Estatua de Blaise Pascal, pensador francés del siglo XVII, esculpida por Augustin Pajou en 1781.

Estatua de Blaise Pascal, pensador francés del siglo XVII, esculpida por Augustin Pajou en 1781.

El siglo XVII y el probabilismo

1. El siglo XVII fue una época trepidante en los movimientos intelectuales europeos.

De un lado, surgieron las grandes tendencias que, como el empirismo inglés y el racionalismo francés, marcarían el destino filosófico de las Universidades.

De otro lado, y dentro del pensamiento cristiano, prosiguieron los estudios que, inspirados en el Concilio de Trento, se ocuparon no sólo del aspecto teológico de la relación entre la libertad humana y la gracia eficaz divina, sino también del aspecto moral de la relación de la conciencia humana con la ley natural y las leyes civiles. La primera mitad de ese siglo XVII fue más metafísica, atrapada en debates desatados preponderantemente entre dominicos y jesuitas acerca de los decretos divinos sobre la libertad humana; bastaría acordarse de las interminables controversias romanas “De auxiliis”, amparadas, de una parte, en la postura  del dominico Báñez y, de otra parte, en la del jesuita Molina sobre la “ciencia media”. En cambio, la segunda mitad de este siglo XVII fue más de tipo moral, atrapada también en la prolongada controversia entre los que defendían un escrupuloso rigorismo moral, como los jansenistas, y los que se alejaban de una severidad moral exagerada, entre los cuales se hallaban ilustres representantes de varias órdenes religiosas, como dominicos, mercedarios y jesuitas. En lo sucesivo voy a referirme a este aspecto moral –que es el que tiene que ver con el probabilismo–.

2. Es preciso recordar que fue el maestro dominico Bartolomé de Medina, profesor en Salamanca, el primero que propuso en 1577 la teoría de que era lícito seguir una opinión probable, incluso cuando estuviera en su contra una opinión más probable: “Yo creo que si la opinión es probable, es lícito seguirla, aunque la opinión contraria sea más probable. Porque en lo especulativo, es probable la opinión que podemos seguir sin peligro de error y engaño; luego en la práctica será opinión probable la que podemos seguir sin peligro de falta moral. Además la opinión probable recibe este nombre de probable porque la podemos seguir sin reprensión ni vituperio. Luego envuelve contradicción eso de que sea probable y de que no la podemos seguir. Pruébase el antecedente. Una opinión no se llama probable porque se aduzcan a su favor razones aparentes o porque tenga algunos fautores y defensores, pues de ese modo todos los errores serían opiniones probables; sino una opinión es probable, cuando la defiende hombres sabios y la confirman excelentes argumentos, a los cuales no es improbable seguir. En tercer lugar, la opinión probable es conforme a la recta razón y a la estimación de los hombres prudentes y doctos. Luego seguirla no será falta moral. La consecuencia es evidente, y se prueba el antecedente, porque si es contra la razón, la opinión no será probable, sino error manifiesto. Pero se podría objetar que puede ser conforme con la recta razón, pero, sin embargo, como la opinión más probable es más conforme y segura, estamos obligados a seguirla. A esto respondo que nadie está obligado a lo mejor y más perfecto. Más perfecto es guardar virginidad que ser casado, y ser religioso que ser rico, y, sin embargo nadie está obligado a observar estos consejos más perfectos”[1].

Muchos autores siguieron esta teoría bajo el nombre de probabilismo, interpretando que cuando es sólidamente probable la opinión que favorece la libertad subjetiva, puede el hombre seguirla, aunque la opinión contraria a favor de la ley sea igualmente probable o aún más. Se trataba entonces del ámbito de la probabilidad, no del ámbito de la certeza científica: para un probabilista que hace alguna cosa le es permitido seguir la opinión menos probable.

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Probabilismo y casuística

No pocos maestros universitarios siguieron el probabilismo. Pero muchos moralistas lo tomaron enseguida como un dispositivo elástico aplicable a la conciencia moral, haciendo de él un uso indiscriminado, tomándolo como un medio de eludir el deber y suprimir la ley, sembrando dudas y haciendo desaparecer la conciencia de la obligación, especialmente en los temas de justicia, de economía y de administración pública: fueron los  «casuístas». La teoría de la “menor probabilidad” favorecía una multitud de opiniones, origen precisamente de la casuística. Sobre un mismo punto, unos casuistas afirman, otros niegan y otros distinguen. El probabilismo degeneraba así en laxismo, el cual venía a decir que entre libertad individual y la ley objetiva puede el hombre inclinarse a favor de la propia libertad con tal de que haya alguna probabilidad tenue o ligera. Estas peripecias son descritas claramente en el viejo libro del siglo XVIII escrito por D. Concina y que lleva por título Della storia del probabilismo et del rigorismo, Lucca, 1743 (puede encontrarse en la web).

Ejemplos notables, sacados de diversos autores confirman el interés que fue adquiriendo el razonamiento probabilista en la casuística. Así se puede encontrar el argumento de que ningún hombre está obligado a abandonar su religión, de cuya probabilidad está persuadido, aunque sepa que otra religión es más probable.

Pero es en el orden económico donde los probabilistas exhiben sus mejores dotes retóricas. Por ejemplo, supongamos que un recaudador que se dedica también al comercio duda de la obligación de pagar los tributos del reino: ve la probabilidad de que el tributo sea justo y ve también la probabilidad de que no lo sea; por lo tanto, como recaudador o exactor puede cobrarlo hoy, pero como mercader puede mañana dejarlo de pagar.

El caso de la guerra entre soberanos es también paradigmático: es lícita la guerra entre los soberanos cuando por una parte hay opinión probable, mas por otra parte hay opinión más probable. Un soberano puede ocupar una provincia extranjera cuando concibe algún derecho probable sobre ella, y no obsta que el otro soberano la posea justamente, porque esta posesión no es absoluta, sino probablemente justa, y por tanto puede ser echado fuera del territorio y despojado de su justa posesión. Muchos tratados “De bello et pace” están saturados de este tipo de argumentos a propósito de los motivos justos de una guerra. Entre otros, el maestro Juan Caramuel propone muchos argumentos de este tipo a favor del probabilismo[2].

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Pascal y los jesuitas

1. La presencia de los jesuitas en la escena intelectual de esta controversia se debe en buena parte a Blas Pascal. Él era jansenista. Y conviene recordar que la visión jansenista del hombre raya en el pesimismo, por lo que es intransigente respecto a una naturaleza humana dominada por instintos y sentimientos egoístas. La vida espiritual incluso no debía desplegarse con actitudes de amor y gozo, sino con sentimientos de temor y arrepentimiento. Aunque los jansenistas querían ser fieles a la tradición católica, dieron lugar a imaginar  un Dios severo, una rigidez o un rigorismo moral y una vida sin amor. Aunque todas estas notas no se cumplan en Pascal por completo, lo cierto es que, en sus Cartas Provinciales, buscó una palabra para identificar a todos los que no compartían el rigorismo jansenista, y no se le ocurrió otra mejor que “jesuita”, término que ya estaba en escena, pero que bajo la pluma del francés se convierte en figura literaria, o mejor, en arquetipo[3]. Esas Cartas cuentan, con una retórica muy bien graduada por la ironía, la polémica entre jesuitas y jansenistas. La figura del “jesuita” es descrita especialmente en la carta cuarta: aparece allí como un tipo reflexivo y mundano, convertido en un moralista enredado en “casos de conciencia”  que son manejados desde una equívoca postura probabilista: sería el tipo que supedita la moral evangélica a una casuística mundana.

En su brillante escrito de las Provinciales Pascal  pretende defender la obra del jansenista Arnauld Théologie morale des Jésuites (1643); pero su fuente directa fue la  Summula casuum conscientiae (1627) del jesuita Antonio Escobar. Fue extraordinario el éxito de estas cartas, desde el punto de vista moral y literario, salpicadas de humor y de sátira en sus argumentos. Consiguió incluso que el Papa Alejandro VII ordenase revisar, en 1665, los textos casuísticos de moral, condenando además varias proposiciones confusas. De modo que en este momento los jesuitas entran de hoz y coz en el aparato político de la época, que ya estaba envidiosamente molesto por el espléndido esfuerzo intelectual y científico que la Compañía había desplegado por todo el mundo, allegando cabezas de primer orden.

Este arquetipo pascaliano de “jesuita” fue  un elemento negativo más que llevaría a la expulsión de los Jesuitas, desde 1759 a 1767, ocurrida en los católicos reinos europeos de Portugal, Francia y España, así como en sus respectivos imperios coloniales. Para Pascal, lo contrario del rigorismo jansenista es la doctrina del “jesuita”, calificada de modo genérico como “probabilistica” y “casuística”, términos que se usarían en Francia para asegurar que tal doctrina era incompatible con la monarquía francesa (“la hija mayor de la Iglesia”, según se aseguraba en aquella Corte).

2. No puedo perder la ocasión de subrayar aquí la mucha hipocresía que, sobre el probabilismo, hubo en las susodichas Cortes europeas. Pues en el siglo XVI, ni el español Felipe II ni el francés Enrique III  hicieron ascos a los dictámenes que las Universidades hacían de uno u otro signo para indicar la mayor probabilidad y cuasi certeza de los derechos que cada monarca tenía a los reinos o provincias que reivindicaban para su causa. En el siglo XVII se seguían exigiendo estas deposiciones universitarias, de sesgado carácter político chovinista. Esas monarquías eran probabilistas en la práctica política, pero antiprobabilistas en  la práctica religiosa, sirviéndose de uno o de otro registro, según conveniencia de oficio. Se hizo la anexión de Portugal a España en virtud de dictámenes probabilistas. Pero se invocó precisamente el antiprobabilismo regio para desfenestrar a los Jesuitas.

Pascal y los jansenistas acabaron haciendo a los jesuitas imputaciones calumniosas so color de reformar unas costumbres, supuestamente estragadas por el uso de la probabilidad. Decían que por derecho de naturaleza estamos obligados a seguir en nuestras obras la parte más segura, que es la ley, sin que el hombre tenga con su libertad individual otra opción para no errar moralmente que abrazarse a la ley objetiva, aunque hubiese una fundada probabilidad de que subjetivamente estuviera exento de su obligación. De ahí que los jansenistas, que fueron seguidos por autores de variado signo, execraran  las opiniones probables como un vicio de la razón, hasta el punto de ser tachadas de veneno espiritual.

Especialmente los jesuitas son llamados despreciativamente casuistas, una especie de institución de engañadores que, por razón de estado, harían dictámenes en pro de la libertad individual, sin respetar la ley objetiva, y así llevarse el aplauso de la gente.

3. Una vez conocidas las condenas que Alejandro VII hizo del probabilismo (1690) hubo una reacción generalizada en contra de este sistema.

Unos autores se aplicaron a depurar el probabilismo, bajo muy finos matices, como el equiprobabilismo, con la enseñanza de que si el hombre tiene duda entre la ley objetiva y la libertad individual puede inclinarse a favor de esta libertad cuando sea igualmente probable que exista la ley o que no exista: las razones que sustentaban esta tesis habían de tener igual peso y equilibrarse mutuamente.

Otros autores recularon hacia el rigorismo, aunque sin caer en el jansenismo. En su modo más humano, esa actitud acabó llamándose probabiliorismo (del latín probabilior, lo más probable) bajo la tesis de que si hay duda entre la ley objetiva y la libertad individual  uno debe inclinarse a favor de la ley y sólo podría proceder en pro de la propia libertad, cuando fuere mucho más probable que no existiera la ley. Cuando el Papa Inocencio XI volvió a reprobar el probabilismo (1679), muchos intelectuales se refugiaron en el probabiliorismo. También en este caso comparecía, pues, el fluido de la probabilidad.

En el antiguo y documentado libro de Döllinger-Reusch, titulado Geschichte der Moralstreitigkeiten (Nördlingen, 1889) se describe muy bien el desarrollo de estas teorías basadas en la probabilidad (colgado también en la web).

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 Enredos de maestros moralistas

1. Tras las condenaciones hechas por Alejandro VII algunos jesuitas tomaron sobre sí la responsabilidad de escribir directamente contra el probabilismo. Pero ello dio origen a una viva agitación dentro de la Compañía: un enredo punzante, que comienza bajo el generalato “probabilista” de Giovanni Paolo Oliva (1661-1681) y culmina bajo el generalato “antiprobabilista” del español Tirso González (1687-1705).

No es ocioso recordar que el jesuita navarro Miguel de Elizalde, profesor en España, le expresó en 1666 al P. Oliva sus temores de que la Compañía asumiera la doctrina probabilista. Tres años más tarde Elizalde escribió un tratado De recta doctrina morum, en el que combatía el probabilismo; pero no logró la autorización del P. Oliva para publicarlo.

En el ínterin apareció en escena el jesuita Tirso González, otro profesor español que había enseñado el probabilismo en Salamanca y, seguidamente, lo había abandonado, escribiendo en 1673 un Fundamentum theologiae moralis, donde combatía el probabilismo. También en este caso, el Padre Oliva recusó la aprobación del libro, en razón de sus doctrinas antiprobabilistas.

Sólo cuando el Papa Inocencio XI  condenó en 1679 sesenta y cinco proposiciones probabilistas que conducían al laxismo, algunas autoridades eclesiásticas hicieron llegar al Pontífice el libro de Tirso González. Los censores comunicaron al Papa que no había salido de la Compañía nada más sólido sobre esta materia. Inocencio XI se convenció de que la política seguida por el Padre Oliva era errática, pues por una parte había intentado mantener la neutralidad frente al probabilismo y, por otra parte, había impedido de hecho toda manifestación en contrario. El deseo del Papa, comunicado al P. Oliva, era que no se permitiese a los jesuitas enseñar a favor de la opinión menos probable; todo lo contrario, debían combatir las tesis de quienes afirmaran que en el caso del concurso de una opinión menos probable con otra más probable, conocida y juzgada como tal, sería lícito seguir la menos probable.

Esta peregrina circunstancia acabó con la elección de Tirso González como General de la Compañía en 1687. Pero muchos jesuitas abrieron una grieta de protesta contra el General, quien no obstante publicó su Fundamentum theologiae moralis en 1694, casi tres décadas después de haberlo comenzado a escribir.

Esa grieta se fue agrandando, en la medida en que muchos jesuitas interpretaron que el Papa los dejaba en libertad para atacar el probabilismo y para defender el probabiolirismo[4]. En realidad, lo que el Papa ordenaba imperativamente era combatir la opinión de quienes afirmaban que se puede seguir la opinión probable en concurso con una opinión más probable: se debía escribir y enseñar a favor de la opinión más probable y contra la opinión menos probable. No se podía defender el probabilismo y no se debía atacar el probabiliorismo.

2. No es posible seguir adelante sin hacer una breve referencia al católico rey francés Luis XIV (1638-1715), especialmente en lo que concierne a la regalía o privilegios que ostentaba en puntos relativos a la disciplina de la Iglesia[5]. El Rey cedió a su confesor, el jesuita La Chaise, los asuntos eclesiásticos, hasta el punto de que este nombraba obispos cercanos a su voluntad. Los jesuitas llegaron a crear una situación enojosa para Inocencio XI, un Papa que había condenado doctrinas morales de algunos miembros de la Compañía. Los jesuitas franceses, apoyados por el Rey, intentaron crear incluso una división en la Compañía, hasta el punto de querer apartarse de la autoridad de su general, Tirso González. Sólo tras la muerte de Inocencio XI, el Rey Sol dio marcha atrás en sus propósitos. Pero las insidias vertidas contra este Papa fueron venenosas: se le acusó paradójicamente de “jansenista”[6]. Eso no impidió que el general Tirso González llevara a cabo su programa de luchar contra el probabilismo, recibiendo también el apoyo del siguiente Papa Inocencio XII. No obstante, este Pontífice hizo desaparecer la orden formal que el anterior Papa había dado de no permitir a los jesuitas enseñar el probabilismo.

3. Un personaje excepcional que estuvo pendiente de estas dialécticas internas al  probabilismo en el orden moral –un enredo interminable– es San Alfonso María de Ligorio (1696-1787), fundador de los Redentoristas, cabeza eminente de los moralistas, declarado Doctor de la Iglesia. En una primera fase de su vida, Ligorio fue abiertamente probabilista; y le escribe a su editor de Venecia a propósito del primer tomo de su Teología Moral: “Estoy contento de saber que usted lo hará revisar por un Padre Jesuita, porque un Dominico rechazaría como laxas un gran número de mis opiniones. Pues yo me inclino de ordinario a las opiniones de los Jesuitas y no a las de los Dominicos, porque las de aquellos no son ni laxas ni rígidas, sino justas”[7]. Pocos años después, Ligorio repudia expresamente sus antiguas doctrinas y se pasa al probabiolirismo. Dice: “Io sono il vero probabiliorista”[8]; “Faro noto a tutti ch’io non seguito la dottrina de’ Gesuiti, anzi la riprovo”[9].

El caso es que, algunas décadas antes, el eximio Suárez (1548-1617), que había empezado su carrera universitaria enseñando el probabilismo, acabó renunciando a él y abrazando el probabiliorismo.

Lo cierto es que los esfuerzos que Tirso González hizo para eliminar completamente el probabilismo de la enseñanza de la Compañía tuvieron poco éxito. Las monarquías europeas, con gran hipocresía, se valieron del uso que muchos jesuítas hacian del probabilismo, entre otras cosas, para lograr que el Papa Clemente XIV suprimiera en 1773 la Compañía mediante el breve Dominus ac Redemptor. Unos pocos años antes de este suceso, la Corte o Tribunal superior francés había mandado editar un grueso volumen, bien documentado pero descontextualizado, que recogía las «tesis peligrosas y perniciosas» de los jesuitas, con el siguiente título: Extraits des assertions dangereuses et pernicieuses de tout genre, que les soi-disans Jésuites ont, dans tous les temp et persévéramment, soutenues, enseignées et publiées dans leurs Livres» (París 1762). Allí aparecían textos de grandes maestros jesuitas: Francisco de Toledo, Gregorio de Valencia, Francisco Suárez, Gabriel Vázquez, Juan de Salas, Tomás Sánchez, Fernando de Castro-Palao y muchos más. Esos extractos -que pueden encontrarse en la web- fueron antes verificados y contrastados por los comisarios del Parlamento y puestos a disposición del alto Tribunal, pero descuajados completamente de su intención original. La supresión de la Compañía fue un hecho lamentable, que tres décadas después el Papa Pío VII pudo reparar teóricamente en 1814 con la bula Solicitudo omnium Ecclesiarum; aunque fue ya irreparable el enorme daño que se había hecho a la vitalidad apostólica e intelectual de la Iglesia.

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Conclusión: la  función práctica de la conciencia en la actividad moral concreta

1. Algunos piensan que la diversidad de opiniones de los moralistas y de los casuistas sobre una materia dada puede tener su origen en un equívoco: el de suponer que la conducción de la actividad humana es idéntica a la conducción de un aparato mecánico. Aquella es asunto de la prudencia (frnesis, según Aristóteles); ésta es obra de la técnica (tékne, según Aristóteles). Ambas, prudencia y técnica, son actividades prácticas, como dijo Aristóteles, pero su objeto y su fin son diferentes: no es lo mismo hacer una buena ballesta que hacer un hombre bueno. Para la técnica, la idea directriz acaba participada en el orden externo: en ese orden se mueven las teorías actuales de la previsión de resultados, con sus correspondientes probabilidades; para la frnesis o prudencia, la idea directriz queda grabada en el interior mismo del hombre.

Para Aristóteles, la moral parte del hecho de que la voluntad humana se mueve en sus actos particulares bajo la tendencia general al bien; pero también tiene la experiencia de que en la vida personal hay una lucha entre el ideal del bien que brota de nuestra voluntad racional y las aspiraciones sentimentales o pasionales y egoístas de nuestra propia naturaleza. Si se legitima el obrar personal en contra de las más grandes probabilidades se introduce la ambigüedad en el corazón de la vida moral. Surgen entonces unas preguntas que  ayudan a entender la limitación moral del probabilismo en su aplicación prudencial al caso concreto, y son estas: ¿Hasta qué punto desorienta el probabilismo a la persona en su deseo de mantener firme y sincera su aspiración fundamental al bien?  Si alguien se familiariza con el juego de perseguir el bien por los medios más inciertos e improbables –pensemos en un mercader–, ¿no llegará pronto a no desear sinceramente el bien mismo? ¿No es cierto que ese raro proceso acabará en una permanente insinceridad de la voluntad para buscar el bien y, consiguientemente, para ejercer un correcto juicio de conciencia? ¿Y no es cierto que la persona acabará amoldándose a esas soluciones, atenuando la obligación moral, sustituyendo el bien por el acto arbitrario? ¿No se terminará diciendo que la negación del deber o de las obligaciones morales tiene probabilidad moral?

2. Para quien haya consultado los libros morales de aquella época, está claro que el uso de las probabilidades no era privativo de algunos maestros, sino de muchos directores de conciencias; o sea, de quienes tratan con hombres de carne hueso, con problemas prácticos que acucian las conciencias, problemas que desean solucionar rectamente. Y cuyo desenlace no viene dado por un silogismo categórico de tipo teórico. Ya los grandes maestros jesuitas de finales del siglo XVI como Gregorio de Valencia, Gabriel Vázquez y Suárez habían defendido una doctrina “probabilista” de claro perfil humanista y, a la vez, respetuoso con las exigencias de la ley objetiva.  Pero advertían que una conciencia recta, aunque braceando entre probabilidades, no debe obrar, sin más, siguiendo sin suficientes razones la opinión menos probable.

Aun así, no faltaron voces que delataban un enredo epistemológico en las reflexiones de los probabilistas. Medina suponía que es probable una opinión sólo cuando tiene sólidos argumentos y está sostenida por hombres doctos. Nada podría objetarse a esta definición. El problema está en que además afirma, de un lado, que es opinión probable la que está bien fundamentada y, de otro lado, dice que puede estar igualmente fundamentada una opinión que es la negación de la primera. De modo que el sí y el no podrían tener “simultáneamente” sólidos fundamentos. Muchos han visto que el  postulado de toda la teoría del probabilismo, así definido, es que dos proposiciones contradictorias, que se repelen o excluyen entre sí, puedan estar bien fundamentadas en el ámbito moral. Este es un problema serio. Debe recordarse que para Aristóteles, lo probable se opone tanto a lo cierto como a lo falso; y si una opinión, por sus excelentes argumentos, se acerca a la verdad sin llegar a la certeza, es inimaginable que frente a una opinión probable pueda darse su negación con argumentos que tengan la misma solidez. El punto lógico más delicado del probabilismo moral, a juicio de muchos, está en proponer injustificadamente que dos opiniones que se excluyen puedan estar ambas bien fundamentadas. No parece inteligible que frente a una opinión probable, que está bien fundamentada, se encuentre otra contraria que esté igual o mejor fundamentada[10]. La constitución de la probabilidad en la primera supone la exclusión de la probabilidad en la otra.

3. En cualquier caso, el argumento de probabilidad fue, durante el Siglo de Oro, un método racional o filosófico, quizás de origen matemático, aplicado a la moral. Ahora bien, lo que genera dificultades enormes en este método no es el “probabilismo” mismo, sino la distancia especulativa y práctica que existe entre “moral” y “probabilidad”. En general podríamos preguntar si tienen alguna utilidad práctica las teorías de la probabilidad para conducir la acción humana en sí misma. ¿De qué manera la teoría toma contacto con la práctica? De un lado comparece un sistema complejo –cualquiera de los que se cubren con la probabilidad –, cuya inteligibilidad se remite a un procedimiento propio de las matemáticas. De otro lado, está el acto humano simple, intuitivamente captado de modo directo. El hombre normal, el que está alejado de todo conocimiento científico estricto, no necesita poseer unas teorías difíciles para conducir su vida: le basta estar en posesión de unos principios elementales de la moral y una conciencia capaz de discernir el bien y el mal, lo lícito y lo ilícito en el dominio de la acción. Pero el común de los mortales, en su manera de obrar y de formar su conciencia, ¿debe poseer un juego de probabilidades, de pesas y medidas, para valorar las distintas soluciones diversas que puedan abrirse a su actividad? Pues una cosa es que el moralista anime al mejoramiento personal de cada individuo, y otra que le ofrezca un formulario que pretenda dar una noción de deber más clara que la ejercida por la conciencia misma.

No tiene nada de extraño que grandes genios del Siglo de Oro, como Suárez y Ligorio, empezaran en el enredoso probabilismo, pero acabaran en el sencillo probabiliorismo, el cual, en el fondo, quiere superar la visión matematizante de la conciencia por un neto movimiento intuitivo de aplicación moral acerca del bien y del mal. O si se quiere, el probabiliorismo habría puesto en evidencia el fracaso de la aplicación de la teoría de las probabilidades al quehacer humano ordinario. Lo peor que le pudo ocurrir al probabiliorismo es seguir usando inocentemente la marca pseudomatemática de la probabilidad, quizás para no perder crédito entre los moralistas del XVII, enredados en una malla de aparente simplicidad.

En fin, mucho me temo que, en la actualidad, algunos “ingenieros sociales” que se dedican a la previsión de resultados puedan ser colocados moralmente en las filas de un probabilismo transigente [11].

 


[1] Bartholomeus de Medina, Expositio in Primam-Secundae Angelici Doctoris D. Thomae Aquinatis. q. 19, art. 6.

[2] Juan Caramuel, Theologia fundamentalis, n. 441-448.  Caramuel quería fundar epistemológicamente el probabilismo en una  dialéctica de la no-certeza (‘Dialexis de non-certitudine’, 1675), para lograr una «ciencia moral» que, dotada de una lógica propia o logica moralis, no tuviera nada que ver con la «ciencia natural» : la verdad sería susceptible de más o de menos.

[3] De 1656 a 1657 Pascal emprende la redacción de sus diecinueve cartas, tituladas Les Provinciales, ou Lettres écrites par Louis de Montalte à un provincial de ses amis et au RR. PP. Jesuites sur le sujet de la morale et de la politique de ces pères.

[4] Las interpretaciones en torno al Decreto papal del 26 de Junio de 1680 fueron estudiadas por  Pierre Mandonnet: “Le Décret d’Innocent XI contra le probabilisme”, Revue Thomiste, 1901 (IX), pp. 460-481,  520-539,  651-673.

[5] E. Michaud, Louis XIV et Innocent XI, París, 1882.

[6] “Pero ningún hombre docto hace caso de esta calumnia, siendo notorio a todos que muchos de los jesuitas dieron este apellido ultrajoso de jansenista al Pontífice Inocencio XI que condenó tantas proposiciones relajadas suyas, y también ponen la misma nota a cuantos prelados, doctores y escritores doctos y píos (que son innumerables) han escrito y escriben contra la moral relajada de ellos, para desacreditarles con el vulgo”. Carta del Cardenal Aguirre al rey de España, fechada en Roma, 26 de abril de 1693 (Cfr. Mandonnet, op. cit., p. 656).

[7] Lettere di S. Alfonso Maria di Liguori, Parte secunda, Roma, 1890,  p. 23.

[8] Lettere di S. Alfonso Maria di Liguori,  loc. cit.,  p. 344.

[9] Lettere di S. Alfonso Maria di Liguori,  loc. cit.,  p. 406.

[10] Pierre Mandonnet, “De la valeur des théories de la probabilité morale”, Revue Thomiste, X, 1902, 324-325.

[11] Predecir algo es anunciar de manera científica lo que ha de suceder. Se trata de declarar de modo preciso lo que ocurrirá en determi­nadas condiciones específicas. Se puede expresar a través del silogismo. Las previsiones tienen en el ámbito social unas repercusiones muy extensas, modificando continuamente, y sin darnos cuenta, nuestro comportamiento social. Pero ocurre que, salvo en la matemática pura, algunos campos de la ciencia tienen gran difi­cultad de predicción exacta. Generalmente la com­plejidad de datos hace difícil el pronóstico exacto (las pandemias, la demografía, la economía, la dinámica de la pobla­ción, la predicción del clima, la predicción de los desastres naturales). La dificultades de predicción obedece muchas veces a variables ocultas no conocidas o difícilmente identi­ficables, pero cuya presencia puede tener una in­fluencia determinante en el resultado del proceso. El problema está en que si los pronósticos son dependientes de las condiciones iniciales, cualquier imprecisión en la determinación inicial de las variables hará que el valor predicho no coincida finalmente con el acontecimiento real. La predicción de algo es posible solamente dentro de unos márgenes espa­cio-temporales muy precisos. Y aunque las predicciones comparecen como deterministas y seguras, en realidad no permiten una predic­ción efectiva, a corto o a largo plazo: ni en economía, ni en demografía, ni en todas las cosas contingentes que acompañan al hombre dentro de su circunstancia.

Lo dicho, que tiene que ver con el orden especulativo o teórico-técnico de la probabilidad, se complica cuando pasamos al orden práctico-moral del obrar humano y de la conciencia. Pero aún así, no carecen de connotaciones morales esos pronósticos o esas previsiones hechas con sentido global. Las previsiones basadas en probabilidades tienen hoy unas consecuencias jurídicas y morales formidables, en la medida en que, si somos coherentes con una teoría de la acción (Handlungstheorie), se de­berían identificar a los responsables, a los “ingenieros sociales” que deciden acerca del alcance de lo “muy probable”. Creo sinceramente que las actuales crisis, que entre noso­tros son tantas como países, no habrían ocurrido si los “ingenieros sociales” se hubieran planteado no sólo las repercusiones económicas y laborales de sus frívolas “previsiones de resultados”, sino más hondamente las inevitables consecuencias jurídicas y morales. Y lo peor de todo, nadie les pide cuentas, ni jurídicas, ni políticas, ni económicas. Sin embargo, todo el que hace una previsión de ese tipo, debería responsabilizarse no sólo de su formulación teórica, sino del alcance moral de su aplicación práctica, la cual acontece en un plano que ya no es especulativo y está presidido por la prudencia moral.