Hermes, el veloz mensajero de los dioses. Athenian red figure lekythos C5th B.C. | Metropolitan Museum

Hermes, el veloz mensajero de los dioses. Athenian red figure lekythos C5th B.C. | Metropolitan Museum // El texto adjunto es de Juan Valera (1824-1905), cuyo título general es: «De la doctrina del progreso con relación a la doctrina cristiana», Estudios críticos sobre literatura, política y costumbres de nuestros días. Tomo I, Madrid, Librerías de A. Durán, 1864, pp. 63-118.

De qué manera es progresista el cristianismo

Dijimos en el artículo anterior que el tercer modo de influencia del cristianismo en la sociedad, debía o podía tenerse por progresivo: mas no podemos concederlo sin previo examen, porque las opiniones más extrañas y los errores más peligrosos han nacido de esta creencia. Cada uno entiende el progreso a su manera, y por consiguiente cada uno ha entendido a su  manera el cristianismo, resultando de aquí tantos falsos o incompletos cristianismos en la conciencia humana, cuantas opiniones políticas, científicas o artísticas pueden caber en ella.

Los novísimos apologistas del cristianismo, con la mejor intención sin duda alguna, han dado a este punto más importancia de la que relativamente se merece; porque, viendo que se habían enfriado la caridad y la fe en los corazones, han querido traer de nuevo a los hombres a la religión, no por la excelencia esencial de ella, ni por amor puro y desinteresado hacia Dios, ni siquiera por deseo de su gloria, y por temor del infierno, sino predicándoles que el cristianismo es causa de progreso, a fin de que le amen por amor del progreso. Estos han dicho que el cristianismo es liberal para que los liberales sean cristianos: aquellos que es absolutista para que los absolutistas lo sean; y esotros, que la Virgen, la Magdalena, los santos y los ángeles son más a propósito que los dioses del paganismo para poemas y cuadros, y que los templos góticos son más sublimes, cuando no más hermosos, que los templos griegos, a fin de que también se conviertan los aficionados a la poesía y a las bellas artes. Pero ninguno de ellos consideró sobre cuán frágiles cimientos levantaba el edificio de sus conversiones. El así convertido no es verdadero cristiano: no es cristiano sino en el nombre, y hasta en el nombre dejará de serlo el día en que se le antoje que el cristianismo no es liberal, si él lo es, o que el cristianismo es liberal, si él es absolutista: el día en que imagine que las tragedias de Sófocles valen más que los dramas de Calderón; el día en que piense que el Partenón era más hermoso que la catedral de Burgos; el día en que crea que el Padre Santo y las comunidades religiosas son retrógrados, y él sea progresista; o el día en que, siendo él moderado, se dé a cavilar y suponer que la igualdad, la fraternidad y la libertad, que predicó Nuestro Señor Jesucristo, son idénticas a las que se predican ahora.

La utilización directa del credo cristiano en la política

Nacerá también otro mal gravísimo de atribuirlo todo al cristianismo de esta manera inconsiderada e indistinta; porque todos sostendremos nuestras opiniones económicas, administrativas, políticas o artísticas, como si fuesen otros tantos artículos de fe, y nos excomulgaremos, si no nos convenimos, lo cual será lo más probable. Cada cual tomará la religión santísima por arma de partido, y la profanaremos, si es que ya no la estamos profanando.

Cuentan de cierto ciudadano francés que se presentó en la barra de la Convención seguido de unos carros cargados de cálices y de otros sagrados objetos de oro y plata robados a los templos, y que, después de llamar la atención de los diputados hacia los objetos susodichos, exclamó con irreverente y blasfema prosopopeya. «Sus, santos y santas, y bienaventurados de la corte celestial; id a la casa de la moneda, y dadnos en esta vida la felicidad que nos prometisteis y en la otra». Un católico sincero y desinteresado ¿no podría decir que el hombre político que se vale de la doctrina de Cristo para autorizar y hacer triunfar sus ideas y su partido, se parece en extremo a este ciudadano?

Yo no sigo activamente ningún partido, no soy hombre político, como ahora se dice; mas si lo fuera, procuraría la realización de mis doctrinas, y el triunfo y ascensión al poder de mi partido, no valiéndome para ello de la religión, sino sólo con la razón y el discurso que Dios naturalmente me hubiese dado; y no me atrevería a interpretar en mi favor, tal vez torcidamente, la doctrina de la Iglesia. Y aunque soy hombre de poca fe, y de menos virtud, pervertido y viciado, como otros muchos, por los malos libros de filosofía que ahora corren de mano en mano, deseo y espero que la fe vuelva a mi alma: mas no quiero que se funde en que la catedral de Burgos es más linda que el Partenón, ni en que el cristianismo es progresista, y en que, siéndolo yo, debo ser cristiano, para seguir en armonía con el progreso: sino quiero que se funde en el amor mismo de Dios, y en el deseo de unirme a él, y en mi firme persuasión de que su providencia y su omnipotencia y su bondad son infinitas, y de que este mundo es finito, defectuoso y perecedero. «Volví los ojos, dice San Agustín, a las otras cosas que están debajo de ti, Señor, Dios mío, y hallé que ni del todo son, ni del todo dejan de ser. Algo son por el ser que tú les diste, y no son, porque no son lo que tú eres».

De este menosprecio del mundo, tan distante de lo que en el día se entiende por progreso, están llenas las Escrituras Sagradas, y los libros de los Santos Padres: «Aquí no tenemos ciudad permanente, dice San Pablo; buscamos la que está por venir». Y en otro lugar, explicándose de un modo más claro, exclama: «Porque muchos andan, de quienes otras veces os decía (y ahora también lo digo llorando), que son enemigos de la cruz de Cristo, y su fin es la perdición, y su Dios el vientre, y su gloria para confusión de ellos que aman lo terreno. Mas nuestra morada está en el cielo, de donde también esperamos al Salvador Nuestro Señor Jesucristo, el cual reformará nuestro cuerpo abatido para hacerle conforme a su cuerpo glorioso, según la operación con que puede sujetar a sí las cosas todas».

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El espíritu y la materia

Yo no negaré, sin embargo, que, si prescindimos, aunque es mucho prescindir, de las diferentes calidades de la doctrina cristiana y de la moderna doctrina del progreso, espiritualista la una, y materialista la otra, ésta contando con una perfección y una felicidad ultramundanas, y aquella fingiéndose esa perfección y esa felicidad en esta vida, no concuerden y se armonicen ambas en la esperanza de una gran felicidad y de una gran perfección. Tertuliano, San Agustín y todos los Padres de la Iglesia han prometido esa felicidad y esa perfección a los justos: y San Gregorio de Niza ha llevado a tal extremo la magnitud de la promesa, y ha dilatado por tal arte, inflamado del amor divino, la infinita esperanza que agita las entrañas de la humanidad desde que se proclamó la Buena-Nueva, que muchos interpretan sus palabras en un sentido heterodoxo o muy atrevidamente cuando menos. San Gregorio, dicen, no considera el mal sino como una negación, como el no-ser, y espera que el mal tendrá fin con el fin de los tiempos. Ven también en la doctrina del Santo Padre un idealismo algo parecido al de Schelling, y suponen que Dios y el alma humana existen para él, y que lo demás no existe verdaderamente. Todos los fenómenos, las propiedades todas, toda la hermosura de la creación, vendrán a parar al alma humana rica y completa con sus ideas, y guardándolo todo en sí. Entonces se acabará el mundo; entonces se enrollará el cielo como un libro, porque la sustancia material, la sustancia que no es inteligente ni inteligible, desprovista de los atributos, que no son, sino en cuanto por nosotros son percibidos, no puede menos de volver a la nada. Tal será el último término de la educación de la humanidad, y tal el fin del mundo. Entonces, dicen los que así interpretan al Santo Padre, fenecerá también toda malicia, y hasta los demonios se convertirán a Dios de nuevo.

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El progreso, ¿aniquilación del mal?

Tomada esta doctrina en un sentido general y vago, es por excelencia la doctrina del progreso; progreso completísimo que termina en la aniquilación del mal, y en la concentración de todo lo creado en el alma humana, y del alma humana en Dios Señor Nuestro. Pero considerados los medios para llegar a este término, y aun distinguiendo bien el término mismo, se ha de confesar que no hay en el progreso cristiano nada de común con el progreso que se proclama ahora. La nueva ciudad que buscan los progresistas está en la tierra, y la industria humana ha de levantar sus muros y sus alcázares. La nueva ciudad que busca San Pablo, es sobrenatural y sobresensible, y los ángeles, no los hombres, han de levantar sus alcázares y sus muros. El juicio del hombre es el que ha de llevarnos al término del progreso moderno. El del progreso cristiano se cumplirá el día del Juicio Final, y Dios será quien juzgue. Lo más conveniente para el cumplimiento del progreso moderno es que el hombre viva en el mundo, y trabaje material o intelectualmente en bien de la sociedad y del mundo en que vive. Lo más conveniente para el cumplimiento del progreso cristiano es la vida solitaria, contemplativa y penitente. «¿Por qué vives en el mundo, le dice San Gerónimo a Heliodoro; por qué vives en el mundo, hermano mío, cuando eres mayor que el mundo entero? Mortifica tu carne, haz penitencia, abrázate con la pobreza, huye de los deleites, y cuando suene la trompeta y llegue el día del juicio, tú, que eres rústico e ignorante, te regocijarás, y te reirás de todos los sabios de la Tierra, a quienes no valdrán los argumentos de Aristóteles: el necio de Platón y sus discípulos te inspirarán lástima». También dice el mismo santo a Rústico, monje: «Nadie más dichoso que el cristiano a quien se le promete el reino de los cielos; nadie más trabajado, pues su vida peligra de continuo; nadie más fuerte, pues vence al diablo; nadie más imbécil, pues que se separa de la carne».

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Los buenos sentimientos y el progreso

Estos sentimientos de San Gerónimo, que son asimismo los de todo cristiano en cuanto considera su doctrina como doctrina religiosa, en nada se oponen al progreso, aunque así lo pretendan los impíos. El fin que se propone el cristianismo con estos medios, es la perfección cristiana y la felicidad del cielo. El fin que se propone el hombre de mundo, el cual, aunque no sea perfecto como el hombre espiritual, puede con todo salvarse por la gracia y la misericordia de Dios, es, ya que no la felicidad eterna, la mayor suma de bienes posibles en esta vida. No es extraño, por lo tanto, que sean los medios diferentes cuando lo son los fines. Así es que de la doctrina religiosa del cristianismo nacen inmediatamente tres sentimientos, opuestos en apariencia a los que favorecen la civilización, tal como se entiende ahora. Son estos sentimientos: 1.º El deseo del martirio que excluye la resistencia activa contra la tiranía: 2.º El anhelo de mortificar la carne, de vivir en la pobreza, y de tener en poco o en nada los bienes de este mundo, lo cual es contrario al bienestar material; y 3.º La propensión a los milagros que se opondría al estudio de las ciencias, si no fuese por la consideración que ya hemos apuntado, a saber: que el milagro, como todo medio cristiano, se dirige principalmente a un fin sobrenatural, y la ciencia a un fin naturalísimo. No es esto negar que las oraciones, las penitencias y las súplicas de personas espirituales y devotas impetren a veces la intercesión de los santos y el auxilio del cielo aun para producir milagrosamente bienes materiales como son dar salud a los enfermos, librar un país de la pestilencia, y conceder a la patria gran prosperidad, tanto en las artes de la paz, como en las de la guerra. Sin duda que en este sentido las naciones cristianas llevan ventajas grandísimas a las que no lo son, ya que, a más de la universal providencia con que Dios mira y atiende a todas —98→ sus criaturas, pueden contar con una providencia especialísima y milagrosa. Por último, debe creerse también que, si el progreso de ahora es bueno, le apetecerán las personas espirituales, y apeteciéndole, pedirán a Dios que se cumpla, por donde acaso concurran eficazmente a su cumplimiento.

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Esperanzas infundadas

Concurre también al progreso de un modo natural (pero tan indeterminado, que todos los partidos extremos o ningún partido social o político puede sostener en esto sus doctrinas), la infinita esperanza que conmueve las entrañas de la humanidad desde que se anunció la Buena-Nueva. Esta esperanza, separada de su objeto condigno, y encaminada por una perversión, o dígase mejor divergencia de sentimiento, hacia un fin mundanal, nos da ánimo y confianza, y es estímulo poderoso para realizar cualquiera progreso. Lo es asimismo el sentimiento cristiano de la importancia y dignidad del hombre, no porque éste sea príncipe, héroe o sabio, sino porque es hombre tan sólo. Mas este sentimiento está templado y casi neutralizado por la humildad cristiana y por la mansedumbre evangélica. Por eso si se olvidan estas virtudes, degenera el sentimiento de la propia importancia en el más monstruoso egoísmo. Del magna enim quoedam res est homo, factus ad imaginem et similitudinem Dei, que dijo San Agustín, venimos a caer en el Homo sibi Deus de los hegelianos novísimos. El progreso por donde hemos venido a caer en esta consecuencia, partiendo de la anterior premisa, se nota claramente en la historia. ¿Pero cómo atribuirle al cristianismo, cuando dimana del olvido de muchos de sus principios y de la incompleta inteligencia y exagerada aplicación de uno sólo? ¿Cómo he de tener yo por consecuencia legítima del cristianismo, el orgullo caballeresco que exclamaba: mis fueros, mis bríos; mis pragmáticas, mi voluntad; ni las exigencias de la democracia que desconoce toda autoridad y rompe todo freno? Y sin embargo, hay quien atribuya todo esto al cristianismo. El médico de su honra, que se convierte en asesino para vengar su honor; Roque Queralt, que se bate bandolero por el mismo motivo, y Danton, que ordena las matanzas de septiembre para que triunfe la democracia, son tipos cristianos, según los que así discurren. La diferencia está en que, si es aristócrata el pensador neo-católico, defenderá al Médico de su honra y al valiente Roque, y condenará a Danton; y si es demócrata, viceversa. Ambos convendrán, sin embargo, en que son consecuencias del cristianismo el descontento y el hastío de tantos que de nada se hallan satisfechos, porque imaginan que se lo merecen todo, y que, faltos de fe para huir a los desiertos, se quedan en el mundo, insultándole de continuo y aburriendo a todos los vivientes con sus quejas y lamentaciones en verso y prosa. En suma, el personalismo monstruoso, plaga de nuestro siglo y singularmente de nuestra nación, se considera, por los que así discurren, como una consecuencia de la religión cristiana. Mas aunque no soy yo de los que menos se quejan, ni de los que menos descontentos están, ni de los que menos aprecio hacen de su persona, no por eso me tengo por más santo ni por más cristianizado.

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La ley moral del amor

Hay en el cristianismo una ley moral, que es la ley del amor, y de esta ley dimanan infinitos bienes cuando se realiza en las instituciones. San Juan de Dios, San Vicente de Paul, las hermanas de la caridad y los misioneros, entre los cuales se han de tener a los jesuitas por los más eminentes y gloriosos, no eran sin embargo progresistas. Pero nosotros no hablamos aquí de este punto, que ya hemos tocado en artículos anteriores. Nosotros hablamos del tercer modo de influencia del cristianismo, esto es, de la influencia que podemos llamar instintiva o de mero sentimiento. Y así como hemos visto que el sentimiento religioso, y el de la propia dignidad e importancia, se pueden pervertir y se pervierten, vamos a ver ahora como esta ley de amor, fecunda en resultados benéficos y maravillosos cuando va unida a la fe, se pervierte y falsea considerada como instinto.

Del amor espiritual consagrado a la mujer han hecho grandes encomios los modernos apologistas, sin notar que el consagrarle a la mujer es una depravación y una idolatría. La única excusa que tiene este elegante fetichismo es el dar por supuesto que se adora a la mujer como a un símbolo o a una imagen. En Laura adoró Petrarca a lo bello ideal, y Dante en Beatriz a la ciencia divina: lo cual no impidió que ambos tuviesen otros mil amores al uso gentílico y profano. Sólo Petrarca tuvo siete u ocho hijos naturales, mientras andaba suspirando por Laura. Después hemos imaginado desterrar completamente de nuestra sociedad a la Venus antigua, saludable aunque de mala conducta; pero ha venido a reemplazarla otra Venus tísica y enteca, que no por eso tiene mejores costumbres, ni más recato y compostura. De Aspasia hemos pasado a la Dama de las camelias. La escena se ha convertido en un hospital; la poesía lírica en los ayes de un cacoquimio calenturiento. ¿Cómo, pues, creen algunos que el cristianismo ha podido intervenir en tan abominable cambio?

Nace también instintivamente del sentimiento cristiano, según estos extraños apologistas a que me refiero, un cierto linaje de lealtad anti-racional y desmedida, que si viene del cristianismo es por perversión, y no de otra manera. Sancho Ortiz mata por esta lealtad al hermano de su querida, y el conde Alarcos asesina a su noble y enamorada esposa. Tales son las hazañas que nos presentan como primores del arte cristiano.

Grandes, consoladoras, dulcísimas son las palabras que Nuestro Señor Jesucristo, al ir a espirar en la cruz, dijo al ladrón arrepentido que estaba a su lado: En verdad te digo que pronto estarás conmigo en el cielo. ¿Pero cómo he de creer yo consecuencia progresiva de estas palabras, que se confíe cada cual en la misericordia de Dios, y que no atienda a la moral, confiando en ella? ¿Cómo he de aprobar, y llamar legítimo arte cristiano a los desafueros, infamias, insolencias y atrevimientos de los héroes facinerosos de La Devoción de la Cruz y de El Condenado por desconfiado? Los poetas que hicieron tales obras fueron eminentísimos: pero la tendencia es inmoral por todo extremo.

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La idea hegeliana y el cristianismo

A todas estas cavilaciones peligrosas ha dado origen la singular manía de hacer del cristianismo algo parecido a la idea hegeliana, idea que se va desenvolviendo fatalmente en el seno de la humanidad y produciendo el progreso; idea que destruye la crítica histórica. En virtud de esta idea, no se atiende para reprobar o aplaudir las acciones a la belleza moral de ellas, sino al fin social o político a que van encaminadas; fin bueno o malo, según la opinión política o social del que critica. En virtud de esta idea, y como deducción de la creencia en esta unidad misteriosa del conjunto universal que se desarrolla eternamente, la humanidad tiene que ser en cierto modo impecable e infalible. Religiones falsas o verdaderas, leyes y costumbres y artes, todas estas cosas, si son reales, son buenas y legítimas, son otros tantos momentos del desarrollo de la idea. Si no desenvuelven la idea, no son reales sino vanas apariencias. Nada es real sino lo que realiza la idea o está en ella latente antes de que se realice.

De la amalgama o combinación de la doctrina de Hegel con el cristianismo dimana el flamante progresismo cristiano. Veamos cómo éste discurre, poniendo algunos otros ejemplos. Para que del desenvolvimiento de la idea cristiano-hegeliana dimane también una arquitectura, ha imaginado no sé qué afinidad misteriosa entre el cristianismo y el estilo gótico. El que la escultura moderna no sea tan bella como la antigua, lo ha explicado igualmente de un modo satisfactorio, poniendo a salvo la susodicha doctrina del desenvolvimiento. Y en cuanto a la pintura, aún le ha sido más fácil la explicación. En primer lugar, no ha hecho caso de la pintura cristiana, bizantina o rusa, que es detestable, ni de la pintura de la Edad Media, que era bárbara, y sólo ha llamado pintura cristiana a la que empezó a florecer en la época del Renacimiento con el estudio de lo antiguo; y en segundo lugar, como ni de Apeles, ni de Polignoto, ni de Timágoras, ni de tantos otros valientes artistas griegos se conoce obra alguna, hemos supuesto gratuitamente que son mejores las de los modernos. Así queda demostrado que Nuestro Señor Jesucristo vino también al mundo a enseñarnos a pintar, aunque su enseñanza pictórica haya permanecido latente y en estado de incubación por espacio de catorce o quince siglos.

Juan Valera (1824-1905)

Juan Valera (1824-1905)

¿Habrá permanecido también latente y en estado de incubación lo que se llama ahora cristianismo social, hasta que por los años de 1789 salió gloriosamente del seno de la Revolución Francesa?¿Habrá el cristianismo moral y religioso desenvuelto y preparado a las sociedades para que éstas saquen al fin a la luz del mundo ese otro cristianismo nuevo que ahora se proclama? Todavía tenemos que decir esta vez, aunque apuremos la paciencia de nuestros lectores, que es fuerza tocar esta cuestión en un artículo aparte.

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