Michelangelo Merisi de Caravaggio (1571-1610). Cabeza de Medusa, de 1597, muestra la cabeza del animal mitológico con sangre brotando del cuello.

Michelangelo Merisi de Caravaggio (1571-1610). Cabeza de Medusa, de 1597, muestra la cabeza del ser mitológico con sangre brotando del cuello. Las serpientes vendrían a ser las ideologías que  acaparan el pensamiento y ahogan la verdad de las cosas.

Ideología y cultura

1. En la medida en que todas  las aspiraciones del mundo de la praxis conquistan el ámbito de la cul­tura[1] y desalientan el auténtico saber, se pierde también la libertad cultural. Esa es la vía de la autodes­trucción de la cultura: que venga a ser un saber al servicio de un determinado sistema de poder ajeno a ella misma, a su va­lor teo­rético, renunciando a su tarea de trascender el mundo de la praxis. A esta reducción hay que llamar ideología y por ella se desvir­túa la relación que se establece entre sociedad y cultura[2].

El marxismo ha sabido ver agudamente la estructura de la ideo­logía, como expresión de los intereses o las necesidades de un grupo social. Marx no usó el término “ideología” para designar su posición, sino la de sus adversarios burgueses. Para Marx y Engels la ideología encierra por lo menos tres notas fundamentales.

La ideología es, en primer lugar, una supraestructura. Para Marx las ideas no se despliegan según la lógica postulada por un vago idealismo, sino que están determinadas por la base de los fac­tores externos del orden social. La ideología es así un sistema de determinadas concepciones, ideas o representaciones sobre las que se apoya una clase o un partido político.

En segundo lugar, las ideologías son reflejo de los intereses de la clase dominante. Para Marx, son ideología las ideas filosóficas, políticas y morales, en cuanto dependen de relaciones de produc­ción y de trabajo, y no tienen otra validez que la de expresar una determinada fase de las relaciones económicas, sirviendo a la de­fensa de los intereses que prevalecen en esa fase. De ahí el carácter partidista de la ideología: “La filosofía más reciente –afirma Lenin– es exactamente tan partidista como la de hace dos mil años”[3].

Por último, la ideología implica una falsa conciencia, pues las verdaderas fuerzas motrices que empujan al pensador le quedan totalmente desconocidas; si de otro modo fuera, no se trataría de un proceso ideológico.

Conforme a esta caracterización, el criterio de la praxis se con­vierte en el último criterio de verdad. Así dice Marx en su se­gunda Tesis sobre Feuerbach: “El problema de si al pensar hu­mano responde una verdad objetiva, no es una cuestión teórica, sino una cuestión práctica. En la praxis tiene que demostrar el hombre la verdad, es decir, la realidad y el poder, la posterioridad de su pensar. La disputa sobre la realidad o no realidad de un pen­samiento, prescindiendo de la praxis, es una cuestión puramente escolástica”[4].

La denuncia que el marxismo hace de la dependencia fáctica de las ideologías respecto de las relaciones o circunstancias económi­cas y sociales es de extrema importancia. Y lo es sobre todo, porque además niega la primacía de la teoreticidad, apelando a la praxis como último criterio de verdad.

 

2. La eclosión moderna de las ideologías tiene su origen en el des­lizamiento de la verdad desde la inteligencia a la praxis y a la tecnificación y, desde ésta, a la voluntad o el deseo. En el pensar filosófico de Santo Tomás, la verdad era la coincidencia de la inteligencia con la realidad; en el pensar ideológico mo­derno, la verdad es la concordancia de la voluntad consigo misma, de modo que incluso la inteligencia tiene que supeditarse al deseo para que se imponga la “verdad” ideológica. El error en­tonces es tan sólo aquello que no coincide con lo que el deseo quiere. Pero, ¿qué quiere el deseo? Heidegger ha visto aguda­mente que “el deseo no tiende a lo que quiere como algo que aún no posee. Lo que el deseo quiere, él ya lo tiene. Pues el deseo quiere su deseo. Su deseo es lo deseado. El deseo se quiere a sí mismo”[5]. Pero “el deseo, como deseo de querer, es deseo de po­der, en el sentido de adueñarse del poder. El deseo de poder es la esencia del poder: indica la absoluta esencia del deseo que como mero deseo se quiere a sí mismo”[6]. De aquí que “el deseo de po­der tenga que poner sobre todo condiciones de la conservación del poder y del acrecentamiento del poder”[7]. Estas condiciones son las ideologías. Así, pues, a diferencia de la filosofía, las ideologías son condiciones que el deseo de poder impone para asegurar su mando sobre el obrar práctico. El último fundamento de las ideo­logías es el deseo de poder[8].

A la esencia del deseo de poder pertenece el que se encubra a los demás y se encubra ante sí mismo. El deseo de poder “quiere el imperante dominio sobre la eficacia operativa de lo real. No quiere que se alcancen fines previamente establecidos, sino que es él mismo, el deseo, quien ordena la eficacia práctica y operativa de lo real”[9]. La verdad se convierte entonces en función ideológica (no es ya adecuación del pensamiento con lo real, sino la concor­dancia del deseo consigo mismo). La “verdad ideológica” con­serva así el poder: “es el aseguramiento afianzador del ámbito a base del cual el deseo de poder se quiere a sí mismo”[10]. Aunque la representación de fines es necesaria al deseo de poder, pues sin fi­nes no se puede vivir, en definitiva no se trata de ellos: el deseo de poder impera también sobre el establecimiento de los fines –sobre todo culturales–, “de modo que en todo momento ha de estar asegurada la posibilidad de un cambio o mutación en la re­presentación mental de los fines”[11]. Adler ha dejado constancia de esta triste realidad[12]. La soberanía esencial del deseo de poder elimina radicalmente los fines culturales, en cuanto fines teoréti­cos o intelectuales en sí, expandiéndose con una carencia total de semejantes fines.

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Poder, ideología, verdad

1. Aun siendo esencial­mente la vida con­templativa un acto de la inteligencia –porque el fin de la con­templación es la verdad, la cual pertenece sólo a la inteligencia–, en cambio, antes de darse, mientras se hace y des­pués de darse es un acto de la voluntad: el acto de conocimiento depende, en cuanto a su ejer­cicio, de la vo­luntad; ésta mantiene además su intención mientras la contem­plación se realiza; y, una vez produ­cido el conoci­miento, la vo­luntad se goza en la verdad contem­plada. La con­templación “está formalmente en la inteli­gencia; pe­ro causal­mente y terminativa­mente está en el afecto”, decía Ca­ye­tano[13]. Por tanto, aunque el concurso de la voluntad no se re­quiere para espe­cificar la con­templación, sí es necesario para que ésta se realice y culmine.

Sin embargo, la ideología viene a suprimir el carácter formal que la inteligencia tiene en la dirección de la vida, haciendo que la voluntad se haga entonces deseo de poder soberano.

La soberanía del deseo de poder “se acrecienta más y más me­diante la conquista técnico-científica […]. El incremento de este de­seo hace surgir una creciente falta de sentido. Por ello, el deseo de poder tiene que mantener oculta forzosamente esa falta de metas y de fines que surge y se acrecienta a través de él, ya que si quedase al descubierto un día, debilitaría peligrosamente el querer, más aún, lo destruiría […]. Este ocultamiento de la falta de objetivos es algo deseado, y posee el carácter de la ocultación, pero no de la ocultación de tal o cual cosa ante esto o aquello, ni tampoco ante la mayoría, de manera que algunos pocos pudieran estar informa­dos del asunto, sino que se lleva a cabo una ocultación pura y simple, una ocultación de lo que sucede realmente”[14]. Este encu­brimiento da origen a la ideología, que no es más que la filosofía reducida y empujada a su falsa esencia. Las ideologías “son las condiciones que se pone a sí mismo el deseo de poder. Sólo allí donde el deseo de poder aparece como el carácter fundamental de todo lo real” se revela de donde proceden las ideologías y qué es lo que guía y apoya todo juicio ideológico[15]. Como las ideologías as­piran necesariamente a encubrir su carácter de encubrimiento, miran al pensamiento que intenta comprenderlas como un ene­migo, combatiéndole con el recelo y la calumnia.

 

2. La exigencia fundamental del pensar ideológico es que todo el mundo tiene que pertenecer forzosamente a una determinada ideología[16]. En las ideologías, aquello que es querido en realidad –esto es, el poder–aparece como el bien universal que ha de ser deseado por todos. Las ideologías son así incapaces de crear, no arrojan un solo pensamiento productivo: aglomeran, simplifican e integran, presentando un conjunto de forma tan general que el deseo de poder conserve el ámbito de juego de sus posibilidades[17]. El deseo de poder es, pues, por esencia, el deseo de asentar ideolo­gías. Las ideologías “son condiciones de conservación y acrecen­tamiento del deseo de poder”[18]. Las ideologías no son capaces de una fundamentación pensante, porque no toleran el preguntar pensante. Esta incapacidad no es un defecto, sino su esencia misma[19]. Por ello, las ideologías no pueden ser refutadas; se carac­terizan porque declaran a todo aquél que piense de otro modo enemigo del bien universal. “El hecho de que las luchas libradas por las ideologías se muevan siempre en las bajezas de las dela­ciones, las difamaciones, tomando como lema la propia adhesión a su razón, es cosa que radica en su esencia misma y es, por eso, inseparable de ellas”[20]. Las ideologías no tienen nada que ver con la verdad. Por ello, tampoco se puede decir que sean falsas, sino simplemente carentes de verdad: están fuera del ámbito de la con­templación. Aunque se presenten como verdades, no son verda­deras en el sentido de que manifiesten la realidad en lo que de verdad es; tampoco son lo opuesto a la verdad, en el sentido de que fueran el encubrimiento de ella. No importa que haya verdad o falsedad en ellas, porque en realidad no son más que “condiciones de eficacia impuestas por el deseo de poder y, por ello, eficaces de suyo”[21].

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Verdad, filosofía, sociedad

1. Las ideologías se han convertido en la estructura mental del presente. Tal cosa significa –como dice Heidegger– que la filosofía modifica su propia esencia; también la modifica la cultura, la cual recibe la forma de la praxis.

Pero con ello, la filosofía pierde la pregunta desde donde surgió, a saber, la pregunta de lo que es lo real en cuanto real. La sobera­nía del deseo de poder es la soberanía de la filosofía y de la cultura en su falsa esencia.

Ahora bien, la verdadera filosofía y, por ende, la cultura actua­lizada por ella, se apoya sobre la convicción de que la autén­tica ri­queza del hombre no consiste en satisfacer las necesidades mate­riales ni en llegar a ser señor y poseedor de la naturaleza, sino en que seamos capaces de ver lo que es, la totalidad de aque­llo que es[22], o sea, en llegar a la contemplación de la realidad en su ver­dad.

2. Si la cultura pierde por renuncia espontánea o por violencia su libertad y su independencia de la finalidad práctica y política, acaba por descomponerse intrínsecamente y por destruirse. Sólo podrá haber cultura en la medida en que sea filosófica, o sea, libre.

A su vez, la sociedad puede educar para la libertad si es ella misma libre. Y lo es en la medida en que está informada por el acto filosófico o contemplativo y no por la ideología.

Mientras la sociedad conserve esta luz podrá aglutinar y trans­mitir saberes como cultura; cuando la sociedad pierda el rumbo que el acto filosófico le marca, quedará inexorablemente absorbida por la ideología y entonces convertirá el acervo de saber en una traba de la libertad, en una fuente de deshumanización perma­nente, o lo que es lo mismo, en una emanación desafiante de incultura.



[1]     J. Pieper, op. cit., 28.

[2]     Theodor Litt, “Die Wissenschaftliche Hochschule in der Zeitenwende. Universität und moderne Welt”, en el vol. colectivo Bildung, Kultur, Existenz, ed. por R. Schwarz, Berlín, T. I, 1962, 58-65.

[3]     Materialismus und Empiriokritizismus, Berlín, 1949, 349.

[4]     Marx-Engels, Ausgew. Schr., 2, Berlín, 1953, 376.

[5]     M. Heidegger, Nietzsches Wort “Gott ist tot”, en Holzwege, Frankfurt, 1950, 216.

[6]     Ib., 217.

[7]     Ib., 219.

[8]     La noción de ideología equivale a lo que Heidegger entiende por Wert (valor) en Nietzsches Wort “Got ist tot” y a lo que su discípulo Volkmann-Schluck comprende bajo el nombre de Weltanschauung (que sería improcedente en este contexto traducir por cosmovisión, según el sentido que Dilthey le da). Lo que Heidegger critica como Wert y lo que Volkmann-Schluck pretende superar como Weltanschauung vienen impuestos por el deseo de poder. “Al apreciar el ser como Wert –dice Heidegger– se lo ha rebajado ya a condición puesta por el deseo de poder mismo” (op. cit., 238).

[9]     K. H. Volkmann-Schluck, Introducción al pensamiento filosófico, Madrid, 1967, 108.

[10]    M. Heidegger, op. cit., 220.

[11]    K. H. Volkmann-Schluck, op. cit., 108.

[12]    “La integridad de la vida no ha encontrado hasta ahora, en general, ninguna solución mejor que la aspiración al poder, y sería ya tiempo de meditar si es verdaderamente éste el único y el más adecuado camino para dar seguridad a la vida y a la evolución de la humanidad”. A. Adler, El sentido de la vida, Miracle, Barcelona, 1937, 121.

[13]    In II-II, 180, 1.

[14]    K. H. Volkmann-Schluck, op. cit., 109.

[15]    M. Heidegger, op. cit., 213.

[16]    K. H. Volkmann-Schluck, op. cit., 110.

[17]    Ib., 112.

[18]    M. Heidegger, op. cit., 219.

[19]    K. H. Volkmann-Schluck, op. cit., 113.

[20]    Ib., 113.

[21]    Ib., 114.

[22]    J. Pieper, Was heisst philosophieren?, 33.