Ferdinand-Victor-Eugène Delacroix (1798-1863): “La libertad guiando al pueblo”. Representa una escena del 28 de julio de 1830 en la que el pueblo de París levantó barricadas, oponiéndose a los decretos que el rey francés había dado para suprimir el parlamento y restringir la libertad de prensa. La libertad es una figura alegórica, pero real. A sus pies un moribundo la mira fijamente, convencido de que ha luchado por ella. La revolución, en cualquier caso, deja tras de sí un reguero de muertos, como ocurrió en 1792.

Ferdinand-Victor-Eugène Delacroix (1798-1863): “La libertad guiando al pueblo”. Representa una escena del 28 de julio de 1830 en la que el pueblo de París levantó barricadas, oponiéndose a los decretos que el rey francés había dado para suprimir el parlamento y restringir la libertad de prensa. La libertad es una figura alegórica, pero real. A sus pies un moribundo la mira fijamente, convencido de que ha luchado por ella. La revolución, en cualquier caso, deja tras de sí un reguero de muertos, como ocurrió en 1792.

1. El juicio histórico: su verdad

La historia es siempre perfectible: continuamente inserta co­rrecciones en los hechos que son probables y señala nuevas cir­cunstancias. Cada hecho individual ha surgido de un ambiente es­piritual y social en que los individuos viven, a saber, del “estilo de vida” (intrahistoria, espíritu objetivo), por cuya virtualidad se co­munican y manifiestan los hombres. A su vez, el hecho remoto re­cogido por un historiador actual queda automáticamente tamizado por el “estilo de vida” en que vive. Esa tamización debe corregirse con la investigación, con el método riguroso, con la observación y la crítica. La comprensión histórica ha de aspirar a un grado nece­sario de exactitud: la suficiente para restituir aquel hecho a su in­trahistoria propia, a su estilo de vida original. Esa es, en parte, la explicación histórica: encuadra el hecho en su propio ambiente humano, indicando procedencia u origen. Y como cada testimonio refleja un lado o aspecto particular de su ambiente, el historiador ha de reconstruir, con un número suficiente de testimonios, una visión total del pasado, haciéndose, sólo por la inteligencia, con­temporáneo de lo que pretende conocer. El contacto con un se­gundo testimonio posibilitará una mejor comprensión del primero; y cada uno de los siguientes hará más inteligible la significación espiritual única de todos ellos: todos se verán surgir de un estilo de vida propio. Con todo, el relato histórico será un conocimiento aproximativo: no falso, pero sí inadecuado, susceptible de aumen­tar su convergencia hacia la realidad pasada.

De ahí que, desde el punto de vista gnoseológico, el juicio his­tórico carezca de una certeza metafísica o física: tiene sólo una certeza moral, la cual se refiere a los hechos libres del hombre[1]. Lograr esta certeza no es imposible, pues considerando las cos­tumbres, las inclinaciones, las necesidades y las circunstancias que acompañan al acto libre se puede obtener un carácter común. Y aunque el carácter más cierto de los actos libres es la contingencia que tienen en la misma operación, es claro que una vez puesto o realizado el acto, éste tiene la necesidad de estar fijado (una “necesidad hipotética”, decían los clásicos), la cual es suficiente para lograr un conocimiento cierto, como enseguida veremos.

Aunque el juicio histórico expresa hechos en que directa o indi­rectamente se expresa la libertad, no por eso debe confundirse con un juicio “moral”. Cierto es que el contenido de todo hecho histó­rico implica una modulación axiológica. Pero el juicio histórico, como tal, ni califica o valora moralmente el acontecimiento hu­mano, ni saca de él una enseñanza moral: se limita a dar cuenta de éste, dentro del proceso de la narración. Los valores morales im­plicados en el hecho pueden ayudarnos a comprender lo histórico, pero no son el objeto de la explicación histórica. La historia no es un conocimiento de intenciones, sino de los hechos libres real­mente ejecutados.

Tampoco es conocimiento del futuro: decir que la construcción histórica es una forma de elegir el futuro[2], es tanto como afirmar que la historia es profecía al revés; habría que predecir el pasado desde el futuro, porque aquél dependería de éste.

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2. Historicidad de la inteligencia

Como realidad, la “historia” es el conjunto de hechos humanos (sociales y libres) concatenados en el tiempo, susceptible de ser narrado. A la cualidad que un hecho tiene de ser una realidad así conectada se llama “historicidad”.

Historicidad es el modo de ser del hombre en cuanto hace su vida intersubjetivamente contando con posibilidades: apoyándose en el pasado (recogiendo) y abriendo el futuro (anticipando). A ese modo de ser acogedor y anticipador responde, como caso especial, la índole de la inteligencia humana que, a diferencia de una mente infinita, no ve todo lo que hay de un solo golpe de vista, sino que se conoce a sí misma y comprende su mundo sólo proyectando miradas sucesivas, con la colaboración del mundo intersubjetivo de la ciencia.

La historicidad de la inteligencia es, pues, un caso especial de la historicidad que acompaña a todos los actos humanos y sobre la base de la cual, –como dice Heidegger– es posible lo que llama­mos una “historia universal”.

En este capítulo sólo nos vamos a ocupar de la especial histori­cidad que afecta al quehacer del mismo historiador, en cuanto cualquier concepto de su investigación se apoya en otro anterior y, además, el todo de su saber permanece abierto al posible incre­mento de su verdad.

Esta historicidad se desprende, primero, de las exigencias del preciso nivel científico desde el que se profiere el juicio histórico y, segundo, de la aportación o del a priori constructivo que el in­vestigador hace a la “verdad” del hecho histórico.

Veamos separadamente los dos aspectos de esa historicidad.

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3. Relación entre hecho y teoría

a) Consistencia del hecho histórico

La scientia clásica (la ἐπιστήμη griega), el conocimiento, exigía que el saber en sentido estricto fuera una argumentación que remitiera la cosa (que había de demostrarse) a sus razones o causas propias e inmediatas: esta argumentación suponía contenidas en sus causas las conclusiones, no debiendo concluir además sino de modo universal y necesario, de suerte que las verdades descubiertas formaran un sistema cohe­rente.

Aunque la scientia se podía referir a lo individual y contingente, siempre buscaba lo que en ello se encierra de universal y necesa­rio. Es claro que en tal ciencia es imposible deducir necesaria­mente los hechos singulares. Comparada con ella, la historia –que trata de consignar solamente los hechos– carecería de necesidad y universalidad estrictas: de lo individual sólo puede haber conoci­miento intuitivo –sensible o intelectual–; y, además de esto, la li­bertad de tales hechos humanos boicotearía la cientificidad de la historia. Con las verdades históricas descubiertas no sería posible formar un sistema racional: lo individual humano es contingente, podría no ser, mientras que la ciencia busca lo necesario.

Pero, aun en el caso de que la historia tuviera un sentido abso­luto –susceptible de funcionar como una ley del curso histórico–, sólo podría definirse ese sentido al final de los tiempos: única­mente cuando la historia estuviera acabada existiría un curso obje­tivable. Mientras tanto, los hechos pasados seguirán produciendo secuelas, efectos imprevisibles: no es posible establecer entre los hechos individuales leyes de validez general y uniforme, ni una re­gularidad semejante a la de los fenómenos físicos. Dado un ante­cedente, no se sigue históricamente con necesidad un consiguiente concreto, ni es posible efectuar previsiones seguras.

En tal sentido se pronunciaron Platón y Aristóteles. El conocer histórico, según Platón, caería en el ámbito de lo opinable, no en el de la ciencia. El singular, para Aristóteles, no es objeto de conoci­miento científico; y si, además, el singular es pretérito e irrepeti­ble, la dificultad sube de grado. Este hecho, al no estar predetermi­nado ni contenido en sus causas, no puede fundar certeza autén­tica. Como el saber científico no reside en los métodos, sino en las conclusiones, la historia no sería una ejpisthvmh, sino a lo sumo una tevcnh, un ars, cuya utilidad radicaría en ser “maestra de la vida” o en exaltar la gloria de una persona o de un pueblo.

En el polo opuesto, el positivismo de Comte exigió que la ex­plicación de los hechos históricos se hiciera por medio de leyes históricas, similares a las que busca la ciencia natural, reduciendo los hechos particulares a leyes. Había que hacer de la historia una ciencia con exactitud matemática.

Pero es claro que la historia refiere hechos únicos o singulares, a diferencia de las ciencias naturales que enuncian leyes universales. ¿Será posible entonces seguir hablando de la historia como cien­cia?

Quizás la polémica en torno a la cientificidad de la historia se ha ceñido a la cuestión de la universalidad abstracta del objeto. Pero es preciso introducir en este tratamiento otros matices importantes del objeto histórico. Consideremos uno de estos objetos: “César cruza el Rubicón”; y analicemos, para nuestro interés, sus aspec­tos.

Primero, un atributo de la verdad es su necesidad: en cuanto una cosa es, no puede a la vez no ser. Y si la afirmación de su existen­cia es necesaria, será falsa su negación. Mas puede haber dos tipos de necesidad: la antecedente (necesidad fundada en sus causas) y la consiguiente (necesidad fundada en un sucedido, que ocurrió así y no de otra manera). Si la existencia de un objeto se debe a una “necesidad antecedente”, no es posible en él la libertad –ni lo his­tórico–: ésa es la necesidad preferentemente buscada por las cien­cias naturales. La “necesidad consiguiente” afirma algo acerca de un hecho. “César cruza el Rubicón” no fue, en su momento, un hecho necesario, sino libre. Pero su verdad es ya necesaria. Por tanto, puede haber una no-necesidad del objeto acompañada de una necesidad de su verdad. Si la ciencia requiere una consistencia del objeto, a la historia le basta la “necesidad consiguiente”: aun­que fuese libre el hecho, es ya así y no de otra manera, sin poder alterarse su modo de ser.

Segundo, la historia puede adquirir de los hechos humanos certezas de “valor universal” (validez para todos). No obtiene, claro está, la universalidad objetiva del contenido propio de los conceptos universales, sino un valor universal de seres singulares o sucesos irreiterables: “César cruza el Rubicón” es una verdad tan válida para todos como la de que las piedras caen, aunque la primera valga sólo para César y la segunda para todas las piedras.

Tercero, la historia tiene en su objeto una verdad duradera. Una cosa es la perduración del objeto y otra la perduración de la verdad de ese objeto (“César cruza el Rubicón”). Esta última se da en el acto del cognoscente. Se trata de la perduración del objeto en la mente o en las mentes que lo evocan. Por eso conviene recordar aquí los aspectos universales que afectan al acto del cognoscente. La proposición “César cruza el Rubicón” fue tan verdad hace veintitrés siglos como hoy. Y tan verdad como cuatro y dos son seis. La verdad individual desborda el tiempo, trasmitiéndose a través de las generaciones por medio de la inteligencia de los suje­tos que componen esas generaciones.

Por último, la historia logra seguridad en su conocer. Esta segu­ridad le otorga carácter científico, por dos razones. Debido, en pri­mer lugar, al método riguroso que utiliza para lograr certeza –se verá en otro apartado–, por el cual progresa razonadamente y veri­fica permanentemente sus resultados. Y debido, en segundo lugar, a que establece “explicaciones” que relacionan los hechos entre sí y con sus antecedentes, según se vio en el capítulo anterior. La cientificidad de la historia no reside tanto en el aspecto “causal” cuanto en el aspecto “crítico”. La historia se opone así al conoci­miento vulgar de la experiencia cotidiana; elabora su conocimiento en función de un método sistemático y riguroso. Por eso no puede confundirse con una obra estética. Aunque la narración pueda ha­cerse con notable estilo literario, hay que remitir su aspecto cien­tífico al carácter probativo de sus juicios: en el arte se considera primariamente la belleza de la obra acompañada de placer; en la historia se considera primariamente la verdad del juicio singular acompañada de la adhesión de la mente al real despliegue humano. La historia es conocimiento explicativo, según las exigencias de su objeto, que es pasado y no observable directamente.

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b) Hipótesis y verificación

Se ha objetado que la historia no puede aspirar a la certeza de las ciencias positivas, porque carece de la posibilidad de observar directamente los hechos estudiados (el historiador sólo tiene restos y testimonios del fenómeno pasado) y de experimentar sus distin­tos aspectos (el historiador no puede volver a desencadenar ese fe­nómeno en su trabajo), dos fulcros en que al parecer aquéllas se apoyarían.

A esta objeción contra la cientificidad de la historia cabe res­ponder que la experimentación no es un elemento constitutivo de la ciencia positiva. Ésta realiza, primero, la observación de un campo fenoménico; establece luego una hipótesis (para expresar el orden en que los fenómenos se relacionan), induciéndola de la ob­servación de aquel campo de realidad; a continuación, y desde esa hipótesis, hace la deducción de unas conclusiones implicadas en ella; y finalmente se aplica a la verificación de lo deducido (realiza el contraste entre lo pronosticado en las conclusiones y los sucesos observados, confirmando o rechazando la hipótesis). Observación, hipótesis, deducción y verificación constituyen los elementos es­tructurales del método de la ciencia positiva. El experimento (la repetición de un proceso que opera sistemáticamente sobre una variable dentro de una situación estable) puede facilitar la prueba o las secuencias fenoménicas, pero no constituye la explicación científica. La prueba está en la verificación de las deducciones implícitas en la hipótesis.

Visto de esta manera, el método del historiador coincide sus­tancialmente con el de la ciencia positiva. Porque el trabajo del historiador no parte propiamente de unos “hechos completos” que se reflejan en su mente inerte. Más bien, se aproxima paulatina­mente a lo “real” histórico desde una activa actitud intelectual.

Primero, sobre el campo de su interés formula una problemática (estructurada en una hipótesis), lo que conduce a la elaboración de una heurística que, en contacto con los documentos, desencadena operaciones de crítica e interpretación. El proceso de estas opera­ciones es lógicamente análogo al que utilizan las ciencias positi­vas: el historiador hace una pregunta concreta a un documento se­leccionado (lo cual es el equivalente de la deducción de conclusio­nes). «Luego de verificada la hipótesis (no sin haberla retocado muchas veces), se llega a establecer un “hecho”: éste no es un dato inicial, sino el resultado de todo ese trabajo de elaboración»[3].  Si el historiador «no se plantea problemas –dice L. Febvre–, o planteán­doselos no formula hipótesis para resolverlos, está atrasado con respecto al último de nuestros campesinos. Porque los campesinos saben que no es conveniente llevar a los animales a la buena de Dios para que pasten en el primer campo que aparezca: los cam­pesinos apriscan el ganado, lo atan a una estaca y le obligan a pa­cer en un lugar mejor que en otro. Y saben por qué»[4]. Que un he­cho esté científicamente elaborado significa que viene precedido de dos operaciones del “método positivo”: plantear problemas y formular hipótesis[5], lo cual no significa traicionar el hecho, sino posibilitar su desvelamiento. No basta abrir los ojos sin previsión para que el hecho aparezca y sea registrable. La observación es ya una interpretación. Sólo porque el investigador plantea problemas y formula hipótesis puede posesionarse de la realidad. «Cuando el entendimiento elabora una pregunta, formula enseguida una o va­rias respuestas posibles: una pregunta precisa (y sólo las de este carácter son útiles en historia) se presenta bajo el aspecto de una hipótesis por verificar: “¿No será cierto que…?”. Sin duda, mien­tras se lleva a cabo la verificación, la hipótesis volverá la mayoría de las veces a ser puesta, corregida y transformada hasta hacerse difícilmente reconocible, pero esto no quita que en el punto de partida haya habido un esfuerzo creador del historiador, que ha comenzado elaborando una imagen provisional del pasado»[6].

De modo que el historiador «comienza su tarea planteándose una cuestión; acto seguido, reúne una serie de documentos perti­nentes, a cada uno de los cuales asigna, mediante un análisis pre­liminar, cierto grado de credibilidad. Imagen aún muy elemental: el progreso del conocimiento se realiza a través de ese movimiento dialéctico, circular o, mejor, helicoidal, en el que el espíritu del historiador va pasando sucesivamente del objeto de su investiga­ción al documento del que se sirve y recíprocamente. La cuestión, la pregunta que ha desencadenado el proceso no sigue siempre idéntica a sí misma: al contacto con los datos del documento no cesa de trasformarse»[7].

Hay verdad humana. Pero afectada de “historicidad”: su índole es finita, inacabada, perfectible.

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4. La “verdad” en la historia

a) Los elementos “a priori” de la historia

Hay varios factores que intervienen “desde fuera” en la elabo­ración teórica del curso histórico, a pesar de que el investigador debe ten­der a la máxima objetividad.

1. En primer lugar, en la selección de documentos y en la emi­sión de juicios influyen las ideas y doctrinas del investigador (las que brotan de su intrahistoria, diría Unamuno; o de su “estilo de vida”): no se debe exagerar la independencia científica del histo­riador, como si éste fuese un sujeto que sólo se aplica a la reconsti­tución de los hechos, excluyendo toda idea directriz o todo con­cepto filosófico. Esto es imposible en historia. Narrar exactamente los hechos humanos implica atender a las exigencias estéticas, éti­cas y religiosas de nuestro ser, cuyas valoraciones intrahistóricas acompañan siempre al historiador. Incluso la moda influye en el modo de escoger, interpretar y organizar la historia.

El historiador va hacia el pretérito (para incluir el dato bruto en un sistema elaborado) con dos tipos de conceptos: los espontáneos o comunes y los reflejos o propios.

a) Los conceptos comunes tienen una extensión universal, pues se aplican al hombre de cualquier época o país. Algunos de ellos son tomados directamente de la vida ordinaria, y están vertebrados por la intrahistoria o por la mentalidad[8], por el “estilo de vida” (tales son las ideas de hombre, hijo, familia, individuo, mujer, odio, amor, vida, muerte, etc.). Otros se aceptan en cuanto están ya elaborados, bien por las “ciencias de la naturaleza” (masa, acele­ración, movimiento solar, cuerpo, afección somática, puñal, pis­tola, etc.), bien por las “ciencias del hombre”, como la antropolo­gía (conceptos de libertad, espíritu, voluntad, desesperación, etc.), la moral (conceptos de crueldad, vituperio, alabanza, etc.), la so­ciología y la política (conceptos de democracia, monarquía, legali­dad, dictador, senado, conspiración, victoria, etc.).

El historiador aporta espontáneamente a su investigación una antropología, una sociología y una moral, sobre cuyos fundamen­tos no ha reflexionado posiblemente nunca. La validez de estos conceptos para la historia depende del grado de verdad que las disciplinas respectivas les otorguen previamente. No es, pues, indi­ferente para el historiador cualquier teoría del hombre y de la so­ciedad. Esta callada presencia de conceptos universales no hace del conocimiento histórico algo relativo –en el sentido de subjeti­vista–, sino algo dependiente, «y hablando con propiedad, depen­diente no de la manera de ser del historiador, de su mentalidad, de su tiempo, sino más bien de la verdad de la filosofía implícita, y es de desear que explícita, que le haya servido para elaborarlos»[9].

Esto significa que hay una “analogía” de la verdad: nuestros conceptos del presente no son tan absolutamente heterogéneos (equívocos) respecto de las realidades del pasado que no podamos decir nada de éste. Si el uso de la analogía posibilita la ciencia, la historia es deudora máxima de ella[10].

b) Aporta también el historiador a su investigación conceptos reflejos o propios –específicos de cada investigador–. Tendrá con­ceptos que sirven para sólo los miembros de un conjunto: así, los concep­tos de actos, cosas, palabras de una civilización que, como la anti­gua Roma, designan instituciones (patricio), instrumentos (molino de mano), útiles (toga), maneras de actuar (adopción), de pensar y sentir (devotio), etc . Y tendrá otros conceptos que sirvan para sólo un conjunto de entre varios, conceptos que denotan, por ejemplo, un período de la historia política (como “Revolución francesa”), de la historia del arte (como “Barroco”), del pensa­miento (como “Sofística”), etc. Se trata en este caso de “tipos ideales” (Ideal­typen según Weber[11]), cuyo grado de abstracción deja fuera mucha riqueza de la realidad: el pasado real es siempre más denso que lo recogido en cualquiera de estas ideas, las cuales, por útiles que sean, deben ser revisadas continuamente. El peligro estriba en hipostasiar tales nociones, confiriéndoles el valor de una esencia real. Es lo que ha ocurrido con los llamados “períodos” históricos: en vez de tomarlos como clasificaciones provisionales, dependientes de un punto de vista pedagógico, han sido consi­derados como determinación de esencias.

Pero todo esto no hace que el juicio histórico se limite a ser una determinación categorial a priori o arbitraria, porque entonces las conexiones que los hechos históricos tuvieran entre sí serían sólo sobreimpuestas, inyectadas en ellos desde la mente para establecer un orden presente allí donde sólo habría caos. Los autores que consideran todavía fecunda la teoría kantiana del conocimiento defienden cierto apriorismo sobre el pasado –el cual sería el pre­sente mismo del historiador–.

Con todos estos factores “previos” –y aunque el conocer histó­rico está condicionado por los elementos que permiten elaborarlo–, la historia no crea arbitrariamente las categorías que expresa; a lo sumo las resucita, impulsada por el interés y la imaginación crea­dora del investigador. El saber humano, a pesar de su historicidad, no crea la realidad. Y si bien conocer no es mirar pasivamente lo real, tampoco es inventar o desarrollar una dialéctica a priori de conceptos. El objeto del conocimiento histórico es algo fuera de la mente del que conoce, fuera del observador, y además difícilmente atrapable por ser pasado.

2º. Pero, en segundo lugar, interviene la psicología del historia­dor y de los testigos. Algunos aspectos subjetivos pueden provocar graves interferencias en el establecimiento de los hechos. Sin em­bargo, otras cualidades potencian la labor histórica: como el in­terés, el talento, el espíritu crítico, la preparación técnica, la madu­rez intelectual, la afinidad psicológica con el asunto. Si este a priori faltara, sólo se obtendría, en el mejor de los casos, mera erudición.

El interés y la imaginación que el historiador debe tener para realizar su labor responden a la simpatía que él muestra por el fondo humano del pasado que estudia (Weber propone una Einfüh­lung, un sentimiento que nos hace penetrar en el objeto). La sim­patía es una actitud antropológica relacional; y se dirige a conectar con el fondo humano de los hechos pasados. La comprensión del otro alejado en el tiempo es en el fondo el asunto del conocer his­tórico. Podría decirse, con palabras de Claudel, que este conoci­miento (connaissance) es conacimiento (conaissance). El sujeto lleva la intención de encuentro para comprender desde dentro lo humano que el pasado ofrece a través de signos e indicios. Por contraposición, el odio cierra muchas dimensiones de ese pasado. Decía San Agustín que «nadie es conocido sino por la amistad» (nemo nisi per amicitiam cognoscitur). Y Santo Tomás afirmaba que el amor es la causa de la forma más eminente del conoci­miento: el de connaturalidad. Pues el amor nos une con el objeto, implica una connaturalidad de la voluntad con el bien amado. Cuando el historiador se deja arrastrar por prejuicios morales o re­ligiosos frente al pasado, cuando se encastilla en una valoración política o social, cierra la fuente de la simpatía y abre una espita que reduce a pura conveniencia coyuntural –y distorsiona incluso– los acontecimientos pretéritos. Sin la simpatía no sería posible la comprensión y la inteligibilidad del documento, o sea de las pala­bras, de la mente y de la verdad del otro ser lejano en el tiempo.

Esa inteligibilidad da garantía a la verdad histórica, una verdad que ni es dogmática (porque no se apoya directamente en el objeto, y está condicionada externamente por las dotes del historiador), ni es escéptica (porque se basa en la inteligibilidad del testimonio). Ni objetivismo puro, ni subjetivismo puro. Siempre cabe distinguir entre lo que es interpretación subjetiva del historiador y lo que es interpretación objetiva. Eso sí, la historia no encierra una certeza matemática; pero tampoco es un creación pura del historiador. El cientificismo –que tanto los positivistas como los idealistas lleva­ron a la historia– hizo imposible la inteligibilidad de los hechos pretéritos. Sin la obra del historiador no se hace presente el pasado. Sin la pregunta ingeniosa que abre el campo de elementos que en­trarán en la respuesta, no se comienza a observar ni a describir. No hay observación aséptica y desinteresada en el comienzo de la ciencia. Es más, sin este núcleo de interrogación, no es posible cualquier ciencia. Tampoco, claro está, la historia.

Este interés de búsqueda, esta simpatía sincera depende de las capacidades e incapacidades intelectuales presentes en el sujeto. Eso no quiere decir que el pasado no obligue, como sostiene Lucien Febvre[12]. El pasado real, in facto esse, obliga. No está re­ñida la simpatía con la crítica (con el control de las conclusiones por varios investigadores). Cuestión distinta es que el pasado sólo responda a las preguntas (hipótesis) que se le hacen desde el pre­sente. Los nexos que de este modo expone el historiador son redes hipotéticas que tienen vocación de traducir el mismo orden de la realidad histórica.  Y así es como el conocimiento histórico capta en su objeto no un vago producto mental, sino una real de­terminación intrínseca, susceptible de ser mejor tocada en una ul­terior aproximación. «La verdad completa, adecuada, de la realidad histórica sería la síntesis de todas esas imágenes que los períodos sucesivos se hacen de ella. Se nos escapa y nos deja por consi­guiente con un conocimiento aproximativo del pasado. Conoci­miento que no es falso, sino incompleto, susceptible de ser siempre profundizado, conocimiento que, a pesar de no quedar jamás absolutamente purificado de la aportación del sujeto cognoscente, está lo suficientemente libre de esa aportación como para que la imagen no sea una caricatura ni una simple proyección de nosotros mismos en el pasado»[13].

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b) El “círculo hermenéutico”

Responsable de la permanente corrección de la hipótesis es, a no dudar, la realidad misma del hecho. Las preguntas que el investi­gador hace implican ya respuestas que se formulan como hipótesis. Pero «en cada espiral sucesiva de nuestro simbólico helicoide, la hipótesis es formulada de nuevo, corregida, completada, con lo cual, poco a poco, nace y crece el conocimiento histórico»[14]. Esto significa que la elaboración de la historia no se produce en dos fa­ses terminantes: la apreciación del valor del documento y la con­clusión de él al pasado. Los documentos son comprendidos si se vuelve a ellos sin cesar; y, en esa vuelta o círculo, queda com­prendido también «el pasado humano cuyos vestigios conservan y del que nos ofrecen su testimonio»[15]. Aunque parezca que el histo­riador crea sus materiales, en realidad los recrea: no ronda al azar por el pasado en busca de despojos, sino que parte con un proyecto preciso en la mente, un problema que se debe resolver, una hipóte­sis de trabajo por verificar[16]. Hay que poner en obra la invención, la elaboración inteligente.

A partir de Kant, muchos teóricos de la historia  han sostenido que el sujeto pone la “estructura” misma de lo histórico, la cual se­ría expresión de las condiciones aprióricas y subjetivas que se en­cuentran en nuestra razón y en nuestros sentidos. Por esas estructu­ras aprióricas se legitimaría y se posibilitaría la experiencia histó­rica y la ciencia. Con ello se hace idealista la concepción de la historia: el hecho histórico queda incorporado a la subjetividad de las vivencias del presente; y el pasado histórico equivale a una plasmación subjetiva. Cada subjetividad tendría su pasado. Por tanto, el pasado sería tan difícil de prever como el futuro.

La comprensión histórica no sería “reproducción” del objeto, sino “composición” de éste. Los objetos de la historia surgirían como producidos por una síntesis del entendimiento. Lo histórico carecería en sí mismo de forma y significado: sólo la razón hu­mana le otorgaría a priori su ser y su significación. Por ejemplo, para Droysen, cuando la ciencia histórica «se asienta en el hecho objetivo, desconoce la naturaleza de nuestros materiales históri­cos. Lo que ella designa como hechos objetivos, una batalla, un concilio, una revuelta, ¿existieron como tales en la realidad? ¿No son más bien los actos de muchos, numerosos pormenores de un hecho, reunido como tal únicamente por la imaginación humana, conforme a un objetivo, o impulso, o efecto, etc., común a esos pormenores?»[17]. También para Dilthey «los objetos exteriores, to­das las espadas, todas las coronas, el oro y las rejas del arado, ne­cesarios al historiador, son precisamente partes integrantes de las vivencias»[18]. Lo cual quiere decir que el pasado carece de valor propio o en sí, y todo su sentido le viene del proyecto del investi­gador: proyecto que es un futuro. Por lo que la realidad del pasado histórico y su consistencia ontológica viene del futuro.

Dado que el futuro figura como “aún no”, es en verdad algo huero, no comprometido en nada, y menos con el pasado que ya no es. Este preámbulo huero es el que posibilitaría toda la realidad y esencialidad del pasado humano. «Un nuevo descubrimiento –co­menta Bollnow interpretando a Dilthey– de una época (o de un hombre) históricamente pretérita ya no es ahora una nueva luz que cayera sobre un objeto firme en sí, de tal modo que éste sólo sería visto o valorado distintamente, sino que la realidad misma se hace otra bajo la influencia de este descubrimiento, es transfigurada en el momento en que un nuevo efecto surge de ella. Realidad y efi­ciencia coinciden estrictamente»[19].

Es claro que en este proceso acecha el idealismo: «No existe una realidad histórica que esté ya toda hecha antes de la ciencia», decía con una abultada simplificación Collingwood[20]. El futuro tendría aquí la primacía interpretativa, lo cual es subrayado, bajo la expresión de “círculo hermenéutico”, por Heidegger y Gadamer[21]. Esto significaría que el conocimiento recibe su forma y su realidad de la actividad misma de la mente proyectada al futuro.

Lo cual es un error. Porque la validez de las hipótesis depende siempre del proceso de verificación y de su conveniencia objetiva –respecto de los datos documentales referentes a un hecho real, y no a un futuro proyectado–.

Cierto es que el pasado se concibe como un hecho conexo si, unificado por un concepto, toma la configuración de un complejo de condición y condicionado, de fin y realización. Y es cierto también que otros pueden concebir los mismos pormenores de un modo distinto, combinándolos con otras condiciones o fines. Pero esto no tiene nada que ver con el idealismo ni el subjetivismo, sino con la posibilidad real que el hombre tiene de conocer, sólo de modo progresivo, fines y valores reales u objetivos: habrá investi­gadores que seleccionen ciertos valores; otros destacarán valores distintos. Puede incluso que unos y otros se equivoquen en los fi­nes y valores distinguidos. Y es posible que todos esos fines y va­lores que unos y otros destacan existan a la vez, sólo que de ma­nera jerárquica, de suerte que lo enfatizado en un caso sólo deba ocupar un puesto secundario en el orden real de los hechos.

La realidad de los hechos y de los valores en ellos encarnados espera siempre al investigador. Lo importante es que él acierte. Porque el pasado histórico es una “realidad acaecida o sucedida”; y el hecho pretérito es algo perfectum, no un imperfectum que dura renovándose en cada ocasión. La auténtica realidad del pasado no es adquirida en un estadio posterior de desarrollo. La historia no es manipulación, sino descubrimiento de realidades: parte de la reali­dad misma del pasado y ha de mantenerse en contacto ininterrum­pido con ella.

A lo cual debemos añadir que la historia, más que ninguna otra ciencia, debe practicarse en la intersubjetividad, justo porque «respecto de la grande, profunda y verdadera historia, es casi im­posible que dos espíritus se planteen sucesivamente las mismas cuestiones, en función de la misma visión general de su destino»[22]. Se debe aspirar a la “universalidad intersubjetiva” –una verdad válida para todos– y no a la “impresión de lo que vale para mí”. El método de la historia, en su primitivo sentido griego, proporciona «la condición fundamental de la verdadera ciencia: la comunicabi­lidad, la universalidad, la posibilidad de acceso por todo el mun­do»[23]. Y ello, a la vez, en virtud de una “universalidad objetiva”: no es una colección de datos esparcidos sin orden ni concierto. Mas para que esto último se alcance hay que salir al encuentro del objeto con la luz del espíritu.

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c) Un punto álgido: la suspensión del pasado.

Uno de los problemas más acuciantes que la historiología dia­léctica plantea estriba en la consistencia que el pasado tiene para el hombre. De esta consistencia depende el tipo de consideración científica y moral que sobre el tiempo histórico se realice. Si, por ejemplo, se estima que el pasado carece de realidad y que, por tanto, puede ser dominado por el hombre, surgirá una visión de la historia diametralmente opuesta a la que tenga un pensador con­vencido de la realidad inmutable del pasado.

Cuando, en la perspectiva de la historiología dialéctica, el sujeto toma una iniciativa creadora sobre el curso total de la historia, su presente mental, su esbozo interpretativo, viene a formar parte constitutiva del suceso histórico. De suerte que la realidad acaecida del pasado se convierte en un mero “material” histórico. La verdadera realidad formal, la auténtica constitución ontológica de lo histórico, se logra entonces gracias a la interpretación. Dicho en lenguaje kantiano: dado que la síntesis trascendental que hace el sujeto constituye el mundo empírico, porque el yo hace formal­mente que la realidad sea inteligible, también la interpretación o la hipótesis que el yo se forma para interpretar los textos (históricos) constituye lo interpretado, el pasado histórico.

Si el pasado es sólo un “mero material”, una simple posibilidad del yo actual presente, entonces el pasado se estira hacia adelante, se hace un posible, un futuro para nosotros. Así las cosas, la “obje­tividad” de la realidad acaecida se convierte en la “subjetividad” de una posibilidad futura. Lo que al historiador le interesaría ya no es lo “pretérito” como pretérito, o sea, como algo que tiene la so­lidez ontológica de lo inamovible, la constitución de un “acto sido”, sino la “posibilidad” que se halla en el pretérito: su interés se centraría en el “pretérito como posibilidad”, como potencia que puede ser otra vez actuada por el presente espiritual del histo­riador; el pretérito vendría a ser una mera posibilidad repetible del yo actual. En cuanto “repetible” podría siempre reactualizarse de distintas maneras.

La comprensión histórica no sería una una post-comprensión, es decir, una comprensión contemplativa y desinteresada de lo ya acaecido, cuya consistencia tendría la necesidad de no poder ser revocada ni siquiera por el mismo Dios (pues ni Dios podría hacer que lo sido no haya sido). La comprensión histórica sería pre-comprensión, la cual coloca un pretérito en la perspectiva de un “hacia dónde”. La comprensión de una época histórica, o incluso de una fuente histórica, se haría mediante la pre-comprensión, aplicando un “todo significativo”, una hipótesis constituyente, al material histórico preexistente. Pero la pre-comprensión surgiría a su vez de la situación presente, desde los intereses y pasiones de la subjetividad. Podría decirse entonces que la historia de Roma es­crita por Mommsen es la historia del historiador Mommsen. Como dice Gentile, asumiendo la tesis idealista: «La historia es propia­mente la historia del puntual acto pensante,  por el que el historia­dor crea a la vez su historiografía y la historia respectiva; por eso Mommsen escribe la historia de Roma, pero proyecta al mismo tiempo sobre la pantalla de la realidad en que se fija su pensa­miento una determinada realidad histórica, una Roma, una República de Roma que no es la de Livio, ni la de ningún otro que haya intentado conocerla»[24].

De ese constructivismo trascendental muchos movimientos filosóficos modernos son herederos[25]. Se supone aquí que la reali­dad conocida no es más que el sujeto mismo que la conoce. La realidad actual de la historia se convierte en la vida del propio yo que la piensa. Por eso, bien podría definirse, con Croce, la historia como «el conocimiento del eterno presente»[26]: un presente que se identifica con el pensamiento actualizado, donde el tiempo no es como un pasado, sino como un presente constituido por las ideas del historiador. No hay ya propiamente “tiempo en sí”, sino rea­lidad de pensamiento.

En cambio, para la filosofía clásica, todo lo que al hombre le ha pasado, o sea, todo lo que para el hombre es pasado, no está en absoluto a su disposición. Ya no puede cambiarlo. Esto no quiere decir que en su momento no fuera libre. En su día, mientras se ejecutaban, los hechos históricos se hallaban envueltos en las sombras del porvenir. Pero en cuanto ya pasados, se les ha su­primido la posibilidad, de modo que lo sido se equipara a la esen­cia matemática. La muerte de Felipe II ocurrió en 1.598; y es ya tan imposible que ocurra en 1.998 como imposible es que el cír­culo sea cuadrado. El presente de la libertad es, claro está, con­tingente. Pero esa contingencia la pierde en el ámbito del pasado histórico. Decía Santo Tomás: «La fuerza y la potencia de las cosas se extienden a lo que es o a lo que será, pero no a lo que fue; por tanto, no hay que atribuir la posibilidad a las cosas pretéritas»[27].

Una vez que los objetos contingentes se tornan necesarios por entrar en el pasado, queda abierta la vía científica del conoci­miento histórico, el cual considera un objeto inmutable, suscepti­ble de ser captado con verdad y objetividad. La verdad de la histo­ria se basa en el sólido fundamento de la realidad de lo pretérito.

De ningún modo puede negarse que el historiador va con ideas hacia el pasado, para comprenderlo cada vez mejor: va con princi­pios morales, con ideas generales, con valores, con conceptos pro­pios de su entorno cultural o tecnológico, mediante los cuales dis­cierne el significado que cada hecho pasado tiene. Y en virtud de este acervo intelectual se pronuncia también acerca de la verdad y del error implicado en los hechos acaecidos, sobre su decadencia o su progreso. Pero todos estos conceptos y valores han de ser legí­timos, previamente justificados en una filosofía realista.

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d) La historia y las “otras” ciencias

En la definición de la historia se destacaba el género (“narra­ción”) y la diferencia (ser verdadera). En el aspecto de verdad queda implicado el valor del método utilizado, así como el de los expedientes y técnicas de que dispone. «Por la palabra verdadera se distingue la narración histó­rica de la fabulosa y poética: porque aquélla toda es fingida y falsa; y ésta sobre lo verdadero suele fingir, de suerte que desqui­cia la verdad»[28].

Los historiadores están convencidos de que su narración, siendo científica y pretendiendo la verdad, no tiene el mismo cariz que el conocimiento conseguido por un físico o un biólogo en sus propias materias. Y esto ha llevado a que muchos filósofos modernos, como Ortega, vean en el proceder del historiador incluso una forma de razón distinta de la desplegada en la ciencia físico-mate­mática. La tesis de Ortega no para aquí: sostiene además que la ra­zón histórica es “realista y transcendente”, mientras que la razón físico-matemática es “idealista e inmanente”; de modo que sólo la razón histórica penetraría en el núcleo de nuestra realidad.

Ortega no justifica suficientemente este corte gnoseológico. Porque la razón humana es histórica en todas sus formas (la histó­rica y la física): en su ejercicio funciona pasando de la potencia al acto. En virtud de que, por su conexión a la sensibilidad, no es di­rectamente intuitiva ni penetra de golpe en la verdad, va a la cosas por aproximación progresiva, por un proceso en el que los elemen­tos anteriores apoyan a los posteriores. Todos los conocimientos elaborados por la razón tienen también una historia.

Resumiendo. La razón, en su forma progresiva de explicar, muestra dos flexiones: la narrativa o histórica (que explica con­tando) y la legisladora (que explica por leyes referentes a los fe­nómenos naturales). Y en ambas es realista y se encuentra con realidades.


[1] Hay tres tipos de certeza científica: la metafísica, la física y la moral. El fundamento objetivo de cada una de ellas es distinto. El de la primera es una ley ontológica absoluta: esta certeza se basa en leyes de lo real que no admi­ten anulación; tal es la necesidad de los primeros principios, la de las verdades matemáticas y la de los meros hechos de existencia (“llueve”). El fundamento de la segunda es una ley natural que admite la posibilidad de excepción (por intervención de una causa imprevista), siendo inductivo el conocimiento de las leyes que determinan esta certeza. La certeza moral tiene su fundamento objetivo en una ley moral (también llamada ley de libertad) que indica cómo obran regularmente los hombres con su libertad, la cual no flota en el vacío, pues se encuentra atada a las determinaciones del cuerpo, a las constantes del medio y a la presión de las costumbres. En este último sentido también se puede hablar de “leyes de la sucesión de los actos humanos”; por ejemplo, las comprendidas en sentencias, máximas y proverbios que expresan la manera de ser y de obrar de los hombres, bajo la influencia del carácter o de la educa­ción. Esas leyes son como generalizaciones de lo que enseña la experiencia de la vida. Y como no se verifican siempre y en todos los casos, su universalidad no es estricta. Pero, como expresan la “frecuencia” de una relación, son dig­nas de crédito, pues afir­man categóricamente lo que es verdad en la mayoría de los casos. Y dentro de esos límites, fundan una inferencia rigurosa.

[2] Han Kellner, «A Bedrock of Order: Hayden White’s Linguistic Huma­nism», 27.

[3] I. Marrou, El conocimiento histórico, 219.

[4] L. Febvre, Combates por la historia, 44.

[5] L. Febvre, Combates por la historia, 43.

[6] I. Marrou, El conocimiento histórico, 49.

[7] I. Marrou, El conocimiento histórico, 93.

[8] «Mentalidad es ese pensamiento anterior al pensamiento, ese humus men­tal en que la idea más personal debe forzosamente enraizarse, esa tabla innata de categorías y de valores, en una palabra, el conjunto de esas asun­ciones implícitas que nos son impuestas por nuestro medio y que regulan nuestros juicios. Tales principios son difíciles de descubrir […]. Las ideas de cambio, de tiempo, de lugar, de movimiento, de causalidad, de existen­cia, del ser mismo, aunque pueden siempre definirse lógicamente en los mismos térmi­nos, no son nunca concebidas de la misma manera: según las épocas y las es­cuelas, revisten matices particulares». Jean Guitton, Le Temps et l’Éternité chez Plotin et Saint Augustin, 12.

[9] I. Marrou, El conocimiento histórico, 113-114.

[10] «La imagen que nos hacemos del pasado se forma por analogía con el pre­sente, bien porque nos llamen la atención las semejanzas que los acer­can, bien porque nos detengamos en las desemejanzas que los separan y oponen […]. Sólo por una comparación atenta de los hechos del pasado con otros hechos análogos tomados de épocas y de países diferentes,  pero sobre todo con los hechos mejor conocidos por nosotros, con los hechos presentes observados di­rectamente por nosotros, podremos penetrar en su carácter, precisar su impor­tancia». G. Monod, «Histoire», 384.

[11] «Se obtiene un “tipo ideal” cuando se acentúa unilateralmente uno o va­rios puntos de vista, asociándole una multitud de fenómenos dados aisla­da­mente, difusos y discretos […], para formar un cuadro de pensamiento ho­mogéneo. No se encuentra empíricamente en ninguna parte semejante cuadro en su pureza conceptual: es una utopía. El trabajo histórico tiene la tarea de determinar en cada caso particular cuánta realidad se incluye o se elimina de este cuadro ideal». Max Weber, Essai sur la théorie de la science, 181. R. Aron, La philosophie critique de l’histoire,  232-235.

[12] «El pasado no obliga. El hombre no se acuerda del pasado; siempre lo re­construye. El hombre aislado es una abstracción. La realidad es el hombre en grupo. Y el hombre no conserva en su memoria el pasado de la misma forma en que los hielos del norte conservan congelados los mamuts milena­rios. Arranca del presente y, a través de él, siempre conoce e interpreta el pasado». Lucien Febvre, Combates por la historia, 32.

[13] A. Brunner, La connaissance humaine, 314-315.

[14] I. Marrou, El conocimiento histórico, 93.

[15] I. Marrou, El conocimiento histórico, 93.

[16] L. Febvre, Combates por la historia, 22.

[17] Droysen, Historik, 97. «Se desconoce la naturaleza de las cosas de las que se ocupa nuestra ciencia, cuando se piensa que se tra­baja con hechos objetivos. Los hechos objetivos con su realidad no se hacen presentes en nuestra ciencia. Lo sucedido objetivamente en un pasado cualquiera es algo totalmente distinto a lo que se conoce como hecho histórico». Historik, 133.

[18] W. Dilthey, Gesammelte Schriften, VII, 334.

[19] O. F. Bollnow, Dilthey, 1955, 122.

[20] Collingwood, The idea of History, 257, 246.

[21] H. G. Gadamer, Wahrheit und Methode, 283.

[22] I. Marrou, «Comment comprendre le métier d’historien», 1522-1523.

[23] A. Brunner, La connaissance humaine, 315.

[24] G. Gentile, Sistema di lógica, II, 251.

[25] En no pocos círculos teológicos se ha impuesto la iniciativa trans­cendental de la historiología dialéctica. Por ejemplo, Bultmann, en su libro Iesus Christus und die Mythologie (Hamburg, 1964), afirma: «Yo creo que nuestro real interés se cifra en escuchar lo que la Biblia tiene que decirnos en nuestra situación actual, escuchar lo que realmente tiene que ver con nuestra vida, con nuestro espíritu» (p. 58). Esto sig­nifica que la comprensión histórica tiene dos polos: de un lado, la pala­bra evangélica se comprende desde el ahora de la si­tuación subjetiva; de otro lado, la situación subjetiva, mi ahora, se comprende desde la pala­bra evangélica, la cual en­cierra el Jesús que he proyectado pre­via­mente. Por eso puede decir Bultmann: «La palabra de Dios es Palabra de Dios cuando sucede aquí y ahora, pero no de modo que pueda mi­rarla retros­pectivamente como un hecho histórico del pasado» (Ib., p. 97).

[26] B. Croce, Teoria e storia della storiografia, 50.

[27] C.G., II, 84, n. 1686.

[28] Gerónimo de San José, Genio de la Historia, 84-85.