En un bello y largo poema que Lope de Vega escribió titulado “Las fiestas de Denia”, que a mí me recuerdan las conocidas fiestas de moros y cristianos, se encuentra un fragmento, una octava, donde el poeta describe una escena festiva que se desarrolla en el mar, junto a la costa alicantina de Denia. Participan en ese acto festivo marine-ros que levantan sus remos y soldados que disparan al aire arcabuces y cañones, pescadores que jalean y caballeros que simulan torneos:
Hacen su fiesta, reman, tañen, tiran,
alborotan el mar música y truenos;
estos tornean, estos se retiran,
de humo, de agua y de contento llenos:
ya al rumbo izquierdo, ya al derecho guían
por los cristales líquidos serenos,
pareciendo, sin ver mudanza alguna,
los leños aves, y la mar laguna.
Quiero resaltar en este fragmento dos términos que vienen unidos, la fiesta y la serenidad. La ajetreada fiesta se desarrolla “por los cristales líquidos serenos”. Hasta la mar parece laguna, por sus suaves ondulaciones.
De la conexión de esos dos conceptos voy a hablar.
Pero empiezo indicando algunos libros de referencia que me han ayudado a centrar mi pequeño discurso. Uno cercano y provechoso ha sido el de Otto Friedrich Bollnow, titulado Neue Geborgenheit. Das Problem einer Überwindung des Existentialismus, Stuttgart 1955, 1979 [Un nuevo amparo: el problema de la superación del existencialismo], cuya tercera parte está dedicada a la antropología de la fiesta (3. Teil. Zur Anthropologie des Festes). Un segundo libro, también valioso, es el de Josef Pieper, Zustimmung zur Welt: eine Theorie des Festes, Kösel-Verlag, 1963 [Afirmación del mundo: una teoría de la fiesta]. Otros dos libros me han sugerido varias ideas de tipo sociológico, antropológico e histórico: el de Winfried Gebhardt: Fest, Feier und Alltag. Über die gesellschaftliche Wirklichkeit des Menschen und ihre Deutung, Frankfurt -New York -Paris 1987 [Fiesta, celebración y vida cotidiana. Acerca de la realidad social del hombre y su interpretación]; y el de Michael Maurer (ed.): Das Fest. Beiträge zu seiner Theorie und Systematik. Böhlau-Köln-Wien, 2004 [La fiesta. Contribuciones a su teoría y a su sistemática]. He podido comprobar en estos últimos un aumento muy considerable de bibliografía sobre la fiesta.
El hombre y su conexión con el futuro
Buena parte de la filosofía moderna ha insistido en que para comprender al hombre debemos contar con que la vida humana está determinada internamente por una referencia al tiempo y a la historia. De modo que un instante singular y concreto del hombre no es un punto cerrado, sino que está determinado por la referencia al tiempo. Se puede decir que estamos más en el futuro que en el presente.
A su vez, el hombre trabaja en el presente para el futuro; o sea, cambia sus circunstancias externas de vida, y con ellas va enriqueciendo también internamente su personalidad.
Pero quiero llamar la atención sobre el hecho de que ese ritmo futurista se acelera cada vez más por la función que cumple en nuestra vida laboral la técnica moderna. Metida la técnica en el proceso laboral hace que el tiempo se despliegue con más apremio y celeridad. Este tiempo podría considerarse como una línea horizontal que no conoce ni puntos de parada naturales ni una articulación rítmica en sí mismo; corre sin hacer pausas: a los turnos de día suceden los turnos de noche, haciendo lo mismo; su marcha excitante siempre se apresura más, y conduce a la precipitación de la moderna existencia civilizada, que tiene un efecto agotador en el hombre. Sufrimos bajo este agotamiento; y preguntamos: ¿es inevitable este proceso? ¿Está el hombre entregado completamente a la temporalidad evanescente que acabamos de mencionar y que parece no tener otra salida, salvo la de correr sin término?
A propósito de esta línea temporal, de marcha acelerada, que parece constituir para los contemporáneos lo específicamente humano, quiero centrar mi atención en torno a la siguiente cuestión: ¿no existen acaso en el transcurso implacable del tiempo evanescente puntos de parada naturales, incisiones que posibiliten una articulación rítmica del acontecer y que respondan a la verdad de nuestra vida, pues no toda ella se pierde en el devenir temporal? Es decir, ¿existe un hecho antropológico que corte en vertical ese “tiempo asfixiante” y posibilite una apertura a dimensiones humanas que, aun corriendo hacia adelante, no se deshagan en el tiempo?
Yo quiero indicar aquí -como también lo han hecho muchos otros- que existen esas incisiones que pueden superar o trascender el movimiento lineal opresivo. Y esas incisiones se llaman “fiestas”.
La vida humana no sólo es obra del mecanismo temporal, sino también de las distensiones del espíritu. Cuando esto se toma seriamente, vemos que, por ejemplo, en las normales fiestas de cumpleaños y en otras fiestas comunes, está implícito el convencimiento profundo de que con tal fecha se toca realmente una dimensión profunda de la vida: no otra vida, sino la vida corriente que es trascendida desde dentro. El convencimiento del renacer, de la renovación personal, adquiere, desde este punto de vista, un enorme significado.
Poéticamente lo expresaba así el autor de El Principito, Antoine de Saint-Exupery, en su obra Citadelle : “Hay un tiempo en el que se debe elegir la semilla; pero, cuando se verificó la elección, hay un tiempo en el que uno se debe alegrar del crecimiento. Hay un tiempo para la creación; pero hay también un tiempo para la criatura misma” (Citadelle, 1948).
El hombre recobra su tiempo laboral en la fiesta
Ahí radica el significado de las fiestas que una respetable tradición ha fijado, las cuales están para trascender la ordenación horizontal del tiempo laboral. Así lo explicaba también Saint-Exupery con las siguientes palabras: “Es positivo que el tiempo que fluye no se nos presente como algo que nos consume y destruye, sino como algo que nos perfecciona. Es bueno que el tiempo sea un monumento” (Citadelle). En la fiesta hacemos que el tiempo utilitario y laboral no se desvanezca en su curso incesante; más bien la fiesta hace de ese tiempo un monumento: pero el hombre ha de estar en situación de trascender ese tiempo para hacer precisamente el monumento, cuya mejor expresión es el hogar humano, la casa.
El medio más importante para articular el tiempo utilitario y laboral en la perfección humana son las “pausas existenciales” (que no son precisamente los puntos de parada de los autobuses). El tiempo, tal como lo ve el mundo moderno, es un acontecer desarticulado y siempre en movimiento, como observa Bollnow. Se trata de un tiempo sin rostro. El hombre se pierde en “una semana sin días y en un año sin fiestas que no muestran ningún rostro”. La incisión vertical de ese tiempo mediante el día de fiesta logra que al final el mismo tiempo lineal utilitario sirva para construir el hogar humano, el remanso de la fiesta.
Recapitulando: El tiempo lineal utilitario se articula mediante fiestas determinadas. Frente a la imparable tendencia evanescente del tiempo, el hombre se detiene y entonces “festeja”.
Creo que ya está dicho lo esencial de todo lo que podría decir. A continuación sólo haré unos apuntes marginales.
Los descansos del tiempo horizontal laboral
Alguien podría objetar diciendo: ¡Oiga, pero en el tiempo utilitario y laboral también hay descansos que sirven para tomar fuerzas y seguir luego trabajando tenazmente! Eso es muy cierto. Pero yo hablo de alterar la orientación propia del tiempo utilitario laboral.
Esos descansos del tiempo utilitario y laboral no son en realidad festivos, pues pertenecen esencialmente a las exigencias del mismo ritmo temporal laboral. Son anudamientos del tiempo laboral. Pero cuando el hombre establece en el flujo del tiempo “pausas existenciales”, entonces, en lugar de un movimiento que corre rumbo a una meta que será inmediatamente sustituida por otra meta, en un curso indefinido, en lugar de eso, hay ahora incisiones firmes: el hombre se vive entonces orientándose hacia el día festivo, se alegra esperándolo y reúne sus fuerzas para alcanzarlo, evitando perderse en un tiempo laboral que ocupa tantas jornadas. Si no podemos lograr la plenitud de este día festivo tampoco podemos lanzarnos luego con pleno dominio de uno mismo al flujo del tiempo laboral. El hombre vive irremediablemente para la acción laboral, pero también para festejar; y prioritariamente para la fiesta.
El hombre que marcha “de fiesta en fiesta”
Por lo que nada tiene de extraño que Saint-Exupery, después de haber indicado lo antes dicho, afirme: “Marcho así de fiesta en fiesta, de aniversario en aniversario, de vendimia en vendimia, así como de niño iba de la sala del consejo a la sala del descanso, en la casa sólidamente estructurada de mi padre, donde todos los pasos tienen un sentido.”
El tiempo laboral que queda articulado mediante fiestas se convierte entonces en un “proceso orgánico”, que se remansa en forma de hogar, de casa propia. Es muy importante esa expresión de marchar de fiesta en fiesta, que no se debe entender como el recorrido callejero que hace una estúpida vida boyante y próspera, sino como la determinación esencial íntima de la vida plena personal. Pero, en su sentido profundo, la vida personal puede afirmarse frente al tiempo horizontal escurridizo sólo cuando marcha “de fiesta en fiesta”.
No se puede articular el tiempo laboral si no hay fiesta.
Día de descanso como día de fiesta
Por lo que acabo de decir, se comprende que la pérdida de la fiesta, por ejemplo, la del domingo, se debe a la precipitación que caracteriza a la existencia moderna civilizada. El domingo, no ya como día de descanso, sino como día de fiesta, raras veces es sentido como debería ser sentido, de acuerdo con su esencia: como un punto que corta verticalmente la marcha evanescente de nuestra existencia.
Por dos motivos nos es muy difícil experimentar en la actualidad el domingo como una fiesta. En primer lugar, porque tomamos nuestros quehaceres profesionales de modo muy absorbente y nos dejamos arrastrar por ellos sin atender a esa inflexión semanal que una respetable tradición nos ha indicado en el día séptimo. En segundo lugar, permanecemos en una tensión continua, sin pausas, que va dirigida a un punto inconcreto del futuro. Nos desgastamos en esta perenne ocupación que nos encandila, porque falta el giro mental que podría relajarnos psicológicamente.
En otros casos, la vida profesional acaba por carecer de todo sentido, de manera que los hombres, como si estuvieran hambrientos, se precipitan al domingo y a las escasas vacaciones para encontrar, en ese tiempo horizontal que nos consume, el sentido vital que ya no les puede dar la existencia profesional. Los medios de tal satisfacción horizontal son diferentes: desde las diversiones de los bailes hasta el deporte. Común a todos ellos es, como indica Pieper, la precipitación, con la cual se quiere alcanzar el mayor número posible de vivencias en un tiempo limitado; de manera que el lunes los hombres regresan agotados al trabajo y regresan también agotados de sus vacaciones y tienen que reponerse del agotamiento que sufrieron en el tiempo de reposición. Lo que debió ser recreo, descanso, se convierte en un estado de creciente tensión, del que luego hay que reponerse, y para este nuevo período de reposición queda de nuevo sólo el ajetreo de la existencia profesional, que, naturalmente, no puede ofrecer el ámbito y el modo propicio para tal relajamiento.
Es claro que esta aglomeración de holganzas y diversiones convulsivas se debe a que nuestra vida de trabajo profesional acaba perdiendo todo sentido. Es extravagante y ridícula esa inversión, a saber, que nuestras vacaciones se conviertan en algo que exige luego más recreación y descanso. Esa inversión muestra que en el planteamiento de nuestra vida hay un error profundo que nos induce siempre a un nuevo estado de tensión y no nos permite llegar a un descanso verdaderamente profundo.
La fiesta en casa de los abuelos
Tiene Bollnow unas indicaciones muy atinadas sobre la fiesta en el hogar, que me han recordado lo que ocurría en casa de los abuelos. Porque entre nuestros abuelos los descansos semanales no eran como el mundo moderno los considera. El domingo empezaba realmente el sábado por la tarde. Cuando mi abuelo, que era un sencillo artesano, arreglaba y ordenaba su taller; cuando la abuela limpiaba y hacía brillar toda la casa; cuando por fin niños y mayores se preparaban sus vestidos; cuando todo esto se realizaba con sencilla prolijidad, entonces las personas que vivían en la casa quedaban invadidas por un temple anímico relajado que lo llenaba todo de un profundo encanto.
En realidad, el abuelo realizaba el sábado por la tarde mucho más de lo necesario. Yo creo que no preparaba el taller para reanudar el trabajo en el lunes siguiente, sino que lo preparaba para que fuera inundado, como dice Bollnow, por una eternidad. Con esto, el abuelo hacía que la vida cotidiana desapareciera y se implantara un orden nuevo y con distinto significado real.
Un fresco sentimiento para la fiesta
Este es precisamente el orden festivo que llenaba el domingo de honda felicidad. Ya al despertar nos embargaba a todos un nuevo y feliz sentimiento. Parecía que, desde el amanecer, el sol brillaba más claramente y excitaba en los árboles el canto alegre de los pájaros. En realidad despertaba el sentimiento de la fiesta. Había, pues, una conciencia, un temple anímico de lo festivo que se extendía sobre este día. No se tenía ni prisa ni urgencia: se tenía tiempo, un tiempo nuevo que ya no nos apresuraba precipitadamente. Parecía que el tiempo se detenía y tomaba otro sesgo. En la misma línea del tiempo laboral lleno de ocupaciones se había producido un corte radical que se le daba al hombre como un regalo. En casa de los abuelos era inconcebible querer pasar el tiempo festivo tal como se acostumbraba en la vida cotidiana.
Ahora comprendo, con una visión retrospectiva, que en aquel tiempo festivo eran importantes el orden y la limpieza de toda la casa; todo ello significaba que irrumpía una nueva claridad y transparencia del mundo que habitábamos, una superación de las preocupaciones profesionales que llenaban la semana. Era el mundo entero y no sólo la casa lo que quedaba “arreglado” y pulcro. El punto de alegría de ese mundo era “toda una eternidad”, por gracia de aquel estado de fiesta y “decoro”. Este temple anímico festivo se mostraba en todas las personas que nos disponíamos a experimentar un tiempo nuevo.
Vestidos impolutos, convite, conversación, música
Constituía este estado muchas cosas más: por ejemplo, los vestidos de fiesta; con los vestidos pulcros y flamantes se sentía uno mismo nuevo. En aquella casa no se debía seguir usando en el día festivo la ropa de faena. También era especial la comida, el pastel hecho el sábado, etc. En fin, el almuerzo común unía a la familia en un estado de regalo, que no acontece en el tiempo laboral. Era la hora de estar abierto para los otros; era el fresco sentimiento de pertenecer a una unidad acogedora. Luego, a la tarde, se recibía la cordial visita de algún vecino y se animaban conversaciones que estaban libres de toda finalidad laboral.
Como acabo de indicar, una parte constitutiva de la fiesta era la forma selecta de la comida, el convite, una “comida en común” que es capaz de unir corazones y suprimir enemistades. En ella se procuraba que el gasto económico fuera siquiera mínimamente generoso; rasgo este que pertenece a la esencia de la fiesta. (De todo esto he hablado varias veces en este blog).
Tampoco podía faltar en la fiesta la bebida, concretamente el vino, el cual intensifica la conciencia de la elevación festiva, no tanto porque produzca efectos inebriantes, sino porque permite la realización del brindis. El brindis se hace como homenaje a la persona del otro, pues con él se le desea lo mejor para su existencia.
Otro elemento de la fiesta era también la conversación, el diálogo, el coloquio suelto y expansivo, libre de toda utilidad: el que acaba llegando a profundidades que en otra situación no se lograrían franquear. Se establecía en el convite un temple anímico, alegre y sereno, que suelta las lenguas y los corazones. El Banquete, de Platón, es un ejemplo magnífico de ello.
Y otro elemento importante de la fiesta es la música, la cual templa al hombre y lo levanta de la aridez de la vida cotidiana a un plano más elevado. El efecto de la música en la fiesta da lugar a una ligereza que supera todas las inhibiciones. Suele la música en la fiesta invitar al movimiento rítmico, que en algunos casos podría desembocar en baile.
Lo utilitario y lo suprautilitario
Como se puede comprender, el hombre vive en la fiesta un estado de elevación, muy diferente de las formas del tiempo utilitario propio de la vida activa. La fiesta es el momento suprautilitario de la gran felicidad, la irrupción inmediata del hombre en un presente eterno donde desaparecen el pasado y el futuro y se experimenta sólo un presente que descansa en sí mismo.
En todo lo hasta aquí dicho se indica la íntima relación que existe entre la conciencia festiva y la experiencia de la trascendencia, pues en la fiesta se suprime el tiempo utilitario. Esta irrupción a través del tiempo significa que el hombre comparece en un estrato de esencia más profunda. Se abre el camino hacia ese nuestro mejor yo que dormitaba en la profundidad de nuestra alma; mientras que el yo superficial, que sólo sirve para el contacto con el mundo de las cosas, queda durante la fiesta en un segundo plano. En definitiva, el hombre se vuelve en la fiesta a lo más profundo de su propia alma. Las fiestas son así los puntos en que el hombre se da cuenta de su referencia a fundamentos metafísicos.
Por lo que un hombre sin fiestas es un desarraigado metafísico que acaba cayendo en la actividad incesante, en el tiempo utilitario, y finalmente en la angustia que oprime al hombre moderno.
La fuerza equilibrante de la fiesta: “serenidad”
Ahora bien, ¿de dónde sacaba el día festivo la fuerza interna que articulaba y configuraba realmente al tiempo lineal y no sólo lo dividía exteriormente? La contestación tenemos que encontrarla en la conciencia personal y no en el transcurso objetivo del tiempo mismo. Esa profunda conciencia personal, a mi modo de entender, tiene un nombre y se llama “serenidad”.
En el movido mundo moderno, lleno de prisas y precipitaciones, con exceso de velocidad en tantos comportamientos, ¿quién busca actualmente serenidad en la vida? ¿No es actualmente la serenidad una actitud anticuada? Por otra parte, ¿sabemos exactamente en qué consiste la serenidad? ¿Sabemos cuál es su esencia?
Para responder quiero hacer un pequeño rodeo; en primer lugar, recordaré los versos de Lope que al principio señalé: aquella fiesta barroca discurría, frente a la costa, “por los cristales líquidos serenos”. En segundo lugar, indicaré que la serenidad no es lo contrario de la prisa y de la velocidad. Cuando el niño corretea alterado junto a su madre, ella le dice “¡hijo, quédate tranquilo!”. Pero de ninguna manera le diría “¡hijo, quédate sereno!”. En este ejemplo notamos ya la diferencia entre serenidad y tranquilidad. La serenidad está en un nivel anímico mucho más profundo que el de la tranquilidad.
Observemos la tranquilidad. La madre no le pide al niño que se quede en reposo, sino sencillamente que se sosiegue; ella sabe que existe también un movimiento tranquilo o sosegado. Hay movimientos sosegados y movimientos desasosegados. Pero el movimiento tranquilo y sosegado no es sencillamente lento, aunque normalmente sea así. El motor de mi coche marcha sosegadamente y eso no quiere decir que vaya despacio, sino que yendo a buena velocidad va seguro, uniforme, y marcha en buena forma; pero marcha desasosegado o inquieto cuando tiene irregularidades que me obligan a prestarle atención y me hacen temer que no todo está allí en orden.
Lo mismo ocurre principalmente con mi propio estado psicológico. En un sentido análogo, la respiración es tranquila, sosegada, cuando es uniforme y no demasiado rápida. Siempre se trata de un movimiento que conserva un ritmo uniforme.
Por lo tanto, lo contrario del sosiego o tranquilidad es el desasosiego, la intranquilidad, la excitación, estado de un movimiento interno que a veces se apodera de nosotros, nos invade y atenaza; estado del que somos más pacientes que agentes: pues lo sufrimos.
La expresión de la intranquilidad o del desasosiego son los gestos excitados y nerviosos, que no tienen por qué ser movimientos rápidos, sino arrítmicos, sin dirección ni sentido.
En resumen, es tranquilo o sosegado el movimiento calculado, intencionado, disciplinado, que consigue su fin con el mínimo esfuerzo (es lo que resalta Bollnow en su capítulo sobre la Gelassenheit, la serenidad, incluido en el libro Wesen und Wandel der Tugenden, Frankfurt, 1958, cap. 8). Por eso, en sentido estricto, sólo son sosegados y tranquilos los movimientos humanos, no los del motor de mi coche.
Es sosegado y tranquilo el movimiento de una mano que trabaja, como la de un cirujano, de cuyo éxito depende la vida del paciente. Es sosegado el movimiento de la mano del cocinero que cuidadosamente vierte el gramo exacto de canela o el miligramo de acidez en la preparación del bizcocho. El sosiego y la tranquilidad es, en este caso, expresión de la seguridad con que se hacen los movimientos y de la responsabilidad correspondiente, pues del efecto que se sigue depende un resultado importante para muchas personas.
Tranquilidad, indiferencia, serenidad
Pero la tranquilidad y el sosiego no definen la serenidad. Esta es una actitud más profunda.
Si observamos bien un movimiento tranquilo debemos concluir que no es, en cuanto tal, un movimiento sereno. La tranquilidad puede aplicarse a los movimientos, por distintos y diversos que sean, los internos y los externos; pero sólo el hombre puede ser sereno en su más profundo centro. Jamás se puede decir de un animal que sea sereno, pero sí tranquilo.
La serenidad significa un comportamiento muy especial, y se refiere a las cosas que reclaman y urgen al hombre.
Es sereno el hombre, por ejemplo, en el modo equilibrado de recibir una mala noticia.
¿Quiere ello decir que la serenidad es la indiferencia? De ninguna manera, el indiferente no escucha las emociones y no se deja alcanzar por los sucesos. En cierta manera, está huyendo del mundo. Pero el hombre sereno tiene la seguridad de poder responder al mundo con fuerzas superiores.
La serenidad y lo esencial
El hombre sereno tiene una seguridad. ¿En qué estriba la seguridad del hombre sereno?
La serenidad es una actitud interior, propia de quien no se liga nada más que a lo esencial. Es la mejor definición que he podido sacar de mis propias reflexiones.
Sereno es quien ha dejado lo contingente del mundo y queda abierto a lo esencial: tanto a lo esencial interno (a la intimidad, al centro del propio ser personal), como a lo esencial del mundo. Cuando el hombre sabe que está arraigado en un plano más hondo (lleno de relaciones morales, estéticas y religiosas), puede dejar que las cosas se le acerquen en un plano superficial. Ante las amenazas que le asedian, incluidas las de una mala noticia, puede afirmar su ser frente a ellas. Creo que por este profundo carácter moral, estético y religioso que tiene la serenidad han hecho profusa mención de ella los espirituales y los místicos. En estos momentos recuerdo esta expresión alemana, Gelassenheit o serenidad, en varias predicaciones de Eckhart (Meister Eckharts Traktate, Deutsche Werke, Bd. 5, Stuttgart, Kohlhammer 1963, p. 225). De ella hizo Heidegger una admirable glosa (Martin Heidegger, Gelassenheit, 1959). Y todos podríamos recordar los versos teresianos: „nada te turbe, nada te espante“. O todavía más lejos, ir hasta Platón, quien pone en relación necesaria lo festivo y lo religioso: “Pero los dioses, apiadándose de la condición laboriosa que es natural a la especie humana, han instituido para ella, con el objetivo de que descanse de su labor, la alternancia de las fiestas en su honor y, para acompañarla en esas festividades, les ha dado a las musas, con Apolo que dirige el coro, y Dionisios, para que esas divinidades mantengan ahí la rectitud, y también la manera de vivir en el curso de las fiestas celebradas en compañía de las divinidades”. (Platon, Las Leyes, II 653 d.)
Serenidad y fundamento
Es claro que para todos los que están buscando aceleradamente el sentido de la vida humana en la lucha por su existencia exterior, la serenidad es un comportamiento inútil. La serenidad surge únicamente de la conciencia de un fundamento más profundo, en el que no logran penetrar todas las amenazas que vienen de la existencia exterior. La serenidad, por tanto, en su más hondo sentido, está unida a la perfección humana más íntima.
Es preocupante que en nuestra época se esté deformando la vivencia de lo esencial, pues sólo se pretende la tranquilidad que surge de una existencia asegurada por la economía, por el estado del bienestar. Y cuando esto no se alcanza, cosa que suele ocurrir muy a menudo, nos invaden los principales peligros de nuestra presente existencia y nos entra el desasosiego, la intranquilidad que muchas veces degenera en vacía excitabilidad. Y para vencer eso es necesaria la serenidad, apoyados en lo esencial. Y si a veces no podemos estar tranquilos, sí podemos ser serenos. Por eso la serenidad no es una actitud anticuada, sino que es precisamente la actitud vital que más necesita el mundo moderno, perdido en lo contingente y accidental.
De la serenidad de la fiesta al frenesí de la diversión
Con lo dicho podremos comprender que hay dos ritmos existenciales en nuestra vida: el de la serenidad y el del frenesí. Lo contrario de la serenidad no es la intranquilidad o el desasosiego, sino el frenesí. La serenidad, ligada al tiempo festivo; el frenesí, ligado al tiempo utilitario y laboral.
El hombre que no se deja invadir por una precipitación que huye hacia adelante, gana en la auténtica fiesta el contacto con un fondo personal que descansa en lo que ya no es temporal. De él regresa no solamente recreado sino realmente rejuvenecido, para incorporarse mañana al acontecer temporal cotidiano. Mantiene así su equilibrio interior de manera que no queda arrastrado por la huida siempre frenética que caracteriza a la vida en las grandes ciudades.
La función de la fiesta consiste entonces en posibilitar que el hombre se retraiga y libere siempre de la corriente que nos arrastra en el tiempo utilitario y horizontal del proceso laboral.
Ahora se entienden las consecuencias fatales del apresuramiento que ignora estas incisiones naturales que son las fiestas. No se podrá cumplir esta exigencia de la fiesta con una vacación planeada de acuerdo con una finalidad laboral, ni con una diversión buscada convulsivamente. Se la podrá cumplir bajo el ritmo de la serenidad que se implica en la conciencia del elevado sentimiento festivo.
De modo que el día de fiesta, en todo su contenido esencial, es algo más que un descansar después del trabajo cumplido. Percibirlo como tiempo de descanso sería una interpretación muy superficial orientada a una finalidad de conveniencia. Sería un mero medio para restablecer la fuerza de trabajo. En el día festivo, realmente vivido en su plenitud, hay un sentido vital y personal mucho más profundo que trasciende todo mero descansar. Pues la fiesta —aunque sólo sea una pequeñita dentro del orden de las fiestas — está impregnada de un temple anímico alegre y suelto. Es precisamente este temple anímico festivo el que no puede ser comprendido por el acelerado mundo actual.
Serenidad y amor
El movimiento suelto y jovial del hombre que celebra la fiesta no choca contra nada ni encuentra ningún límite y se siente en un estado de libertad completa. Si la fiesta celebra algo bueno, es porque el bien es querido por la voluntad. Por lo que la actitud profunda de la serenidad está siempre informada por el amor.
El espacio abierto en sus determinaciones fundamentales por la conciencia amante es muy especial. En el correr del tiempo utilitario un hombre puede abrirse campo empujando a los otros o quitándoselo a los otros. Pero eso no tiene ya validez en la actitud de serenidad basada en la relación amorosa. En lugar de quitarle ‘al otro’ su puesto en una región prefijada y de ocupar su lugar acontece que precisamente allí donde tú estás ‘surge’ un lugar para mí; en vez de quedar el otro desplazado, ocurre un ‘aumento’ ilimitado del espacio, en el que yo y el otro habitamos por la amistad. Ya no hay espacios que nos desplazan, sino «ámbitos de encuentro» que nos reúnen. En lugar del espacio en que uno pelea con ‘el otro’ por el ‘lugar’ o la ‘posición’, se presenta una ‘amplitud’ y ‘profundidad’, que destella y brilla inexplicablemente, en la cual no hay ni posiciones ni lugares; y por tanto tampoco existe la pelea por ellas; sino solamente la ‘felicidad’ de una incesante ‘ampliación’ del encuentro.
Se podría decir que cuanta más fiesta hay, tanto más espacio libre hay para todos, pues la esencia de la fiesta está precisamente en crear también espacios nuevos, que son ámbitos de encuentro.
Y repito, no hay serenidad si no se presenta empujada por el amor. La serenidad es un fenómeno fundamental que puede ser contrapuesto al frenesí y a la desesperación existencial, determinaciones anímicas incompatibles con la auténtica fiesta.
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