Beatriz Olivenza: "Fiesta". Un colorido suave y envolvente divide las impresiones vibrantes del cielo y las sensaciones tranquilas del mar.

Beatriz Olivenza: «Fiesta». Un colorido suave y envolvente divide las impresiones vibrantes del cielo y las sensaciones tranquilas del mar.

Un preámbulo exploratorio

En un bello y largo poema que Lope de Vega escribió titulado “Las fiestas de Denia”, que a mí me recuerdan las conocidas fiestas de moros y cristianos, se encuentra un fragmento, una octava, donde el poeta describe una escena fes­tiva que se desarrolla en el mar, junto a la costa alicantina de Denia. Participan en ese acto festivo marine-ros que levantan sus remos y soldados que disparan al aire arcabuces y cañones, pescadores que jalean y caballeros que simulan torneos:

Hacen su fiesta, reman, tañen, tiran,
alborotan el mar música y truenos;

estos tornean, estos se retiran,

de humo, de agua y de contento llenos:

ya al rumbo izquierdo, ya al derecho guían

por los cristales líquidos serenos,

pareciendo, sin ver mudanza alguna,

los leños aves, y la mar laguna.

Quiero  resaltar en este fragmento dos términos que vienen unidos, la fiesta y la serenidad. La ajetreada fiesta se desarrolla “por los cristales líquidos sere­nos”.  Hasta la mar parece laguna, por sus suaves ondulaciones.

De la conexión de esos dos conceptos voy a hablar.

Pero empiezo indicando algunos libros de referencia que me han ayudado a centrar mi pequeño discurso. Uno cercano y provechoso ha sido el de Otto Friedrich Bollnow, titulado Neue Geborgenheit. Das Problem einer Überwindung des Existentialismus, Stuttgart 1955, 1979 [Un nuevo amparo: el problema de la superación del existencialismo], cuya tercera parte está dedicada a la antropología de la fiesta (3. Teil. Zur Anthropologie des Festes). Un segundo libro, también valioso, es el de  Josef  Pieper, Zustimmung zur Welt: eine Theorie des Festes, Kösel-Verlag, 1963 [Afirmación del mundo: una teoría de la fiesta]. Otros dos libros me han sugerido varias ideas de tipo sociológico, antropológico e histórico: el de Winfried Gebhardt: Fest, Feier und Alltag. Über die gesellschaftliche Wirklichkeit des Menschen und ihre Deutung, Frankfurt -New York -Paris 1987 [Fiesta, celebración y vida cotidiana. Acerca de la realidad social del hombre y su interpretación]; y el de Michael Maurer (ed.): Das Fest. Beiträge zu seiner Theorie und Systematik. Böhlau-Köln-Wien, 2004 [La fiesta. Contribuciones a su teoría y a su sistemática]. He podido comprobar en estos últimos un aumento muy considerable de bibliografía sobre la fiesta.

 

El hombre y su conexión con el futuro

Buena parte de la filosofía moderna ha insistido en que para comprender al hombre debemos contar con que la vida humana está determinada internamente por una referencia al tiempo y a la historia. De modo que un instan­te singular y concreto del hombre no es un punto cerrado, sino que está determinado por la referencia al tiempo. Se puede decir que estamos más en el futuro que en el presente.

A su vez, el hombre tra­baja en el presente para el futuro; o sea, cambia sus circunstancias externas de vida, y con ellas va enriqueciendo también  interna­mente su personalidad.

Pero quiero llamar la atención sobre el hecho de que ese ritmo futurista se acelera cada vez más por la función que cumple en nuestra vida laboral la técnica moderna. Metida la técnica en el proceso laboral hace que el tiempo se despliegue con más apremio y celeridad. Este tiempo podría considerarse como una línea horizontal que no conoce ni puntos de parada naturales ni una arti­culación rítmica en sí mismo; corre sin hacer pau­sas: a los turnos de día suceden los turnos de noche, haciendo lo mismo; su marcha excitante siempre se apresura más, y con­duce a la precipitación de la moderna existencia civiliza­da, que tiene un efecto agotador en el hombre. Sufrimos bajo este ago­tamiento; y preguntamos: ¿es inevitable este proceso? ¿Está el hombre entregado completamente a la temporalidad evanescente que acabamos de mencionar y que parece no tener otra salida, salvo la de correr sin término?

A propósito de esta línea temporal, de marcha acelera­da, que parece cons­tituir para los contemporáneos lo específicamente humano, quiero centrar mi atención en torno a la siguiente cuestión: ¿no exis­ten acaso en el transcurso implacable del tiempo evanescente puntos de parada naturales, incisiones que posibiliten una arti­culación rítmica del acontecer y que respondan a la verdad de nuestra vida, pues no toda ella se pierde en el devenir temporal?  Es decir, ¿existe un hecho antropológico que corte en vertical ese “tiempo asfixiante” y posibilite una apertura a dimensiones humanas que, aun corriendo hacia ade­lante, no se deshagan en el tiempo?

Tiempo-y-serenidad2Yo quiero indicar aquí -como también lo han hecho muchos otros- que existen esas incisiones que pueden superar o trascender el movimiento lineal opresivo. Y esas incisiones se llaman “fiestas”.

La vida humana no sólo es obra del mecanismo temporal, sino también de las distensiones del espíritu. Cuando esto se toma seriamente, vemos que, por ejemplo, en las normales fiestas de cumpleaños y en otras fiestas comunes, está implícito el convencimiento profundo de que con tal fecha se toca realmente una dimen­sión profunda de la vida: no otra vida, sino la vida corriente que es trascendida desde dentro. El convencimiento del renacer, de la re­novación personal, ad­quiere, desde este punto de vista, un enorme significado.

Poéticamente lo expresaba así el autor de El Principito, Antoine de Saint-Exupery, en su obra Citadelle : “Hay un tiempo en el que se debe elegir la semilla; pero, cuando se verificó la elección, hay un tiempo en el que uno se debe alegrar del creci­miento. Hay un tiempo para la creación; pero hay tam­bién un tiempo para la criatura misma” (Citadelle, 1948).

 

El hombre recobra su tiempo laboral en la fiesta

Ahí radica el significado de las fiestas que una respetable tradición ha fijado, las cuales están para trascender la ordenación horizontal del tiempo laboral. Así lo explicaba también Saint-Exupery con las siguientes pala­bras: “Es positivo que el tiempo que fluye no se nos presente como algo que nos consume y destruye, sino como algo que nos perfecciona. Es bueno que el tiempo sea un monumento” (Citadelle). En la fiesta hacemos que el tiempo utilitario y la­boral no se desvanezca en su curso incesante; más bien la fiesta hace de ese tiempo un monumento: pero el hombre ha de estar en situación de trascender  ese tiempo para hacer precisamente el monumento, cuya mejor expresión es el hogar humano, la casa.

El medio más importante para articular el tiempo utilitario y laboral en la perfección humana son las “pausas existenciales” (que no son precisamente los puntos de parada de los autobuses). El tiempo, tal como lo ve el mundo moderno, es un acontecer desarticulado y siempre en movimiento, como observa Bollnow. Se trata de un tiempo sin rostro. El hombre se pierde en “una semana sin días y en un año sin fiestas que no muestran ningún rostro”. La incisión vertical de ese tiempo mediante el día de fiesta logra que al final el mismo tiempo lineal utilitario sirva para construir el hogar humano, el remanso de la fiesta.

Recapitulando: El tiempo lineal utilitario se articula median­te fiestas de­terminadas. Frente a la imparable tendencia evanescente del tiempo, el hombre se detiene y entonces “fes­teja”.

Creo que ya está dicho lo esencial de todo lo que podría decir. A continuación sólo haré unos apuntes marginales.

 

Los descansos del tiempo horizontal laboral

Alguien podría objetar diciendo: ¡Oiga, pero en el tiempo utilitario y la­boral también hay descansos que sirven para tomar fuerzas y seguir luego tra­bajando tenazmente!  Eso es muy cierto. Pero yo hablo de alterar la orienta­ción propia del tiempo utilitario laboral.

Salida de vacaciones en una excitada ciudad moderna

Salida de vacaciones en una excitada ciudad moderna

Esos descansos del tiempo utilitario y laboral no son en realidad festivos, pues pertenecen esencialmente a las exi­gencias del mismo ritmo temporal laboral. Son anudamientos del tiempo laboral. Pero cuando el hombre establece en el flujo del tiempo “pausas existenciales”, enton­ces, en lugar de un movimiento que corre rumbo a una meta que será inmedia­tamente sustituida por otra meta, en un curso indefinido, en lugar de eso, hay ahora incisiones firmes: el hombre se vive entonces orientándose hacia el día festivo, se alegra esperándolo y reúne sus fuerzas pa­ra alcanzarlo, evitando perderse en un tiempo laboral que ocupa tantas jornadas. Si no podemos lograr la plenitud de este día festivo tampoco podemos lanzarnos luego con pleno dominio de uno mismo al flujo del tiempo laboral. El hombre vive irremediablemente para la acción laboral, pero también para festejar; y prioritariamente para la fiesta.

 

El hombre que marcha “de fiesta en fiesta”

Por lo que nada tiene de extraño que Saint-Exupery, después de haber indi­cado lo antes dicho, afirme: “Marcho así de fiesta en fiesta, de aniversario en aniver­sario, de vendimia en vendimia, así como de niño iba de la sala del con­sejo a la sala del descanso, en la casa só­lidamente estructurada de mi padre, donde todos los pa­sos tienen un sentido.”

El tiempo laboral que queda articulado mediante fiestas se convierte entonces en un “proceso orgánico”, que se remansa en forma de hogar, de casa propia. Es muy impor­tante esa expresión de marchar de fiesta en fiesta, que no se debe entender como el recorrido callejero que hace una estúpida vida boyante y próspera, sino como la determinación esencial íntima de la vida plena personal. Pero, en su sentido profundo, la vida personal puede afirmarse frente al tiempo horizontal escurridizo sólo cuando marcha “de fiesta en fiesta”.

No se puede articular el tiempo laboral si no hay fiesta.

 

Día de descanso como día de fiesta

Por lo que acabo de decir, se comprende que la pérdida de la fiesta, por ejemplo, la del domingo, se debe a la precipitación que ca­racteriza a la existen­cia moderna civilizada. El domingo, no ya como día de descanso, sino como día de fiesta, raras veces es sentido como debería ser sentido, de acuerdo con su esen­cia: como un punto que corta verticalmente la marcha evanescente de nuestra existencia.

Goya: "La pradera de San Isidro". En los días de fiesta, salían las familias a disfrutar del campo en una bulliciosa forma de encuentro en la pradera.

Goya: «La pradera de San Isidro». En los días de fiesta, salían las familias a disfrutar del campo en una bulliciosa forma de encuentro en la pradera.

Por dos motivos nos es muy difícil experimentar en la actualidad el domin­go como una fiesta. En primer lugar, porque tomamos nuestros quehaceres profesio­nales de modo muy absorbente y nos dejamos arrastrar por ellos sin atender a esa inflexión semanal que una respetable tradición nos ha indicado en el día séptimo. En segundo lugar, permanecemos en una tensión continua, sin pausas, que va dirigi­da a un punto inconcreto del futuro. Nos desgastamos en esta perenne ocupación que nos encandila, porque falta el giro mental que podría relajarnos psicológicamente.

En otros casos, la vida profesional acaba por carecer de todo sentido, de manera que los hombres, como si estuvieran ham­brientos, se precipitan al do­mingo y a las escasas vaca­ciones para encontrar,  en ese tiempo horizontal que nos consume,  el sentido vital que ya no les puede dar la existencia profesional. Los medios de tal satisfacción horizontal son diferentes: desde las diversiones de los bailes hasta el deporte. Común a todos ellos es, como indica Pieper, la precipitación, con la cual se quiere alcanzar el mayor núme­ro posible de vivencias en un tiempo limitado; de ma­nera que el lunes los hombres regresan agotados al tra­bajo y regresan también agotados de sus vacaciones y tie­nen que reponerse del ago­tamiento que sufrieron en el tiempo de reposición. Lo que debió ser recreo, descanso, se convierte en un estado de creciente tensión, del que lue­go hay que reponerse, y para este nuevo período de repo­sición queda de nuevo sólo el aje­treo de la existencia profesional, que, natural­mente, no puede ofrecer el ámbito y el modo propicio para tal relajamiento.

Es claro que esta aglomera­ción de holganzas y diversiones convulsivas se debe a que nues­tra vida de trabajo profesional acaba perdiendo todo sentido. Es extravagante y ridícula esa inversión, a saber, que nuestras vacaciones se con­viertan en algo que exige luego más recreación y des­canso. Esa inversión muestra que en el planteamiento de nuestra vida hay un error profundo que nos induce siempre a un nuevo estado de tensión y no nos permite llegar a un des­canso verdaderamente profundo.

 

La fiesta en casa de los abuelos

Tiene Bollnow unas indicaciones muy atinadas sobre la fiesta en el hogar,  que me han recordado lo que ocurría en casa de los abuelos. Porque entre nuestros abuelos los descansos semanales no eran como el mundo moderno los considera. El domingo em­pezaba realmente el sábado por la tar­de. Cuando mi abuelo, que era un sencillo artesano, arreglaba y ordenaba su taller; cuan­do la abuela limpiaba y hacía bri­llar toda la casa; cuando por fin niños y mayores se preparaban sus vesti­dos; cuando todo esto se realizaba con sencilla prolijidad, entonces las personas que vivían en la casa quedaban invadidas por un temple anímico relajado que lo llenaba todo de un profundo encanto.

En realidad, el abuelo realizaba el sábado por la tarde mucho más de lo ne­cesario. Yo creo que no preparaba el ta­ller para reanudar el trabajo en el lunes siguien­te, sino que lo preparaba para que fuera inundado, como dice Bollnow, por una eternidad. Con esto, el abuelo hacía que la vida cotidiana desapareciera y se implantara un orden nuevo y con distinto sig­nificado real.

 

Un fresco sentimiento para la fiesta

Este es precisamente el orden festivo que llenaba el domingo de honda feli­cidad. Ya al despertar nos embargaba a todos un nuevo y fe­liz sentimiento. Pa­recía que, desde el amanecer, el sol brillaba más claramente y excitaba en los árboles el canto alegre de los pá­jaros. En realidad despertaba el sentimiento de la fiesta. Había, pues, una conciencia, un temple anímico de lo festivo que se extendía sobre este día. No se tenía ni prisa ni urgencia: se tenía tiempo, un tiempo nuevo que ya no nos apresuraba precipitadamente. Parecía que el tiempo se detenía y tomaba otro sesgo. En la misma línea del tiempo laboral lleno de ocupaciones se había producido un corte radical que se le daba al hombre como un regalo. En casa de los abuelos era inconcebible querer pasar el tiempo festivo tal como se acostumbraba en la vida cotidiana.

Ahora comprendo, con una visión retrospectiva, que en aquel tiempo fes­tivo eran importan­tes el orden y la limpieza de toda la casa; todo ello signifi­caba que irrumpía una nueva claridad y transpa­rencia del mundo que habitábamos, una superación de las preocupaciones profesio­nales que llenaban la semana. Era el mundo entero y no sólo la casa lo que quedaba “arreglado” y pulcro. El punto de alegría de ese mundo era “toda una eternidad”, por gracia de aquel estado de fiesta y “decoro”. Este temple anímico festivo se mostraba en todas las personas que nos disponíamos a experimentar un tiempo nuevo.

 

Vestidos impolutos, convite, conversación, música

Constituía este estado muchas cosas más: por ejemplo, los vestidos de fiesta; con los vestidos pulcros y flamantes se sentía uno mismo nuevo. En aquella casa no se debía se­guir usando en el día festivo la ropa de faena. También era especial la comida, el pastel hecho el sábado, etc. En fin, el almuerzo común unía a la familia en un es­tado de regalo, que no acontece en el tiempo laboral. Era la hora de estar abierto para los otros; era el fresco sentimiento de pertenecer a una unidad acogedora. Luego, a la tarde, se recibía la cordial visita de algún vecino y se animaban conversaciones que estaban libres de toda finalidad labo­ral.

Como acabo de indicar, una parte constitutiva de la fiesta era la forma selecta de la comida, el convite, una “comida en común” que es capaz de unir corazo­nes y suprimir enemistades. En ella se procuraba que el gasto económico fuera siquiera mínimamente generoso; rasgo este que pertenece a la esencia de la fiesta. (De todo esto he hablado varias veces en este blog).

Tampoco podía faltar en la fiesta la bebida, concretamente el vino, el cual intensifica la conciencia de la elevación festiva, no tanto porque produzca efectos inebriantes, sino porque permite la realización del brindis. El brindis se hace como homenaje a la persona del otro, pues con él se le desea lo mejor para su existencia.

Otro elemento de la fiesta era también la conversación, el diálogo, el colo­quio suelto y expansivo, libre de toda utilidad: el que acaba llegando a profun­didades que en otra situación no se lograrían franquear. Se establecía en el convite un temple anímico, alegre y sereno, que suelta las lenguas y los cora­zones. El Banquete, de Platón, es un ejemplo magnífico de ello.

Y otro elemento importante de la fiesta es la música, la cual templa al hom­bre y lo levanta de la aridez de la vida cotidiana a un plano más eleva­do. El efecto de la música en la fiesta da lugar a una ligereza que supera todas las in­hibiciones. Suele la música en la fiesta invitar al movimiento rítmico, que en algunos casos podría desembocar en baile.

 

Lo utilitario y lo suprautilitario

Como se puede comprender, el hombre vive en la fiesta un estado de eleva­ción, muy diferente de las formas del tiempo utilitario propio de la vida activa. La fiesta es el momento suprautilitario de la gran felicidad, la irrupción inme­diata del hombre en un presente eterno donde desaparecen el pasado y el futuro y se experimenta sólo un presente que descansa en sí mismo.

En todo lo hasta aquí dicho se indica la íntima relación que existe entre la conciencia festiva y la experiencia de la trascendencia, pues en la fiesta se suprime el tiempo utilitario. Esta irrupción a través del tiempo signi­fica que el hombre comparece en un estrato de esencia más profunda. Se abre el camino ha­cia ese nuestro mejor yo que dormitaba en la profundidad de nuestra alma; mientras que el yo super­ficial, que sólo sirve para el contacto con el mundo de las cosas, queda durante la fiesta en un segundo plano. En defini­tiva, el hombre se vuelve en la fiesta a lo más profundo de su propia alma. Las fiestas son así los puntos en que el hombre se da cuenta de su referencia a fun­damentos metafísicos.

Por lo que un hombre sin fiestas es un desarraigado metafísico que acaba cayendo en la actividad incesante, en el tiempo utilitario, y final­mente en la angustia que oprime al hombre moderno.

 

La fuerza equilibrante de la fiesta: “serenidad”

Ahora bien, ¿de dónde sacaba el día festivo la fuerza interna que articulaba y configuraba realmente al tiem­po lineal y no sólo lo dividía exteriormente? La contestación te­nemos que encontrarla en la conciencia personal y no en el transcurso objetivo del tiempo mismo. Esa profunda conciencia personal, a mi modo de entender, tiene un nombre y se llama “serenidad”.

Serenidad-y-frenesíEn el movido mundo moderno, lleno de prisas y precipitaciones, con exceso de velocidad en tantos comportamientos, ¿quién busca actualmente serenidad en la vida? ¿No es actual­mente la serenidad una actitud anticuada? Por otra parte, ¿sabemos exactamente en qué consiste la serenidad? ¿Sabemos cuál es su esencia?

Para responder quiero hacer un pequeño rodeo; en primer lugar, recordaré los versos de Lope que al principio señalé: aquella fiesta barroca discurría, frente a la costa, “por los cristales líquidos serenos”. En segundo lugar,  indi­caré que la serenidad no es lo contrario de la prisa y de la velocidad. Cuando el niño corretea alterado junto a su madre, ella le dice “¡hijo, quédate tranquilo!”. Pero de ninguna manera le diría “¡hijo, quédate sereno!”. En este ejem­plo notamos ya la diferencia entre serenidad y tranquilidad. La serenidad está en un nivel anímico mucho más profundo que el de la tranquilidad.

Observemos la tranquilidad. La madre no le pide al niño que se quede en re­poso, sino sencillamente que se sosiegue; ella sabe que existe también un movi­miento tranquilo o sosegado. Hay movimientos sosegados y movimientos desasosegados. Pero el movimiento tranquilo y sosegado no es sencillamente lento, aunque normalmente sea así. El motor de mi coche mar­cha sosegada­mente y eso no quiere decir que vaya despacio, sino que yendo a buena veloci­dad va seguro, uniforme, y marcha en buena forma; pero marcha desasosegado o inquieto cuando tiene irregularidades que me obligan a prestarle atención y me hacen temer que no todo está allí en orden.

Lo mismo ocurre principalmente con mi propio estado psicológico. En un sen­tido análogo, la respiración es tranquila, sosegada, cuando es uniforme y no demasia­do rápida. Siempre se trata de un movimiento que conserva un ritmo uniforme.

Por lo tanto, lo contrario del sosiego o tranquilidad es el desasosiego, la in­tranquilidad, la excitación, estado de un movimiento interno que a veces se apodera de nosotros, nos invade y atenaza; estado del que somos más pacientes que agentes: pues lo sufrimos.

La expresión de la intranquilidad o del desasosiego son los gestos excitados y nervio­sos, que no tienen por qué ser movimientos rápidos, sino arrítmicos, sin dirección ni senti­do.

En resumen, es tranquilo o sosegado el movimiento calculado, intencionado, disciplinado, que consigue su fin con el mínimo esfuerzo (es lo que resalta Bollnow en su capítulo sobre la Gelassenheit, la serenidad, incluido en el libro Wesen und Wandel der Tugenden, Frankfurt, 1958, cap. 8). Por eso, en sentido estricto, sólo son sosegados y tranquilos los movimientos humanos, no los del motor de mi coche.

Es sosegado y tranquilo el movimiento de una mano que trabaja, como la de un cirujano, de cuyo éxito depende la vida del pa­ciente. Es sosegado el movi­miento de la mano del cocinero que cuidadosamente vierte el gramo exacto de canela o el miligramo de acidez en la preparación del bizcocho. El sosiego y la tranquilidad es, en este caso, ex­presión de la seguridad con que se hacen los movimientos y de la responsabilidad correspondiente, pues del efecto que se sigue depende un resultado importante para muchas personas.

 

Tranquilidad, indiferencia, serenidad

Pero la tranquilidad y el sosiego no definen la serenidad. Esta es una actitud más profunda.

Si observamos bien un movimiento tranquilo debemos concluir que no es, en cuanto tal, un movimiento sereno. La tranquilidad puede aplicarse a los mo­vimientos, por distintos y diversos que sean, los internos y los externos; pero sólo el hombre puede ser sereno en su más profundo centro. Jamás se puede decir de un animal que sea sereno, pero sí tranquilo.

La serenidad significa un comportamiento muy especial, y se refiere a las cosas que reclaman y urgen al hombre.

Es sereno el hombre, por ejemplo, en el modo equilibrado de recibir una mala noticia.

¿Quiere ello decir que la serenidad es la indiferencia? De ninguna manera, el indiferente no escucha las emociones y no se deja alcanzar por los sucesos. En cierta manera, está huyendo del mundo. Pero el hombre sereno tiene la se­guridad de poder responder al mundo con fuerzas superiores.

 

La serenidad y lo esencial

El hombre sereno tiene una seguridad. ¿En qué estriba la seguridad del hombre sereno?

La serenidad es una actitud interior, propia de quien no se liga nada más que a lo esencial. Es la mejor definición que he podido sacar de mis propias reflexiones.

Sereno es quien ha dejado lo contingente del mun­do y queda abierto a lo esencial: tanto a lo esencial interno (a la intimidad, al centro del propio ser per­sonal), como a lo esencial del mundo. Cuando el hombre sabe que está arrai­gado en un plano más hondo (lleno de relaciones morales, estéticas y religio­sas), puede dejar que las cosas se le acerquen en un plano superficial. Ante las amenazas que le asedian, incluidas las de una mala noticia, puede afir­mar su ser frente a ellas. Creo que por este profundo carácter moral, estético y religioso que tiene la serenidad han hecho profusa mención de ella los espirituales y los místicos. En estos momentos recuerdo esta expresión alemana, Gelassenheit o serenidad, en varias predicaciones de Eckhart (Meister Eckharts Traktate, Deutsche Werke, Bd. 5, Stuttgart, Kohlhammer 1963, p. 225). De ella hizo Heidegger una admirable glosa (Martin Heidegger, Gelassenheit, 1959). Y todos podríamos recordar los versos teresianos: „nada te turbe, nada te espante“. O todavía más lejos, ir hasta Platón, quien pone en relación necesaria lo festivo y lo religioso: “Pero los dioses, apiadándose de la condición laboriosa que es natural a la especie humana, han instituido para ella, con el objetivo de que descanse de su labor, la alternancia de las fiestas en su honor y, para acompañarla en esas festividades, les ha dado a las musas, con Apolo que dirige el coro, y Dionisios, para que esas divinidades mantengan ahí la rectitud, y también la manera de vivir en el curso de las fiestas celebradas en compañía de las divinidades”. (Platon, Las Leyes, II 653 d.)

 

Serenidad y fundamento

Es claro que para todos los que están buscando aceleradamente el sentido de la vida humana en la lucha por su existencia exterior, la serenidad es un com­portamiento inútil. La serenidad surge únicamente de la conciencia de un fun­damento más profundo, en el que no logran penetrar todas las amenazas que vienen de la existencia ex­terior. La serenidad, por tanto, en su más hondo sen­tido, está unida a la perfección humana más íntima.

Es preocupante que en nuestra época se esté deformando la vivencia de lo esencial, pues sólo se pretende la tranquilidad que surge de una existencia ase­gura­da por la economía, por el estado del bienestar. Y cuando esto no se al­canza, cosa que suele ocurrir muy a menudo, nos invaden los principales pe­ligros de nuestra presente existencia y nos entra el desasosiego, la intranquili­dad que muchas veces degenera en vacía excitabilidad. Y para vencer eso es necesaria la serenidad, apoyados en lo esencial. Y si a veces no podemos estar tranquilos, sí podemos ser serenos. Por eso la serenidad no es una actitud anti­cuada, sino que es precisamente la actitud vital que más necesita el mundo mo­derno, perdido en lo contingente y accidental.

 

De la serenidad de la fiesta al frenesí de la diversión

 

Con lo dicho podremos comprender que hay dos ritmos existenciales en nuestra vida: el de la serenidad y el del frenesí. Lo contrario de la serenidad no es la intranquilidad o el desasosiego, sino el frenesí. La serenidad, ligada al tiempo festivo; el frenesí, ligado al tiempo utilitario y laboral.

El hombre que no se deja invadir por una precipitación que huye hacia adelante, gana en la auténtica fiesta el contacto con un fondo personal que des­cansa en lo que ya no es temporal. De él regresa no solamente recreado sino realmente rejuve­necido, para incorporarse mañana al acontecer temporal coti­diano. Mantiene así su equilibrio interior de manera que no queda arrastrado por la huida siempre frenética que caracteriza a la vida en las grandes ciudades.

La función de la fiesta consiste entonces en posibili­tar que el hombre se re­traiga y libere siempre de la co­rriente que nos arrastra en el tiempo utilitario y horizontal del proceso laboral.

Ahora se entienden las consecuencias fatales del apre­suramiento que ignora estas incisiones naturales que son las fiestas. No se podrá cumplir esta exigen­cia de la fiesta con una vacación planeada de acuerdo con una finalidad laboral, ni con una diversión buscada convulsivamente. Se la po­drá cumplir bajo el ritmo de la serenidad que se implica en la con­ciencia del elevado sen­timiento festivo.

De modo que el día de fiesta, en todo su contenido esencial, es algo más que un descansar des­pués del trabajo cumplido. Percibirlo como tiempo de des­canso sería una inter­pretación muy superficial orientada a una finalidad de conveniencia. Sería un mero medio para restablecer la fuerza de tra­bajo. En el día festivo, realmente vivido en su plenitud, hay un sentido vital y personal mucho más profundo que trasciende todo mero descansar.  Pues la fiesta —aunque só­lo sea una pequeñita dentro del orden de las fiestas — está impreg­nada de un temple anímico alegre y suelto. Es precisa­mente este temple anímico festivo el que no puede ser comprendido por el acelerado mundo actual.

 

Serenidad y amor

El movimiento suelto y jovial del hombre que celebra la fiesta no choca contra nada ni encuentra ningún límite y se siente en un estado de libertad completa. Si la fiesta celebra algo bueno, es porque el bien es querido por la voluntad. Por lo que la actitud profunda de la serenidad está siempre in­formada por el amor.

El espacio abierto en sus determinacio­nes fundamentales por la conciencia amante es muy especial. En el correr del tiempo utilitario un hombre puede abrir­se campo empujando a los otros o quitándoselo a los otros. Pero eso no tiene ya validez en la actitud de serenidad basada en la relación amorosa. En lugar de quitarle ‘al otro’ su puesto en una región prefijada y de ocupar su lugar acontece que precisamente allí donde tú estás ‘surge’ un lugar para ; en vez de quedar el otro desplazado, ocurre un ‘aumento’ ilimitado del espacio, en el que yo y el otro habitamos por la amistad. Ya no hay espacios que nos desplazan, sino «ámbitos de encuentro» que nos reúnen. En lugar del espacio en que uno pe­lea con ‘el otro’ por el ‘lugar’ o la ‘posición’, se presenta una ‘amplitud’ y ‘pro­fundidad’, que destella y brilla inexplicablemen­te, en la cual no hay ni po­siciones ni lugares; y por tanto tampoco existe la pelea por ellas; sino sola­mente la ‘felicidad’ de una incesante ‘ampliación’ del encuentro.

Se podría decir que cuanta más fiesta hay, tanto más espacio libre hay para todos, pues la esencia de la fiesta está precisamente en crear también espacios nuevos, que son ámbitos de encuentro.

Y repito, no hay serenidad  si no se presenta empujada por el amor. La sere­nidad es un fenómeno fundamental  que puede ser contrapuesto al frenesí y a la desesperación existencial, determinaciones anímicas incompatibles con la auténtica fiesta.