1. Dimensiones de la historia
En su juventud pensaba Unamuno[1] que la Historia al uso «nos enseña a conocer más bien a los hombres que no al hombre; nos da noticias empíricas respecto a la conducta de los unos para con los otros, más bien que una visión de su esencia […] La Historia nos muestra más bien sucesos que no hechos»[2]. Sin embargo, a pesar de que este tipo de Historia lo hastiaba, leía «a historiadores artistas, y sobre todo a los que nos presentan retratos de personajes. Me han interesado siempre las almas humanas individuales mucho más que las instituciones»[3]. Y en su madurez confiesa que sorbía muchos libros de historia[4], justo aquellos que, como decía Nietzsche, no nos desvían negligentemente de la vida y de la acción. Una cosa es el libro de historia cuyo contenido se resuelve en su cáscara de citas; y otra cosa es el libro que cala el fondo y la forma de los hechos históricos, aunque la corteza de erudición esté resquebrajada en algunos puntos.
Lo que de verdad considera Unamuno insuficiente es el mero «erudito de historia». «Los eruditos se limitan a publicar textos, ateniéndose a la letra y fingiendo desdeñar la imaginación, ya que no les ha sido concedida»[5]. Pero, ¿de qué tipo es la imaginación en historia? «Imaginación es la facultad de crear imágenes, de crearlas, no de imitarlas o repetirlas, e imaginación es, en general, la facultad de representarse vivamente, y como si fuese real, lo que no lo es, y de ponerse en el caso de otro y ver las cosas como él las vería»[6].
El buen historiador es aquel que puede utilizar esa productiva imaginación que halla imágenes nuevas y sabe superar «la facilidad de traer prontamente a expresión y de cambiar de diversos modos las imágenes hechas, sacadas del común y tradicional acervo»[7] . En esto veía Schopenhauer, en su libro El mundo como voluntad y como representación, § 51, una afinidad entre la historia y la poesía. Pero esa imaginación creadora no debe ponerse al servicio de la pura afabulación. En este caso sólo nos legaría novelas. La imaginación histórica es más fuerte que la imaginación poética: «Imaginar lo que sucedió realmente exige mayor contracción de espíritu que inventar sucesos fantásticos»[8].
El historiador ha de esforzarse imaginativamente (no fantasiosamente) en que en sus páginas viva lo presente. Cuando resucita siglos muertos, es porque los anima con un soplo de algo profundo que recibe del presente; y a esa dimensión profunda que habita en el presente llama Unamuno la intrahistoria eterna.
Los historiadores que ignoran esa dimensión profunda, incrustada en el interior del presente, son meros hechólogos, «concienzudos picapedreros que a maza y martillo labran las piezas de granito de la torre de Babel»[9]. Lo que verdaderamente debe interesar al historiador es el «hecho total y vivo, el hecho maravilloso de la vida universal», porque las menudencias se reducen a polvo en el que desaparece la realidad viva[10]. Es preciso conocer la estructura esencial de la historia, antes de hacer historias.
Podría decirse, sin lugar a dudas, que en esa estructura esencial Unamuno comprende una doble dimensión: la morfológica y la teleológica. La dimensión morfológica se constituye en la tensión de la historia a la intrahistoria. La dimensión teleológica se realiza en la tensión de la historia a la suprahistoria. La primera culmina su proceso en una totalización inmanente: Unamuno se esfuerza en buscar «por el camino de la diferenciación la integración suprema»[11]; la segunda en una totalización transcendente. Totalización inmanente y transcendente no son dos aspectos superpuestos, externamente conectados, sino dos momentos constitutivos de un mismo movimiento, cuyo sujeto es propiamente lo que Unamuno llama «pueblo», contrapuesto a «nación».
Pues bien, el factor interior tanto al aspecto morfológico inmanente como a la dimensión teleológica transcendente es la religión. La idea de patriotismo expresa la totalización realizada en la tensión entre historia e intrahistoria, entre tiempo y eternidad, entre curso contingente y tradición eterna. Y la religión, que inicialmente responde al ansia de inmortalidad del hombre, es su clave de bóveda.
Estas son las tesis que desarrollaré en este apartado sobre Unamuno, dedicado, en una primera parte, a la totalización inmanente; y en una segunda, a la totalización transcendente de la historia.
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2. Tradición y progreso
Todo lo que, como suceso histórico, ha sido vivido por la mente, por la voluntad o por la afectividad, deposita en silencio su núcleo esencial en el hondón del espíritu, y allí se organiza a oscuras como hábito, como posesión estable. Se trata de un proceso de sedimentación constante, aunque lenta y tamizada, de la realidad en nuestra intimidad. Este poso no es otra cosa que el valor eterno que contienen los sucesos históricos cotidianos. Lo que fué quizás reflejo es ahora espontáneo. Y se organiza, habitualizado, contribuyendo a crear un fondo de continuidad en forma de verdades permanentes para nosotros. Así se origina la personalidad intrahistórica, la cual aflora a su vez hacia el exterior en lo histórico.
Lo que determina a un hombre en su identidad, en su distinción de otro hombre, es un principio de unidad (tanto en el espacio como en la acción) y un principio de continuidad, ofrecido éste en la memoria; de modo que la memoria es al individuo lo que la tradición es al pueblo: «La memoria es la base de la personalidad individual, así como la tradición lo es de la personalidad colectiva de un pueblo»[12]. «Tradición, de tradere, equivale a «entrega», es lo que pasa de uno a otro; trans, un concepto hermano de los de transmisión, traslado, traspaso. Pero lo que pasa queda, porque hay algo que sirve de sustento al perpetuo flujo de las cosas. Un momento es el producto de una serie, serie que lleva en sí, pero no es el mundo un calidoscopio»[13].
Pero hay dos modos de entender la tradición: en sentido horizontal, hacia atrás; y en sentido vertical, hacia abajo. El primero apunta a la cultura tradicional histórica; el segundo, a la cultura tradicional intrahistórica. Esta última es el pasado asimilado a nuestra sustancia, encarnado en el pueblo en general y hecho médula de nuestro espíritu en particular.
Unamuno buscó en las teorías evolucionistas de la época, especialmente en la de Spencer —autor que él había traducido—, un apoyo doctrinal a su tesis sobre la tradición: ésta sería paralela a la transmisión hereditaria de los caracteres de la raza. Pero es la teoría hegeliana del espíritu objetivo, retocada de mil maneras a lo largo del siglo XIX, la que constituye el antecedente más conspicuo de esa tesis sobre la tradición. También hay que señalar en la teoría del «inconsciente» del pesimista E. von Hartmann, conocida y citada por Unamuno, un resorte especulativo de primera magnitud que le sirvió para determinar el carácter infraconsciente que la tradición posee. De cualquier modo, parece plausible afirmar que, en este punto, Unamuno mantiene el contenido del espíritu objetivo de Hegel en los odres de la teoría «realística» (por no decir materialista) de Spencer.
La tradición se va enriqueciendo con nuevas experiencias, tanto individuales como colectivas, las cuales pasan de unos a otros; pero se transmiten guardando un núcleo de identidad, un contenido o tesoro de verdades permanentes. Dentro de la tradición profunda se almacena el sentido universal de todas las cosas. «Hay una tradición eterna, legado de los siglos, la de la ciencia y el arte universales y eternos; he aquí una verdad que hemos dejado morir en nosotros […]»[14]. Y esta tradición, de un lado, es hecha posible por el progreso: «Hay, sí, una tradición eterna, una experiencia inconmovible de los siglos; pero ésta es la que el progreso forma, como los ricos terrenos de aluvión se forman de los acarreos de los ríos que en sus crecidas barren la capa superficial»[15]. Pero, de otro lado, esa tradición es la que hace posible a su vez el verdadero progreso: «Mientras pasan sistemas, escuelas y teorías va formándose el sedimento de las verdades eternas de la eterna esencia […] Sedimentado el limo, se enriquece el campo. Sobre el suelo compacto y firme de la esencia y el arte eternos corre el río del progreso que le fecunda y acrecienta»[16].
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3. Historia e intrahistoria
Esta dialéctica de tradición y progreso implica otra no menos importante de historia e intrahistoria. Esta última se pone de relieve cuando hablamos del «presente momento histórico». Unamuno advierte que al hablar de un momento presente histórico sobreentendemos que hay otro que no lo es. Pues «si hay un presente histórico, es por haber una tradición del presente, porque la tradición es la sustancia de la historia, como su sedimento, como la revelación de lo intrahistórico, de lo inconsciente en la historia»[17].
Y para hablar de este fondo intrahistórico utiliza Unamuno una metáfora marina: «Las olas de la historia, con su rumor y su espuma que reverbera al sol, ruedan sobre un mar continuo, hondo, inmensamente más hondo que la capa que ondula sobre un mar silencioso y a cuyo último fondo nunca llega el sol. Todo lo que cuentan a diario los periódicos, la historia toda del «presente momento histórico», no es sino la superficie del mar, una superficie que se hiela y cristaliza en los libros y registros»[18].
La cristalización y endurecimiento de esa superficie que llamamos historia es sólo la de los hechos que meten bulla en la historia, constituyendo una tradición horizontal o hacia atrás, enterrada en libros, papeles, monumentos y piedras: «Los periódicos nada dicen de la vida silenciosa de los millones de hombres sin historia que a todas horas del día y en todos los países del globo se levantan a una orden del sol y van a sus campos a proseguir la oscura y silenciosa labor cotidiana y eterna, esa labor que como la de las madréporas suboceánicas echa las bases sobre que se alzan los islotes de la historia»[19].
Podría, no obstante, pensarse que la tradición, aun siendo profunda, no contiene todavía la esencia misma del hombre, sino una capa íntima que, por su origen externo, recubriría un núcleo esencial, ontológicamente prehistórico del hombre. Sin embargo, Unamuno introduce un historicismo radical en la ontología de lo humano: el hombre, todo el hombre, es su historia profunda, su intrahistoria, su tradición; y en ella hemos de buscar la originalidad humana: «La tradición eterna es el fondo del ser del hombre mismo. El hombre, esto es lo que hemos de buscar en nuestra alma. Y hay, sin embargo, un verdadero furor por buscar en sí lo menos humano; llega la ceguera a tal punto, que llamamos original a lo menos original. Porque lo original no es la mueca, ni el gesto, ni la distinción, ni lo original; lo verdaderamente original es lo originario, la humanidad en nosotros»[20].
Por ser la tradición la originalidad ontológica de lo humano, debe considerarse universal, cosmopolita, transcendiendo de los límites de razas, de costumbres regionales y de temperamentos circunstanciales. Por su universalidad ha de ser también fundamento y meta de todo proyecto que el hombre haga en el futuro: «Hay que ir a la tradición eterna, madre del ideal, que no es otra cosa que ella misma reflejada en el futuro. Y la tradición eterna es tradición universal, cosmopolita. Es combatir contra ella, es querer destruir la humanidad en nosotros, es ir a la muerte, empeñarnos en distinguirnos de los demás, en evitar o retardar nuestra absorción en el espíritu general europeo moderno»[21].
La vigencia de las verdades permanentes en el hecho histórico implica que el hombre entre en esa tradición zambulléndose en ella, sin intentar agazaparse bajo los hechos históricos —que es lo que hace el conservador—, ni saltar sobre ellos —operación que realiza el progresista—. Los conservadores viven ignorantes de lo que pasa en el mundo, por debajo de la historia, y se agazapan en los bajos fondos de la vida social[22]. El conservadurismo y el progresismo son, en realidad, dos modos de esquivar la tradición eterna.
El tradicionalista está enamorado románticamente del pasado y deplora la ruina de cristalizaciones históricas empolvadas en el pasado, y a las que llama tradiciones. En el fondo desdeña la tradición eterna y busca lo histórico de la tradición en el pasado de una casta; forma parte de la legión de los que Unamuno llama hechólogos, dedicados a «ciertos estudios llamados históricos, de erudición y compulsa, de donde sacan legitimismos y derechos históricos»[23]. Sólo en el presente hay que buscar la tradición eterna, «que es intrahistórica más bien que histórica»: por tanto, la historia del pasado sólo sirve en cuanto nos lleva a la revelación del presente. Los tradicionalistas viven en el presente sin conocerlo ni descifrarlo, más bien calumniándolo y denigrándolo: creen que el presente es un caos»[24].
Y no es que Unamuno rechace el estudio de las tradiciones puntuales; sólo exige que se aprovechen «en la fragua de la tradición eterna, de la que se hace, se deshace y se rehace a diario, de la que está en perpetuo proceso, de la que viven con nosotros, si nosotros vivimos»[25]. Con un criterio pragmático enfoca Unamuno la vigencia de las tradiciones puntuales en el curso histórico; pues para él «todo lo que eleva e intensifica la vida refléjase en ideas verdaderas, que lo son en cuanto la reflejan, y en ideas falsas todo lo que la deprima y amengüe […] La verdad es algo más íntimo que la concordancia lógica de dos conceptos, algo más entrañable que la ecuación del intelecto con la cosa […], es el íntimo consorcio de mi espíritu con el Espíritu universal»[26]. La verdad no se da en participio (factum), sino en gerundio (faciendum): la verdad es vital, porque al ser asimilada por el sujeto, lo mueve y le hace obrar. Por eso considera noble la tarea de destruir tradiciones muertas, o sea, fundadas en falsedades, porque no estimulan la vida. Tras esta destrucción los pueblos se ven obligados a forjar «tradiciones nuevas, ya que sin ellas no pueden vivir una vida noble y elevada. Y lo que eleva, ennnoblece, fortifica y espiritualiza a los pueblos no es conservar supersticiosamente las viejas tradiciones, sino el forjárselas nuevas, con los materiales de las antiguas o con otros cualesquiera»[27].
En la explicación ontológica de este proceso supone Unamuno una relación bipolar entre la forma y la sustancia. La nueva tradición formal debe, no obstante, su valor a la tradición sustancial, la cual vive en el presente, como el fondo bajo la superficie, pues el pasado muerto yace también enterrado en cosas muertas: «Así como la tradición es la sustancia de la historia, la eternidad lo es del tiempo; la historia es la forma de la tradición, como el tiempo la de la eternidad. Y buscar la tradición en el pasado muerto es buscar la eternidad en el pasado, en la muerte, buscar la eternidad en la muerte»[28].
Cualquier llamada a la regeneración que hace un genio, un dirigente, un conductor de pueblos, debe contar con la tradición eterna: ésta «es lo que deben buscar los videntes de todo pueblo para elevarse a la luz, haciendo conciente en ellos lo que en el pueblo es inconciente, para guiarle así mejor»[29]. En este punto concuerda Unamuno con Ganivet.
Decíamos que tanto el tradicionalista como el progresista viven en la historia, atados al «presente momento histórico», en la superficie de un proceloso mar. Sólo tienen ojos para las tempestades y los cataclismos seguidos de calmas: y creen que la vida puede interrumpirse y reanudarse. Cuando Unamuno oía hablar de la reanudación de la historia de España, observaba que la verdadera reanudación no es otra que el brotar la historia de la no historia, pues las olas son olas del mar quieto y eterno. Y así refiriéndose a la llamada restauración española de 1875 sostiene que no fué ésta lo que reanudó la historia de España: «Fueron —dice— los millones de hombres que siguieron haciendo lo mismo que antes, aquellos millones para los cuales fue el mismo sol después que el de antes del 29 de setiembre de 1868, las mismas sus labores, los mismos los cantares con que siguieron el surco de la arada. Y no reanudaron en realidad nada, porque nada se había roto. Una ola no es otra agua que otra, es la misma ondulación que corre por el mismo mar […] Los que viven en la historia se hacen sordos al silencio […] Aquél bullanguero [Prim] llevaba en el alma el amor al ruido de la historia; pero si se oyó el ruido fué porque callaba la inmensa mayoría de los españoles, se oyó el estruendo de aquella tempestad de verano sobre el silencio augusto del mar eterno»[30].
A todos los que predican el estudio hondo de las tendencias modernas, especialmente en el arte, Unamuno advierte que, siendo necesario abrir el pecho a lo moderno, lo esencial es zahondar en el popularismo actual, el cosmopolita. Porque si el pueblo es principio de continuidad y plasma germinativo de lo nuevo, en él hemos de encontrar la fuente de toda fuerza. La moda, la modernidad, el modernismo, las llamadas «nuevas tendencias», cuando florecen con fecundidad, en realidad son nuevas y no nuevas: «porque tan verdad es que nada hay nuevo bajo el sol como que no metemos dos veces los pies en el mismo arroyo. Junto al misoneísmo tenemos la neomanía, hermana gemela de aquél, porque la moda es una forma de la rutina, la rutina en el cambio. Modernismo no es modernidad; lo eternamente moderno es verdaderamente eterno»[31].
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4. Tradición y casticismo
En la misma órbita de intereses ontológicos sobre la tradición eterna se mueve la atención de Unamuno hacia el fenómeno del casticismo.
Castizo significa lo puro, lo sin mezcla, y lo que además vive con una individualidad designable como idéntica a través de los tiempos. Podría en principio parecer que dentro de una nación todos sus habitantes tuvieran una inclinación a aceptar lo que en ella pasa normalmente por castizo. Pero la inadaptación que, en una nación, sienten algunos no sólo a la organización política del Estado, sino a la sociabilidad de sus miembros, a su manera de ser, a lo que pasa por sus costumbres castizas, no es signo por sí mismo de espíritu antitradicional; puede ser todo lo contrario.
El propio Unamuno sentía aversión hacia casi todo lo que en la capital de España pasaba por castizo y genuino. El repertorio que ofrece puede que nos haga sonreir. Pero es clara su postura: «Los modales, los chistes —esos horribles chistes del repertorio de los géneros chico e ínfimo—, la literatura, el arte —sobre todo la odiosa música que se aplaude en los teatros por horas—, la navaja, los bailes, la cocina con sus picantes, sus callos y caracoles y otras porquerías; los toros, espectáculo entontecedor, por el que siento más repugnancia desde que se ha declarado cursi el pronunciarse contra él, etc., etc. Es una oposición íntima y de orden social»[32].
El casticismo no hay que buscarlo en esas formas históricas, más o menos pasajeras, sino en el hondón del pueblo. Pero zahondar en el popularismo actual no es penetrar sólo en el popularismo nacional, sino en el internacional, en el cosmopolita.
Siguiendo la tensión entre lo formal y lo sustancial, ya establecida a propósito de la relación entre la historia y la intrahistoria, Unamuno vuelve sobre la actitud de los tradicionalistas que, desdeñando esa tradición eterna que descansa en el presente de la humanidad, se van en busca de lo castizo e histórico de la tradición a la casta que nos precedió. Estos o proyectan en el pasado una sombra de la tradición eterna o se recrean en ecos de sonidos muertos. Identifican en verdad lo castizo con lo «accidental, lo pasajero, lo temporal»[33]. Pero el verdadero casticismo es, a juicio de Unamuno, al igual que la tradición eterna, la «casta eterna, sustancia de las castas históricas, que se hacen y deshacen como las olas del mar; sólo lo humano es eternamente castizo. Mas para hallar lo humano eterno hay que romper lo castizo temporal y ver cómo se hacen y deshacen las castas, cómo se ha hecho la nuestra y qué indicios nos da de su porvenir su presente»[34].
Por lo tanto, lo que cada nación ha de buscar en el presente vivo (no en el pasado muerto) es su tradición eterna: «Hay que buscar lo eterno en el aluvión de lo insignificante, de lo inorgánico, de lo que gira en torno de lo eterno como cometa errático, sin entrar en ordenada constelación con él, y hay que penetrarse de que el limo del río turbio del presente se sedimentará sobre el suelo eterno y permanente»[35]. De nuevo aquí el evolucionismo de Spencer matiza realísticamente el dinamismo idealista del «espíritu objetivo» de Hegel.
Pues bien, ocurre con las castas temporales, en las que tanta fe tienen los tradicionalistas, lo mismo que con las literaturas nacionales llamadas clásicas, por ejemplo, las del Siglo de Oro español. Ellas muestran sólo un modelo de casticismo temporal; contienen, pues, ideas hoy moribundas. Pero deben su valor paradigmático o ejemplar al hecho de que las fuerzas que encarnaron en aquellas ideas siguen viviendo «en el fondo intrahistórico del pueblo español»; y esas fuerzas «pueden encarnar en otras «sin romperse la continuidad de la vida»[36]: la continuidad que otorga la tradición es aquí lo decisivo: «Lo que hace la continuidad de un pueblo no es tanto la tradición histórica de una literatura cuanto la tradición intrahistórica de una lengua; aun rota aquélla, vuelve a renacer merced a ésta. Toda serie discontinua persiste y se mantiene merced a un proceso continuo de que arranca: ésta es una forma más de la verdad de que el tiempo es forma de la eternidad»[37].
En el foco doctrinal de este análisis, y al igual que ocurriera con Ganivet, se encuentra la teoría hegeliana del «espíritu objetivo», concretado como Volkgeist, espíritu del pueblo, tejido totalizador de multitud de existencias individuales. Y así lo reconoce Unamuno: «Cuando se afirma que en el espíritu colectivo de un pueblo, en el Volkgeist, hay algo más que la suma de los caracteres comunes a los espíritus individuales que lo integran, lo que se afirma es que viven en él de un modo o de otro los caracteres todos de todos sus componentes; se afirma la existencia de un nimbo colectivo, de una hondura del alma común en que viven y obran todos los sentimientos, deseos y aspiraciones que no concuerdan en forma definida, pero no hay pensamiento alguno individual que no repercuta en todos los demás, aun en sus contrarios»[38]. El espíritu colectivo sería una subconciencia popular.
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[1] Obras que se citan de Unamuno:
AC, Arte y cosmopolitismo, «Ensayos» II. (2 vols., Madrid, Aguilar, 1945).
AC, La agonía del cristianismo, «Ensayos» I.
CH, Sobre la continuidad histórica, «Obras Completas»,t. 8, Barcelona, Vergara, 1958.
CP, La crisis del patriotismo, «Ensayos» I.
CPE, La crisis actual del patriotismo español,«Ensayos» I.
CTF, El caballero de la Triste Figura, «Ensayos» I.
DMG Desde el mirador de la guerra, Textos recogidos por L. Urrutia, Paris, 1970.
EH, La educación por la historia, en «Ensayos», I.
EL, La enseñanza del latín, «Ensayos» I.
HA, Horror a la historia, DMG.
HN, Historia y novela, «Ensayos» II.
HO, Los hombres de orden, DMG.
I, La ideocracia, «Ensayos» I.
IC, La imaginación en Cochabamba, «Ensayos» II.
LCN, Los límites cristianos del nacionalismo, en DMG.
MCP, Más sobre la crisis del patriotismo, «Ensayos» I.
RTE, La regeneración del teatro español, «Ensayos» I.
SAH, Salvar el alma en la historia, «Obras Completas», t. 8 (Madrid, Escelicer, 1966).
STV, Del sentimiento trágico de la vida (1913), «Ensayos» II.
TC, En torno al casticismo (1895), «Ensayos» I.
VS, La vida es sueño, «Ensayos» I.
[2] EH, 1059.
[3] EH, 1059.
[4] HN, 1183.
[5] EH, 1060.
[6] IC, 1041.
[7] HN, 1181.
[8] HN, 1181
[9] RTE, 190.
[10] CTF, 196.
[11] CP, 288.
[12] STV, 721.
[13] TC, 40.
[14] TC, 41.
[15] EL, 161.
[16] TC, 40-41.
[17] TC, 41.
[18] TC, 41.
[19] TC, 42.
[20] TC, 43-44.
[21] TC, 48.
[22] HO, 456.
[23] TC, 44.
[24] TC, 47.
[25] MCP, 815.
[26] I, 252.
[27] I, 815.
[28] TC, 4243.
[29] TC, 43.
[30] TC, 42.
[31] RTE, 175-176.
[32] CP, 739.
[33] TC, 48.
[34] Ib., 49.
[35] Ib., 43.
[36] Ib., 60-61.
[37] Ib., 61.
[38] Ib., 140.
16 abril, 2015 at 4:44 PM
Solo quería agradecer al autor. Me proporcionó ese análisis «concreto y eficaz» que estaba buscando para que mis alumnos pudieran entender mejor algunas ideas unamunianas.