Jacques Louis David (1748-1825): “Retrato del matrimonio Lavoisier”. Aplica a la pintura los principios "eternos" del clasicismo. Los esposos Lavoisier rehicieron el campo de la química, orientaron los estudios sobre la combustión, y descubrieron el gas El colorido con que presenta al matrimonio es traslúcido y brillante.

Jacques Louis David (1748-1825): “Retrato del matrimonio Lavoisier”. Aplica a la pintura los principios «eternos» del clasicismo. Los esposos Lavoisier rehicieron el campo de la química, orientaron los estudios sobre la combustión y descubrieron el gas. El colorido con que presenta al matrimonio es traslúcido y brillante.

 Feminización del amor en la Lucinde de Schlegel

 

El amor libre y la emancipación de la mujer.- Tanto Kant como Fichte y Hegel[1] rechazan explícitamen­te el en­foque puramente físico del matrimonio, en su mera exis­tencia natural, como si sólo fuera “una relación entre sexos”. Ni la Ilustración ni el Romanticismo habían caído en tan craso error: la primera, por la severidad legal con que realza el matrimonio; el segundo, por la profundidad psicológica que encuentra en sus relaciones.

En el siglo XVIII seguía vigente el matrimonio convencional: a las mujeres las casaban sus familias, siguiendo ordinariamente criterios econó­micos o sociales. Por ejemplo, Dorothea, hija del filósofo Moses Mendelshon, es entregada según costumbre judía al banquero Simon Veit. Algún tiempo más tarde, Dorothea y Friedrich Schlegel se enamoran y realizan una unión libre que los contemporáneos vieron reflejada en su novela Lucinde. Ein Roman, escrita en 1799.

Friedrich Schlegel había sido inspirado por el Sturm und Drang en su teoría del amor libre y de la emancipación de la mujer. En el fragmento 34º del “Athenäum” llega a decir am­pulosamente que casi todos los matrimonios son concubinatos y que no ve lo que se puede objetar a un matrimonio a cuatro[2].

Lu­cinde es una es­pecie de relato que, a pesar de llevar como sub­título “Una no­vela”, trata en forma de idilio “los años de apren­dizaje de la viri­lidad” (Lehrjahre der Männlichkeit). Schle­gel alterna cartas de amor con escabrosas narra­ciones eróticas, en las que el protagonista, Julio, propugna un amor sin vetos ni le­yes, plasmado inicialmente en experiencias se­xuales con una don­cella y con una cortesana. Julio se va entre­gando a las impre­siones sensuales inmediatas hasta que conoce a Lucinde, una mu­jer apasionada y culta a la vez, consa­grada a la pintura y al arte. En las relaciones de Julio y Lucinde se amal­gaman aspectos esté­ticos con elementos religiosos, una apertura sensual con una do­nación que pretende ser inocente.

Schlegel delimita claramente dos tipos de mujeres. De un lado, las que aprecian los sentidos, la naturaleza y la virilidad. De otro lado, las que han perdido la inocencia íntima y sienten remor­dimientos de los placeres de la carne[3]. Es claro que Lucinde se encuentra entre las primeras.

 

Primariedad de lo natural-biológico.- En la relación interpersonal de los sexos, la obra de un ser hu­mano sobre otro, según Schlegel, ha de ser de respeto pasivo, de estímulo íntimo para despertar su individualidad, menos próxima a lo racional que a lo biológico. Pues, “cuanto más divino es un hombre o la obra del hom­bre, más semejante se vuelve a la planta: ésta es la más moral y la más hermosa de todas las formas de la naturaleza. De modo que la vida más alta y más perfecta no sería sinoun puro vegetar (ein reines Vegetieren)”[4]. La ley fundamental del desarrollo hu­mano está dada por la naturaleza; y “la naturaleza misma quiere el eterno ciclo de intentos siempre nuevos, y quiere también que cada uno sea acabado en sí, único y nuevo, una fiel reproducción de la más alta individualidad indivisible (unteilbare Individua­lität)”[5].

 

Divinización de lo natural.- Pero la naturaleza que hace brotar la individualidad y guía a los amantes es ella misma divina: religión y erotismo confluyen en el abrazo de los amantes, según Schlegel. De modo que “cuando se ama como nosotros, también la naturaleza que hay en el hombre re­gresa a su divinidad original (ursprüngliche Göttlichkeit). En el solitario abrazo de los amantes, la voluptuosidad se transforma en lo que es en el gran todo: el milagro más sagrado de la naturaleza, y lo que para otros sólo es algo de lo que con razón tienen que aver­gonzarse, para nosotros se transforma en lo que es de por sí: el puro fuego de la fuerza vital más noble”[6]. La existencia humana exaltada y perfecta es erótica en su totalidad (panerótica): “Yo ya no puedo decir «mi amor» o «tu amor»; ambos son iguales y completamente únicos, tanto el amor como su correspondencia. Es matrimonio, eterna unidad y unión de nuestros espíritus, no sólo para lo que lla­mamos este o aquel mundo, sino para el único mundo ver­dadero, indivisible, sin nombre, infinito, para todo nuestro ser y vivir”[7]. La naturaleza es, para todos los hombres, dios y sa­cerdote. No necesita de ningún mediador, de ningún represen­tante, para jus­tificar su gloria: “Sólo la naturaleza es la verdadera sacer­dotisa de la alegría (Priesterin der Freude); sólo ella sabe cómo anudar un lazo matrimonial. No con palabras vanas sin bendición, sino con fres­cas flores y vivos frutos de la plenitud de su fuerza. En un cam­bio sin fin de nuevas figuras, el tiempo configurador trenza la guirnalda de la eternidad, y sagrado es el hombre al que toca la felicidad de dar frutos y ser sano”[8]. Por el amor es­pontáneo y natural que el joven profesa a su amada llega a co­nocer el matrimonio, la vida y la magnificencia de todas las co­sas: “Todo está animado para mí, me habla y todo es sagrado. Cuando se ama como nosotros, también la naturaleza que hay en el hombre regresa a su divinidad original. En el solitario abrazo de los amantes, la voluptuosidad se transforma en lo que es en el gran todo: el milagro más sagrado de la naturaleza”[9].

 

La feminización del amor.- Para que esta fuerza natural y divina se expanda en individua­lidades originales hay que eliminar de su camino los prejuicios, las convenciones, el andamiaje moral y conceptual de una época: “El despertar esas sagradas chispas, purificarlas de la ceniza de los prejuicios y, donde la llama ya arde límpida, alimentarla con modestas ofrendas”[10].

Schlegel define el alma femenina, en su originaria estructura natural e individual, no sólo como un encuentro de la vida con el amor, sino como una identificación del vivir con el amar, como la expresión del Uno-Todo: “Aparte de las pe­queñas peculiari­dades, la feminidad de tu alma consiste simple­mente en que vivir y amar significan lo mismo para ella; lo sien­tes todo completo e infinito, no sabes de separaciones, tu ser es uno e indivisible”[11].

En el contexto de la época, Schlegel perfila claramente la femi­nización del amor, la cual implica como contrapartida la masculi­nización del matrimonio, dibujada perfectamente antes por Fichte y estructurada después por Hegel: no es sólo que la mujer ame también, sino que la mujer «es» el amor.

 *

Justificación del amor romántico: Schleiermacher

 

La ambigua amistad entre varón y mujer.- Las tesis de Lucinde tuvieron en Schleiermacher un defen­sor conspicuo. En sus Vertrauten Briefen über Friedrich Schle­gels Lucinde (Cartas confidenciales sobre Lucinde), publi­ca­das en 1800, declara Schleiermacher su simpatía y afinidad por las pro­puestas de Schlegel, ideas mantenidas por aquél en otras obras, como Catecismo de mujeres y Monólogos. Esas Cartas res­ponden a las acusaciones que la propia hermana de Schleierma­cher, Ernestina, lanzó contra él: porque Eleonor Grünow, una mu­jer casada, pero enamorada de Schleiermacher, no creía posi­ble la relación de pura amistad espiritual entre el hombre y la mujer (como la pretendida por Jacobi en su Woldemar[12]), de mo­do que estaba dispuesta a divorciarse para unirse a él.

Schleiermacher defiende la Lucinde de Schlegel, reconocién­dole una “moralidad orgánica” o interna, la cual no se rige por leyes exteriores (sociales), sino por las leyes íntimas del indi­viduo. Hay que llegar a ser lo que se es. Hay que desarrollar la propia personalidad, integrando las tendencias interiores en la personalidad armónica. Tal moralidad –opuesta a la frívola socie­dad ilustrada y burguesa– no está desatada, o desligada de nor­mas; pero las leyes que obedece son completamente nuevas, oriundas de la realidad interior del individuo. Schleiermacher piensa que el amor está representado en Lucinde “como jamás hasta entonces en ninguna obra de arte, pues ofrece el amor en toda su plenitud, el espiritual y el sensual”.

 

La unidad sensorio-espiritual del amor.- En el § 259 de su Philosophische Ethik muestra Schleierma­cher una gran perspicacia antropológica hacia el problema del amor humano y la dialéctica de las relaciones entre varón y mujer, indicando que en ellas está en juego todo el ser humano, tanto la sensualidad como la espiritualidad. Y estima que ninguno de estos elementos debe ser separado del otro, ni considerado unilateralmente.

Tras esta importante intuición antropológica, Schleier­macher se introduce en el ámbito semirreligioso al acuñar la expre­sión «amor romántico»[13]. Ya en las Lucindebriefe  llega a decir que en una misma estructura se identifican “la omnipo­tencia del amor, la divinidad del hombre y la belleza de la vi­da”[14]. Todo lo que acontece entre el varón y la mujer debe ser “humano y divino” a la vez. “Un perfume mágico de santidad su­be desde las profun­didades del amor humano y se expande como el incienso a través del santuario”[15]. El amor humano es, por así decir, el «dios» que habita en el corazón de los que se aman. “Abrazarse es abrazar a este dios, sentirlo en la intimidad y querer sentirlo también en el mismo momento”[16]. Por su libro Lucinde sobre el amor, Schle­gel se ha convertido en “el sacerdote y el liturgo de esta reli­gión”[17]. El amor es omniabarcante, y no solamente del otro: “es la humanidad y el universo lo que se adora en la mujer que se ama”[18]. Y la mujer no puede dejar de decir al hombre que ama: “tú eres infinito”[19].

Además Schleiermacher otorga al encuentro amoroso un pro­yecto de identidad personal: en dicho encuentro, el cuerpo y el espíritu no sólo dejan de estar separados, sino también se hacen idénticos[20]: “el varón y la mujer no son nada más que un mismo ser”[21]. “Me siento como invadido y devorado por el fuego de Dios, estoy como sumergido contigo en un océano infinito de idénticos sentimientos y de idénticos pensamientos. El cielo in­menso toca a la tierra donde yo estoy y donde tú estás, ilumina el pasado y el porvenir, irradia sobre ti y sobre mí, y transfigura todas las cosas. Y lo mismo vale para ti, lo siento, lo sé”[22]. Las di­ferencias que hubiera entre el principio masculino y el prin­cipio femenino, expresadas reitera­damente por los filósofos –antes por Kant y Fichte, después por Hegel– como diferencias entre razón y sentimiento– se­rían puramente relativas y con­denadas a desaparecer en el deve­nir histórico, igualándose ontoló­gicamente en una unidad superior.

Ese proyecto de identidad personal se extiende no sólo a las relaciones horizontales entre varón y mujer, sino a las posibles relaciones verticales del ser humano con el ser divino. Está en la misma línea de los que proponen unir la religión (que concierne a las relaciones entre Dios y el hombre) y el erotismo (que recae sobre las relaciones entre los dos sexos): el erotismo se haría religión y la religión erótica.

Estas expresiones están, a no dudar, más del lado de la retórica romántica que de la demostración racional.

 

Predestinación en el amor.- Siguiendo esa trayectoria y partiendo del «ideal del amor ro­mán­tico» juega incluso Schleiermacher con el concepto de una «pre­destinación» en el amor. En sus Monólogos de 1800 sostiene que el amor espon­salicio y el matrimonio se apoyan en que tal varón y tal mujer están predestinados a pertenecerse: sólo tienen que descubrirlo y realizarlo para que sea perfecta la relación que se establece entre ellos. Dejando aparte la consideración de que esa tesis pueda estar inspirada en la teoría de las «afinidades elec­tivas» de Goethe –cuyo determinismo biopsicológico sirve de po­co para entender la libertad del amor conyugal–, cabe indicar que en su Philosophische Ethik (§ 260) Schleiermacher saca de ahí la consecuencia de que la predestinación al amor y al matri­monio excluye no solamente la poligamia, sino la deuterogamia, o sea, el casamiento de un viudo o de una viuda; porque tal acto estaría en contradicción con el hecho de que dos esposos alimentan el senti­miento íntimo de que su unión es única e indisoluble, reque­rida por el ideal del amor romántico: un segundo matrimonio no sería tan perfecto como el primero. En su intento de infinitizar el eros, margina el hecho contundente de que la comunidad matrimonial puede tener su límite, la muerte, límite que hace impracticable la comunión de alma y cuerpo entre dos seres humanos.

 

La aventura amorosa.- Pero antes de llegar a la perfección del amor y al descubri­mien­to del destino intersexual, Schleiermacher acepta la «aven­tura amorosa», que se sitúa entre la inclinación y el amor. Tal aventura tiene dos rasgos: la atracción de la inclinación y la inti­midad del amor, pero sin adoptar la decisión del compromiso se­rio, quedándose así en una simple experiencia[23]. Schleiermacher sostiene que puede ser permitida esta aventura amorosa, en tanto que búsqueda y etapa preparatoria del amor auténtico. El amor es un arte como otro cualquiera y necesita ser «ensayado» en actos que carecen de consecuencias duraderas y de fidelidad.

El problema de esta última tesis reside en comprender cómo es posible realizar ensayos amorosos sin amar, y cómo se puede experimentar con el amor –que de suyo exige entrega total y perennidad– sin llegar a la esterilización psicológica del amor mismo, o sea, a su anulación pura.

 

 Casaderos y celibatarios

 

Contrato y unión conyugal.- Planteada por Schleiermacher la unión conyugal como una relación “extra-contractualista”, quiere quitar de las manos del mero contrato externo la fuerza de las re­laciones personales entre varón y mujer. Ya Kant había dado al «contrato matrimonial»  un tratamiento muy diferenciado, conside­rándolo como una nue­va categoría antropológica y moral, irreductible a la reflejada en cualquier otro contrato de índole jurídica: porque no trata de me­ras cosas, sino de personas que toman la apariencia de cosas sin perder su condición de personas. En esa personalización del con­trato matrimonial –que es un paso decisivo frente a la achata­da determinación jurídica de la Ilustración–, figura una tipología de los sexos que no sería contestada por Fichte y Hegel: Kant traza en sus líneas generales la feminización del amor y la masculini­zación del matrimonio. Esa tesis «personalista» de Kant influyó notablemente en Fichte, quien recabó para las re­la­ciones entre varón y mujer un re­sorte más consistente, y creyó encon­trarlo en el mis­mo amor puro, surgido disciplinadamente en la parte femenina del ser humano; aunque acabó reconociendo que, por referencia a una duración perenne de la relación espon­salicia, en ese amor no existe ni una finalidad exigente, ni un di­na­mis­mo formal vin­culante, cosa que Kant no hu­biera afirmado. Hegel, por su parte, desconfiando del «es­pontaneís­mo» amoroso, atribuyó toda finalidad y todo dinamis­mo formal del amor a la parte meramente natural del ser humano, quedando el amor co­mo mero sentimiento natural, frágil y quebradizo: la plenitud del matrimonio sólo se lograría por el espíritu libre que domina el amor y lo natural[24]; se trataría de una plenitud que, para contra­po­nerla a la del derecho e incluso a la de la moral sub­jetiva, Hegel llama «ética», que es objetiva y socializadora.

 

El matrimonio como único punto coincidente de los sexos.- En la postura de Schleiermacher se refleja la tesis de que la cuestión del varón y de la mujer coincide con la del matri­monio: y no meramente que culmina en el problema central del matrimonio. En un primer momento, Schleier­macher se levanta razonablemente contra todos los que despre­cian el matrimonio llevados por una desconfianza ante la unión física o carnal de los esposos, vista como una mera expresión de concupiscencia, de cuya fuente brotarían desórdenes morales. Pero, en un segundo momento, y en vez de corregir ese defi­ciente enfoque antropológico y moral, Schleiermacher invier­te rotundamente la tesis, llegando a conde­nar la existencia de un celibato que pretendiera la perfección moral del hombre: ésta sólo se encontraría en el matrimonio, donde las relaciones entre varón y mujer son humanas y divinas, terrestres y celestes: el sentido mismo del matrimonio es la comunión espiritual y corpo­ral, la realización del hombre. Ciertamente algunos moralistas medievales llegaron a defender que el celibato implica, por sí mis­mo, un grado más alto de perfección. La Reforma luterana replicó, como protesta, que el estado de matrimonio era el más perfecto; incluso algunos llegaron a decir que el matrimonio es un deber prescrito a todos. La vida del varón y de la mujer fuera del estado matrimonial resultaba entonces como una excepción de orden individual, excepción que confirmaría la regla general.

Es interesante comprobar que –a pesar del distanciamiento de Kant sobre este punto– también Fichte y Hegel mantie­nen la tesis de la finalidad terminal  o definitiva del matri­monio como realización plena del ser humano. La rela­ción entre varón y mujer coincidiría íntegramente con la re­lación conyugal.

En otro artículo he tocado los puntos inconsistentes de esa tesis.

 

La divinización de los sexos.- A pesar de haber visto Schleiermacher correctamente algunos aspectos de la dialéctica que surge de la realidad del varón y de la mujer, que  concierne al ser humano entero, exagera cuando eri­ge en absoluta esta dialéctica, elevándola a metafísica que diviniza el ser humano. Por ese camino vació de sustancia su certera com­prensión inicial, pues en realidad suprime esa dialéctica, convir­tiendo lo «dual» humano en un «singular» divino. Suprimidos todos los lími­tes, se pierde también el ser humano real, en su condición de varón y mujer, haciéndose imposible el encuentro y el amor. Cuando una doctrina hace que tanto el eros como los hombres mismos se endiosen, quedan completamente irrecono­cibles el varón y la mujer verdaderos, con sus luces y sus som­bras.

 

La subjetividad y el sentimiento

 

Sentimentalismo religioso.- No deja de fascinar el ideal de vida que Schleiermacher ve configurado por Goethe y Herder en la forma de la literatura y de la reflexión moral y que lleva a la reforma de las ciencias morales, ideal compartido también por Kant y Fichte. Pero, a mi juicio, no es correcta la propuesta metafísica que hay en el fondo de su planteamiento.

Desde el punto de vista metafísico Schleiermacher mantiene a la vez un inmanentismo especulativo (le falta una trascendencia auténtica) y un subjetivismo transcendental (le falta atenerse a la realidad en toda su verdad).

El alcance de esa propuesta racional de Schleiermacher queda tutelado por el sentimentalismo ontológico –implícito en todas sus demás propuestas–.

¿Cuáles son las bases del sentimentalismo ontológico de Schleiermacher? Como a juicio de este autor el hombre no se entiende sin la religión, es preciso indicar este fenómeno para responder a tal pregunta.

Ya en su obra Über die Religion funda la religión en la intuición (Anschauung) y en el sentimiento (Gefühl), y con el tiempo simplificará aún más su punto de vista, instalándose exclusivamente en el corazón como mera fuente de sentimiento, y nada más. En sus Briefe sobre Lucinde llega a mantener la tesis de que una sensualidad elevada, afinada por el culto de lo bello, debe ser el ideal del hombre. La definición de razón, en este contexto, incluye (como enseguida vieron sus coetáneos) tres aspectos:

a)    La fe sensible y simple del pietismo moravo;

b)    El agnosticismo kantiano;

c)    El inmanentismo del espinozismo.

 

La fe sensible del pietismo, origen de creencias y dogmas.- En su obra fundamental Der christliche Glaube (1821), el asiento psicológico de la religión no es ya la intuición y el sentimiento, sino el sentimiento solo, el cual funda la religión. La religión no es propiamente una creencia dogmática, ni una moral, sino un sentimiento. En tal sentido proviene de la conciencia inmediata, remitiéndose al sentimiento general o simple de dependencia, allgemeines o schlechthinniges Abhängigkeitsgefühl. Y este sentimiento mismo brota necesariamente del primer contacto de nuestros sentidos con el mundo. Nos sentimos incluidos en un todo, participando en un conjunto enorme, que es el universo. No tenemos ni siquiera necesidad de tener la idea de Dios para experimentar la sensación de ser una rueda de la gran máquina del mundo. Nuestro sentimiento de dependencia es uno de los más profundos de la vida espiritual, y forma parte de nuestra naturaleza. Se ensancha con el espíritu mismo, se fortalece con todas nuestras experiencias, con todos nuestros pensamientos. Y de la potencia de este sentimiento fundamental, que es la esencia de la piedad o de la religión, nace inevitablemente la iglesia, o sea, la sociedad de aquellos que se sitúan de igual manera por relación al universo considerado como el Gran Todo. Mas la variedad de las representaciones y de los agrupamientos engendra la variedad de las iglesias. Y como cada iglesia se construye una fe común, normas morales comunes, de cada iglesia sale una religión particular. O sea:

a)    la religión brota del corazón,

b)    la comunidad de religión primitiva engendra la iglesia,

c)    la iglesia delimita y construye cada dogmática particular.

 

Sentimiento de dependencia y religión.-  Desde esta inicial configuración especulativa, son explicadas las formas diversas de religión. El sentimiento de dependencia es más o menos profundo, más o menos puro, más o menos delicado y espiritualizado; por lo que es natural que se presente en grados diversos de religiones: fetichismo, politeísmo, monoteísmo. Sólo en esta última forma el sentimiento de dependencia logra su perfección, porque la idea de la unidad del mundo entra en juego. Pero dos tendencias se manifiestan en el seno del monoteísmo, una tendencia estética (lo bello) y una tendencia teleológica (el fin). La primera se absorbe en estados pasivos, la segunda en estados activos. En la primera, se trata sobre todo de anularse en Dios; en la segunda, de obrar bien ante Dios. La forma más pura de monoteísmo teleológico es el cristianismo, el cual no es por eso la única religión verdadera, sino la más alta religión.

 

Cristianismo y Panteísmo.- Mas es preciso encontrar el criterio “racional” por el que Schleiermacher realiza este aserto: y viene dado, de nuevo, por su inmanentismo especulativo. Porque para Schleiermacher, toda religión apela a una revelación: y ésta no es un privilegio del cristianismo. La revelación no es una comunicación doctrinal que viene de Dios, ni una manifestación particular de la divinidad, sino el fruto espontáneo y subjetivo del concepto de Dios que brota del sentimiento de dependencia o sentimiento religioso. Es curioso, a este respecto, traer a colación el modo en que Schleiermacher se explica sobre el panteísmo. Se le había reprochado que era un simple discípulo de Espinoza. Se defendió diciendo que el panteísmo era para él una visión filosófica y no puede entrar en la serie de los conceptos religiosos, porque estos son conceptos colectivos, eclesiásticos. Sin embargo, declara que el panteísmo no excluye la religión y que puede muy bien unirse a una forma de piedad monoteísta. Y es que, en su sistema, sobre el sentimiento fundamental de dependencia pura y simple pueden mantenerse superestructuras dogmáticas diversas, sin gran inconveniente, según los temperamentos particulares o según los puntos de vista individuales del espíritu.

Este inmanentismo especulativo se exacerba especialmente en el modo en que Schleiermacher  explica la esencia del cristianismo, imposibilitando una razonable articulación de lo cristiano. La esencia de esta forma superior de monoteísmo que es el cristianismo, es la idea de Redención por Cristo. Pero, ¿qué es Cristo y qué es la Redención? ¿y en qué sentido se admite una Redención por Jesucristo?

 

El contenido de la sensibilidad de Cristo.- Para Schleiermacher no es necesario retener de los evangelios ni la enseñanza moral, ni los milagros que atestiguan la divinidad de la misión de Jesús, ni el cumplimiento de las profecías mesiánicas. Una sola cosa importa: el contenido de la sensibilidad de Cristo. Mientras que el contenido de nuestra sensibilidad se remite al sentimiento de dependencia pura y simple, la de Jesús coincide con la conciencia de su unidad con Dios, por la certeza sentimental de su misión de mediador entre los hombres, sus hermanos, y Dios Padre. Pero, ¿Jesús es Dios? Esta sería, según él, una pregunta ociosa. Porque la divinidad de Jesús  coincide con la conciencia que él mismo tiene de ella. El subjetivismo transcendental de Schleiermacher tiene en esta tesis sobre la divinidad de Jesús su punto de inflexión más precisa. La diferencia entre Jesús y nosotros, aunque se diga que es de especie y no de grado, queda establecida por esta conciencia. Jesús es una aparición realizada por el eterno Dios en el mundo. ¿Cómo? Es preciso comprender que la humanidad habría sido creada con la fuerza íntima de producir, a lo largo de su línea evolutiva, una aparición semejante. Esta puede ser considerada, indiferentemente, como la revelación sobrenatural de una fuerza enteramente nueva, o como el resultado de una evolución natural. Naturaleza y sobrenaturaleza solamente son dos traducciones del mismo hecho. En Jesús, ni los milagros, ni la doctrina, ni la resurrección, ni la ascensión pueden tener más importancia que su individualidad personal, cuyo núcleo esencial –determinado por Schleiermacher desde un subjetivismo transcendental o inmanentismo especulativo– es la “conciencia” de su misión redentora.

 

Una Redención humana, demasiado humana.- De nuevo es su inmanentismo especulativo y subjetivismo transcendental el que condiciona el sentido de la siguiente pregunta: ¿qué es la Redención?

Antes de responder, permítaseme una aclaración. Las tesis teológicas de Schleiermacher no son accidentales, en su desarrollo, al proceso especulativo de la razón, sino que dan la talla de esta, sea cual fuere el uso que de ella pudiéramos hacer. Esto (dar la talla) acontece también en el desarrollo de las tesis teológicas que hace Santo Tomás de Aquino.

La respuesta a la anterior pregunta (¿qué es la Redención, la cual es la esencia del cristianismo?) ha de contextualizarse en la cuestión del pecado y de la gracia. El subjetivismo transcendental de la razón impedía a Schleiermacher afirmar que Cristo pudiera obrar sobre Dios. Su Redención no podía ser, por tanto, sino una acción sobre el hombre: no nos rescata “apaciguando” a Dios por su sangre, por el sacrificio en la cruz. Su muerte sólo tiene el valor de ser la afirmación de la “fuerza” que su conciencia tiene de su misión divina. Su muerte lo ha puesto frente a los poderosos de su pueblo. Ante ellos ha pronunciado su formidable “sí” que Schleiermacher considera como “la más grande palabra que un mortal haya pronunciado jamás”. Esto es todo. Su muerte no tiene otro sentido.

 

El mal como etapa hacia el bien.- ¿Y el pecado? El pecado es la sublevación de la carne contra el espíritu, un desorden de la naturaleza humana, una incapacidad para el bien que no puede desaparecer sino por la Redención y que es fuente de todo el mal que se encuentra en el universo, en tanto que el mal no es nada más que su castigo. Pero el pecado es una consecuencia inevitable de la evolución (¡de nuevo el inmanentismo especulativo!): el pecado tiene su razón de ser en la marcha evolutiva misma, en la necesidad de Redención que debe provocar, de suerte que sólo es una etapa hacia el bien. En términos especulativos: de la misma manera que, para Schleiermacher, la naturaleza y el espíritu, lo ideal y lo real, el pensamiento y el ser se remiten a una identidad superior, asimismo no hay contradicción total entre lo verdadero y lo falso, entre el bien y el mal, sino solamente una oposición relativa. Todo pecado es para él un punto de transición hacia el fin de la culminación de todo ser en Dios. De modo que las contradicciones absolutas quedan dulcificadas. Por encima de la visión empírica, se desata la especulación, determinada como subjetivismo transcendental, tan consustancial al pensamiento luterano alemán del siglo XIX.

 

La centralidad del sentimiento.- Además, Schleiermacher transporta el pecado al asiento de la religión, o sea, al sentimiento. No ve en él una desviación o una falta de la voluntad (su determinismo inmanentista le impide verlo de otra manera): es únicamente una desazón del sentimiento religioso (Unlustgefühl) que paraliza nuestra conciencia de Dios en nosotros. También el pecado original es explicado en términos de saber o conciencia (al igual que lo hiciera Fichte, Schelling y Hegel): es una desviación de toda la raza humana que acontece en Adán, o sea, una obnubilación del sentimiento de unión en Dios. Este atoramiento, este impedimento, este obstáculo que se opone a lo que nosotros sentimos en Dios, unidos a Dios, se identifica con el pecado mismo: eso es el pecado. Y Jesús, por la intensidad superior de su unión a Dios, se encuentra, por el contrario, sin pecado y en estado de rescatarnos, librándonos del atoramiento que pesa sobre nuestra conciencia en Dios. La Redención, para la racionalidad sistémica de Schleiermacher, es el paso desde el estado de atorada conciencia de Dios al estado de conciencia no atorada (Übergang aus dem Zustand gehemmten in den ungehemmten Gottesbewusstseins). Este paso se opera por la fe en Jesucristo. Fe que, a su vez, es provocada por el sentimiento de necesidad de redención. Y sin éste, nada.

 

Inmanentismo y sentimentalismo.-  Es importante, incluso decisivo, referirse a estas cuestiones especulativas, que, aunque unidas al elemento teológico, fueron la parte profesional y más abundosa de Schleiermacher, y no un aspecto pasajero o de poca monta. Además, esta racionalidad sistémica otorga sentido al hecho de la dialéctica y de la hermenéutica que Schleiermacher pretende fundar. Ya Hegel consideraba que el sentimiento no podría producir otra cosa que una “subjetividad natural sin contenido” (natürliche Subjektivitát ohn Inhalt). ¿Y cómo esta subjetividad puede dar lugar a una cultura, a una vida con los otros, a un sentido del hombre? Y es que el sentimiento de dependencia, puro y simple, podría muy bien acompañar a un contenido irreligioso o ateo. “Si la religión, decía Hegel refiriéndose a Schleiermacher, solamente se funda en el sentimiento, y no tiene otra determinación mejor que el sentimiento de pura dependencia, en este caso el mejor cristianao sería el perro, porque éste presenta desde el punto de vista más alto este sentimiento concreto, viviéndolo admirablemente”.

El inmanentismo especulativo se proyecta en todas aquellas cuestiones donde Schleiermacher habla de “teleología”, de “razón”, de “sentimiento”, de “especulativo” y “práctico”, de “orden sensible” y “orden suprasensible”, de relación entre el “yo” y los “otros”,  de “conquista moral”, etc. Este inmanentismo especulativo se supone de modo radical (e irrenunciable para su hermenéutica filosófica), en la explicación de su filosofía de la cultura, del hombre y de la historia. El derecho absoluto que Schleiermacher otorga a la subjetividad repercute en la concepción de los dogmas de la fe cristiana: se trata de un racionalismo aplicado al dominio del sentimiento, considerando que este pensador no deja de hacer intervenir la filosofía en la dogmática, a pesar de la separación absoluta que propone entre filosofía y teología. Por otra parte, la autoridad casi ilimitada de la subjetividad disuelve toda comunidad religiosa; y a mi modo de ver, el predominio exclusivo del elemento antropológico, disuelve la religión misma.

Y por lo que hace al sentimentalismo ontológico, ya se le objetó en su tiempo a Schleiermacher que el sentimiento es el principio más pobre que se pueda concebir; es la asimilación de lo que nos es dado en el pensamiento y en la voluntad, pero no es una facultad capaz de producir por sí misma algo. Si el sentimiento humano se distingue de la pura sensación animal, eso lo debe al pensamiento. O sea: el sentimiento religioso tiene su origen en el seno de la inteligencia espiritual.



[1]   Hegel, Grundlinien der Philosophie des Rechts, 1821, § 161.

[2]   Athenäum, Heft I, 193.

[3]   “Una cosa parece dividir a las mujeres en dos grandes clases, a saber: si respetan y honran a los sentidos, a la naturaleza, a sí mismas y a la mascu­linidad, o si han perdido esa verdadera inocencia interior y pagan todo goce con remordimiento (mit Reue) hasta llegar a una amarga falta de sentimientos, desa­probándola internamente”. Friedrich Schlegel, Lucinde. Ein Roman (1799),  Goldmann Klassiker, München, 1985, 27.

[4]   Lucinde, 33.

[5]   Lucinde, 81.

[6]   Lucinde, 74.

[7]   Lucinde, 15.

[8]   Lucinde, 69.

[9]   Lucinde, 74.

[10]   Lucinde, 28.

[11]   Lucinde, 15. Con este supremo anhelo romántico de identificación y divi­niza­ción,  expone Schlegel en el personaje de Lucinde sus propias rela­ciones amorosas con Dorothea Veit, su amante primero y su mujer después. Como diría Novalis, Schlegel eligió para cuarto nupcial la plaza pública; con parecido tono de repudio se manifestaron Goethe, Schiller y Heine.

[12]    Juan Cruz Cruz, “El amor errático: Woldemar”, en Razones del corazón. Jacobi entre el Romanticismo y el Clasicismo, Eunsa, Pamplona, 1993, 127-169.

[13]   Philosophische Ethik, § 260.

[14]   Lucindebriefe, en Werke zur Philosophie, I, 495.

[15]   Lucindebriefe, 483.

[16]   Lucindebriefe, 447.

[17]   Lucindebriefe, 482.

[18]   Lucindebriefe, 431.

[19]   Lucindebriefe, 487.

[20]   Lucindebriefe, 492.

[21]   Lucindebriefe, 488.

[22]   Lucindebriefe, 489.

[23]   Lucindebriefe, 173.

[24]   Grl. Philos. Rechts. § 158.