Mirar con respeto, mirar con utilidad
Hace unos años tuve la oportunidad de dar unas conferencias en la Universidad Panamericana de México. A la tarde solía dar largos paseos por la antigua ciudad; y recalaba casi siempre en el bullicioso Zócalo. En los soportales que hay enfrente de la Catedral solían ponerse los limpiabotas o “boleros” que prestaban sus servicios a unos clientes que se sentaban vistosamente, leyendo el periódico, en unas altas sillas o banquetas que les permitían, por una parte, dominar el amplio espacio animado y, por otra, descansar sus pies en un peldañito casi a ras de suelo. Allí, una veces hincado de rodillas y otras veces agachado, el bolero se aplicaba muy servicialmente a lustrar los zapatos. Los clientes estaban sentados arriba, dominando el gran espacio; los servidores abajo, charolando la piel del zapato. El de arriba casi nunca hablaba con el de abajo. Tuve yo necesidad de ese favor; y me senté como se suele hacer. A los pocos segundos sentí una enorme desazón. No podía aguantar mi situación regia, desligada de quien me asistía haciéndome el favor. Y me acordé del imperativo moral kantiano: “Que ni en tí, ni en otro, trates a la persona como un mero medio o una simple cosa, sino como un fin en sí”. Este mandato moral no dice que rehuyamos los servicios que los otros nos pueden hacer; sólo indica que no tratemos a esos sujetos como “meros” útiles, como puras cosas, sino como algo más, a saber, como personas que no deben agotarse en ser medios para otras cosas. Y empecé inmediatamente a dialogar con aquel hombre que agachado a mis pies tenía sus ojos fijos en el calzado. Acabamos hablando de nuestras respectivas familias.
En casi todos los sectores de nuestra sociedad existen actividades que, bajo el amparo político, se dedican a “servicios”; por ejemplo, “servicio de salud”, “servicios inmobiliarios”, “servicios ecológicos”, etc. En todos los casos, hay alguien que “da” el servicio y otro que lo “recibe”; así, por ejemplo, un servicio es la actividad entre el proveedor (con sus manzanas tangibles) y el cliente (con su deseo tangible de consumirlas). Pero el interior del acto de servicio mismo no es algo objetivable y tangible ni se puede evaluar con medidas cuantitativas. Cuando de un soldado se dice que “murió en acto de servicio”, importa más la actitud subjetiva intangible del soldado, la cualidad moral, que la cantidad de cosas que podrían haberse salvado con su actitud.
La prestación de un servicio implica siempre referencias sociales muy especiales, o sea, relaciones con personas. Precisamente sobre estas relaciones personales voy a discurrir aquí. Y quiero proponer la tesis de “no hay un buen servicio, si no existe un gran respeto a la persona”.
Para argumentar esta tesis deseo empezar con una admirable imagen alegórica, tomada de Calderón, quien, en El alcalde de Zalamea, cuenta la deshonra y el ultraje que un capitán de la milicia, con la ayuda de dos soldados inicuos, infiere a la hija del noble Alcalde, Don Crespo, el cual, ofendido, quiere hacer justicia.
El capitán ofensor se adelanta y argumenta que él es militar y, por ello, a pesar de la violación que había cometido, está fuera de la jurisdicción del Alcalde ofendido. Y dice envalentonado: “Tratadme con respeto”. A lo que responde Don Crespo:
Eso
está muy puesto en razón.
Con respeto le llevad
a las casas, en efecto,
del Concejo; y con respeto
un par de grillos le echad
y una cadena; y tened
con respeto, gran cuidado
que no hable a ningún soldado;
y a esos dos también poned
en la cárcel, que es razón,
y aparte, porque después,
con respeto, a todos tres
les tomen la confesión.
Y aquí, para entre los dos,
si hallo harto paño, en efecto,
con muchísimo respeto
os he de ahorcar, juro a Dios.
Lo que quiere el bueno de don Crespo es que aquellos perversos soldados, culpables de un vergonzoso delito contra el honor de una familia, sean castigados con justicia, pero sin que se le falte al respeto a la persona de los culpables. Ordena que sean apresados con respeto; encadenados con respeto; aislados con respeto; puestos ante el confesor con respeto; y finalmente ejecutados con respeto.
Sí: la justicia, como el amor, no se oponen al respeto, sino todo lo contrario. El respeto es una actitud previa y tiene a la persona como su referente más evidente. De este carácter inicial o previo que tiene el respeto voy a hablar. Y lo haré teniendo a la vista dos sugerentes exposiciones del respeto. Una es el capítulo de un libro de Romano Guardini[1]; otra es un libro entero de Paul Wolff[2].
El respeto en sentido general
La palabra “respeto” viene del latín respectus, que significa atención y consideración. De modo usual significa veneración, acatamiento que se hace a alguien. En una de sus acepciones también significa miedo: precisamente la palabra alemana que significa respeto es Ehrfurcht: es un combinado de “miedo” (Furcht) y “honor” (Ehre); el respeto sería un temor que muestra honor; o al revés, honor traspasado de temor. Ahora bien, el temor implicado en el respeto no es una reacción defensiva ante algo que pudiera producir daño o dolor; ese temor se limita a guardar distancia ante lo que es admirable y honorable, precisamente para no mancillarlo. El hombre guarda un sentimiento de respeto hacia lo grande y valioso[3]. Ciertamente el “respeto” es más fuerte que el “miedo” o la “precaución”: es el más alto grado de deferencia, el sentimiento de entrega o dedicación a lo que se aprecia más que a uno mismo, ya sea una persona o un poder espiritual, como la patria, la ciencia, la iglesia, el gobierno, la humanidad, Dios.
En el respeto, el hombre renuncia a lo que en un primer momento le apetecería: a tomar posesión de las cosas y de las personas y usar de ellas para su propio provecho. En vez de esto, se echa atrás, toma distancia: abre un espacio espiritual, un ámbito elevado en el que comparece lo que merece respeto y puede subsistir y resplandecer.
Por tanto, esa toma de distancia ha de ser tanto más intensa cuanto más elevado y de mayor rango es el valor de algo.
Participación
Pero la experiencia de lo valioso da lugar a que se quiera tener parte en él, participar de él. Ahora bien, participar de lo valioso no es poseerlo. Aquí entra otra condición, a saber: el respeto ha de echarse atrás en vez de avanzar; ha de retirar las manos en vez de coger o aferrar. Lo que impone respeto son especialmente las cualidades de la persona: su dignidad, su libertad, su nobleza. Pero también las cualidades de toda obra humana que manifiesta elevación y finura. Y finalmente, las mismas formas de la naturaleza en que se expresa algo bello o grandioso: las rosas de mi jardín en primavera, merecen todo respeto.
Quizá se puede decir que toda auténtica cultura (también la cultura de la mesa, la cultura culinaria, la cultura del adorno) empieza cuando el hombre, lleno de respeto, retrocede, no se precipita, no arrebata, sino que crea distancia; ¿para qué? para que se establezca un espacio libre en que pueda comparecer la persona con su dignidad, en que puedan hacerse evidentes también las obras con su perfección, en que pueda hacerse evidente también la naturaleza con su poder simbólico.
Lo que ocurre es que ese espacio acogedor y amplio del respeto se pierde tan pronto como avanzan las intenciones utilitarias.
Respeto a la persona e intenciones utilitarias
La imagen del hombre que, desde la mitad del siglo pasado, ha llegado a ser normal para nosotros, es la imagen del hombre activo, que va decidido hacia el mundo y consigue en él sus objetivos. Este hombre está lleno de intenciones utilitarias y cree que es perfecto cuando todo lo que hace se somete a los objetivos que se propone. La mayor parte de los que son así se quedan en el dominio de lo superficial y pasan de largo ante aquello que es realmente importante.
¿Cómo vive, pues, el hombre en quien domina la intención utilitaria?
En el trato, no se dirige a las demás personas con sencilla disponibilidad, sino que siempre quiere algo: por ejemplo, quiere hacer impresión, quiere ser envidiado, obtener ventajas, salir adelante. Alaba para ser alabado. Cumple un servicio para poder reclamar otro servicio semejante. Con eso no ve en el otro realmente al hombre, a la persona, sino la posición social o la riqueza, y siempre está mirando al otro como un posible rival.
Ante ese sujeto lleno de intenciones utilitarias uno se siente prevenido, advertido. Hay que ser cauto con él. Se presiente lo que quiere; y uno se echa atrás. Por eso, con él no llega a establecerse la libre comunicación en que se realiza la autenticidad de las realizaciones humanas.
La extensión de la utilidad
Cuando la intención utilitaria determina la actitud humana, entonces todo se cierra y se falsifica.
Dondequiera que se hayan de realizar las relaciones esenciales del yo y el tú deben echarse atrás las intenciones utilitarias. Porque primordialmente un sujeto debe ver al otro, estar sencillamente con él y vivir con él. Debe entrar en la situación tal como lo requiere su sentido humano: en una conversación, en una colaboración, en una diversión, en afrontar un peligro o una tristeza.
El poder de lo no utilitario
Sólo a partir de ese ver, de ese estar y vivir con el otro se hace posible lo grandioso humano: la auténtica amistad, el auténtico amor, la clara camaradería en el trabajo, la limpia ayuda en la necesidad. Pero cuando las intenciones utilitarias adquieren el predominio, todo se echa a perder (R. Guardini).
Hay un hecho psicológico que siempre me ha llamado la atención: una persona que deja las intenciones utilitarias donde les corresponde en una escala de valores, adquiere poder sobre los demás; cierto es que un poder de índole peculiar. Cuanto más trata uno de alcanzar utilidades del otro, más firmemente se cierra el otro y más firmemente se defiende. Pero cuando el otro tiene claramente la sensación de que no se le quiere empujar a nada, ni se le quiere dominar, sino sólo estar y vivir con él, de que no se quiere alcanzar nada de él, sino sólo servir a la dignificación de su vida, pronto abandona la defensa y se abre a los requerimientos más profundos. Ese es el amplio poder, un poder de gracia, que tiene el trato suprautilitario con la persona.
Pero hay más: la misma fuerza de nuestra propia personalidad se hace más recia cuanto menos intenciones utilitarias actúan. Esa fuerza interior es algo completamente diverso de toda esa energía exterior que a veces proyectamos para someter a otra persona a nuestra voluntad. De hecho, llevar la vida con intenciones utilitarias es un ejercicio agotador: ¿Nos hemos preguntado de verdad por qué estamos siempre tan estresados en la relación con los demás? Sencillamente porque la autenticidad de la vida misma no puede surgir si no hay limpieza en la voluntad de obrar, ni hay pureza en la disposición de ánimo.
La relación del hombre con sus obras
Algo análogo ocurre con la relación del hombre con sus obras. Cuando un hombre trabaja dominado por intenciones utilitarias, falta en su trabajo precisamente eso que le da pleno valor: el puro servicio a la verdad de la cosa. La cuestión primera y dominante para ese sujeto dominado por intenciones utilitarias consiste en cómo salir adelante y hacer carrera. No sabe mucho de la libertad del trabajo ni de la alegría de crear (R. Guardini).
Si es estudiante, trabaja sólo con vistas a la profesión. Muchas veces ni siquiera con vistas a lo que merece propiamente el nombre de profesión (en alemán, Beruf, «vocación, llamada«, esto es, que el hombre sienta a qué es llamado, cuál es su tarea en el conjunto de la sociedad humana), sino que opera con vistas a lo que abre más posibilidades de dinero y prestigio. En realidad, si es estudiante sólo trabaja con vistas al examen: aprende lo que se exige para él, lo que requiere precisamente el profesor en cuestión. Es cierto que también estas cosas tienen su derecho; pero si son lo único determinante, entonces lo auténtico se echa a perder. Tal estudiante con intenciones utilitarias nunca siente lo que significa estar en el ámbito que sirve a la ciencia, ni se siente como un ser llamado a la sabiduría; nunca siente su libertad y su alegría. El estudio no lo hace libre, sino esclavo. Nunca lo mueve la gran experiencia del conocimiento: las intenciones utilitarias se lo cierran. Lo que se ha dicho del estudiante vale también para el profesor, para el chófer, para el cocinero y para todas las demás formas profesiones o actividades laborales.
Naturalmente, y lo repito otra vez, las intenciones utilitarias tienen su derecho. El hombre ha de saber lo que quiere, pues si no, se deshace su acción. Debe tener su meta y ordenar su vida hacia ella, pero la meta debe estar sobre todo en la verdad de la cosa a que se dedica. También atenderá al beneficio y a la mejora; en efecto, su trabajo ha de darle los medios que necesitan él y su familia, bienestar y dignidad. Y si su obra es un bizcocho, o un traje o una plantación de calabazas lo auténtico y esencial debe ser siempre lo que requiere la obra misma en su verdad: que se haga por completo y con limpieza, que la obra quede perfecta. Este año, en mi huerto, he conseguido calabazas de 45 kilos que no se pueden vender, ni me darán beneficios. Pero he logrado las calabazas en su ser grandioso de calabazas.
¿Qué significa “servir”?
Quien no deja que su acción sea influida por otras miras que distorsionen la verdad de la cosa, ése puede prestar un servicio, en el buen sentido de la palabra.
A veces sólo nos quedamos con la primera acepción que en nuestro diccionario tiene la palabra “servir”, que consiste en estar sujeto a alguien por cualquier motivo haciendo lo que él quiere o dispone. Pero hay otra acepción que también recoge el Diccionario, incluso con ejemplos. Dice el diccionario: servir se dice también de un instrumento o de una máquina y significa ser a propósito y adecuado para determinado fin, como cuando decimos que una guitarra está afinada y sirve para interpretar una melodía. En este caso, servir, equivale a valer como vale una guitarra, a estar dispuesto y preparado para realizar el trabajo que importa en cada ocasión. Si me dicen: “¡es que no sirves para nada!” he de entender que mis registros, mi teclado, mi afinación, desentona, chirría, y que yo sólo serviría si estoy entregado interiormente a la obra, a la melodía, y lo hago tal como ese mismo trabajo o ese tema quiere ser hecho. O sea, sirvo si vivo en esa obra y con esa obra, sin anteponer intenciones utilitarias, ni miradas laterales.
Sí, ya sé lo que se me puede decir. Que estoy describiendo una actitud que parece haber desaparecido por completo. Las personas que hagan sus cosas en pura entrega, porque esas cosas son verdaderas, valiosas, porque son bellas, parecen ser raras. Y sin embargo, la ausencia de intenciones utilitarias es la única actitud que propicia la auténtica obra, la pura acción, porque en ella llega a ser libre el hacer y lo hecho. Sólo así surge algo grande, liberador, y sólo una persona que trabaja así se enriquece interiormente, aunque sea con una calabaza de 45 quilos.
La antropología clásica había enseñado que Dios crea el mundo no porque lo necesite, ni para servir a sus propias necesidades, sino que lo crea por puro gozo en la cosa. Crea las cosas para que existan, llenas de verdad, auténticas y hermosas. Dios es el primero que respeta a su criatura.
Respeto es garantía personal
Respeto es la garantía de que las relaciones interpersonales, de persona a persona, conservarán su dignidad. Cuando se deshace alguna amistad, los implicados podrían preguntarse si no han faltado al respeto. Cuando un matrimonio se vuelve áspero, y los cónyuges ya no se sienten cobijados el uno en el otro, entonces hay muchos motivos para suponer que se han tratado mutuamente como un mueble, o un trozo, uno de los enseres de la casa[4].
Respeto por la personalidad lograda
El respeto cotidiano y en las cosas menudas es necesario dondequiera que se trate de algo humano, de las personas y sus obras. Pero está también el respeto que se despierta ante lo grande, ante el centro de la personalidad, ante una creación hecha con esfuerzo y arte. Un ser humano nace persona, pero se hace él mismo una personalidad. La persona es creación natural; la personalidad es creación libre: lo que el hombre hace de sí mismo como persona. Todas las personas son ontológicamente iguales: todas tienen la cualidad de ser sustancias individuales de naturaleza o esencia racional. Pero no todas las personalidades son iguales: las hay grandes y pequeñas, dependiendo del esfuerzo que cada uno haya hecho para incrementar el brillo y la virtualidad de sus propios valores.
Aquí lo «grande» no as algo cuantioso, es decir, nada de lo que indica la frase: la cifra cien es más grande que la cifra diez. Significa la fuerza que tienen las exigencias de la persona para sí misma (como la del santo, la del genio, la del héroe) y el estar dispuesta a ponerse en juego para lo importante; amplitud de campo de visión y osadía de la decisión; profundidad de la relación con el mundo, originalidad y fuerza operativa.
Por experiencia sé que no resulta fácil habérselas con la grandeza. Puede desanimar, incluso imposibilitar, pues en la grandeza de otro siento yo que soy pequeño. ¿Qué puedo hacer? Respetar. El respeto dice: él es grande, yo no. Y está bien que haya grandeza, aunque no sea en mí, sino en el otro. Entonces se establece un espacio libre y desaparece la envidia.
Frente a la grandeza del otro, si no se le reconoce el valor que tiene, surge un rencor que trata de hacerla pequeña: el resentimiento[5]. Se empieza a criticar, se buscan defectos para poder decir que el alabado no es tan allá; se afirma que ha sido cuestión de suerte, y así sucesivamente. Si se llega a ese punto, todo se vuelve mezquino, y se tiene al envidiado por debajo. Pero quien reconoce con libertad al gran hombre, porque la grandeza es hermosa aunque pertenezca a otro, ve ocurrir algo prodigioso: en el mismo instante, el que respeta se pone al lado del otro, pues ha comprendido y reconocido su grandeza (R. Guardini).
Podemos encontrar la gran realización, la vida lograda, en muchos sitios –en la investigación científica, en la producción literaria, en el arte plástico, en la acción política, en la ocupación culinaria–. Si encontramos la gran realización es preciso no acorazarse frente a ella con el rencor ofendido del que quiere y no puede. Hay que abrirse y reconocer que es bueno que alguien haya podido más, que haya podido hacer un pastel mejor que el mío, criar una calabaza mejor que la mía. Reconocer eso, da la medida de nuestra talla moral y nos hace capaces de juzgar las cosas sin envidia, sin resentimiento.
Respeto por la personalidad vulnerable e indefensa
Hemos visto que el respeto surge en el espíritu ante la gran personalidad y ante la obra elevada; y que se puede medir la situación cultural de una persona por cómo la siente y con qué libertad y entusiasmo responde a ella. Pero también puede aplicarse al pequeño, al desvalido, al que no es capaz de abrirse paso por sí mismo; al que sin tener una gran personalidad, conserva el núcleo de su ser personal.
El hombre vulgar percibe al ser indefenso -el niño, el inexperto, el débil- bajo la incitación a explotarlo; en cambio, el hombre respetuoso se siente llamado a atender precisamente al indefenso. Pero ¿por qué? Por respeto a la persona.
El hombre respetuoso, cuando se encuentra ante el desvalimiento, se siente tocado y penetrado por la proximidad de lo cualitativamente grande: porque en el mundo, lo “grande” es primordialmente la persona.
Y es que el respeto se dirige no sólo a la gran personalidad, ante la gran obra, sino también a la persona, aunque esté inerme, al inexperto, al débil, al que sufre, al oprimido. Es un signo de creciente barbarie pregonar tanto la desgracia, convirtiéndola en sensacionalismo en semanarios y revistas. Quien mantiene el respeto dice: eso es dolor humano, eso es necesidad humana; vamos a no manosearlo tanto y vamos a procurar remediarlo.
Acorde final
El «respeto» a la persona se muestra primariamente en la afirmación de su libertad, de su conocimiento y responsabilidad; y no en las utilidades que puedan servir para nuestro provecho. Por eso, quiero acabar con un poemita que escribiera Pedro Salinas, en La voz a ti debida, donde proclama que el único modo de entrar en relación con la persona, con el tú verdadero, es despojarla de todas las utilidades que pueden encubrir ese tú, un tú que es como un pronombre único. Dice Salinas:
Para vivir no quiero
islas, palacios, torres.
¡Qué alegría más alta:
vivir en los pronombres!
Quítate ya los trajes,
las señas, los retratos;
yo no te quiero así,
disfrazada de otra,
hija siempre de algo.
Te quiero pura, libre,
irreductible: tú.
Irreductible, libre, provocando la más alta alegría, el supremo respeto por la persona, a la que decimos “tú”.
[1] Romano Guardini, Tugenden, Würzburg, 1963. Trad. Española: Una ética para nuestro tiempo, Lumen, Buenos Aires, 1994, pp.83-97 y 109-119.
[2] Paul Wolff, Von Sinn der Ehrfurcht, Pustet, München, 1935.
[3] Paul Wolff, op. cit., pp. 29-45; en estas páginas analiza el autor otros conceptos afines, como “asombro” (Staunen), “temor” (Furcht), “distancia” y “acercamiento” (Entfernung und Annäherung), “autoridad”.
[4] Paul Wolff, “Totalität und Existenz”, op. cit., 25-29.
[5] Max Scheler, Das Ressentiment im Aufbau der Moralen (1912). El resentimiento es una actitud psíquica permanente que dificultad el correcto conocimiento moral, pues genera ceguera para determinados valores y negación de su objetividad. “Es una autointoxicación psíquica con causas y consecuencias bien definidas. Es una actitud písiquica permanente, que surge al reprimir sistemáticamente la descarga de ciertas emociones y afectos que son en sí normales y pertenecen al fondo de la naturaleza; eso tiene por consecuencia ciertas propensiones permanentes a determinadas clases de engaños valorativos y de correspondientes juicios de valor. Entre las emociones que al ser reprimidas pueden originar el resentimiento se encuentra la venganza, el odio, la envidia, la perficia. Estas emociones, tan estrechamente ligadas al género humano, no deben ser reprimidas a ciegas, sino objetivarlas, vigilarlas, purificarlas y encauzarlas, pero nunca dejarlas en el fondo del alma para que erosionen la vida interior.
Deja una respuesta