Salvador Dalí: "La persistencia de la memoria" (1931). Una expresión surrealista de la memoria y el tiempo.

Salvador Dalí: «La persistencia de la memoria» (1931). Una expresión surrealista de la memoria y el tiempo.

Memoria y experiencia

En una entrada anterior preguntaba qué ocurriría si memoria y olvido estuvieran desgajados de lo real. Pregunto ahora si desde el punto de vista de la integración moral de la persona no sería preferible dejar en el olvido también las buenas cosas que hacemos: pues mientras ocupan la memoria, están quizás imposibilitando el crecimiento personal.

Porque cuando olvidamos o cuando recordamos, tanto la memoria como el olvido responden a un interés profundo de la persona, siguiendo un dinamismo integral, un sentido de valores, un principio que permite la unificación real de la personalidad.

En fin, parece claro que si bien recordar y olvidar son en sí mismos actos naturales, la explicación realista, presente también en el estoicismo, conectó a estos actos una intención moral, una relación personal, la cual desemboca en el influjo o acción práctica que la voluntad humana ejerce sobre esos actos, con un cierto dominio directivo[1].

Ciertamente el hecho de olvidar el mal que nos acaece es a veces un buen signo de salud moral y personal; pero ¿es asimismo un signo de buen estado moral y personal el olvidar el bien que hacemos? Eso depende de lo que sea necesario y valioso recordar. A Erasmo de Rotterdam  (1469-1536) se le atribuye una expresión sobrecogedora: “El colmo de la estupidez es aprender lo que luego hay que olvidar”. Estoy de acuerdo: y esta podría ser la fórmula magistral para que los políticos acuerden una buena ley de educación.

Las doctrinas morales del estoico cordobés Lucio Anneo Séneca ‒que murió en el siglo I‒ nos obligan a reconocer que incluso olvidar el bien que hacemos es a veces un signo de buena salud moral y personal. Séneca explica su punto de vista especialmente en el libro titulado De beneficiis (o sea, de dones o gracias), cuyas conclusiones se transmitieron por toda Europa, a lo largo de la Edad Media y del Siglo de Oro Español. Fueron recogidas por Santo Tomás  en la Suma Teológica (cuestiones 106 y 107 de la II-II) y en los muchos comentarios que a esta Suma se hicieron, especialmente por maestros de la Escuela de Salamanca. No puedo entrar en ellos analíticamente, pero sí proponer una síntesis de sus enseñanzas.

El enfoque de Séneca es propio de un arte superior, que ya no es técnico: el de la razón práctico-moral ‒como antes he dicho‒, la prudencia, orientada a lo concreto, la cual lleva aparejada la integración interna y ética del hombre. Respondiendo a este planteamiento, Santo Tomás y sus Comentaristas afirmaron dos cosas: primera, que tanto la memoria como el olvido son actos psicológicos o naturales, que pueden ser regidos por un arte o tékne; segunda, que son susceptibles de ser tratados también como actos imperados por la voluntad libre, por lo tanto, bajo un aspecto moral. Lo más importante para la construcción de la personalidad humana no viene de la tékne, de la técnica que se aplicaría a memorizar u olvidar, sino de la phrónesis, de la prudencia moral, cuyo acto central es mandar, regir, construir la integridad del hombre con el uso hábil[2] de la memoria.

Todos los autores áureoseculares tenían en cuenta que el desarrollo de esa razón práctica moral, llamada prudencia, está ordenada a dirigir las acciones venideras; mas para ello requiere una condición indispensable, la memoria. Una memoria que, sin inventar nada,  es fiel al ser, mirando y reteniendo las acciones ya hechas y pasadas, que fueron tal como fueron. La prudencia requiere que la verdad de las cosas pasadas, guardada en la memoria, sirva para ayudarnos a plantear el futuro. La huella de los acontecimientos ya sucedidos se llama experiencia, índice que puede ayudar a encarar el porvenir, a prevenirnos cuando vamos hacia adelante. A la memoria bien fundada llamamos, normalmente, experiencia de la vida. Y si permitimos que la voluntad o los sentimientos lleguen a falsearla, acabaremos queriendo lo imposible, o lo falso, o lo irreal[3]. Gracias a la experiencia, la memoria es un elemento integral de la razón práctica o prudencia[4], como subrayó Cicerón, en el libro 2 la Retórica[5].

Y es que la prudencia, como razón práctico-moral, tiene como objeto lo que el hombre puede obrar de manera libre y contingente; y hacia esto no podemos dirigirnos exclusivamente por ideas o conceptos universales y necesarios, absolutos, sino por representaciones de cosas que acontecen la mayor parte de las veces, y son suministradas por la experiencia de la vida, por la memoria[6].

En resumen, acto de la memoria es naturalmente el recordar, traer el pasado al presente: ese acto es su característica propia. Pero, siendo una facultad muy condicionada por los sentidos, su acto ha de ser canalizado por impulsos éticos de la voluntad, cuya orden sobre la facultad de recordar y de olvidar no puede ser irresistible (o como decían los clásicos, despótica), sino flexible o política (en la terminología de Aristóteles), dejando en la memoria la potestad de desobedecer. De esa desobediencia de la memoria se quejaba Gracián, como hemos visto.

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Memoria y olvido como elementos del dar y agradecer

Ahora tengo la impresión de que todo lo que hasta aquí he referido, puede resultar un poco abstracto. A partir de ahora quiero volverme analíticamente a ciertos actos centrales de la vida humana que pueden quedar sometidos moralmente al olvido y a la memoria, cumpliendo una ley personal.

Para el crecimiento personal y moral, el olvido puede ser el ingrediente del acto moral de dar, y la memoria puede ser a su vez el ingrediente del acto moral de agradecer, opuesto correlativamente al primero[7].

Quien ofrece un “don” no lo hace por obligación de justicia, ni por un deber jurídico: si yo le doy dinero a quien proba­blemente lo necesita es por pura voluntad de ayuda. “Dar” es una término analógico, porque hay muchas formas de dar, pero en el modo de su analogado superior, cabe decir que no hay auténtico “dar”, si no es de balde[8]; es más, “dar de balde” es una expresión redundante.

Los autores áureoseculares ponían fenomenológicamente el don y lo dado, en balanza con el premio o el regalo.

El don no es un premio o merced que corresponda al mérito, y que por tanto haga referencia a la justicia: se premia al que por alguna razón es merecedor; el don, por el contrario, no es merecido, al menos totalmente, ni se incluye en la justicia social[9]. Afirma Santo Tomás: “El don, como dice Aristóteles (IV Topic. cap. 4, n. 12), consiste en dar sin retorno, no en el sentido de que no pueda haber recompensa, sino por­que de hecho el donante no cuenta con ella[10]. De lo que aquí se habla es de una entrega desinteresada o sin restitución, sin retorno (irredibilis, como dijo Séneca), totalmente gratuita.

La actitud donante fue llamada entre los griegos “liberalidad”[11], palabra que se aplica ahora a otras actitudes, pero que en su originaria significación se refería a una actitud interior pura, a una libertad “liberada” de sus propias trabas psicológicas; sin mezcla de intereses o de utilidades[12]. El hombre que da y ofrece sus propios bienes, no los de otro, es un liberal (ἐλευθέριος)[13].

Doblado ya el Siglo de Oro, Juan Eusebio Nieremberg apuntaba algunos matices más en su admirable libro Obras y días[14]. Por ejemplo, advierte que, en el donante, lo decisivo no es meramente “dar”, sino “saber dar”; no sólo gastar, sino también retener para poder seguir dando. Dar, por lo tanto, sin respeto al propio interés. Y otro matiz complementario: dar más con el rostro que con la mano, más con el ánimo que con el don, gustando de dar. Y en todo ello, no hacer cuenta que ha dado, sino olvidarse del don.

El hombre que ejerce su acto donante ha de tener la capacidad… de olvidarse de lo que da, de no tenerlo en cuenta. El que rumia en su memoria lo que da, no ejerce lo propio del acto donante, es como si no quisiera soltar lo que ha dado. Pero si la medida del dar es el olvido, la medida del agradecer es la memoria.

Quien se olvida del don recibido es un desagradecido, un ingrato. “Por eso –dice Nierem­berg– el agradecido se ha de acordar siempre del beneficio, por­que el bienhechor nunca se ha de acordar. Este pacto tácito es como una gracia”: la gracia de que el olvido de uno compense y merezca la memo­ria del otro[15]. Aquí se sitúa muy bien la función antropológica que tienen el olvido (del donante) y la memoria (del receptor) en la construcción de la personalidad.

Finalmente, Nieremberg subraya que en el agradecimiento ha de haber exceso o abundancia: el re­torno no equivale a devolver tanto por tanto; y el don se paga devolviendo más de lo que se recibe[16].

De modo que a través del don se contrae una deuda de voluntades[17]. Pero la compensación o devolución tiende siempre a dar, si es posible, algo más[18] ¿Y qué es ese algo más? Una memoria permanente, una forma de trascender el tiempo: mediante el recuerdo se integran en un presente todos nuestros actos y contenidos pasados.

Séneca insiste en que la memoria paga gratuitamente el don, cuando faltan otras cosas. Por lo tanto, nadie queda excusado de la gratitud ‒ni siquiera un pobre sin recursos‒ pues aunque no pueda dar cosa alguna, para cumplir el deber de mostrarse agradecido basta únicamente con la memoria y la voluntad de recordar. Lo que cae dentro del ámbito de la ingratitud es el olvido del don recibido: aunque no aquel olvido que proviene de un defecto natural o neurológico, sino el derivado moralmente de la negligencia[19], de la falta moral de aplicación y cuidado. Por eso, la máxima ingratitud es la de quien olvida[20].

Gracias a la memoria sostenida logra el agradecimiento una ganancia antropológica y moral. Y por eso, el agradecimiento exige una reciprocación indefinida: esa es su última característica; en la gratitud se provoca un proceso infinito de reciprocación[21], no exigible por ninguna fuerza coactiva y contractual. La deuda de gratitud será interminable y ahí está la memoria para mantenerla[22]: si el receptor olvidara, sería un ingrato.

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Memoria y olvido en la vida interpersonal

Los dones que se me otorgan son “gracias” (Χάριτες), dice Séneca latinizando a los griegos. En los dones mismos hay gratuidad y además doy gracias por ellos.

Esta reciprocación tuvo una larga expresión artística, desde los antiguos griegos hasta los renacentistas y barrocos. Ya Séneca recuerda en el libro I de su tratado que para los griegos eran tres las imágenes de las Gracias (las Χάριτες), a saber, tres don­cellas abrazadas. En las excavaciones que se han hecho en varios sitios históricos, como Pompeya, aparecen ya mosaicos y azulejos con representaciones de las tres gracias. Muy bellas por cierto, más que las exuberantes y celulíticas de Rubens y más que las anémicas y cloróticas de Boticelli. Solía interpretarse, dice Séneca, que la una es la que da el beneficio, la segunda la que lo recibe, la tercera la que lo de­vuelve; y porque se abrazan en círculo se da a entender la provo­cación a nueva dádiva y la continua reciprocación[23].

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Hago un inciso sobre este asunto, para volverme hacia una conocida tesis del pietismo alemán, recogida por Heidegger, que dice: pensar es agradecer (Denken ist Danken)[24]. Si por pensar se entiende un acto espiritual englo­bante, éste puede ser el de la memoria (Ge-dächtnis), de suerte que podría cambiarse el orden de la frase heideggeriana, y decir: agradecer (Danken) es recordar (Ge-denken). Y eso está bien para el que recibe el don. Sin embargo, en lo referente al aspecto psicológico y ontológico de la gratitud misma, queda bastante difusa esa exploración de Heidegger, porque en realidad parece dejar fuera de consideración el refe­rente personal necesario que exige la gratitud. Podría dar la impresión de que es el sujeto mismo el que, circularmente, piensa, re­cuerda y agradece a la vez. Pero, ¿a quién agradece? ¿a sí mismo? ¿a su propio ser? ¿a un ser impersonal?

Ante esta duda, Séneca advertía que no hay deudor sin acreedor, como no hay hijo sin padre: el agradecer es un acto intersubjetivo, entre dos personas distintas: “Es fuerza que haya un dador –afirma Séneca– para que haya un receptor. Dar y recibir no es transferir el don de la mano derecha a la mano izquierda”[25]. Sólo de lo divino recibimos el don fundamental del alma y del pensamiento[26].

Nosotros, si somos humanistas y filósofos, ¿Cómo agradecer o pagar de la manera más adecuada la dote racional que somos? Primero, co­menzando a ejercerla, poniéndonos a pensar. Segundo, ejerciendo la memoria de lo divino que Séneca recomendaba y San Agustín entendía como memoria Dei (De Trinitate, XIV); la suma gratitud es el pensar y el recuerdo del pensar; así como la irreflexión y el olvido de lo esencial es la más profunda ingratitud hacia lo divino. Lo que la memoria o el recuerdo deben guardar y recoger es aquello que agrade­cidamente hay que pensar.

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[1]     Aunque si se exceptúa una patología neuronal, la vida personal conserva hasta el final la posibilidad de retomar algo de lo que le ha pertenecido: la realidad del olvido se inserta en el orden integral de la vida personal, de donde toma su sentido positivo. G. Gusdorf, Mémoire et personne, PUF, París (1950), 2ª 1993, p. 308.

[2]     Una actividad íntima, un arte interior que los medievales y áureoseculares designaron como sollertia: habilidad e industria para construir una personalidad buena. Según Aristóteles era εὐπραξία, un “bien obrar” (Eth., libro 6, cap. 5).

[3]     Aristóteles, Metaphysica, I, 1.

[4]     No solamente la memoria, sino la imaginación y el entendimiento se niegan muchas veces a obedecer a la voluntad.

[5]     Marco Tulio Cicerón, Rhetorica, 2.

[6]     Aristóteles, Ethica, VI, 1. Lo que es verdad en la mayor parte de los casos (ut in pluribus) ha de ser considerado a través de la experiencia acumulada, mediante el uso reiterado de la memoria, la cual permite congregar las representaciones marcadas por el tiempo. La memoria corre paralela a la experiencia y genera la phrónesis, la prudencia. La experiencia de la que aquí se habla no es un acto puntual, sino un “experimentum” (como dicen los tratadistas medievales y renacentistas): experimentum que tiene lugar por el uso repetido de la memoria (ex memoriis); la memoria como experimentum es una parte integral de la prudencia moral.

[7]     El olvido del mal que hemos generado [disvalor], sólo sostiene nuestra salud mental con el recuerdo de valores superiores con los que estamos comprometidos. No tendré tiempo para confrontar esta tesis con escritos de autores modernos tales como Lavelle, Scheler o Ricoeur.

[8]     Hay en el “dar” un gesto de entregar, de conceder y otorgar; y de aquí, en un sentido profundo, producir o rendir fruto. De ese mismo sentido original beben las expresiones que, con el verbo “dar”, denotan un hecho de existencia insólita o única, como cuando decimos “se da el caso”. En alemán ocurre algo parecido con el verbo “geben”, dar: es gibt equivale a “sucede”, “existe”, “hay”.

[9]     Es lo que intentan descifrar Brigitte Boothe y P. Stoellger (Ed.), Moral als Gift oder Gabe? Zur Ambivalenz von Moral und Religion, Würzburg, 2004.

[10]    Thomas de Aquino, In I Sent. d. 18, q. 1, art. 2.

[11]    Norbert Bolz y Christof Gestrich, Gott, Geld und Gabe: zur Geldförmigkeit des Denkens in Religion un Gesellschaft, Berling, 2004; Maurice Godelier, L’énigme du don, Fayard, 1996 (sobre la relación entre dinero, regalo y objetos sagrados)

[12]    Reconozco que es muy difícil actualmente describir el tejido psicológico y espiritual de quien se pone a dar “liberalmente” a los demás: dando sin preocuparse de sí mismo. Parecería, más bien, que la normal inclinación natural es preocuparse de uno mismo antes que de los demás.  Aunque la palabra “liberal” (ἐλευθέριος) no tenga ya un recorrido social aceptable, lo cierto es que Aristóteles reconocía con ese término la pura acción donante. Las cosas de que el “liberal” se desprende para darlas a otro son los bienes poseídos por él

[13]    Thomas de Aquino, In I Sent. d. 18, q. 1, art. 2.

[14]    Juan Eusebio Nieremberg , Obras y días, Madrid, 1629, pp. 162-165.

[15]   Juan Eusebio Nieremberg, Obras y días, Madrid, 1629, pp. 164-165.

[16]    Bill Bright, Das Abenteuer des Gebens: wer gibt, der empfängt, Giessen, 1997.

[17]    J. E. Nieremberg, Op. cit., p. 265.

[18]    Séneca, De beneficiis, III, 21. Thomas de Aquino, Summa Theologiae,  II-II q. 106, a. 6.

[19]    Séneca, De beneficiis, III, 1. Thomas de Aquino, Summa Theologiae,  II-II q. 107 a. 1 ad2.

[20]    Séneca, De beneficiis, III, 1.

[21]    J. E. Nieremberg, Op. cit., p. 267.

[22]    Thomas de Aquino, Summa Theologiae,  II-II q. 106, a. 6 ad2.

[23]    Séneca, De beneficiis, I, 3. De estas palabras se deduce que para Séneca el complemento de las gracias recibidas es también el mágico encanto que cristaliza tanto en el dona­dor como en el receptor, una festiva fascinación que engloba al sujeto y al objeto.  Cfr. O. F. Bollnow, “Über die Dankbarkeit”, Die Sammlung, 9 (1954) 169-177, p. 172.

[24]    Denken ist Danken es una expresion pietista alemana del siglo XIX, comentada por Heidegger en Was heisst Denken? una lección de los años 1951-52 (GA, 8, p. 149 ss). Cfr. George Steiner, Martin Heidegger, New York, Penguin Books, 1980, p. 15; Peter Trawny, Martin Heidegger, Campus Verlag, Frankfurt/New York, 2003, pp. 13-15; Dietmar Koch, “Warum kann das Denken ein Danken sein?” en  Oya Erdog̑an & Dietmar Koch (Eds.), Im Garten der Philosophie, Wilhelm Fink Verlag, 2004,  pp. 131 ss.

[25]    Séneca, De beneficiis, V 8, V, 9.

[26]    Séneca, De beneficiis, II 2.