Rembrandt Harmenszoon van Rijn (1606-1669): “Ronda militar”. Los personajes están dispuestos en varios planos de profundidad, realizando acciones diversas que llenan de dinamismo la escena, la cual incluye niños, perros y mirones. Consigue un acorde de rojos, amarillos y negros con el poder sugestivo del claroscuro. Rembrandt pinta un grupo

Rembrandt Harmenszoon van Rijn (1606-1669): “Ronda militar”. Los personajes están dispuestos en varios planos de profundidad, realizando acciones diversas que llenan de dinamismo la escena, la cual incluye niños, perros y mirones. Consigue un acorde de rojos, amarillos y negros con el poder sugestivo del claroscuro. Rembrandt pinta un grupo en el que convergen todos los niveles sociales.

1. Individuo y sociedad

El hombre, en cuanto histórico, está afectado intrínsecamente por una relación social, unido a sus semejantes. Los latinos habían distinguido dos tipos de unión de hombres: el que constituye la «civitas» propiamente dicha, la cual enlazaba con nexos profundos y necesarios a la multitud, y el que constituye el «coetus», cuyos nexos son simplemente casuales y referentes a fines particulares. Una y otro, «civitas» y «coetus», son formas que los individuos tienen de relacionarse entre sí. ¿Cómo debe entenderse, desde el punto de vista filosófico, la relación social que afecta intrínseca­mente al hombre en cuanto ser histórico?

Antes de nada, será preciso subrayar aquí dos aspectos impor­tantes: lº. El «estar vertido» un sujeto a los demás; y 2º. El «mo­do» en que el sujeto está vertido a los demás. Si lo primero es siempre necesario al hombre –lo llamaremos alteración[1]–, aun­que no integre su esencia (diríamos que es un elemento consecu­tivo, mas no constitutivo), lo segundo puede ser unas veces nece­sario y otras veces contingente o accidental.

Las respuestas que se han dado al problema de la relación social se refieren tanto a la índole del «estar vertido», como al «modo» en que se está vertido.

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2. Ensimismamiento puro

La primera dificultad que se presenta viene de aquellos que afirman que esa red de relaciones que llamamos sociedad, no es más que una ficción. Lo decisivo es el ensimismamiento ontoló­gico. Si exponemos esta postura simplificando la tabla categorial, podremos decir lo siguiente: hay substancias, de un lado, y rela­ciones entre esas substancias, de otro lado; lo substancial es lo que descansa en sí, y no tiene necesidad de otro para existir; lo relativo es lo que necesita de otro, lo que se vierte a otro.

Los defensores del ensimismamiento puro dirían que en la rea­lidad sólo hay individuos substanciales; lo que se llama «relación social» sería algo ideal, una mera ficción creada por los hombres mediante pacto, consenso o acuerdo. Así, la sociedad, como red de relaciones, sería una pura creación humana, sin dimensiones reales que obligaran a respetar posibles vecciones normativas que partie­ran de ella, como las de la ley natural. Lo real –se viene a decir– es el individuo, lo fingido es lo social. La filosofía que pretenda ver la realidad de la historia en ese producto ideal edifica en el vacío de una abstracción. Esta postura concibe la esencia de cada indi­viduo humano como algo singular o individual: no hay una univer­salidad real. Tal había sido la argumentación de Ockham: el indi­viduo es, como su nombre indica, «in-divisum», cerrado y enquis­tado en sí mismo, sin poros por los que se comunique con los demás. No hay posibilidad de afirmar la comunicación ontológica entre los individuos. La unidad relacio­nal de lo social es simple ficción. Lo que se llama «el universal», como, por ejemplo, la esencia humana, carece de comunidad enti­tativa (no es, en la realidad, común a muchos seres). Por tanto, la esencia humana se identifica realmente con la existencia particular de cada hombre: cada individuo singular tiene su esencia particu­lar. Lo que se llama «esencia humana» es una mera flatulencia verbal, un nom­bre impuesto por el decir humano. Igualmente, no se puede decir que exista el Estado; quienes existen son los ciudadanos que ejer­cen el poder. De modo que el deber para con el Estado viene a coincidir sin residuos con el deber para con el jefe supremo.

En el aspecto filosófico, el ensimismamiento puro se apoya en un optimismo exagerado; piensa que el hombre es bueno por natu­raleza, de modo que en la soledad de su autonomía, en su constitu­ción autárquica, sin vínculos que obliguen, hace la vida perfecta; por lo que le molestan las comunidades básicas, como el matri­monio la familia, y las corporaciones superiores, como la del Estado. Toda agrupación tiene así un sentido meramente utilitario, pues expresa el interés propio: se constituye y se disuelve por con­vención, pacto o consenso. El Estado se reduce a ser una mera institución gendarme que garantiza a cada individuo el mayor campo de acción posible.

Se puede contraargumentar al ensimismamiento puro obser­vando que la esencia es, en las cosas finitas –y el hombre es fi­nito–, distinta de la existencia. Cuando en el sujeto humano acaece una transformación existencial, su esencia permanece siempre la misma. «Animal racional», esencia del hombre, es un universal inmutable en las peripecias de los singulares. Sólo por su unión a una existencia movediza y cambiante adviene y transcurre la esencia, de suyo inmutable. Pues bien, todo individuo, por razón de su esencia, está en una comunidad ontológica y, por tanto, está entitativamente vertido a los demás. La naturaleza humana es esencialmente la misma en todos los hombres.

La historia, desde el ensimismamiento puro, se convierte en una incesante batalla entre intereses privados. La sociedad, en su constitución y en su despliegue temporal, no es otra cosa que una situación de «necesidad racional», un invento exigido para satisfa­cer convenientemente las necesidades individuales. En contra de esta tendencia, F. Braudel decía que «el individuo constituye en la historia, demasiado a menudo, una abstracción. Jamás se da en la realidad viva un individuo encerrado en sí mismo; todas las aventuras individuales se basan en una realidad más compleja, una realidad «entrecruzada», como dice la sociología»[2]. No se puede sobreestimar el papel del individuo en detrimento de su dimensión necesariamente social.

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3. Alteración pura

Si se exagera la unidad entre los hombres, concibiéndola como universal real que engloba a los singulares, estaremos en el polo opuesto: en la pura alteración. En este caso, lo social es algo real, definible incluso como sustancia. La unidad relacional deja de ser ficción para convertirse en un Saturno que devora a sus hijos. Aquí se sigue admitiendo que sólo las sustancias son reales: pero la úni­ca sustancia existente es la sociedad. Los individuos aislados son puras abstracciones, entes fingidos. En la sociedad sólo hay una cosa: el todo; los individuos son partes del todo o de la sustancia, nunca esencias plenas, como no lo son las partes de nuestro orga­nismo: manos, pies, etc. Si la sociedad es el todo, el individuo queda convertido en simple función dentro de ese todo. El individuo es menos real que la sociedad. El individuo es un medio e instrumento de la sociedad, la cual se manifiesta como fin único.

No existe primero el sujeto y después la relación social advene­diza. Primero es el todo social, la relación sistemática, la estructura unitaria; después viene, como apéndice recambiable, el individuo. Lo sustancial es el todo. La totalidad es la que tiene exigencias y requerimientos, vida propia y aspiraciones, a cuyas voces debe plegarse el singular, si no quiere dejar de ser hombre.

La historia, desde la óptica de la alteración pura, no está hecha por hombres concretos, irrepetibles e inintercambiables, sino por ideas supraindividuales, por conjuntos impersonales. Si desde el ensimismamiento se cultiva la historia de hechos o acontecimien­tos (histoire événementielle, dicen los franceses), desde la altera­ción se prefiere la historia «global» con bases estructurales duraderas[3], las cuales obran por sí mismas y lentamente, sin dele­gar en personas individuales o morales su protagonismo. El objeto de la historia sería la estructura profunda, con una articulación fundamentalmente socioeconómica. No sería ésta la historia de la sociedad –de una sociedad concreta con unas gentes peculiares que tuvieran creencias y usos propios–, sino de las estructuras relati­vamente estables de un conjunto económico, social y psicológico.

Pero el conocimiento de la economía del pasado no es, para la historia, ni el más profundo ni el más científico, sino un conoci­miento más, «tan importante como cualquier otro aspecto de la re­alidad histórica»[4].

Y si decimos que es una «abstracción» el individuo que fue Platón cuando queda separado del ambiente y de la sociedad real en que vivió, hay que atribuir con igual razón la misma «abs­tracción» a la «estructura social» definida como equilibrio de unas fuerzas antagónicas de carácter económico, social y psicológico, una entidad menos «viva» que la persona concreta. La historia queda deshumanizada cuando no se ocupa ya de los hombres con­cretos, sino de cosas, de fuerzas, de ensamblajes. «¿Es acaso más real, más concreta, menos abstracta, una estructura –unas fuerzas sociales en tensión– que unos hombres constituidos en civitas, nación o pueblo? ¿Hay, quizás, más humanidad en una estructura que en un acontecimiento protagonizado por el hom­bre?»[5]. La historia no se reduce al estudio de los grupos sociales y de sus relaciones, donde el hombre figura como partícula insignificante o elemento masificado, y cuya significación histórica le sería par­ticipada por la colectividad, verdadera protagonista, en este caso, de la historia.

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4. Personalismo

¿Qué es lo real, el individuo o la sociedad? ¿Cuál es el fin y cuál el medio, el todo o el individuo? Si volvemos los ojos al esquema aristotélico de las categorías, podremos obtener una solución a las cuestiones planteadas. Desde él se explica la realidad que pueden tener tanto las sustancias como las relaciones, pero según un orden jerárquico. Porque realidad en sí y por sí es sólo la sustancia, el individuo; en cambio realidad respectiva o referencial es sólo la relación, porque precisamente descansa en los individuos.

En primer lugar conviene aclarar que lo social es una relación; dicho de otra manera: la unidad social es una unidad de orden o relación. Sólo cuando una serie de individuos están ordenados a un fin común, se puede decir que hay comunidad o sociedad. ¿De qué tipo es la unidad propia de esta comunidad? El todo de la sociedad es sólo unidad relativa (un orden) que abraza una multiplicidad absoluta (de individuos sustanciales): es un todo moral, no físico.

Pero siendo relativa esta unidad, ¿será necesaria e intrínseca al hombre? Por desgracia es frecuente interpretar tal relación como una realidad tangencial al sujeto mismo. Pero así no es. La unidad relativa de lo social sólo puede llamarse totalidad en un sentido amplio, porque en ella hay una multiplicidad absoluta (los indivi­duos concretos): aquí las partes son tales en un sentido muy lato, no dándose de modo pleno y primario como partes de un todo in­tegral (v. gr., del cuerpo humano). De suerte que en el todo social, los hombres son previamente personas y nunca se pueden subordi­nar como medios al fin de la comunidad.

Desde la alteración pura, la sociedad queda desfigurada como una integración totalitaria. Si la unión de personas se interpreta como un todo estricto, los sujetos humanos se constituirían como personas sólo en la medida en que figurasen como partes de un todo que los asumiera y dirigiera totalmente.

Afirmada la realidad de las sustancias individuales –y con ello, la parte de verdad del «ensimismamiento»–, hay que subrayar también la realidad de las relaciones en que se encuentran –y así también la parte de verdad de la «alteración»–. Tan real es la per­sona como el orden social que la engloba. Lo social no se identi­fica con la simple acumulación o adición externa de lo individual; la mera yuxtaposición de individuos no hace lo social. La sociedad es, más bien, la unión moral de hombres que realizan un fin que puede ser conocido y querido de todos; ese fin es justamente el bien común.

En la sociedad auténtica hay, pues, unidad de fin (que puede ser conocido y querido de todos) y unidad de voluntades (que realizan el bien común). Por eso, las relaciones entre los miembros de una sociedad no son de puro ensimismamiento, pues están determina­das por el bien común, o sea, por la unidad de fin. Aquí se cumple el adagio: el todo es más que la simple suma de sus partes; pero ese «más» no es sustancia, sino relación.

Cualquier acto o hecho individual adquiere significación social cuando surge en él una referencia a la causa final. Pero ésta no es una causa formal intrínseca, un principio constitutivo de una reali­dad física; de ser así, sin lo social el individuo estaría privado de realidad positiva: a lo sumo sería un mero instrumento del todo. Ahora bien, siendo la estructura social un todo moral, se deben su­brayar en ella dos aspectos ontológicos fundamentales: por un lado, la realidad y consistencia del individuo libre que realiza efi­cientemente actos (el todo social no es sustancia); por otro lado, la sujeción a un fin que no es puramente individual (el bien común es indudablemente un fin del individuo, pero como instancia superior a lo meramente individual): por referencia a esa causa final quedan los actos humanos especificados como sociales[6].

Frente a las actitudes del ensimismamiento puro y de la altera­ción pura, se puede pretender ver el personalismo como término mediador: unas veces como un punto central equidistante de los extremos; otras, como una extraña mezcla o amalgama de aquellos modelos. Algo así como uno de esos personajes de fábula, mitad humanos y mitad animales, con que la fantasía puebla los mitos. Mas el personalismo no es ni término medio, ni sincrética mezcla. Porque afirma la radicalidad del individuo como persona (su en­simismamiento), como sustancia, pero también su profunda insu­ficiencia (su alteración). Sostiene también que lo social no es algo advenedizo y tangente a lo personal: la relación social penetra en el interior del hombre, es necesaria al individuo; éste no se cum­pliría como hombre sin aquélla. De la sustancial individualidad brota la original aportación del singular al grupo; pero el individuo no se agota en esa relación social: en la medida en que, saliendo al encuentro de los otros (en su alteración), ofrece su contribución desinteresada, queda para sí mismo (se ensimisma), se dispone a ser más personal e individual.

Es claro que toda historia es social, pues el hombre es un ser so­cial: nace en el seno de una sociedad y hace su vida en sociedad. Un hecho histórico no social es inimaginable. Es claro también que la sociedad no es una yuxtaposión de individuos; requiere de un vínculo que los una: es la unión de muchos para realizar un proyecto de vida. Pero justo por ello, «ninguna sociedad actúa en lo propiamente histórico de un modo directo, de la misma manera que jamás el pueblo gobierna directamente. Su acción es a través de personas, físicas o morales (Estado, gremios, partidos, corpo­raciones, reyes, parlamentos, sindicatos, gobiernos), personas que nunca son idénticas a la misma sociedad, ni pueden confundirse con ella. Es decir, toda colectividad se expresa históricamente a través de personas o instituciones. La historia de Roma, de Atenas, de Inglaterra o de España es historia de una colectividad orgáni­camente constituida en polis, o pueblo, o Estado, o nación;  de una sociedad que es algo más que los elementos que la constituyen, porque hay un factor, o unos factores, que, además de darle uni­dad, la dotan de una personalidad diferenciada y peculiar»[7].

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5. El sujeto personal de la historia

De todo esto se desprende que el sujeto de la historia no puede ser el individuo aislado; tampoco la esencia específica humana en cuanto transmisible por generación. Ni un supuesto ente colectivo que actúe por debajo de las personas. Aunque los comportamien­tos colectivos de los hombres puedan ser estudiados histórica­mente, la tarea nuclear de la historia debe consistir en estudiar el cambio histórico en cuanto producido por las decisiones libres de los hombres concretos. «Cosas tales como «los modos de produc­ción», «el Espíritu Absoluto» o las «leyes dialécticas» no hacen la Historia; la Historia la hacemos día a día, hombres de carne y hueso, individuos concretos con nombres y apellidos»[8].

El sujeto de la historia es el individuo humano en cuanto: 1º. Desde el punto de vista entitativo, tiene una esencia común parti­cipable por muchos individuos: un sólo individuo no agota la esencia hombre; desde este punto de vista, cada hombre está trans­cendentalmente relacionado con los demás por su comunidad on­tológica. 2º. Además, desde el punto de vista operativo, tiene una comunidad de orientación o destino, un bien común, al que tienden las facultades superiores –el entendimiento y la voluntad– que brotan de la sustancia humana. La voluntad sigue siempre al en­tendimiento, el cual le propone el bien y, en última instancia, el último fin. Pero en la voluntad hay una doble orientación: al fin necesario y a los medios que pueden conducir a ese fin. Por esta doble orientación y relación hay dos tipos de todos sociales: los naturales o necesarios y los libres o accidentales. Entre los prime­ros están el matrimonio, la familia y el Estado; éstos son de suyo necesarios para el hombre. Entre los segundos están aquellas co­munidades que son libremente elegidas por el hombre, quien las dispone como medios para el último fin; se da este caso cuando varios se proponen un fin particular; aquí la relación es accidental.

Por tanto, una cosa es la «exigencia de tener» una relación so­cial y otra cosa es el «modo de tenerla»: nótese que siempre y ne­cesariamente tiene que tener el hombre una relación social (estar vertido a los demás); se trata de algo necesario, pero no constitu­tivo de la esencia humana. Acerca del «modo» en que está vertido a los demás, el sujeto puede tener esa relación unas veces de ma­nera necesaria, otras veces de manera contingente. El sujeto de la historia es originariamente el individuo que, por su esencia abierta, está necesariamente engarzado en totalidades morales (sean necesarias, sean contingentes).

De manera que, aunque sólo se pueda entender el cambio histórico a través de las acciones de personas concretas, «ninguna de esas acciones humanas se produce en el vacío, sino en un con­junto de circunstancias «dadas» que condicionan la libertad huma­na, que están de alguna manera presentes en sus decisiones»[9].

De todos modos conviene advertir que lo social no es, sin más, lo histórico. Lo que hay de histórico en lo social es la actuación de las posibilidades dentro de la convivencia humana. Como advierte Zubiri, lo social es la simple forma en que los individuos quedan afectados y dispuestos por su convivencia con otros. Pero la histo­ria no está sin más compuesta de hechos sociales. El conjunto de los acontecimientos sociales no es, como quiere Comte, lo histó­rico. Es verdad que para que haya realidad histórica tiene que ha­ber acontecimientos sociales, pero éstos muestran su faz histórica sólo cuando son considerados como actualizaciones de posibilida­des[10]. El historiador debe considerar la dinámica social en tanto en cuanto unos estilos de vida son principio de posibilitación de los ulteriores. Cuando él dice que comprende un suceso no está di­ciendo que conoce sus causas sociales, sino que conoce el proceso por el que una posibilidad realizada es principio de la posibilidad real siguiente. La realidad histórica –como dice Zubiri– no es un dinamismo social, sino un dinamismo de posibilitación.


[1] Ortega había referido los términos «ensimismamiento» y «alteración» respectivamente a las conductas del animal y del hombre. Aquí se aplican a actitudes ontológicas del mismo hombre.

[2] F. Braudel, La historia y las ciencias sociales, 26.

[3] Braudel / Labrousse / Renouvin, «Les orientations de la recherche his­torique», Revue Historique, 122, 1959, 35.

[4] Federico Suárez, La historia y el método, 90-91.

[5] Federico Suárez, La historia y el método, 100-101.

[6] A. Millán-Puelles, «El bien común»,en Sobre el hombre y la sociedad, 120-127.

[7] Federico Suárez, La historia y el método, 96.

[8] I. Olábarri, «En torno al objeto y carácter de la ciencia histórica», 168.

[9] I. Olábarri, «En torno al objeto y carácter de la ciencia histórica», 168.

[10] X. Zubiri, «La dimensión histórica del ser humano», 30-32.