Inmediatez sentimental e intelectual
- Pocos filósofos han negado la existencia de un contacto espiritual inmediato con ciertos contenidos profundos, justo los que dan sentido y densidad a la vida humana. Pero no pocas veces los actos inmediatos o intuitivos del conocimiento han sido asignados a facultades sentimentales o volitivas, es decir, extraintelectuales. Se ha considerado en estos casos –como lo hicieran Bergson y Scheler– que el ámbito intelectual se agota en el discurso racional o científico, de suerte que los contenidos de ese otro círculo espiritual en el cual se agita el metafísico, el poeta, el músico o el inventor es alcanzado por la corriente espiritual de la emoción o de la voluntad.
¿Es el conocimiento espiritual inmediato una dimensión “alógica” y “emocional”? No preguntamos si está acompañado de actos surgidos de las capas extraintelectuales –cosa que ocurre frecuentemente–; la cuestión estriba en saber si tanto el sujeto psíquico de ese conocimiento como su acto son de índole sentimental y volitiva o de naturaleza intelectual.
Precisamente en la postura de Schopenhauer, Bergson y Scheler se afirma que el conocimiento espiritual inmediato e intuitivo se opone contrariamente al conocimiento racional: no pertenece al ámbito intelectual, sino al emocional.
Para Schopenhauer la realidad es alcanzada en sí misma mediante un conocimiento opuesto al discursivo, a saber, el intuitivo. Este acontece sin las formas de la sensibilidad (espacio y tiempo) y sin el encorsetamiento racional de las categorías (sustancia, causa, etc.); o sea, aparece como una vivencia inmediata que capta la realidad en sí misma, tanto en el ámbito de la filosofía como en el del arte[1].
En la tradición filosófica francesa no han faltado pensadores que, como Pascal, establecen que “el corazón tiene sus razones que la razón no comprende”. Rousseau está entre ellos. Y también Bergson, el cual considera que hay un hiato insalvable, una oposición irreductible entre “intuición” y “entendimiento” o pensamiento discursivo. Este último forma conceptos para aferrar lo inmóvil, ordenándolos en secuencias lógicas; la intuición, en cambio, apresa el movimiento y la vida, la “durée mouvante”. Si el concepto se pliega a la cantidad, desmenuzando la realidad, la intuición penetra hasta la cualidad, consiguiendo la verdadera unidad. La intuición es tensión vital y se identifica con la voluntad; el concepto, distensión mortecina. La intuición es la voluntad convertida en vidente. Los conceptos son relativos; la intuición alcanza lo absoluto[2].
Scheler, por su parte, reserva la inmediatez –tanto de orden teórico como de orden práctico– al conocimiento que él llama “sentir valoral” (Wertfühlens). Además del universo de esencias y leyes racionales puras, existe el ámbito lógico de cualidades absolutas, los valores, cerrado al conocimiento racional. El valor no es objeto ofrecido por una representación racional. El valor es el objeto que corresponde al sentimiento de manera inmediata: se da en el sentimiento como el color en la vista. La inmediatez del valor significa que no es dado por signos o símbolos al sentimiento. Apreciar, postergar, preferir, etc., son modos del acto propio que nos comunica con los valores[3].
2. El origen de esta adscripción del conocimiento inmediato o intuitivo al sentimiento hay que buscarlo en el siglo XVIII, como reacción al racionalismo de algunos ilustrados. Rousseau y Jacobi, por ejemplo, se inscriben en esa reacción. A partir de ese momento se afianza en muchos pensadores la doctrina del “trialismo” facultativo. En efecto, la filosofía clásica –griega y medieval– ordenó las facultades espirituales humanas en dos grupos: las apetitivas y las cognoscitivas, según que su objeto fuese el bien o la verdad, respectivamente. Pero en los pensadores modernos el campo facultativo parece ampliarse: el sentimiento viene a colocarse junto a la facultad cognoscitiva y a la apetitiva[4].
Pero una vez admitido el “conocimiento sentimental”, se hace difícil comprender su engarce con la razón. ¿Hay continuidad entre sentimiento y razón? ¿Es de la misma cualidad el objeto de ambas instancias? Porque si subjetivamente hay discontinuidad facultativa y objetivamente heterogeneidad cualitativa, es problemática una mediación. Esta dificultad es la que resalta en la solución de Rousseau, un exponente más de las corrientes que otorgan la primacía al sentimiento.
Sentimiento e inmediatez cognoscitiva
Con anterioridad a Rousseau (†1778), Shaftesbury (†1713) conformó una ética basada en el sentimiento, vivencia interior que hace tender al individuo al bien propio y al de la especie. Esa tendencia sentimental produce por “simpatía” la armonía de la vida social. Se trata de una facultad innata que el hombre tiene para juzgar las acciones humanas y decidir su calificación moral. Rousseau enseñaría también el poder que el sentimiento tiene para decidir en materias morales.
A su vez, teniendo presente que académicamente era tratado el sentimiento como una facultad agregada a la voluntad y a la inteligencia, Kant (†1804) marcó la diferencia entre esas facultades, indicando que las funciones conativas y cognoscitivas exigen una relación al objeto; relación que falta, sin embargo, en la función sentimental. La tristeza, por ejemplo, no se refiere a nada representado o apetecido; sólo es indicadora del estado subjetivo del ánimo. Además de los sentimientos corporales, Kant estudia los sentimientos puros o espirituales, como el producido por un objeto bello, los cuales tienen que ser catalogados junto a las funciones espirituales de conocer y querer[53].
Pero Kant estrechó tanto el círculo del sentimiento que acabó reduciéndolo a pura función subjetiva sin connotación o relación objetiva alguna.
Max Scheler añadió que, además de los estados sentimentales de tristeza, alegría, dolor, etc. (los admitidos por Kant), existen las funciones sentimentales que poseen una verdadera referencia objetiva, ya que aprehenden o “perciben” los valores. La relación que mantiene nuestro sentimiento de belleza con lo sentido como bello es inmediata y objetiva. Se trata, según Scheler, de una relación “perceptiva” o cognoscitiva, de índole especial, que se distingue de la relación perceptiva del conocimiento racional o discursivo.
2. La cuestión que surge, una vez planteada la aparición del “trialismo”, es la siguiente: ¿era necesario ampliar el esquema facultativo clásico (inteligencia y voluntad) con el sentimiento?
La división de las facultades superiores en inteligencia y voluntad responde al intento de resolver las actividades espirituales en unos principios operativos que deben entrañar dos notas esenciales: la ultimidad, pues deben ser últimos en su línea; y la irreductibilidad a otros principios. Si a pesar de ser últimos, unos pudieran ser reducidos a otros, no serían principios operativos distintos.
El fundamento por el que se pueden distinguir las líneas de las facultades está dado por el objeto formal al que las actividades humanas tienden. Toda potencia psíquica se especifica por su objeto, al que se refiere de manera esencial e interna. Así, la “verdad” es el objeto de la inteligencia; y el “bien” lo es de la voluntad. Los partidarios del “trialismo” sustentan que, a su vez, lo que figura como principio fundante del orden teórico y práctico, intelectual y volitivo, es el objeto del sentimiento, a saber, el “valor”; el sentimiento arraiga de modo mucho más profundo que las otras facultades en la intimidad del sujeto, impregnando de manera extensiva e intensiva toda la vida psíquica.
Los defensores del sentimiento como tercera potencia insisten, pues, en que éste es la facultad básica del alma, a la que las otras potencias están supeditadas. Bastaría recordar aquí de nuevo la doctrina de Shaftesbury o Rousseau sobre el papel central del sentimiento en la guía moral del hombre. Entonces, ¿es cierto que la filosofía del Aquinate no llegó a advertir la índole básica del sentimiento en nuestra vida espiritual?
3. En verdad no fue la filosofía clásica, sino la moderna, la que olvidó el papel del sentimiento. Un medieval, por ejemplo, incluía lo que hoy se llama “vida afectiva” del espíritu en una de las dimensiones que aparecen en cada una de las dos facultades, inteligencia y voluntad. De modo que el sentimiento es último en la línea de la adquisición. Pero también es primero en la línea de la aspiración. Expliquemos esto.
Ocurre que la voluntad humana no tiene a su inmediato alcance el bien al que por naturaleza tiende; es más, ninguno de los medios que posee para alcanzarlo tiene una conexión necesaria con él: la voluntad no está necesitada, sino que es libre para elegir el medio más adecuado. Queremos el bien-fin de manera necesaria: todos aspiramos a la felicidad. Mas apetecemos el bien-medio de manera libre, en la que media la reflexión para conseguirlo. El hombre apetece las cosas que le convienen después de haberlas conocido: su apetito es elícito, o sea, informado por el conocimiento. Y no es que la voluntad sea “cognoscitiva” o “aprehensiva”. Sólo la inteligencia versa sobre la verdad con un dinamismo asimilativo o receptivo; la voluntad, en cambio, recae sobre el bien con un dinamismo activo. Ni el conocer es asunto de la voluntad, ni el querer lo es de la inteligencia. La voluntad puede querer la verdad que la inteligencia comprende; y la inteligencia puede entender el bien que la voluntad quiere. Pero ni ésta entiende, ni aquélla quiere.
El bien-fin es querido irremediablemente: de este querer no somos responsables. Del bien-medio, en cambio, podemos disponer libremente. Ambos extremos, fin y medios, dan lugar a lo que Juan Damasceno, en su libro De fide orthodoxa (II, 22, MG, 94, 944) había llamado respectivamente voluntad natural o “telesis” y voluntad racional o “bulesis”. La función telética es fundamento de la bulética: si la voluntad no estuviera necesariamente remitida al fin, no habría lugar para una deliberación acerca de unos medios a él conducentes[54]. De ahí que la filosofía clásica distinguiese claramente entre la decisión libre –hoy llamada “volición”– y las mociones espontáneas del apetito espiritual de fines –hoy llamadas sentimientos.
Por tanto, “voliciones” y “sentimientos” no son actos que se inscriban en facultades distintas: pertenecen a una misma facultad, especificada en general por el bien: el bien relativo o medio, en un caso, y el bien absoluto o fin, en otro. Tanto el bien parcial como el bien total se inscriben en el área del campo volitivo, el cual se tensa con dos funciones distintas de una misma facultad, al igual que intuir y discurrir son funciones de la facultad cognoscitiva.
4. Mas para un filósofo moderno es difícil aceptar que el amor sea una forma del querer o de la voluntad. Tiene en su mente el trialismo psicológico configurado en la tradición occidental desde Kant: inteligencia, voluntad y sentimiento. El amor sería de fines, no de medios, y habría de ser forzosamente asunto de sentimiento. La voluntad, en cambio, sería facultad de medios, no de fines.
Es interesante, para aclarar este punto, comparar más detenidamente el orden del apetito sensible con el orden de la voluntad o apetito racional. Para el Aquinate, sólo el orden del apetito sensible tiene dos planos ontológicos diversos (apetito inmediato y apetito mediato); el orden de la voluntad, en cambio, está constituido por una estructura ontológica única y simple: no hay en ella planos, sino momentos: el de los fines y el de los medios. Ella es tanto voluntad de fines (poder de amar el fin), como voluntad de medios (poder de decisión sobre los medios conducentes al fin)[55].
Esa unidad y simplicidad estructural de la voluntad resalta frente al apetito sensible, el cual no se orienta al aspecto “común” de bien, pues los sentidos no captan lo universal, sino al objeto bajo un aspecto particular y concreto de bien (o de mal); por eso cabe distinguir en él entre el bien y el mal tomados de modo positivo o absoluto, y el bien y el mal tomados como arduos y difíciles. De modo que según sean los diversos aspectos particulares de bienes, así se diversifican las partes del apetito: el inmediato se orienta al aspecto propio de bien en cuanto es deleitable sensorialmente y conveniente naturalmente; el apetito mediato se orienta al aspecto del bien en cuanto es arduo o difícil de conseguir.
Pero la voluntad se orienta al bien bajo el aspecto común o universal de bien: por eso no se diversifica interiormente, no admite en su seno una doble distinción de tendencias, las inmediatas y las mediatas: se fija en el bien (o al mal) prescindiendo tanto de la donación inmediata del bien como de su donación dificultosa o mediata. La voluntad no tiene por objeto un bien particular, ni el bien mismo del sujeto, sino el bien, de suerte que no está dirigida “a un bien determinado, como el apetito sensible o el apetito de lo seres carentes de conocimiento. Afirmar lo contrario es arruinar la espiritualidad de la voluntad”[56]. No hay una división en la voluntad –tampoco en la inteligencia–, porque una potencia que tiene por objeto el bien o el ser o la verdad no podría ser extraña a ningún bien ni a ningún ser. “La acción de la voluntad es el amor del bien bajo la luz de la verdad. Hacia ese acto está inclinada por naturaleza nuestra voluntad”[57].
Siendo el bien espiritual doble, del fin y de los medios, el amor expresa algo simple y absoluto y no puede ser un acto orientado a los medios, que es algo compuesto: el amor es el momento original de la voluntad de fines.
5. Para Tomás de Aquino hay como tres actos de la voluntad de fines[58]: la simplex volitio (velle), la intentio y la fruitio, en correspondencia con los tres afectos sensibles inmediatos: el amor, el deseo y el gozo. A su vez, la voluntad de medios se despliega también en tres actos: electio, consensus, usus. A los actos de fines podrían haber llamado los modernos “sentimientos”; a los de medios, “voliciones”. El amor espiritual es, según el Aquinate, un simple querer (velle), aunque no todo simple querer sea un amor. En el deseo y en el gozo espirituales comienza a haber cierta composición del acto, mientras que el amor, como mero querer, es acto simple y puro: en este nivel, querer y amar se identifican. El amor es la primera inmutación pasiva de la voluntad provocada por el bien espiritual conocido por la razón[59]. En cambio, la fruición –emparentada con “fruto”– es lo último que se espera obtener y se gusta: se trata del gozo que uno experimenta en lo último a que aspiraba, cual es el fin. La fruición perfecta corresponde al fin ya poseído realmente, mientras que la imperfecta no es del fin real, sino poseído sólo en la intención[60]. Y por último, el deseo espiritual –la intentio– significa tender hacia una cosa: es acto de la voluntad respecto del fin. La intentio es un acto espiritual sólo paralelo al desiderium sensible.
Se quejaba, con razón, Pieper de que estemos acostumbrados a limitar la idea del querer al momento de los medios, al “querer hacer algo”, “decidirse a obrar sobre la base de motivaciones”, reduciéndolo a voluntad de transformar el mundo, de crear artificios para nuestra subsistencia, etc. Se trata de un achicamiento activista de la voluntad. “Se da una forma del querer que no tiende a hacer algo todavía en espera de ser consumado en un configuración futura que cambia la situación actual de las cosas […]. Además del querer hacer, existe el puro asentimiento afirmativo a lo que ya está ahí. Y este asentir a lo que es, tampoco tiene carácter de tensión futurista. “El consentimiento no es un futuro” (Ricoeur). Aprobar y afirmar lo que ya es realidad, eso es amar”[61].
6. Los actos volitivos referidos al fin y a los medios se corresponden respectivamente con los actos intelectuales de contemplar (intellectus) los principios y de discurrir (ratio) sobre las conclusiones. “En la rica tradición del pensamiento europeo se afirmó siempre que, lo mismo que la certeza inmediata de la contemplación es el fundamento y supuesto previo de toda actividad pensante, también el amor es el original y más auténtico contenido de todo querer, lo que penetra las creaciones de la voluntad de la flor a la raíz. Toda decisión de la potencia volitiva tiene en esa actuación fundamental su origen y su comienzo, tanto en el sentido temporal como en el cualitativo. Por su misma naturaleza, el amor es no sólo lo primero que la voluntad produce cuando actúa, y no sólo saca de él todos los demás momentos característicos de su impulso, sino que el amor alienta también, como principio, es decir, como inagotable fuente creadora, toda decisión concreta, y la sustenta dándole vida”[62].
Así, pues, la voluntad se refiere al fin de tres modos: absolutamente, y entonces su acto se llama amor espiritual, por el que, por ejemplo, absolutamente queremos algo; el segundo, por el que se considera el fin como objeto de quietud, y de este modo se orienta al fin el gozo espiritual; el tercero, considera el fin como término de los medios que a él se ordenan, y así se orienta al fin el deseo espiritual[63]. Este deseo se refiere al fin como término del movimiento voluntario. Si el gozo espiritual implica reposo en el fin, el deseo espiritual es todavía movimiento hacia el fin, no descanso. El amor, como primer y fundamental acto del querer, sólo afirma, aprueba el existir y el vivir del otro[64].
Si el conocimiento inmediato no es asunto de sentimiento, porque éste no pertenece a facultad cognoscitiva alguna, ¿cómo podría ser tematizado dentro de una antropología del conocimiento?
Al igual que en el plano de la voluntad establece el aristotelismo una relación de fundamento (fin) a fundamentado (medio), con la correspondiente distinción de funciones subjetivas (sentimientos y voliciones), también propone esa relación para el plano cognoscitivo. “Dos operaciones pueden pertenecer simultáneamente a una misma potencia, cuando una de ellas se refiere y se ordena a la otra; es patente que la voluntad quiere simultáneamente el fin y las cosas que conducen al fin; y la inteligencia entiende simultáneamente los principios y las conclusiones por los principios, una vez que adquiere la ciencia”[65].
En efecto, a la existencia de “principios primeros” (que son verdades de evidencia inmediata) y “conclusiones” (o verdades de evidencia mediata) corresponde una diversidad de funciones cognoscitivas, llamadas respectivamente intelecto y razón: función intuitiva y función discursiva de la inteligencia[66].
No cabe duda de que el aspecto cognoscitivo que modernos y contemporáneos han asignado al sentimiento, por estimar que había un círculo de verdades inmediatas que sobresalía por encima de la función racional, la filosofía clásica lo concretó en el “intelecto”, función de la inteligencia irreductible a la otra discursiva. Veamos más detenidamente esta función del intelecto.
[1] J. Volkelt, Arthur Schopenhauer, Stuttgart, 1907, 53-56, 128-132, 142-150.
[2] Paul Simon, Der Pragmatismus in der modernen französischen Philosophie, Paderborn, 1920, 106-112.
[3] Max Scheler, Der Formalismus in der Ethik und die materiale Wertethik, Hale, 1916, 123-126. Cfr. una exposición más amplia de las doctrinas “sentimentalistas” del conocimiento en la primera parte del citado libro de Hufnagel.
[4] Cfr. un planteamiento crítico y exacto del tema en el “Estudio Crítico” que Manuel Garrido antepone a la Metafísica del sentimiento de Th. Haecker (Madrid, 1959, 15-67). Asimismo acepta el “trialismo” A. Roldán, Metafísica del sentimiento, Madrid, 1956, 62-75.
[53] I. Kant, Kritik der Urteilskraft, Einleitung, LVI-LVIII.
[54] In III Sent d. 17, a. 1, p. 1 a 3. STh III, 18, 3.
[55] STh I, 82, 5.
[56] Louis-B. Geiger, Le problème de l’amour chez Saint Thomas d’Aquin, París, 1952, 95.
[57] Louis-B. Geiger, op. cit., 95-96. Dice Santo Tomás: “La voluntad, aunque se dirija a las cosas singulares que están fuera del alma, se orienta a ellas siguiendo una razón universal (secundum aliquam rationem universalem), como el querer algo porque es bueno”. STh I, 80, 2, ad 2.
[58] S .Th., I-II, 8-12.
[59] Si por voluntad se entiende la potencia o facultad de querer, entonces se extiende al fin y a los medios, pues el bien, objeto de la voluntad, se encuentra en el fin y en los medios para el fin. Pero si por voluntad se designa no la potencia, sino el acto de querer –el amor– entonces sólo es propiamente del fin. Este acto simple versa sobre lo que es por sí mismo objeto de la facultad, o sea, sobre lo que es bueno y querido por sí mismo, cual es el fin. Los medios no son buenos y deseados por sí mismos, sino por orden al fin, y la voluntad no tiende a ellos sino por el amor del fin (STh I-II, 8, 2-3). Como el fin es querido por sí mismo y los medios sólo por el fin, la voluntad puede dirigirse al fin –puede amar– sin moverse a la vez a los medios; aunque para querer los medios ha de apetecer antes el fin. El acto por el que se mueve al fin en absoluto (por ejemplo, desear la salud) a veces precede en el tiempo a la volición de los medios (por ejemplo, llamar al médico para curarse).
[60] STh I-II, 11, 3-4.
[61] J. Pieper, El amor, Madrid, 1972, 40-42.
[62] J. Pieper, 43-44.
[63] STh I-II, 12, 2.
[64] STh II-II, 25, 7.
[65] De Potentia, q. 4, a. 2, ad 10.
[66] S .Th., I, 83, 4; II Sent d. 24, q. 1 a 3; De Veritate, q. 24, a. 6.
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