? La respuesta a esta pregunta tiene en cuenta dos datos in­soslayables: primero, la necesidad del hijo es por naturaleza al mismo tiempo una necesidad física de la madre; segundo, la ma­dre es un ser con conciencia y libertad. Luego en ella “el mero impulso natural se transforma en sentimiento y afecto y, en lugar de la necesidad física, aparece la necesidad psíquica[88] de hacer suya libremente la conservación del hijo. Este afecto es el de la compasión y de la misericordia”[89].

En la mujer, pues, ni el amor conyugal ni la compasión ma­terna son primitivamente un deber, pues se producen sólo por la unificación originaria del impulso natural con la razón. Pero sin compasión no hay moralidad. Después de la compasión aparece explícitamente la libertad y, con ella, un mandamiento del deber. “Se debe exigir de la madre que se abandone a este sentimiento, que lo refuerce en sí misma y que reprima todo lo que pueda obstaculizarlo”[90].

La compasión orgánica es una ley de la naturaleza ligada a la razón; y como tal no es un deber jurídico ni moral: es prejurídica y premoral. Prejurídica, en primer lugar, porque “no se puede decir que el hijo tuviera un derecho a exigir de la madre esta conservación física, como tampoco se puede decir que la rama tenga un derecho a desarrollarse en el árbol. Y tampoco se puede decir que la madre tuviera el deber, sometido a coacción, de con­servar la vida del hijo, como no se puede decir que el árbol tenga el deber, sometido a coacción, de portar la rama”[91]. Premoral, en segundo lugar, porque “no es originariamente un deber mo­ral, como particular deber, el asegurar la subsistencia precisa­mente de este hijo. Pero después, una vez que la madre ha sentido esta tendencia, se hace un deber moral alimentarlo y fortale­cerlo”[92]

b) La paternidad es determinada por Fichte en función de la relación que establece entre amor femenino y magnanimidad masculina. El varón participa de la tendencia general que hay en la naturaleza a socorrer a la criatura inerme, como en este caso es el hijo. Pero surge aquí un problema debido a que esa tenden­cia universal, movida por la percepción de un desvalimiento, se expresa respecto de toda criatura, no habiendo razón alguna para que el padre tenga una predilección concreta por su hijo. Fichte indica que como la relación natural de la que se habla es física, la predilección del padre ha de tener su fundamento en algo físi­co[93]. Y aquí reside el núcleo del problema, porque entre el pa­dre y su hijo no existe, según Fichte, ningún lazo físico, de modo que “inmediatamente el padre no tiene ningún amor particular por su hijo. De la única relación natural, el acto de procreación, nada puede resultar, porque este acto no accede a la conciencia como tal, como procreación de este individuo determinado”[94].  Entre el padre y el hijo no existe un vínculo natural libre y consciente­mente afirmado. Del acto de generación, que acontece sin liber­tad y sin conciencia, no surge ningún conocimiento del ser en­gendrado[95]. ¿De dónde puede proceder entonces el amor particu­lar del padre por su hijo? Pues procede originariamente de su ternura por la madre. “Esta ternura hace que todos los deseos y todos los fines de la madre se hagan los suyos propios, y le estimula a cuidar de la conservación del hijo”[96]. Al padre se le transfiere el cuidado de conservar al hijo sólo por la unión que mantiene con su esposa, a la cual compete primitivamente dicho quehacer natural, “porque ambos forman un solo sujeto y su vo­luntad no es más que una”[97].

El carácter “mediado” del amor del padre por el hijo no se debe a efectos disgregadores de nuestras instituciones civiles so­bre la intimidad humana. Se trata de una “doble” mediación “natural”: el padre ama al hijo porque ama a su esposa; y este amor esponsalicio tampoco es primitivo en él. “La ternura con­yugal hace nacer en el marido el gozo y el deber de compartir los sentimientos de su esposa; y así surge en él mismo el amor por el propio hijo y el cuidado de mantenerlo[98].

En virtud de que Fichte considera el engendramiento como un acto natural ciego, la madre carece jurídicamente de un derecho primitivo de coerción sobre el padre para que éste alimente al hijo. “La madre no puede decir al padre: tú eres la causa de que yo tenga un hijo; por tanto, libérame de la carga de su manteni­miento. A lo que el padre tiene el derecho de replicar: ni yo ni tú hemos tenido este proyecto (das beabsichtigt); es a ti a quien la na­turaleza ha dado el hijo, no a mí; soporta las consecuencias de tu naturaleza, al igual que yo soportaría las consecuencias de la mía”[99].

 *

 4. Conclusión

 

Como resumen de todo lo dicho sobre la ética matrimonial de Fichte, podemos establecer las siguientes proposiciones:

1ª. El matrimonio es “una unión perfecta que reposa sobre el impulso sexual, entre dos personas de sexo diferente, unión que es en sí misma el propio fin de ambas”[100].

2ª. Aunque en los dos sexos tal unión se funda en el impulso sexual, la mujer no puede reconocer nunca este fundamento sin degradarse, pues “no ha de reconocer sino el amor”[101]. La virtud matrimonial de la mujer se hace a expensas de una metamorfosis antropológica.

3ª. El matrimonio no tiene ningún fin fuera de sí mismo: él es su propio fin.

4ª. Dentro de esta relación se desplieguen todas las más nota­bles disposiciones del ser humano, convirtiéndose el casarse en una exigencia moral:  “La relación con­yugal es el tipo de existen­cia más apropiado, exigido por la natu­raleza, para los seres hu­manos adultos de ambos sexos. Únicamente dentro de esta rela­ción se desarrollan todas las disposi­ciones del ser humano; fuera de ella, quedan estériles muchos aspectos de la humanidad, preci­samente los más notables”[102].

5ª. La duración del matrimonio no está condicionada por la satisfacción del impulso sexual; porque “este fin puede desapare­cer totalmente y, sin embargo, la relación conyugal puede conti­nuar en toda su intimidad”[103].

6ª. En el matrimonio, la mujer pone el amor, el hombre la magnanimidad. El amor no es en el varón “un impulso origina­rio, sino sólo participado, derivado, pues se despliega al contacto con una mujer amante, y tiene en él una forma muy distinta”[104]. En la mujer, la disposición moral se manifiesta como amor o magnanimidad.

. El único valor público del matrimonio está en el varón. “El marido se hace garante de la mujer ante el Estado; se convierte en su tutor legítimo; él vive, en todos los aspectos, la vida pública de su mujer; y ella conserva únicamente una vida privada”[105].

8ªEs inmoral reivindicar a la mujer para la cosa pública. Dentro del matrimonio, la mujer lo tiene ya todo de modo per­fecto. Las llamadas “campañas” de reivindicación de los derechos de la mujer no se refieren al “ser” de lo femenino, sino a su “apa­recer”. En esas campañas, las mujeres “sólo desean la apa­riencia externa: no quieren solamente obrar, sino que sepamos también que obran […] Buscan la celebridad en el curso de su vida y, después de la muerte, en la historia”[106].

9ª. Aunque la esencia del matrimonio es el amor ilimitado por parte de la mujer, y la magnanimidad ilimitada por parte del va­rón, puede romperse la relación que debería existir entre espo­sos: rota la relación, se suprime el matrimonio[107]. Y si continúan juntos en esta situación de ruptura, su convivencia se convierte en concubinato. “Tan pronto como surge un litigio, ya ha ocurrido la separación y puede seguirse el divorcio jurídico”[108].

*

Apunte crítico

 

En Fichte la normatividad moral-real del amor está demasiado alejada de la esfera jurídica y social, en un limbo de exigencia ideal, que no realiza prácticamente su vocación, ni se introduce en el tejido antropológico –a la vez biológico y social– del amor, poniendo en claro peligro de ostracismo operativo la estructura personal del matrimonio.

Mientras los cónyuges viven el matrimonio, éste es idealmente indisoluble, pero fácticamente disoluble: basta que se manifieste entre ellos incompatibilidad de caracteres para que el lazo deba ser disuelto: hay que suponer entonces que de hecho nunca ha existido, siendo injusto e hipócrita mantener este vínculo; por lo tanto, debe disolverse aun en su forma exterior, porque en este caso la continuación de las relaciones sexuales es tan inmoral como el ayuntamiento meramente carnal.

Los factores psicológicos acaban absorbiendo los factores morales; o dicho de otra manera: los factores morales quedan supeditados a las condiciones psicobiológicas, sin fuerza originaria de plasmación antropológica.

En este punto será Hegel el continuador del planteamiento fichtea­no: constreñir coercitivamente con la indisolubilidad exterior un matrimonio interiormente disuelto es hundirlo en la mentira, en un concepto exterior que desconoce la esencia moral del matrimonio.

Puede verse en este blog una apreciación crítica más amplia de este enfoque: Amor y familia.

 


[1]        GA, IV/1, 143.

[2]        “Absolute Bestimmung”.

[3]        IV, 332.

[4]        IV, 332.

[5]        “Die unverheirathete Person ist nur zur Hälfte ein Mensch”  (IV, 332).

[6]        GA, IV/1, 143.

[7]        GA, IV/1, 143.

[8]        IV, 332.

[9]       “Absolut pflichtwidrig”.

[10]      “Grosse Schuld”.

[11]      IV, 333.

[12]      GA, IV/1, 143.

[13]      III, 316.

[14]      “Ihrer Natur nach unzertrennlich und ewig”.

[15]      III, 317.

[16]      III, 325.

[17]      III, 325.

[18]      III, 336.

[19]      III, 328.

[20]      III, 328.

[21]      III, 328.

[22]      III, 329.

[23]      III, 329.

[24]      III, 329.

[25]      III, 330.

[26]      III, 335.

[27]      III, 335.

[28]      III, 337.

[29]      III, 337.

[30]      III, 338.

[31]      III, 340.

[32]      III, 340.

[33]      III, 324.

[34]      “Unterwefung aus Liebe”.

[35]      III, 333.

[36]      III, 333.

[37]      III, 321.

[38]      III, 321.

[39]      III, 322.

[40]      III, 318.

[41]      III, 319.

[42]      III, 319.

[43]      III, 320.

[44]      III, 320.

[45]      III, 321.

[46]      III, 331.

[47]      III, 334.

[48]      III, 335.

[49]      III, 335.

[50]      III, 325.

[51]      “Die einige juridische Person”  (III, 326).

[52]      “Surrogat des Leibes”.

[53]      X, 592.

[54]      X, 592.

[55]      X, 592.

[56]      III, 327.

[57]      III, 343.

[58]      III, 344.

[59]      III, 348.

[60]      III, 345.

[61]      III, 345.

[62]      “Stimme ihres Mannes”  (III, 348).

[63]      “Der äussere Schein“.

[64]      III, 346.

[65]      III, 347.

[66]      III, 347.

[67]      III, 348.

[68]      III, 350.

[69]      III, 349.

[70]      “Quellen der Aufklärung”.

[71]      III, 351.

[72]      “Natürliche Unterscheidungsgefühl”.

[73]      III, 351.

[74]      III, 352.

[75]      “Entdeckungen können die Weiber nicht machen”  (III, 352).

[76]      III, 352.

[77]      III, 353.

[78]      III, 353.

[79]      III, 354.

[80]      III, 354.

[81]      IV, 334.

[82]      GA, II/4, 277.

[83]      III, 354.

[84]      III, 355.

[85]      III, 355.

[86]      III, 356.

[87]      “Animalische Vereinigung”.

[88]      “Herzens-Bedürfnis”.

[89]      IV, 334.

[90]      IV, 334.

[91]      III, 356.

[92]      III, 356.

[93]      III, 356.

[94]      III, 357.

[95]      IV, 334.

[96]      III, 357.

[97]      III, 357.

[98]      IV, 335.

[99]      III, 357.

[100]    III, 316.

[101]    III, 316.

[102]    III, 316.

[103]    III, 316.

[104]    III, 310.

[105]    III, 326.

[106]    “Und nach ihrem Tode in der Geschichte”  (III, 346).

[107]    III, 336.

[108]    III, 325.