El genio y su fuerza ejemplar

 

Dalí: El nacimento de una divinidad (1960)

Dalí: El nacimiento de una divinidad (1960)

Qué es un genio, según Kant

En la Edad Moderna confluyen, en primer lugar, las teorías meta­físicas, de corte platónico-leibniciano, sobre el genio. Este vendría a ser una especie de ser superior o semidivino, con una fuerza supra­personal de inspiración. En tal sentido se pronunciaría Shaftesbury (1711), para quien el genio es la revelación del espí­ritu universal; el artista sería como una pequeña divinidad.

En segundo lugar, comparecen las teorías psicológico-raciona­les, como la de Helvetius (1758), para quien el genio es una cuali­dad ge­neral humana, penetrable por la conciencia, una facultad creadora y combinadora que existe en varia medida en todos los hombres. De aquí vendría el genio a significar el hombre dotado de especiales fa­cultades espirituales, de superiores facultades crea­doras.

Se encuentra, en tercer lugar, la teoría  transcedental y extra­rra­cional de Kant. Para éste, el genio no es una potencia misteriosa o di­vina, un mediador de potencias superiores, ni la personifica­ción de una fuerza creadora de la Naturaleza que origina la idea productiva de la obra de arte, sino una dimensión natural, incons­ciente e impene­trable a la conciencia, anclada en la fantasía. El ge­nio es el talento o don natural innato que da reglas al arte[5].

Este talento, como facultad productiva innata, pertenece sólo a la naturaleza. En el genio, facultad innata, la naturaleza toma la inicia­tiva dando reglas al arte. La regla para el arte es dada por una facul­tad natural, el genio. Este no da reglas a la ciencia, sino al arte; y no al arte mecánico, sino al arte bello. El científico pre­supone reglas co­nocidas que determinan su método. Pero el genio no, aunque conlleve un aprendizaje mecánico[6]. El genio muestra en sus productos, según Kant, las siguientes cualidades: regulari­dad no-científica, originalidad, ejemplaridad, inconsciencia inicial y libertad de juego.

a) Regularidad no-científica. Esto significa, de un lado, que el ge­nio no se atiende a reglas ni a formas universalmente reconocidas me­diante conceptos estrictos; de otro lado, que el genio crea por sí mismo tanto las nuevas formas de expresión que manifiestan una ne­cesidad interior, como las nuevas reglas conectadas a esas for­mas. En principio, todo arte presupone reglas mediante las cuales se hace po­sible su producto: sin regla anterior no puede un pro­ducto llamarse arte. Pero el juicio sobre la belleza de un producto del arte bello no es deducido de una regla determinada por un concepto: el arte bello no se inventa la regla por la cual se efectúa su producto. Dicha regla no puede recogerse en una fórmula (Formel) ni servir de precepto (Vorschrift) para juicios basados en un concepto determinado.

b) Originalidad: El genio no es habilidad, orientada a realizar pro­ductos de imitación mediante reglas previamente determinadas, sino talento de producir lo que no es determinado por regla alguna defi­nida. De ahí que genio, propiamente dicho, sólo puede ser el artista, no el científico: lo que en sí mismo puede ser aprendido o está en el camino natural del descubrimientor eflexivo mediante reglas previas no será jamás obra de genio; genio es talento para el arte bello[7].

c) Ejemplaridad. Los productos del genio son modelos: no sur­gen de imitación, pero son medida o regla del juicio de los demás.

d) Inconsciencia inicial. Pues el genio, por la índole prerre­flexiva, extrarracional, del acto creador y del proceso por el que se agitan en él las ideas formadoras, no es capaz de establecer ra­cionalmente la gé­nesis de las ideas que guían la propia obra, ni puede disponer de ellas a su antojo, por ejemplo, para comunicar­las[8].

e) Libertad de juego. Hay conceptos a los que ninguna intuición (representación de la imaginación) puede ser adecuada: son las ideas racionales. Y hay intuiciones (representaciones de la imagi­nación) a las que no se les puede adecuar concepto alguno: son las ideas estéti­cas. La imaginación aporta una indeterminada repre­sentación de la materia o de la intuición, para la exposición de un concepto: presu­pone, por tanto, una relación de la imaginación al entendimiento. Pero el genio se muestra no tanto en la realización del fin antepuesto en la exposición de un determinado concepto, como más bien en la expre­sión de ideas que representan la imagi­nación en su libertad de toda tutela de las reglas, y, sin embargo, como conforme al fin de la expo­sición del concepto dado[9]. Una gran poesía es rica de fantasía (no se puede aprender a hacer poe­sías) y, además, está llena de pensamiento.

El genio apronta una representación de la imaginación que pro­voca a pensar mucho, sin que pueda serle adecuado pensamiento o concepto alguno[10]. Posee una imaginación creadora, pues pone bajo un con­cepto una representación de la imaginación que, de un lado, pertenece a la exposición de aquel concepto y, de otro lado, ocasiona tanto pen­samiento que no se deja nunca recoger en un determinado concepto y extiende el concepto mismo de un modo ilimitado[11].

De lo dicho se desprende que sólo en el arte hay genios; la cien­cia no los necesita: el descubridor más novedoso sólo se diferencia en grado, no en cualidad, del imitador. Sin embargo, el talento científico es, en otro aspecto, superior al genio; pues en tal talento se muestra una perfección cada vez mayor de conocimiento y de capacidad de transmitirl[12]. Asímismo para el genio hay un mo­mento en que el arte se detiene, topa con un límite que no puede rebasar, justo porque la obra ya está acabada y además la habilidad que la produce no puede comunicarse naturalmente[13].

 

El genio, según Fichte

Fichte conserva las notas esenciales que Kant atribuía a las obras del genio (regularidad indeducible, originalidad, ejemplaridad, in­consciencia inicial), pero se niega a restringir la genialidad a la es­fera artística. Tampoco Herder y Goethe llegaron a compartir la restric­ción kantiana. Fichte está convencido de que también en los ámbitos de la ciencia, de la filosofía, de la moralidad, del dere­cho se mani­fiesta el genio. Por ejemplo, en la filosofía se nos aparecen figuras que, como Platón, conservan todavía, por su ori­ginalidad y ejemplari­dad, la misma sublimidad, fascinación, inten­sidad, profundidad, sim­plicidad, y frescura de pensamiento que hace 24 siglos; también en la ciencia encontramos hombres que, como Arquímedes, aportan nuevas ideas con una excepcional y sorprendente fuerza de representación, un admirable grado de fantasía, una sensibilidad especial para la belleza matemática y una gran claridad para limitarse a lo esencial. Los cien­tíficos geniales han producido obras originales y excepcionales que, con indepen­dencia de los trabajos de científicos antecedentes o con­temporá­neos, aportan ideas centrales, desde las cuales, como desde un nú­cleo subterráneo inicial, se desarrolla progresivamente el conte­nido, culminando en conceptos fundamentales últimos, en torno a los cuales cristalizan en forma de sistema los conocimientos ya sa­bidos, potenciando la marcha de ulteriores investigaciones, esta­bleciendo nuevas relaciones; son obras extratemporales, pues mantienen su fuerza de estímulo y de fecundidad a lo largo del tiempo; obras admi­rables y ricas en contenido.

Todas estas obras son puntos culminantes y tienen una posición particular en la historia de la cultura, constituyendo los recodos so­bresalientes de un largo proceso. Y el genio siente la importan­cia de­cisiva de su propia misión cultural, convencido de no repre­sentar so­lamente la energía psicológica de su exclusiva individua­lidad, sino la fuerza objetiva y suprapersonal del espíritu.

Sin embargo, aunque el genio no se identifique con el artista, se constituye para Fichte por una función estética básica, de innegable ascendencia kantiana.

 

La libertad del genio: lo común como transcedental

Desde el primer período de su actividad filosófica, Fichte re­salta la dimensión antropológica del genio.  Genio coincide con libertad; no la libertad entendida como actividad arbitraria, opcional, propia, por ejemplo, de la mera re­flexión o abstracción filosófica; sino la li­bertad como espontanei­dad espiritual.

a) En tal sentido, libertad significa, en primer lugar, desliga­miento de impulsos externos e internos, aunque el espíritu no sea necesaria­mente consciente de ese desligamiento. El genio puede ser para la verdad, para la virtud, para el arte, etc. [14].

Fichte acepta esta raíz antropológica del genio e indica que puede darse en el hombre una actividad inconsciente, distinta por tanto de la reflexión o abstracción filosófica, pero original, espi­ritual, autogené­tica, que se extiende a las más variadas expresiones humanas[15].

Por el carácter espiritual de la obra genial se comprende su exalta­ción sobre el tiempo[16]. La obra del genio es extratemporal y supra­temporal. Extratemporal: ya que los valores culturales de la obra ge­nial son realizados y gozados independientemente de las tendencias, de las normas y de los ideales de la época contemporá­nea o pasada; de este modo, las generaciones venideras son esti­muladas constantemente por la presencia de las grandes creaciones del pasado. Supratemporal: pues la obra del genio es inmortal, so­brevive en su validez y muestra fecundidad fuera del tiempo y de las inquietudes de la vida.

b) Libertad es también elevación por encima del punto de vista co­mún. Esto explica la originalidad de la obra genial, de la idea o ideas representadas. El hombre genial se plasma en el trabajo pro­ductivo; y nosotros sentimos en las obras geniales la personalidad de su autor: la obra genial es inseparable de su autor. El genio puede ser para la ver­dad, la virtud, el arte, etc. Desde esta pers­pectiva Fichte afirma que el espíritu filosófico es también genio[17]. Esta elevación sobre el punto de vista común comporta dos deter­minaciones: una subjetiva, otra obje­tiva. Subjetivamente: la obra genial provoca sorpresa renaciente y re­forzada; cada vez que, por ejemplo, nos ponemos ante una obra de arte, se intensifica la expe­riencia estética primitiva y renace en noso­tros una sorpresa, un asombro tan profundo como el de la primera vez, pues la obra parece ser nueva. Esta sorpresa se transforma en no­sotros en ad­miración silenciosa y veneración contemplativa tanto por el artista creador como por la creación misma. Objetivamente: la obra muestra riqueza inagotable de contenido, y manifiesta cada vez ante nosotros nuevas dimensiones y relaciones. El encuentro con ella nos enriquece, nos eleva a una esfera espiritual y moral más alta, fuera de la vida cotidiana.

Esta riqueza subjetiva y objetiva de la obra genial se debe pre­cisa­mente a que plasma la libertad más totalizadora del hombre: la propia de la función estética.

El impulso estético tiene carácter mediador y primigenio, por lo que viene a ser totalizador del hombre entero haciendo que el espíritu se libere de la objetividad sensible en sí y fuera de sí. El impulso esté­tico opera la interiorización del espíritu y asume la interioridad de to­das sus funciones. Lo que la moralidad culmina es precisamente esta interiorización ya establecida espontánea­mente. Por el sentido estético se establece un proceso unitario de autoliberación, proseguida en el impulso cognoscitivo (el cual nos arranca de las necesidades de la vida y nos eleva a la libre contem­plación de las cosas tal como son), y en el impulso práctico (que nos libera de la presión de la naturaleza y la transforma en lo que debe ser). Dicha función totalizadora espontánea es analizada por Fichte, en su Sittenlehre 1798, donde explica que la función esté­tica, como proceso espiritual, nos abre el ámbito de lo común como transcendental.

Es indudable que Fichte inserta en su explicación de la concien­cia estética el planteamiento de los dos sistemas opuestos e irre­conciliables que aparecen constantemente en sus obras: «dog­matismo» e «idea­lismo» (o sea, materialismo y espiritualismo, ne­cesitarismo y li­berta­rismo), haciendo coincidir el núcleo de la función estética con la li­bertad del idealismo y del espiritualismo. El «dogmatismo» vendría a ser el punto de vista común. Pero en el «idealismo» distingue Fichte dos perspectivas: la transcendental-reflexiva y la transcendental-pre­rreflexiva, o sea, la estética. Cier­to es que la conciencia filosófica también se eleva por encima de lo común y se mueve en el ámbito transcendental. Pero lo peculiar de la función estética es que convierte en común el punto de vista transcendental. ¿Qué diferencia hay entre el punto de vista común, el punto de vista transcendental y el punto de vista estético? «Desde el punto de vista transcendental el mundo es he­cho; desde el punto de vista común el mundo es dado; desde el punto de vista estético es dado, pero según la perspectiva de cómo es hecho»[18]. El filósofo se eleva al punto de vista transcendental con trabajo y siguiendo una re­gla. Mas el genio, como espíritu bello, se encuentra aquí sin pensarlo determinada­mente, sin hacerse cons­ciente del paso[19]. Así, la función estética y la educación que com­porta no es en sí misma algo puramente intelectual, obra de regula­ción cons­ciente y disciplinada. Su quehacer totalizador es precons­ciente, antepredicativo, por venir del hondón unitario del alma. Este mo­mento espiritual preconsciente es, por otra parte, una nota defini­toria del genio.

El sentido estético realiza la primera liberación de los lazos de la sensibilidad; promueve, pues, el fin de la razón, aunque no es una virtud racional: la ley moral exige la autonomía según con­ceptos, mientras el sentido estético va de suyo sin ningún concepto. La regla pone disciplina en el genio pero no puede dar ella misma el genio, justo porque ella es regla, y se orienta a la limitación pero no a la li­bertad. El sentido estético no depende del arbitrio ni se puede formar mediante conceptos, sino que debe formarse de modo completamente espontáneo[20].

Fichte propone dos ejemplos para dar a entender su tesis: el de la naturaleza y el de la moralidad.

El mundo dado o efectivo es la naturaleza. Y en esta distingue dos aspectos: el común y el estético. En el de la visión común, la natura­leza es un producto de nuestra limitación y aparece limitada en todas sus partes, de manera que una figura en el espacio es con­siderada como delimitada por cuerpos vecinos. En el de la visión estética la naturaleza es un producto de nuestro libre ideal (no de nuestra opera­tividad real) y aparece como libre en todas partes, de suerte que la misma figura espacial es considerada como una mani­festación de la íntima fuerza y plenitud del cuerpo mismo que la posee. Quien sigue la visión común ve, como el dogmático, sólo formas comprimidas, de­formadas, emprobrecidas; ve, en otras palabras, la fealdad. Quien, como el idealista, sigue la visión estética ve la plenitud vigorosa de la naturaleza, ve la vida y su movimiento ascen­dente; ve la belleza.

Lo mismo sucede con lo supremo en el hombre, la ley moral. El punto de vista común considera que la ley moral manda de modo ab­soluto y reprime todos los impulsos naturales; se com­porta hacia ella como un esclavo. El punto de vista estético consi­dera la ley moral como el Yo mismo, la ve como originada de las íntimas profundidades de nuestro ser, de modo que al obedecerla nos obedecemos a nosotros mismos. La conciencia estética ve cual­quier cosa en su aspecto bello, la ve como libre y viviente.

El genio, como schöner Geist (alma bella), se encuentra en lo íntimo del hom­bre. La obra genial arranca al hombre de la naturaleza dada y lo sitúa ante su propia autonomía racional, que es su último fin, lo introduce en sí mismo y hace que encuentre familiar este mundo interior suyo.

 

 

 

  1. Primacía de lo estético en la función teórica: la con-

templación.

 

En la Carta que Fichte escribe a Schiller el 27 de Junio de 1795 ex­presa que el espíritu en la filosofía y el espíritu en el arte bello son especies de un mismo género, de suerte que debe haber una disposi­ción natural («ursprüngliche Anlage») que sea un impulso a la repre­sentación por la representación misma («Trieb nach Vors­tellung um der Vorstellung willen«), o sea, impulso a la interiori­dad pura, fun­damento último tanto del arte bello, como del verda­dero filosofar. El poseedor de esta disposición natural es el genio, coincidente, en este caso, con un género superior de arte, del que el arte filosófico y el arte bello son especies. Pero este impulso original del genio (impulso a la representación por la representa­ción misma) es llamado por Fichte «impulso estético» en su opús­culo Ueber Geist und Buchstab in der Philosophie.

Veamos en primer lugar el significado del impulso (Trieb). Fi­chte distingue entre «conciencia» (en la que se polariza la subjeti­vidad y la objetividad) y el «fundamento» de la conciencia. Este fundamento, lo más profundo del ser humano, es una fuerza bá­sica, el Urtrieb, im­pulso absoluto a la plena autoactividad (Selbsthätigkeit) que hace al hombre un ser autónomo, cognoscente y operante. Esta autoactividad es lo que distingue al hombre del conjunto de los seres naturales. Pero el impulso originario no se presenta nunca inmediatamente a la con­ciencia como elemento ab­soluto y unificante.

Precisamente el genio saca del fondo de su ánimo (Gemüths), y no de la experiencia externa, mediante una «Divinations Vermö­gens» (facultad adivinatoria), aquello que se esconde a los ojos de los demás hombres, pero que se encuentra en el alma de todos ellos[21]: el im­pulso, Trieb, lo más propio e independiente que el hombre posee.

Este impulso originario se diversifica y da lugar al impulso in­fe­rior o natural y al superior o espiritual, puro.

El impulso natural o sensible liga el sujeto al objeto. La tarea del impulso espiritual ‑una tarea constitutiva, por lo dicho impulso espiri­tual o puro es siempre, en sentido general, práctico‑ consiste no en suprimir este ligamen, sino en desplazarlo al infinito, libe­rando en el infinito al sujeto del nexo con la objetividad puramente material desde la dimensión cognoscitiva y operativa. El impulso espiritual es prác­tico, pues lleva a la autoactividad, fundando así todo lo que en el hombre hay de más propio; pero en él toma la autoactividad absoluta del impulso transcendental básico la direc­ción cognoscitiva y la prác­tica estricta.

Ambos, el impulso cognoscitivo y el impulso práctico, coinci­den en un ligamen parcial a la objetividad, pero se distinguen en su compor­tamiento fáctico frente al objeto.

a) El impulso cognoscitivo no quiere modificar nada en las co­sas: las deja como son. En tal medida, es dependiente materialiter de la cosa. Se orienta a conocer sólo por el conocimiento mismo. No le in­teresa en absoluto cambiar la esencia o constitución ex­terna e interna de las cosas. Impulsados por él sólo deseamos saber lo que es la es­tructura constitutiva de cada cosa; y sabiéndolo nos sentimos satisfe­chos. El valor de la representación consiste aquí en acomodarse per­fectamente a la cosa, la cual es supuesta por noso­tros como algo de­terminado por sí mismo, sin intervención nues­tra. Pero el impulso mismo es espontáneo, autoactivo, y se dirige inmediatamente a repro­ducir la cosa. Es claro que este hecho pa­rece ser explicado mejor en la hipótesis no idealista de quienes pretenden que la materia de sus re­presentaciones está dada por los objetos, de suerte que las imágenes confluirían en nuestra mente desde todas partes. Pero incluso en esta hipótesis, no compartida por Fichte, se precisa de una actividad propia del sujeto para cap­tar las imágenes y elevarlas a representaciones. Así, pues, en su función teórica la conciencia está ligada materialiter al objeto me­diante el concepto; pero éste es formaliterresultado de la autoacti­vidad absoluta, como en la ordenación intencionada de repre­senta­ciones que acontece en la configuración conceptual de la ciencia. Este impulso, pues, queda siempre satisfecho en cierta medida[22].

b) De modo distinto se comporta el impulso práctico. Este se orienta a configurar estructuralmente la cosa misma, por mor de la configuración esencial, la cual es conocida por nosotros cuando apa­rece la excitación de este impulso. El impulso práctico supone en el fondo del alma una representación creada tanto en su existen­cia como en su contenido por una autoactividad libre; el impulso, pues, se orienta a crear en el mundo sensible un producto que le corresponda. Pero, a diferencia del impulso cognoscitivo, jamás nos deja satisfe­chos, pues no tiende a conocer la cosa tal como es, sino a determi­narla, modificarla y configurarla como debe ser.

Considerados en sus funciones, ambos impulso son antitéticos; pero han de ser conciliados y unificados en la conciencia una e in­divisible. En realidad coinciden ambos en una esfera común, en un ámbito de mediación que comparte una función del impulso cog­noscitivo y otra del impulso práctico. «El impulso no puede diri­girse a la representa­ción de la cosa sin que en general se oriente a la representación por mor de la representación misma; y también es imposible un impulso que influya en la cosa misma y la elabore conforme a una representa­ción que debe estar fuera de toda expe­riencia y sobre toda posible ex­periencia, si no hubiera en general impulso y facultad de proyectar representaciones independiente­mente de la constitución real de las co­sas»[23]. Fichte llama impulso estético a esa facultad de proyectar repre­sentaciones independien­temente de la existencia o de la modificabili­dad de la cosa. Se trata de una función originaria del Yo. Con esta «función estética» se completa la división de los impulsos:

c) El impulso estético se orienta hacia una determinada repre­senta­ción, pero sólo por mor de la representación misma, nunca en función de una cosa que le correspondiera o de un conocimiento de esa cosa.

Ni en el aspecto cognoscitivo ni en el práctico, «el impulso se orienta a la representación sola o a la cosa sola, sino a una armonía entre ambas; sólo que en el primer caso la representación se rige por la cosa, y en el segundo la cosa por la representación»[24]. Pero de modo distinto ocurre con el impulso estético, el cual se dirige pro­piamente «a una representación, y a una representación deter­minada, sólo por mor de su determinación como mera representa­ción»[25]. La representación es el fin propio de este impulso: el va­lor de esta repre­sentación no reside en su concordancia con el ob­jeto, sino en sí misma. El tema de este impulso estético no es el original que se diera en la representación, sino la forma libre e in­dependiente de la imagen misma. Semejante representación está aislada como fin último del im­pulso: carece de relación recíproca con objetos o cosas.

  1. Pero tanto el impulso práctico como el estético tienen algo en común: en el fondo de ambas determinaciones hay una representa­ción proyectada en su contenido por una absoluta autoactividad. Sólo que en el impulso estético no tiene por qué haber nada que le corresponda en el mundo sensible. Incluso cuando se exige que la imagen estética quede expresada en el mundo sensible, semejante exigencia no arranca del impulso estético, cuya tarea acaba en la mera proyección de la imagen en el alma, sino del impulso prác­tico, el cual penetra por cualquier motivo en la serie de las repre­sentaciones y establece un fin externo: el de reproducirla en la re­alidad.
  2. Asímismo tanto el impulso cognoscitivo como el estético com­parten el hecho de exigir una representación como fin último suyo, y sólo quedan satisfechos cuando ésta queda configurada: ambos son abarcados por una contemplación desinteresada, alejada de inclinacio­nes hacia objetos. Sólo que en el impulso cognoscitivo debe la repre­sentación concordar con las cosas. Y puede ocurrir que la representa­ción de un objeto realmente existente se adecúe muy bien al impulso estético; pero la satisfacción concomitante de este impulso no se dirige en absoluto a la verdad externa de la re­presentación: pues la imagen proyectada gustaría también aun cuando fuese vacía; el hecho de que ocasionalmente encerrara co­nocimiento estricto no aumentaría el pla­cer estético.

Fichte indica, en fin, que el fundamento común de los tres im­pulsos es el «impulso puro» que está conectado en la conciencia real al «impulso natural». Dicho impulso puro pretende la libertad por la li­bertad misma, la cual se expresa en el impulso estético de un modo prístino y sin connotación alguna a objetos. Por ejemplo, el impulso cognoscitivo hacia la verdad encierra una doble rela­ción: al carácter formal (espiritual, libre, supranatural), y al ca­rácter material (o de contenido determinado por el impulso natu­ral) de la verdad. El in­terés en la pura forma de la verdad tiene su raíz en el impulso esté­tico.

En sentido genético-histórico, el impulso estético es el primero y el último, y en él se organiza analógicamente de un modo más puro la tendencia a la libertad, a la pura autoactividad. En sentido esencial y estructural, el impulso práctico (moral) general es el originario, no distinto de sus formas determinadas (cognoscitiva, práctica y estética), pues está implicado en todas ellas como fun­damento. En Fichte tiene primacía la «razón ética», pero no la «razón operativa». La razón ética tiene su mejor expresión en la función estética, la cual no consiste en un facere, sono en un agere interior. La razón estética es «razón práctica», pero no «razón operativa». Como la libertad espiritual, in­terior al hombre, es la meta de toda verdadera moralidad; y como la fuerza creadora que sale hacia fuera nos espiritualiza y nos hace libres en la medida en que el hombre entra en lo más profundo de su propia esencia, puede decirse que esta interioridad es el hogar del sentido estético, del «schönes Geistes» (alma bella).

Fichte conecta a la función estética el impulso práctico (operativo), independientemente de la realidad de su objeto, y afirma un profundo parentesco de la función estética con la con­ciencia teóretica; de aquí puede concluir que la conciencia real culmina como conciencia esté­tica en un acto de contemplación, «absichtlose Betrachtung«. No se trata de una primacía de lo te­orético sobre lo práctico, sino de una prioridad genética de lo estético tanto sobre lo teorético como sobre lo práctico; o lo que es lo mismo, de un encumbramiento estético del impulso moral espi­ritual, puro. La libertad espiritual, la que es exi­gida por el deber moral, se inicia genéticamente, evolutivamente, en lo más pro­fundo del hombre bajo la forma de una función estética y culmina también en los momentos estéticos del impulso cognoscitivo y del impulso práctico. La más profunda vocación del hombre es la ac­ción; pero no la acción externa, sino la interna, aquella cuyo fin no está en un objeto externo, sino en sí misma como acción. Es la ac­ción perfecta, a la que cumple en máximo grado el calificativo de libre, donde el representar coincide con lo representado, donde el ver y lo visto son una misma cosa, donde se identifican el gozar y lo gozado. Esto es lo que Aristóteles llamó «praxis» (que es in­terna, a diferencia de la «poiesis» exteriorizante) y Fichte «función estética» que es lo más alto e interno del hombre. Por ella se con­vierte cada producto y momento de la actividad teorética y prác­tica en «Bild» del Absoluto, de la realidad primera y substante; aunque, claro está, el Bild mismo no es el Absoluto en sí.

El genio, como facultad interiorizante, se constituye no sólo por la facultad de la representación, sino por el impulso práctico. Pues una exposición cualquiera de la «imagen estética interna» en el mundo sensible pertenece al ámbito del impulso práctico. El genio es, en otros términos, espíritu o libertad creadora (Geist, frei Schöpfungsvermögen), enfrentado a la mera letra de las cosas.

 

La primacía estética en el ámbito operativo: el ocio.

La función estética marca el sentido último no sólo del ámbito cog­noscitivo, sino también del ámbito operativo. Aquél reside en la con­templación (absichtlose Betrachtung); éste en el ocio (Musse). El ge­nio sólo florece en la medida en que existe un ám­bito de ocio, tema éste admirablemente tratado por Fichte en Das System der Rechtelehre de 1812.

El ocio ha de ser visto como una solución al problema de la je­rar­quía de las acciones humanas. Pero sólo cuando el hombre esta­blece su fin último puede resolver a su vez el problema de la jerarquía de sus acciones, tanto externas como internas. ¿Y cuál es el fin último del hombre? N otro que la moralidad (Sittlichkeit). Este es, entre todos, el fin absolutamente necesario. Fin que puede ser exigido por medios externos y sensibles, v.gr., los que tiene en su mano un Estado, pero sólo en la medida en que ya se supone que todos los hombres tienen la libertad de proponerse un fin mo­ral. A su vez, esta libertad no puede ser obtenida sino por la libe­ración y desligamiento de todos los fines sensibles[29].

Pero precisamente por esta libertad asumismos cualquier tarea en el mundo y adquirimos algo en propiedad. La propiedad abso­luta de cada uno es el ocio libre (frei Musse) para lograr los fines que se quieren. Estos fines conforman y plenifican el trabajo que el hombre toma para mantenerse a sí mismo y al Estado[30].

De modo que la propiedad (Eigenthum) no es otra cosa que la li­bertad o el ocio logrado por el trabajo: el ocio adquirido por un tra­bajo es el valor mismo de este trabajo. El ocio, pues, debe ser asegu­rado por un Estado que se precie de serlo[31].

Para explicar el sentido antropológico, moral y metafísico del ocio, expone Fichte una antítesis básica, similar a la habida entre dogma­tismo e idealismo, o entre materialismo y espiritualismo.

De un lado, la voluntad humana está ligada al derecho mediante el establecimiento de un poder estatal; dentro del Estado es impo­sible que se de una voluntad fuera del derecho: o sea, la voluntad es conse­cuencia de un mecanismo. La voluntad se convierte en instrumento del Estado. Sólo así se asegura el derecho. Pero con esto se evapora el sentido del «hombre libre», por cuya virtud se erige el Estado[32].

De otro lado, recuerda Fichte que para ser  libre es preciso que cada uno logre su concepto de fin sin una imposición necesaria ‑porque en este caso la voluntad sería algo derivado, un producto de la necesidad tanto natural (la de la naturaleza que se le puede impo­ner) como jurídica (la del Estado)‑; por tanto, el estado de derecho es condición de la libertad moral, consistiendo la libertad moral en que­rer un fin que no está en la naturaleza fáctica, sino en un mundo su­perior: la libertad es la facultad de fines suprasensi­bles[33].

Esta contradicción es solventada por Fichte recurriendo a una sín­tesis, cuyo núcleo argumental desemboca en el ocio. Su inicia­tiva transcendental ha de verse en la función estética del espíritu, pues en esta el desligamiento de objetos (el impulso a la represen­tación por la representación misma) marca la pauta del desliga­miento del trabajo en el ocio  (el goce de la libertad por la libertad misma). Una vez que el hombre satisface sus propias necesidades y cumple sus deberes civicos ha de quedarle todavía libertad para fi­nes que puedan ser proyectados libremente; se trata en primer lu­gar de fines referentes a la formación libre y la formación para la libertad moral. Esta libertad es el derecho absolutamente personal («das absolut persönliche Recht») que no puede ser contravenido por ningún contrato. A cada uno se le debe atribuir esta libertad dentro de su propia esfera, de modo que con ella no perturbe a los demás. Precisamente el contrato de propiedad debe ser realizado bajo este puesto[34].

Esto tiene una consecuencia importante, a saber: que la forma ju­rídica externa del estado nada dice acerca de su legitimidad in­terna. Para Fichte, la única condición de esta legitimidad interna del Estado consiste en que su fin último sea la libertad moral[35]. Y no hay Estado si éste es incapaz de asegurar aquél derecho a cada uno. Por eso dice Fichte que el Estado tiene dos aspectos: de un lado, e suna institución que obliga absolutamente, porque él es el dereco mismo que se ha convertido en un poder natural constric­tivo. Pero, de otro lado, el Estado tiene derecho solamente bajo la condición de obligarse a ase­gurar a todas la independencia y la li­bertad superior de todos. Si de otro modo fuera, ni siquiera podría hablar de derchos: sería un Estado injusto, subyugador, dictato­rial[36].

El ocio equivale, pues, a libertad, según las dos formas de ésta: como tiempo externo para lo libre y como estado interno de li­bertad.

a) En primer lugar, el ocio es tiempo externo para lo libre. El tiempo íntegro y la fuerza del hombre no debe desaparecer en los tra­bajos que emprende: si de otro modo fuere, carecería de dere­cho, pues no poseería una libertad superior. Por tanto en el Estado debe quedar fijada tanto la parte alícuota de tiempo y fuerzas de todos los sectores laborales, como la parte excedente[37]. Pero se debe tener en cuenta que el ocio es el fin propiamente dicho, mientras que el trabajo es sólo el medio exigido[38]. Esta relación del tra­bajo del todo con su ocio respectivo puede ser muy diverso según los distintos Estados. De modo que la posesión o propiedad del todo es el ocio. Y, por lo que a las per­sonas concretas se refiere, Fichte señala que cuando dos entran en relación recíproca en su trabajo puede pro­ducirse injusticia preci­samente cuando una de ellas ha de trabajar para el ocio de la otra, sin lograr el mismo ocio[39]. Un contrato entre dos hombres debe realizarse de modo que cada uno mantenga una esfera dentro de la cual pueda usar de su libertad como propiedad; en dicha esfera debe acontecer que, después de que el hombre haya satisfecho sus necesidades básicas y sus obligaciones cívicas, le quede todavía li­bertad, o sea, fuerza, tiempo, espacio y derecho para proponerse los fines que libremente quiera[40]. De aquí confluye Fichte que cuanto menos ocio deja disponible el trabajo exigido por el Estado, tanto más pobre es ese Estado; y cuanto más ocio proporciona, tanto más potente es el todo[41].

b) Pero en segundo lugar, ocio es estado interno de libertad. Ya hemos visto que el fin último de la conexión de los hombres con el derecho es la libertad. El Estado debe asegurar esta libertad de to­dos de un modo visible, pues sólo cuando es público ese acto de asegurar se constituye propiamente el Estado. Este modo visible lo integran las instituciones a través de las cuales todos tienen la oportunidad de for­mar su libertad. Dichas instituciones representan en verdad el desligamiento de otros trabajos y de otros fines sensibles[42].

Son instituciones a cuyo través se forma la libertad, la voluntad como fuerza primaria y original que por encima del Estado se pro­pone a sí misma fines suprasensibles (sich selbst Zweckbegriffe zu set­zen). De ninguna manera deben ser instituciones de adiesta­miento, de mecánica habilidad para hacer de las personas instru­mentos de ajena voluntad[43].

Fichte señala que esta libertad interna y fundamental debe pe­netrar en toda la actividad del hombre, sin dividirse en tiempos prefijados o en instituciones especiales (nicht abgesondert sein in bestimmte Zeiten und besondere Verrichtungen); aunque hasta que no se produzca la plena penetración será preciso que exista una se­paración espacial y temporal adecuada[44]. Por tanto, la libertad su­perior debe ser separada de los negocios precisos en ciertos tiem­pos. Las fiestas, los descansos dominicales, etc., tienen este signifi­cado[45]. La fiesta cobra así un do­ble sentido estético, por cuanto actualiza el momento lúdico de la contemplación y el aspecto go­zoso del ocio. Y explica que la produc­ción del genio creador se parezca mucho a una eclosión festiva.

 

La conciencia «instada» del genio

Genio es el hombre dotado de talento productivo, creador de nove­dades, y en él preponderan las funciones de intuición y de in­vención. ¿Son acaso arbitrarios su proceder y su creación?

En la obra Über Geist und Buchstab in der Philosophie, que Fichte escribe en el 1794, pero que sala a la luz pública en 1780, sostiene que en el genio la función estética interioriza el impulso cognoscitivo y el impulso práctico por medio de la pura afirma­ción de la representa­ción. La facultad de representación es la imaginación (Einbildungskraft); pero ésta, a su vez, es una función del espíritu en su sentido más alto, de la razón (Vernunft), pero no del arbitrio (Willkür), ni de una fuerza obstinada de afirmación. De modo que el genio se en­cuentra siempre bajo la ley de la razón una que anima a todos los hombres. Por eso los productos del genio tienen validez univer­sal[46]. Y su conciencia es siempre una conciencia «instada», «urgi­da» supraindividualmente.

El genio penetra en lo que está escondido a los ojos de los de­más; posee el «sentido de lo universal» (Universalsinn), frente al «sentido de lo individual» (individuelles Sinn) que se detiene en lo superficial y separa o divide. El sentido del genio es profundo, muestra los puntos de contacto en que coinciden los hombres. El genio no trata de pre­sen­tar su individualidad ante los demás; más bien, sacrifica esa indivi­dualidad, precisamente para convertir aquellos puntos comunes de contacto en el carácter personal de su espíritu y de su obra[47]. La tarea de su personalidad finita consiste en superar la individualidad sensible. En el genio aparece el fun­damento del mundo como potencia creadora que expresa su conte­nido ideal en formas y obras y despierta en los demás el talento y la fuerza para contemplarlas y gozarlas[48].

La genialidad creadora está constituida, en primer lugar, por el impulso estético; se trata de un concepto genérico, cuyas especies son, entre otras, las del «cientifico», la del «artista», la del «filósofo», etc. En todos ellos se encuentra la consideración desin­teresada que carac­teriza fundamentalmente el impulso estético de representar por el re­presentar por el representar mismo.

Es la misma tesis que sostendrá en 1805, en su obra Ueber das Wesen des Gelehrten, und seine Erscheinungen im Gebiete der Frei­heit. Aquí afirma Fichte que el fundamento del mundo es la Idea, un ámbito metafísico oculto para el ojo vulgar, pero accesi­ble al hom­bre formado, el cual la acoge como la misión que debe cumplir li­bremente sobre la tierra[49]. De este modo, el impulso ha­cia un objeto espiritual no conocido distintamente (deutlich) se llama genio. Es un impulso que excede de lo natural y se orienta hacia un mundo espiri­tual, en el cual habita el hombre originaria­mente[50]. El genio posee una conciencia instada, solicitada verti­calmente por la Idea. La con­ciencia de los demás hombres está so­licitada horizontalmente por la misma ejemplaridad (Vorbildlikchkeit) del genio.

El amor a la Idea, a la auténtica vida racional, sólo es, en la ac­tual situación del común de los hombres, ‑analizada en Die Grund­züge des gogenwärtigen Zeitalters, 1806‑ el amor de quien posee esa vida sólo en la representación y en una débil imagen («nur in der Vorstellung und in einem schwachen Bilde») y la obtiene co­municada por otros («durch andere mitgetheilt»)[51], justo por los genios. Los demás hom­bres participan de la vida racional en la imagen («die Mittheilbarkeit des Vernunftlebens im Bilde»); una posesión que funciona como una relación estética. Pues quien par­ticipa de la vida racional simplenente en imagen (im Bilde), se enamora de esta imagen y reposa con com­placencia (mit Wohlge­fallen) en ella; se ha adentrado en la esfera de la vida racional (in die Sphäre des Vernunftlebens) hasta poseer una re­presentación (Vorstellung) de cómo ella debiera ser. Le invadirá una compla­cencia estética (ein ästhetisches Wohlgefallen) que es simple­mente una complacencia en la representación (ein Wohlgefallen an der Vorstellung) y, además la más alta complacencia estética que hay (das höchste asthetische Wohlgefallen, welches es glebt)[52].

El genio toma una distancia histórica frente a todo lo conocido por la tradición y por el uso se concentra con una intensidad supe­rior a la necesaria para la mera atención aplicada al estudio o a la observación, y pone en obra, en un proceso fundamentalmente in­consciente, pero no arbitrario, unas fuerzas espirituales específicas que, desde esque­mas indecisos o imágenes incipientes, culminan en formulaciones con­ceptuales o en plasmaciones sensibles. Pero la novedad que el genio aporta no se debe a la pura energía de sus fa­cultades individuales: la Idea original se le revela en el acto de inspiración, desde la cual, apo­yándose en lo antiguo, produce algo nuevo, creador en el mundo del fenómeno[53]. El hombre inspirado, el genio, es al fin y al cabo un ele­gido.

Fichte señala que el genio, por su propia naturaleza, no es cog­nos­cible directamente, por ejemplo, en una experiencia. Hay que esperar a que la obra culmine para calificar de genial al hombre que la ha realizado[54]. Pero nadie sabe qué frutos puede dar aquél que está to­davía en camino. El estudioso debe comportarse, pues, como si tu­viera genio, para no desperdiciar las ocasiones propi­cias. El genio se siente realmente dominado, sobrecogido (ergrif­fen) por la Idea y se eleva por encima de nuestras normas; alcanza su destino sin nuestra acción y sin la acción de él mismo[55].

No admite que exista un genio en general; el genio está siempre concretizado. Llama genio al impulso hacia un objeto espiritual no conocido distintamente. Ese impulso se orienta hacia un aspecto espe­cial de la Idea una e indivisible en sí; por tanto, habrá un ge­nio de la poesía o de la filosofía, o de la física, o de la legislación, etc., pero nunca genio en general. Este genio especial puede ser innato como particular y determinado desde el principio; o puede ser innato en ge­neral, indeterminado inicialmente, y sólo por la marcha circunstancial de la formación (Bildung), se convierte en genio de una rama espe­cial[56].

Pero sean cuales fueren las modalidades del genio, ¿cuál es la natu­raleza de la actividad creadora que también lo define? Para Fichte es de importancia relativa en el proceso creador la fase preparatoria consciente tanto de selección de fines, de material y de método como de concentración, en virtud de la cual el hombre, con un estado de ánimo vivo y enérgico, orienta su fuerza espiri­tual hacia un punto determinado, iluminándolo y potenciándolo ra­cionalmente (rational), para desde él hacer que la obra surja. Lo decisivo es la fase subsi­guiente de incubación, la cual se fragua en una esfera más elevada e inaccesible a la experiencia consciente: en el plano de un inconsciente espiritual. En el hombre de genio hay un momento en que cesa la ac­tividad consciente y empieza un proceso profundo de maduración de ideas, acompañado de un sen­timiento oscuro y vibrante (Ahndung) que inunda el alma entera, convirtiéndose en impulso fundamental (Grund-Trieb)[57]. La solu­ción que se buscaba en el período consciente surge ahora de im­proviso: la inspiración se ha convertido en inven­ción. Sólo queda, a partir de ahora, que las fuerzas intelectuales cons­cientes vuelvan a tomar la iniciativa para dar forma o figura a lo in­cubado, de­terminando nuevos conceptos y revisando o perfeccionando plan­teamientos antiguos.

En el genio se encuentran unidos ambos momentos: el del os­curo sentimiento y el de la claridad consciente. En el genio bulle primero la ciega fuerza (dunkel treibende Kraft) que con poder natural arras­tra la personalidad. Inmediatamente su contenido ha de elevarse a la reflexividad, a la claridad de la conciencia trans­cedental. Por ejemplo, el sentimiento oscuro de la verdad (Wahrheitssinnes) condiciona la claridad consciente con la que el filósofo expone ante su propia mi­rada, de modo sistemático y arti­ficioso, las acciones necesarias de la inteligencia: la verdad ha de ser poseída desde el principio, indepen­dientemente de sus prue­bas[58]. Del mismo modo, en el artista la inspi­ración originaria, no sometida a conceptos, el sentimiento de belleza (Schönheitssinne) condiciona la fijación intencionada y reflexiva de la imagen que pretende plasmar. Incluso habla Fichte de un genio de la virtud (Tugendgenie)[59]. Lo dado en el sentimiento debe ser esclare­cido con la conciencia transcedental.

De modo que si bien el genio tiene un componente innato, nece­sita también, para desarrollarse, de la educación, del trabajo in­tenso, de la decisión voluntaria, tanto en el momento antecedente a la inspiración como en el consiguiente a ella. En primer lugar, en el proceso que precede a la inspiración es imprescindible una cul­tura general preli­minar; desde ahí se fraguará una inclinación na­tural hacia una rama especial de la cultura, un afán insaciable de saber, sólo por el saber mismo, como una especie de curiosidad cósmica (Wissbegierde)[60]. Pero también requiere aplicación labo­riosa el momento subsiguiente a la inspiración; sin esta actividad, sólo encontraríamos la falsificación del genio[61].

Fichte se aleja, pues, de cualquier teoría psicológica que, pre­ten­diendo determinar la naturaleza de esta actividad creadora, re­curra solamente a mecanismos conscientes: la creación no es inme­diata con­secuencia de un trabajo consciente anterior, de un curso de pensa­mien­tos que se sucede siguiendo ciertas reglas, orientándose a un fin prees­tablecido y ajustándose a un método concreto. Su teoría del genio es metafísica; y pone la fuerza del in­consciente, con su momento de in­cubación e inspiración (al margen de reglas racionales), en una ins­tancia que está más allá de la personalidad del creador, en una poten­cia extraña que sobrecoge al alma y le inspira sentimientos y pensa­mientos. En la manifesta­ción de esta potencia, el alma se comporta pasivamente, instru­mentalmente, no presta cooperación propia indivi­dual[62].

El hombre de genio, como creador, desarrolla una fuerza ori­gina­ria, de la que surgen ideas creadoras. Este fondo inconsciente es lla­mado también por Fichte lo supranatural, lo incognoscible, lo divino que, como Idea, se forma por su propia fuerza una vida persona y autónoma en los hombres[63].

De lo dicho se desprende la misión del genio en la historia: ha de imprimir a la Idea una configuración especial, incorporándola en el mundo, para que llegue a ser el más alto principio de vida en cada uno de los hombres. Pero ha de echar mano antes de la cul­tura de su época. Y el genio que por desidia o por orgullo no en­cuentra el ca­mino de la cultura para dar a su Idea forma o confi­guración abre un abismo entre él y todas las épocas[64].

En resumen. La doctrina fichteana del genio corrige la imagen es­tereotipada que exponen algunos tratadistas de Fichte, como fi­lósofo de la acción, de la transformación del mundo por el sujeto. Para Fichte, en el genio creador impera la tendencia a la interio­ridad pura. Sin interioridad no hay genio. La tendencia a la inte­rioridad es lla­mada impulso estético. Este, a su vez, se organiza como determinación culminante de la tendencia moral. Podría de­cirse que si la tarea del hombre es básicamente moral, el inicio y la culminación fáctica de esta tarea es estética: la contemplación (absichtlose Betrachtung) en la vida teorética y el ocio (Musse) en la vida práctica. Contemplación y ocio son las formas supremas de la conciencia real estética. Por úl­timo, en cuanto contemplativa (o no operativa), la conciencia del ge­nio es una conciencia «instada» «requerida», sobrecogida (ergriffen) por una fuerza metafísica transcendental que la invade por arriba (von oben her) y desde dentro (von innern aus), a cuyo goce puede acceder el hombre no en la operatividad externa, en el trabajo, sino en esa otra forma estética de afirmación íntima que es el ocio creador.

__________________________________________

[1]    Ib.

[2]    I, 73.

[3]    I, 80.

[4]    Ib.

[5]    KU, § 46; 181.

[6]    KU, § 47; 186.

[7]    KU, § 47; 183.

[8]    KU, § 46; 182.

[9]    KU, § 49; 199.

[10]  KU, § 49; 193.

[11]  KU, § 49; 194.

[12]  KU, § 47; 184.

[13]  KU, § 47; 185.

[14]  Platner, Aph., § 4.

[15]  Fichte, Ich will untersuchen, wodurch Geist vom Buchstaben…, 1794; Gesamtausg., II, 3, 303.

[16]  Ib..

[17]  Fichte, Vorl. ü Logik und Metaph., Gesamtausg., IV, 1, 180.

[18]  IV,354.

[19]  IV, 353.

[20]  IV, 355.

[21]  VIII, 277.

[22]  VIII, 278-279.

[23]  VIII, 281.

[24]  VIII, 280.

[25]  Ib.

[26]  Metz, Buchdruckerei des Messin, 1901.

[27]  VIII, 291.

[28]  I, 269.

[29]  X, 539.

[30]  X, 542.

[31]  X, 562.

[32]  X, 537-538.

[33]  X, 535.

[34]  X, 535.

[35]  X, 539-540.

[36]  X, 538-539.

[37]  X, 543.

[38]  X, 544.

[39]  X, 564.

[40]  X, 536.

[41]  X, 544.

[42]  X, 540.

[43]  X, 541.

[44]  X, 537.

[45]  X, 537.

[46]  VIII, 292.

[47]  VIII, 275-276.

[48]  VIII, 292.

[49]  VI, 367.

[50]  VI, 373.

[51]  VII, 39.

[52]  VII, 40-41.

[53]  VI, 368.

[54]  VI, 380.

[55]  VI, 382.

[56]  VI, 374.

[57]  VI, 372-373.

[58]  V, 422.

[59]  IV, 185.

[60]  VI, 375.

[61]  VI, 375.

[62]  VI, 377.

[63]  VI, 372.

[64]  VI, 375-376.

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