Kaspar David Friedrich (1774-1840): "Acantilados blancos". Decía este pintor romántico que la persona noble reconoce a Dios en todas las cosas; la persona corriente sólo ve la forma, n el espíritu". Este cuadro y esta cita centran bien la intención filosófica de Reinhold.

Kaspar David Friedrich (1774-1840): «Acantilados blancos». Decía este pintor romántico que «la persona noble reconoce a Dios en todas las cosas; la persona corriente sólo ve la forma, no el espíritu». Este cuadro y esta cita centran bien la intención filosófica del pintor en cuanto al sentimiento.

Inmediatez sentimental e intelectual

  1. Pocos filósofos han negado la existencia de un contacto espiri­tual inmediato con ciertos contenidos profundos, justo los que dan sentido y densidad a la vida humana. Pero no pocas veces los actos inmediatos o intuitivos del conocimiento han sido asigna­dos a facultades sentimentales o volitivas, es decir, extrain­telec­tuales. Se ha considerado en estos casos –como lo hicieran Bergson y Scheler– que el ámbito intelectual se agota en el dis­curso racional o científico, de suerte que los contenidos de ese otro círculo espiritual en el cual se agita el metafísico, el poeta, el mú­sico o el inventor es alcanzado por la corriente espiritual de la emo­ción o de la voluntad.

¿Es el conocimiento espiritual inmediato una dimensión “aló­gica” y “emocional”? No preguntamos si está acompañado de ac­tos surgidos de las capas extraintelectuales –cosa que ocurre fre­cuentemente–; la cuestión estriba en saber si tanto el sujeto psí­quico de ese conocimiento como su acto son de índole sentimen­tal y volitiva o de naturaleza intelectual.

Precisamente en la postura de Schopenhauer, Bergson y Scheler se afirma que el conocimiento espiritual inmediato e intuitivo se opone contrariamente al conocimiento racional: no pertenece al ámbito intelectual, sino al emocional.

Para Schopenhauer la realidad es alcanzada en sí misma me­diante un conocimiento opuesto al discursivo, a saber, el intui­tivo. Este acontece sin las formas de la sensibilidad (espacio y tiempo) y sin el encorsetamiento racional de las categorías (sus­tancia, causa, etc.); o sea, aparece como una vivencia inme­diata que capta la realidad en sí misma, tanto en el ámbito de la fi­losofía como en el del arte[1].

En la tradición filosófica francesa no han faltado pensadores que, como Pascal, establecen que “el corazón tiene sus razones que la razón no comprende”. Rousseau está entre ellos. Y también Bergson, el cual considera que hay un hiato insalvable, una oposi­ción irreductible entre “intuición” y “entendimiento” o pensa­miento discursivo. Este último forma conceptos para aferrar lo inmóvil, ordenándolos en secuencias lógicas; la intuición, en cambio, apresa el movimiento y la vida, la “durée mouvante”. Si el concepto se pliega a la cantidad, desmenuzando la realidad, la intuición penetra hasta la cualidad, consiguiendo la verdadera unidad. La intuición es tensión vital y se identifica con la volun­tad; el concepto, distensión mortecina. La intuición es la voluntad convertida en vidente. Los conceptos son relativos; la intuición alcanza lo absoluto[2].

Scheler, por su parte, reserva la inmediatez –tanto de orden te­ó­rico como de orden práctico– al conocimiento que él llama “sentir valoral” (Wertfühlens). Además del universo de esencias y leyes racionales puras, existe el ámbito lógico de cualidades abso­lutas, los valores, cerrado al conocimiento racional. El valor no es objeto ofrecido por una representación racional. El valor es el ob­jeto que corresponde al sentimiento de manera inmediata: se da en el sentimiento como el color en la vista. La inmediatez del va­lor significa que no es dado por signos o símbolos al sentimiento. Apreciar, postergar, preferir, etc., son modos del acto propio que nos comunica con los valores[3].

 

2.  El origen de esta adscripción del conocimiento inmediato o in­tuitivo al sentimiento hay que buscarlo en el siglo XVIII, como re­acción al racionalismo de algunos ilustrados. Rousseau y Jacobi, por ejemplo, se ins­criben en esa reacción. A partir de ese momento se afianza en muchos pensadores la doctrina del “trialismo” facultativo. En efecto, la filosofía clásica –griega y medieval– ordenó las faculta­des espirituales humanas en dos grupos: las apetitivas y las cog­noscitivas, según que su objeto fuese el bien o la verdad, respecti­vamente. Pero en los pensadores modernos el campo facultativo parece ampliarse: el sentimiento viene a colocarse junto a la facul­tad cognoscitiva y a la apetitiva[4].

Pero una vez admitido el “conocimiento sentimental”, se hace difícil com­prender su engarce con la razón. ¿Hay continuidad en­tre sentimiento y razón? ¿Es de la misma cualidad el objeto de ambas instancias? Porque si subjetivamente hay discontinuidad facultativa y objetivamente heterogeneidad cualitativa, es pro­blemática una mediación. Esta dificultad es la que resalta en la so­lución de Rousseau, un exponente más de las corrientes que otorgan la primacía al sentimiento.

 

Sentimiento e inmediatez cognoscitiva

Con anterioridad a Rousseau (†1778), Shaftesbury (†1713) conformó una ética basada en el sentimiento, vivencia interior que hace tender al individuo al bien propio y al de la especie. Esa tendencia sentimental produce por “simpatía” la armonía de la vida social. Se trata de una facultad innata que el hombre tiene para juzgar las acciones humanas y decidir su calificación moral. Rousseau enseñaría también el poder que el sentimiento tiene para decidir en materias morales.

A su vez, teniendo presente que académicamente era tratado el sentimiento como una facultad agregada a la voluntad y a la inteligencia, Kant (†1804) marcó la diferencia entre esas facultades, indicando que las funcio­nes conativas y cognoscitivas exigen una relación al objeto; relación que falta, sin embargo, en la función sentimental. La tris­teza, por ejemplo, no se refiere a nada repre­sentado o apetecido; sólo es indicadora del estado subjetivo del ánimo. Además de los sentimientos corporales, Kant estudia los sentimientos puros o espiri­tuales, como el producido por un objeto bello, los cuales tie­nen que ser catalogados junto a las funciones espirituales de cono­cer y querer[53].

Pero Kant estrechó tanto el círculo del sentimiento que acabó reduciéndolo a pura función subjetiva sin connotación o relación objetiva alguna.

Max Scheler añadió que, además de los estados sentimentales de tristeza, alegría, dolor, etc. (los admitidos por Kant), existen las funciones sentimentales que poseen una verda­dera referencia objetiva, ya que aprehenden o “perciben” los valo­res. La relación que mantiene nuestro sentimiento de belleza con lo sentido como bello es inmediata y objetiva. Se trata, según Scheler, de una relación “perceptiva” o cognoscitiva, de índole especial, que se distingue de la relación perceptiva del conoci­miento racional o discursivo.

 

2. La cuestión que surge, una vez planteada la aparición del “trialismo”, es la siguiente: ¿era necesario ampliar el esquema fa­cultativo clásico (inteligencia y voluntad) con el sentimiento?

La división de las facultades superiores en inteligencia y volun­tad responde al intento de resolver las actividades espirituales en unos principios operativos que deben entrañar dos notas esencia­les: la ultimidad, pues deben ser últimos en su línea; y la irreduc­tibilidad a otros principios. Si a pesar de ser últimos, unos pudie­ran ser reducidos a otros, no serían principios operativos distin­tos.

El fundamento por el que se pueden distinguir las líneas de las facultades está dado por el objeto formal al que las actividades humanas tienden. Toda potencia psíquica se especifica por su ob­jeto, al que se refiere de manera esencial e interna. Así, la “verdad” es el objeto de la inteligencia; y el “bien” lo es de la vo­luntad. Los partidarios del “trialismo” sustentan que, a su vez, lo que figura como principio fundante del orden teórico y práctico, intelectual y volitivo, es el objeto del sentimiento, a saber, el “va­lor”; el sentimiento arraiga de modo mucho más profundo que las otras facultades en la intimidad del sujeto, impregnando de ma­nera extensiva e intensiva toda la vida psíquica.

Los defensores del sentimiento como tercera potencia insisten, pues, en que éste es la facultad básica del alma, a la que las otras potencias están supeditadas. Bastaría recordar aquí de nuevo la doctrina de Shaftesbury o Rousseau sobre el papel central del sentimiento en la guía moral del hombre. Entonces, ¿es cierto que la filosofía del Aquinate no llegó a advertir la índole básica del sentimiento en nuestra vida espiritual?

 

3.  En verdad no fue la filosofía clásica, sino la moderna, la que ol­vidó el papel del sentimiento. Un medieval, por ejemplo, incluía lo que hoy se llama “vida afectiva” del espíritu en una de las di­mensiones que aparecen en cada una de las dos facultades, inteli­gencia y voluntad. De modo que el sentimiento es último en la línea de la adqui­sición. Pero también es primero en la línea de la aspiración. Expliquemos esto.

Ocurre que la voluntad humana no tiene a su inmediato alcan­ce el bien al que por naturaleza tiende; es más, ninguno de los medios que posee para alcanzarlo tiene una conexión necesaria con él: la voluntad no está necesi­tada, sino que es libre para elegir el medio más adecuado. Que­remos el bien-fin de manera ne­cesaria: todos aspiramos a la feli­ci­dad. Mas apetecemos el bien-medio de manera libre, en la que media la reflexión para conse­guirlo. El hombre apetece las cosas que le convie­nen después de haberlas conocido: su apetito es elícito, o sea, informado por el conocimiento. Y no es que la voluntad sea “cognos­citiva” o “aprehensiva”. Sólo la inteli­gencia versa sobre la verdad con un dinamismo asimilativo o re­ceptivo; la volun­tad, en cambio, recae sobre el bien con un dina­mismo activo. Ni el conocer es asunto de la voluntad, ni el querer lo es de la inteligencia. La voluntad puede querer la verdad que la inte­ligencia comprende; y la inteligencia puede entender el bien que la voluntad quiere. Pero ni ésta entiende, ni aquélla quiere.

El bien-fin es querido irremediablemente: de este querer no somos respon­sables. Del bien-medio, en cambio, podemos dispo­ner libremente. Ambos extremos, fin y medios, dan lugar a lo que Juan Damasceno, en su libro De fide orthodoxa (II, 22, MG, 94, 944) había llamado respectivamente voluntad natural o “telesis” y voluntad racional o “bulesis”. La función telética es fundamento de la bulética: si la voluntad no estuviera necesariamente remiti­da al fin, no habría lugar para una deliberación acerca de unos medios a él conducen­tes[54]. De ahí que la filosofía clásica distinguiese claramente entre la decisión libre –hoy llamada “volición”– y las mociones espon­tá­neas del apetito espiritual de fines –hoy llamadas sentimientos.

Por tanto, “voliciones” y “sentimientos” no son actos que se inscriban en facultades distintas: pertenecen a una misma facul­tad, especificada en general por el bien: el bien relativo o medio, en un caso, y el bien absoluto o fin, en otro. Tanto el bien parcial como el bien total se inscriben en el área del campo volitivo, el cual se tensa con dos funciones distintas de una misma facultad, al igual que intuir y discurrir son funciones de la facultad cognos­citiva.

 

4.  Mas para un filósofo moderno es difícil aceptar que el amor sea una forma del querer o de la voluntad. Tiene en su mente el trialismo psicológico con­figurado en la tradición occidental desde Kant: in­teligencia, voluntad y sentimiento. El amor se­ría de fines, no de medios, y habría de ser forzo­samente asunto de senti­miento. La voluntad, en cambio, sería facultad de me­dios, no de fines.

Es interesante, para aclarar este punto, comparar más deteni­damente el orden del apetito sensible con el orden de la voluntad o apetito racional. Para el Aquinate, sólo el orden del apetito sen­sible tiene dos planos ontológicos diversos (apetito inme­diato y apetito me­diato); el orden de la voluntad, en cambio, está cons­tituido por una es­tructura ontológica única y sim­ple: no hay en ella planos, sino momentos: el de los fines y el de los medios. Ella es tanto volun­tad de fines (poder de amar el fin), como volun­tad de medios (poder de decisión sobre los medios conducentes al fin)[55].

Esa unidad y simplicidad estructural de la voluntad resalta frente al apetito sensible, el cual no se orienta al aspecto “común” de bien, pues los sentidos no captan lo universal, sino al objeto bajo un aspecto particular y concreto de bien (o de mal); por eso cabe dis­tinguir en él entre el bien y el mal toma­dos de modo positivo o absoluto, y el bien y el mal tomados como arduos y difíciles. De modo que según sean los diversos aspectos parti­culares de bienes, así se diversifican las partes del apetito: el inmediato se orienta al aspecto propio de bien en cuanto es de­leitable sensorial­mente y conve­niente naturalmente; el apetito mediato se orienta al as­pecto del bien en cuanto es arduo o difícil de conseguir.

Pero la voluntad se orienta al bien bajo el aspecto común o uni­versal de bien: por eso no se diversifica interiormente, no ad­mite en su seno una do­ble distinción de tendencias, las inme­dia­tas y las media­tas: se fija en el bien (o al mal) prescindiendo tanto de la donación inmediata del bien como de su do­nación dificul­tosa o mediata. La voluntad no tiene por ob­jeto un bien particu­lar, ni el bien mismo del sujeto, sino el bien, de suerte que no está dirigida “a un bien deter­minado, como el apetito sensible o el ape­tito de lo seres carentes de conocimiento. Afir­mar lo con­trario es arrui­nar la espiritualidad de la voluntad”[56]. No hay una di­visión en la volun­tad –tampoco en la inteligen­cia–, por­que una potencia que tiene por objeto el bien o el ser o la ver­dad no podría ser ex­traña a nin­gún bien ni a nin­gún ser. “La acción de la vo­luntad es el amor del bien bajo la luz de la verdad. Hacia ese acto está incli­nada por naturaleza nuestra volun­tad”[57].

Siendo el bien espiritual doble, del fin y de los medios, el amor expresa algo simple y absoluto y no puede ser un acto orien­tado a los medios, que es algo com­puesto: el amor es el momen­to original de la voluntad de fines.

 

5.  Para Tomás de Aquino hay como tres actos de la voluntad de fines[58]: la simplex volitio (velle), la intentio y la fruitio, en co­rres­pon­dencia con los tres afectos sensibles inmediatos: el amor, el de­seo y el gozo. A su vez, la vo­luntad de medios se despliega tam­bién en tres actos: electio, consensus, usus. A los actos de fines po­drían haber llamado los modernos “sentimientos”; a los de me­dios, “voliciones”. El amor espiri­tual es, según el Aqui­nate, un sim­ple que­rer (velle), aunque no todo simple querer sea un amor. En el deseo y en el gozo espi­rituales co­mienza a haber cierta com­po­sición del acto, mientras que el amor, como mero querer, es acto simple y puro: en este nivel, querer y amar se iden­tifican. El amor es la primera in­mutación pasiva de la volun­tad provo­cada por el bien espi­ritual cono­cido por la razón[59]. En cambio, la frui­ción –empa­rentada con “fruto”– es lo úl­timo que se espera obte­ner y se gusta: se trata del gozo que uno experimenta en lo último a que aspiraba, cual es el fin. La fruición perfecta corresponde al fin ya poseído realmente, mientras que la imperfecta no es del fin real, sino poseído sólo en la inten­ción[60]. Y por último, el deseo es­piritual –la intentio– signi­fica tender hacia una cosa: es acto de la voluntad respecto del fin. La intentio es un acto es­piritual sólo pa­ralelo al deside­rium sensi­ble.

Se quejaba, con razón, Pieper de que estemos acostumbrados a limitar la idea del querer al momento de los medios, al “querer ha­cer algo”, “decidirse a obrar sobre la base de motivaciones”, re­duciéndolo a voluntad de transformar el mundo, de crear ar­tifi­cios para nuestra subsistencia, etc. Se trata de un achica­miento ac­tivista de la voluntad. “Se da una forma del querer que no tiende a hacer algo todavía en es­pera de ser consu­mado en un configura­ción futura que cambia la situación actual de las cosas […]. Además del querer hacer, existe el puro asen­timiento afirma­tivo a lo que ya está ahí. Y este asentir a lo que es, tampoco tiene carácter de tensión futu­rista. “El consenti­miento no es un futuro” (Ricoeur). Aprobar y afir­mar lo que ya es realidad, eso es amar”[61].

 

6.  Los actos volitivos referidos al fin y a los medios se corres­ponden res­pecti­vamente con los actos intelectuales de contem­plar (intellectus) los principios y de discurrir (ratio) sobre las conclusio­nes. “En la rica tradición del pensamiento europeo se afirmó siempre que, lo mismo que la certeza inmediata de la contempla­ción es el fundamento y su­puesto previo de toda ac­tividad pen­sante, también el amor es el original y más auténtico conte­nido de to­do querer, lo que pe­netra las creaciones de la voluntad de la flor a la raíz. Toda deci­sión de la potencia vo­litiva tiene en esa ac­tua­ción fun­da­mental su origen y su comien­zo, tanto en el sen­tido temporal como en el cualitativo. Por su misma naturaleza, el amor es no sólo lo primero que la volun­tad produce cuando ac­túa, y no sólo saca de él todos los de­más mo­mentos caracte­rísticos de su impulso, sino que el amor alienta también, como principio, es de­cir, como inagotable fuen­te creadora, toda deci­sión con­creta, y la sustenta dándole vi­da”[62].

Así, pues, la voluntad se re­fiere al fin de tres mo­dos: absolu­ta­mente, y enton­ces su acto se llama amor espiri­tual, por el que, por ejemplo, absolutamente que­remos algo; el se­gun­do, por el que se considera el fin como obje­to de quietud, y de este modo se orienta al fin el gozo espi­ritual; el tercero, con­sidera el fin co­mo término de los medios que a él se orde­nan, y así se orienta al fin el deseo espiritual[63]. Este deseo se refiere al fin como término del movi­miento vo­luntario. Si el gozo espiri­tual implica reposo en el fin, el deseo espiritual es todavía movimiento hacia el fin, no des­canso. El amor, como primer y fundamental acto del querer, sólo afirma, aprueba el existir y el vivir del otro[64].

Si el conocimiento inmediato no es asunto de sentimiento, porque éste no pertenece a facultad cognoscitiva alguna, ¿cómo podría ser tematizado dentro de una antropología del conoci­miento?

Al igual que en el plano de la voluntad establece el aristote­lismo una relación de fundamento (fin) a fundamentado (medio), con la correspondiente distinción de funciones subjetivas (sen­ti­mientos y voliciones), también propone esa relación para el pla­no cognoscitivo. “Dos operaciones pueden pertenecer simul­tánea­mente a una misma potencia, cuando una de ellas se refiere y se ordena a la otra; es patente que la voluntad quiere simultáne­a­mente el fin y las cosas que conducen al fin; y la inteligencia en­tiende simultáneamente los principios y las conclusiones por los principios, una vez que adquiere la ciencia”[65].

En efecto, a la existencia de “principios primeros” (que son verdades de evi­dencia inmediata) y “conclusiones” (o verdades de evidencia mediata) corres­ponde una diversidad de funciones cognoscitivas, llamadas respectivamente intelecto y razón: fun­ción intuitiva y función discursiva de la inteligencia[66].

No cabe duda de que el aspecto cognoscitivo que modernos y contem­poráneos han asignado al sentimiento, por estimar que había un círculo de verdades inmediatas que sobresalía por en­cima de la función racional, la filosofía clásica lo concretó en el “intelecto”, función de la inteligencia irreductible a la otra discur­siva. Veamos más detenidamente esta función del intelecto.

[1]     J. Volkelt, Arthur Schopenhauer, Stuttgart, 1907, 53-56, 128-132, 142-150.

[2]     Paul Simon, Der Pragmatismus in der modernen französischen Philosophie, Paderborn, 1920, 106-112.

[3]     Max Scheler, Der Formalismus in der Ethik und die materiale Wertethik, Hale, 1916, 123-126. Cfr. una exposición más amplia de las doctrinas “sentimen­talistas” del conocimiento en la primera parte del citado libro de Hufnagel.

[4]     Cfr. un planteamiento crítico y exacto del tema en el “Estudio Crítico” que Manuel Garrido antepone a la Metafísica del sentimiento de Th. Haecker (Madrid, 1959, 15-67). Asimismo acepta el “trialismo” A. Roldán, Metafísica del sentimiento, Madrid, 1956, 62-75.

[53]     I. Kant, Kritik der Urteilskraft, Einleitung, LVI-LVIII.

[54]     In III Sent d. 17, a. 1, p. 1 a 3. STh  III, 18, 3.

[55]     STh  I, 82, 5.

[56]     Louis-B. Geiger, Le problème de l’amour chez Saint Thomas d’Aquin, París, 1952, 95.

[57]     Louis-B. Geiger, op. cit., 95-96. Dice Santo Tomás: “La voluntad, aunque se dirija a las cosas singulares que están fuera del alma, se orienta a ellas siguiendo una razón universal (secundum aliquam rationem universalem), como el querer algo porque es bueno”. STh  I, 80, 2, ad 2.

[58]     S .Th., I-II, 8-12.

[59]     Si por voluntad se entiende la potencia o facultad de querer, entonces se ex­tiende al fin y a los medios, pues el bien, objeto de la voluntad, se encuentra en el fin y en los medios para el fin. Pero si por voluntad se designa no la potencia, sino el acto de querer –el amor– entonces sólo es propiamente del fin. Este acto simple versa sobre lo que es por sí mismo objeto de la fa­cultad, o sea, sobre lo que es bueno y querido por sí mismo, cual es el fin. Los medios no son buenos y deseados por sí mismos, sino por orden al fin, y la voluntad no tiende a ellos sino por el amor del fin (STh  I-II, 8, 2-3). Como el fin es querido por sí mismo y los medios sólo por el fin, la voluntad puede dirigirse al fin –puede amar– sin moverse a la vez a los medios; aunque para querer los medios ha de apetecer antes el fin. El acto por el que se mueve al fin en absoluto (por ejemplo, desear la salud) a veces precede en el tiempo a la volición de los medios (por ejemplo, llamar al médico para curarse).

[60]     STh  I-II, 11, 3-4.

[61]     J. Pieper, El amor, Madrid, 1972, 40-42.

[62]     J. Pieper, 43-44.

[63]     STh  I-II, 12, 2.

[64]     STh  II-II, 25, 7.

[65]     De Potentia, q. 4, a. 2, ad 10.

[66]     S .Th., I, 83, 4; II Sent d. 24, q. 1 a 3; De Veritate, q. 24, a. 6.