Bartolomé Esteban Murillo (1617-1682): “La vuelta del hijo pródigo”. La composición del padre abrazando tiernamente al hijo que vuelve andrajoso y maltrecho, resalta no sólo por la hermosura del color, sino sobre todo por la expresión del ánimo de las figuras. No sólo mantiene las reglas de la perspectiva y de la óptica, sino también representa las virtudes y las pasiones del corazón humano.

Bartolomé Esteban Murillo (1617-1682): “La vuelta del hijo pródigo”. La composición del padre abrazando tiernamente al hijo que vuelve andrajoso y maltrecho, resalta no sólo por la hermosura del color, sino sobre todo por la expresión del ánimo de las figuras. No sólo mantiene las reglas de la perspectiva y de la óptica, sino también representa las virtudes y las pasiones del corazón humano.

Emancipación y paternidad

En la modernidad se ha calificado de «culpable minoría de edad» la situación del hombre que todavía no se ha atrevido a pensar por sí mismo, que todavía no se ha emancipado. Jurídicamente el hombre se emancipa cuando se libera de la autoridad legal que tienen los padres sobre los hijos, de la tutela o de la servidumbre. Pero la emancipación de la que habla la modernidad tiene mayor amplitud: es también liberación de los prejuicios, de las formas tradicionales de mando, de las ideas inveteradas no suficien­temente sometidas a crítica, y sobre todo –en lo político, en lo social, en lo moral– liberación de toda sujeción, de toda autoridad ajena a la iniciativa propia de cada individuo[1].

Lo decisivo en este punto es entender qué significa «pensar por sí mismo». Negativamente significa, claro está, que otro no piense por mí. Positivamente quiere decir algo más que pensar una realidad objetiva y previa a mi acto de pensarla; indica, más bien, que el conjunto de la natu­raleza y del espíritu ha de ser repensado «desde el principio», pues hasta que yo no lo piense, ese conjunto carece de sentido, de realidad y de obje­tividad. El momento fundante de buena parte del pensamiento moderno viene presidido por la agresividad: la crítica es primariamente ataque y destrucción de lo dado. Pero el atrevimiento de «pensar por sí mismo» no es sólo antropológico o moral, sino sobre todo metafísico, porque median­te mi acto de pensar queda fundada, puesta, la realidad toda, investida de un mensaje nuevo. Y en ese atrevimiento se comprometen no sólo las fuer­zas puramente intelectuales, sino las volitivas, las prácticas y las técnicas.

No está, pues, plenamente «emancipado» en sentido moderno el hom­bre que, ejerciendo su actividad intelectual, se «atiene a lo real» y respeta un orden de seres en el que el propio pensador se halla previamente colo­cado e instado a aceptar tanto una jerarquía de seres como las consecuen­cias objetivas que de ésta pueden seguirse. Me emancipo cuando «quedo exento de principio real», cuando comienzo desde un acto creador que se identifica con mi propia decisión subjetiva de pensar. Emancipación signi­fica, por tanto, negación de una creación real, no puesta por mí: es nega­ción de un origen distinto del yo. Y como «ser hijo» equivale a «ser origi­nado», la emancipación, en su sentido más profundo, significa anulación de la paternidad original. Al emanciparse, el hombre se hace hijo de sí mismo.

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Creacionismo subjetivo y creacionismo objetivo

 

En la medida en que el padre da la vida puede considerarse como el «símbolo de la transcendencia»[2] y del «creacionismo objetivo». El inicio emancipador de la modernidad es, propiamente, anulación de la paternidad y, más hondamente, negación del mundo como ser creado por una autori­dad o por un origen no humano. El mundo moderno ha establecido en el “ideal” del «creacionismo subjetivo» el sentido metafísico de la emanci­pación de toda autoridad, convirtiendo la anulación del padre en el «sím­bolo de la inmanencia».

Por el contrario, en el “ideal” del «creacionismo objetivo», la autori­dad no es una facultad de violencia, sino de fuerza promocionante. La autoridad humana tiene en el padre su analogado principal. Porque el pa­dre es genitor (el engendrante, el que da la vida) y auctor (el promocio­nante, el que por su poder y saber hace crecer la vida del hijo). Al padre le conviene el gobierno y la autoridad porque es auctor, el autor de sus hijos. Hacerse adulto –y por tanto emanciparse– no es oponerse al padre o tomar el sitio del padre, sino comenzar desde el punto de elevación antropológica y cultural que el padre ha hecho posible para el hijo. Esto significa que por ser hijos somos «herederos», receptores de todo aquello que los mayores –los padres– han posibilitado, en sentido positivo o negativo, para nosotros.

Y de parecido modo que el padre, el hombre erigido en autoridad tie­ne la misión de «forzar» o «empujar» las posibilidades humanas para que éstas lleguen a su mejor cumplimiento. La verdadera autoridad –sea polí­tica, sea militar, sea médica– no es un factor de asfixia, sino de liberación: saca de su encapsulamiento la posibilidad positiva que trata de promover. Para ello debe atenerse objetivamente a lo que en esa posibilidad es real y verdaderamente según la esencia o naturaleza del hombre, sin deformarla o atrofiarla por culpa de una falsa idea, de un prejuicio, de un deseo de dominio, en definitiva, por culpa de no atenerse a la realidad.

Cuando la autoridad no respeta lo real y utiliza una idea no verdadera surge el «autoritarismo», cuya nota más destacada consiste en aplastar las mejores posibilidades que el miembro gobernado tiene. Es un autorita­rismo que nada tiene que ver con la verdadera autoridad, a la cual suplanta o degenera.

Así pues, desde la perspectiva del “ideal” del «creacionismo objetivo» la autoridad puede degenerar en autoritarismo, y la fuerza promocionante convertirse en violencia. Ello ocurre cuando la persona y sus posibilidades son tenidas como «cosas».

El autoritarismo, inversión de la autoridad, consiste en ejercer fuerza sobre las personas como si éstas fuesen cosas y no tuvieran intimidad. En el mismo sentido se constituye el «paternalismo», como «dictadura del falso amor» que, a la postre, suscita la rebelión. La superación y exclusión de este autoritarismo es, para el «creacionismo objetivo», una tarea moral y política de primer orden.

Mas para el “ideal” del «creacionismo subjetivo» de la modernidad es la emancipación una actitud radical en la que incluso las «cosas» mismas pierden su estatuto de «seres dados» para convertirse en «seres puestos». El mundo no sería un don, sino una conquista del deseo. Cualquier idea que sea previa al acto humano de «poner el ser» tiene que convertirse en objeto de emancipación. La «idea inveterada» y la «tradición» no son re­chazadas por el aspecto falso que pudieran tener. La emancipación mo­derna no es liberación de una autoridad degenerada en autoritarismo, sino la implantación de una autoridad absoluta sobre un mundo conver­tido en «cosa-puesta».

El mundo todo es un espacio dado al dominio y señorío del hombre. Y como el signo de este poder es la mano, todas las cosas podrían ser «ma­nejadas», «manipuladas» por el hombre. Pero, ¿qué es propiamente la ma­nipulación?

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Manipulación de la persona

 

Manipular es transmutar al hombre por medio de un artificio puesto al servicio de los deseos humanos, pero no mediante un arte –guiado por una idea ejemplar realista– que sirva a la dignidad humana objetiva. Manipular es cambiar al hombre sin desarrollar las exigencias reales de su ser pro­fundo. Es imponer un deseo de dominio sobre los demás, estableciendo ideales que actúan como criterios alejados de la realidad sobre la que in­tenta actuar. Manipular significa transformar las determinaciones huma­nas, sin más límite que la ignorancia subjetiva que en cada momento ten­gan la ciencia y la técnica sobre ellas. La «manipulación» desemboca en un “ideal” cuya fórmula se sintetiza así: «saber es poder, poder es trans­formar», donde la acción modificadora no culmina en una actitud contem­plativa y respetuosa ante el ser real. Es la postura del cientifismo.

El cientifismo sostiene, de un lado, que la ciencia, determinando he­chos y realizando juicios verificables de realidad, puede explicarlo todo, de manera que los juicios de valor quedarían al margen de una verdadera explicación. De otro lado, afirma que la técnica debe dominarlo todo, in­cluida la sexualidad y la reproducción humana. El progreso técnico conlle­varía necesariamente el progreso humano general. No habría obstáculo al­guno para dejar de realizar lo que es técnicamente posible, como la modi­ficación genética y la fecundación in vitro con transferencia de embriones. ¿Por qué la procreación debería quedar al margen del poder técnico del hombre? ¿Por qué dar la espalda a las posibilidades de la ciencia? ¿Por qué dejar de hacer lo que es técnicamente posible?

Mas cuando, por ejemplo, el embrión es puesto al servicio de unos fi­nes que no son los que él mismo tiene como persona, podrá ser utilizado, incluso una vez nacido, como donante involuntario de órganos vitales, pa­ra salvar a un miembro adulto de la familia afectado de leucemia, de atro­fia renal o necesitado de un transplante de médula espinal. Ante tales casos resuena solemne y formidable la formulación de Kant: que la persona humana, ni en ti ni en los demás, sea utilizada jamás como medio, sino co­mo fin en sí.

De la manipulación cosificante depende también el giro moderno que la paternidad ha sufrido.



[1].   I. Kant, Was ist Aufklärung? (5 Dezember 1783) A, 481.

[2].   J. Lacroix, Fuerza y debilidades de la familia, Fontanella, Barcelona, 1962, p. 28.