Bosco, "La ira", Mesa de los pecados capitales

El Bosco, «La ira», Mesa de los pecados capitales. La animadversión, en cualesquiera de sus formas, es la fuente del insulto, un modo de rebajar la dignidad de las personas.

La principal manera de relacionarse el hombre con los demás es mediante las palabras.

En lo que atañe al respeto que debemos a los demás, desde el punto de vista psicológico y moral, las palabras pueden entrañar el deshonor de alguien, y esto puede ocurrir de dos maneras. En primer lugar, puesto que el honor es consecuencia de la excelencia que el otro tiene, en principio por ser persona, se le deshonra al privarle de la dignidad que le corresponde, lo cual se produce ciertamente por obras y omisiones. En segundo lugar, se deshonra a alguien cuando se da a conocer lo que es contrario a su honor, y esto acontece por medio de signos; y entre los signos son principales las palabras, utilizadas para expresar los conceptos de la mente. Se trata entonces de ofender verbalmente el honor de otro.

Las palabras pueden encerrar intenciones y conceptos de muy variada rúbrica: científica, poética, retórica, artística, práctica y moral, entre otras. Intenciones y conceptos que se inscriben en el “modo” de hablar. El modo es una categoría gramatical que se implica en la conjugación verbal de nuestra lengua y describe el grado de fuerza resolutiva que tienen las palabras y frases emitidas, en tanto que responden a intenciones del sujeto emisor. A esta fuerza resolutiva de las palabras se refería Austin cuando decía que se pueden hacer “cosas con palabras”. Algunos modos son: condicional, imperativo, indicativo, negativo, optativo, potencial y subjuntivo.

Es cierto que las palabras, en cuanto a su esencia física, esto es, como sonidos audibles, no causan daño alguno al prójimo, a menos que fatiguen el oído, por ejemplo, cuando uno habla demasiado alto. En cambio, en cuanto a su esencia psicológica, son signos representativos de algo para llevarlo al conocimiento de los demás; y entonces pueden ocasionar quebranto psicológico y moral, por ejemplo, cuando alguien es lesionado en su honor o en el respeto que otras personas le deben. Por eso, tienen especial importancia las palabras por las que uno echa en cara a otro sus defectos en presencia de muchos. No obstante, aun hablando a solas con el interesado, el que habla puede actuar en contra del respeto del que oye.

Además, uno deshonra a otro por hechos, en cuanto sus actos realizan o significan lo que está en contra del honor. Pero los actos, en este caso, son tan significativos como las palabras.

Sabemos que el insulto ha sido utilizado también como tópico literario; se trata de un recurso adusto e hiriente, especialmente en las sátiras personales, aunque no tanto referido al estilo de un autor.

En un poema, Quevedo se refiere a Góngora. echándole en cara su ascendencia judía y por lo tanto, el ser enemigo de los productos porcinos:

Yo te untaré mis obras con tocino
porque no me las muerdas, Gongorilla,
perro de los ingenios de Castilla,
docto en pullas, cual mozo de camino.

Apenas hombre, sacerdote indigno,
que aprendiste sin Cristus la cartilla;
chocarrero de Córdoba y Sevilla,
y en la Corte bufón a lo divino.

A estos insultos, el cordobés respondió abultándole su evidente cojera:

Anacreonte español, no hay quien os tope
que no diga con mucha cortesía,
que ya que vuestros pies son de elegía,
que vuestras suavidades son de arrope.

En cualquier caso, proferir palabras ultrajantes, aunque el contenido de lo que significan sea cierto, rebaja la excelencia de quien lo hace. Cosa que también ocurre cuando uno echa en cara a otro su pobreza o bajo nivel social.

En resumen, las palabras no causan daño a nadie en cuanto son  sonidos, sino sólo en cuanto entrañan una significación que procede de la intención interior. Por eso, si la intención del que profiere un insulto tiende a quitar la honra a otro por medio de las palabras que pronuncia, eso pervierte internamente el orden moral, pues el hombre no ama menos su honra que sus bienes materiales.

Es preciso usar moderadamente de tales palabras, puesto que podría resultar grave el insulto que, proferido sin cautela, arrebatara el honor de aquel contra quien se lanza, aunque el primero no haya tenido intención de deshonrarle.

Pero no deja de haber cierta insensatez cuando alguien pronuncia palabras de insulto contra otro, aunque sea sin ánimo de deshonrarle, sino por diversión. Pues provocar la risa en otros a costa de envilecer a uno, hiere el orden interno de la convivencia; y esa herida será más o menos profunda, dependiendo de la intención del que insulta y de su proceder.

Ahora bien, el hombre, en su trato con los demás, se configura con una recia personalidad si está dispuesto a obrar “aguantando”, cuando fuere necesario; pero no siempre está de hecho obligado a proceder de tal manera. Aunque por mor de la convivencia estemos dispuestos a tolerar afrentas, no siempre es conveniente soportarlas: primero para impedir o prevenir la repetición de tales cosas en el futuro; segundo, porque muchas personas pueden inferir, si no reaccionamos a tiempo, que la afrenta estaba bien fundada.

Y no se debe olvidar, que la mayoría de las palabras que ofenden o afrentan  tienen principalmente su origen en la ira, cuyo fin es la venganza, porque el hombre que está irritado no tiene ninguna venganza más rápida que ultrajar a otro. Y que la proposición verbal que llega a ofender se hace a veces por soberbia, en cuanto que aquellos que se consideran superiores desprecian más fácilmente a los otros y los afrentan.

( Sobre lo aquí expuesto, véase: Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q. 72)