El jinete de la Catedral de Bamberg (Alemania)

El jinete de la Catedral de Bamberg (Baviera, Alemania). Es uno de los mejores ejemplos escultóricos de los inicios del gótico. Está ubicado en una de las pilastras del Coro de la Catedral. El joven jinete no lleva armas, por lo que no es la figura de un caballero, sino la representación del «hombre», sin más: se eleva sobre lo geológico de la piedra, sobre lo botánico esculpido en las hojas y ramas, sobre lo zoológico del caballo; y se corona en la cabeza: símbolo más alto del espíritu humano.

I.  Desde los antiguos griegos 

En el pensamiento griego se expresó inicialmente con la palabra pneuma, que significa aliento, soplo vital; la palabra latina spiritus tiene el mismo significado etimológico. Pero el verdadero correlato griego del espíritu, en sentido moderno, es el término nous (mente), consagrado por Anaxágoras (filósofo de la antigua Grecia). A través de la historia, la palabra espíritu ha ido incorporando muchos matices, según los sistemas filosóficos: sustancia incorpórea, alma racional, entendimiento, principio vital, materias sutiles, etc. Hoy la filosofía utiliza la palabra espíritu por contraposición a naturaleza. En general, se puede entender por espíritu lo opuesto a la materia, sin depender de ella por lo menos intrínsecamente. Ahora bien, definir el espíritu como lo inmaterial o lo no natural es todavía insuficiente, pues eso no nos dice lo que es el espíritu en sí.

El espíritu es un ser que no sólo es, sino que además, con reflexión inmediata, tiene noticia de este «es». O sea, espíritu es un ser que está cabe sí (re-flexiona). La materia, en cambio, es algo yuxtapuesto (espacial) y sucesivo (temporal): es un ser fuera de sí, algo que no está cabe sí.

Una investigación acerca de la esencia y función del espíritu debe estudiar tres puntos principales: su constitución pro­pia, sus formas y su relación con el cuerpo. En este artículo se estudiarán los dos puntos primeros; como el tercer punto define al espíritu como alma, remitimos para su es­tudio a esa entrada en este blog.

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II. Tesis modernas

La interpretación de la esencia del espíritu puede tomar tres direcciones funda­mentales: afirmación de su finitud (A), afirmación de su infinitud (B), afirmación de su finitud e infinitud conjuntamente (C).

1. La afirmación de la finitud del espíritu humano

Esta dirección toma en la filosofía moderna impulso con el empirismo inglés. Locke reduce el conocimiento huma­no a la percepción de ideas simples y complejas; habla de la «sustancia» como un «no sé qué» que sirve de soporte a las ideas provenientes tanto de los sentidos externos (sus­tancia corporal) como de la experiencia interna (sustancia espiritual). Locke equilibra el concepto de sustancia cor­pórea con el de sustancia espiritual. Con Hume, el espíritu o el yo no es siquiera «sustancia como soporte de vivencias», sino sólo un haz de vivencias. No tiene el espíritu humano acceso alguno al absoluto, ni dimensión de infinitud. Pos­teriormente Berkeley sostendría que el espíritu es una colección de ideas. Esto dio lugar en la segunda mitad del s. XVII a una especie de naturalismo del espíritu (con Holbach, Lamettrie y otros).

Kant supo ver mejor la finitud del espíritu humano. En la Crítica de la razón pura explica cómo el objeto queda determinado por el sujeto. Ahora bien, el sujeto no crea sin más el objeto; la finitud del espíritu humano se muestra en que sólo puede determinar productivamente al objeto como fenómeno (apariencia), pero no al objeto como cosa en sí (noúmeno). De esta suerte, el conocimiento hu­mano se reduce al ámbito de la «apariencia para un suje­to», pero no llega a lo «en sí» del ente. El espíritu es radical­mente finito, sin posibilidad de trascendencia teórica, puesto que su horizonte es constitutivamente finito («aparecer para»).

Los innegables aciertos de la teoría kantiana quedaron recortados y desviados en el positivismo posterior. Dentro de la corriente evolucionista, Darwin presen­ta al hombre articulado en el ámbito animal, caminando hacia una perfección de orden inmanente: el espíritu sería a lo sumo una eflorescencia, un epifenómeno reducible a las leyes del orden inmediatamente inferior.

La filosofía existencialista ha recogido el tema de la fi­nitud del espíritu humano, tal como Kant la dejó. Pero llega a radicalizarla, hasta desembocar en la nada. Presenta al hombre como el único ser poseedor de «existencia», coin­cidiendo ésta con la temporalidad. Según Heidegger, la existencia humana se halla arrojada al mundo, y es dominada por los entes: de un lado, el mundo trasciende de la existen­cia. Pero, además, la existencia es esencialmente formadora del mundo: trasciende el mundo, al ente, sacándolo de su ocultamiento y prestándole el ser, el sentido, la verdad. Pero hay más: en primer lugar, la existencia hu­mana carece de fondo, procede de un abismo sin fondo, de la nada; en segundo lugar, su término es la muerte, otro abismo insondable; en tercer lugar, el ser de la existencia humana es un correr anticipadamente hacia la muerte, hacia la nada. De esta suerte, la existencia es nonada, finitud radical.

La limitación del espíritu se radicaliza en la filosofía de Sartre, quien distingue como categorías básicas el «en sí» y el «para sí». El «en sí» está todo en acto, sin mezcla de posibilidad; el «para sí» es el ser específicamente humano. Como todo lo que es debe ser «en sí», entonces el «para sí» no es, consiste en nada. El «para sí» se caracteriza por tres salidas o «éc-stasis»: a la nada, al otro y al ser. El primer éc-stasis es el de la conciencia, que es como una grieta o descomprensión del ser: la conciencia no posee contenido alguno, es mera existencia, porque lo que parece ser su contenido procede del objeto; o sea, es nada, y por eso puede convertirse en lo otro al conocer. El segundo éc-stasis del «para sí» es un «para otro»: la relación fundamental entre los «para sí» estriba en que ambos tratan de convertirse re­cíprocamente en objeto; ello termina en un fracaso, por­que esa finalidad es contradictoria. El tercer éc-stasis es hacia el ser: el «para sí» anhela ser, aunque es nihilidad; pero se angustia ante la amenaza de sofocamiento por el «en sí». Lo que el hombre quiere es convertirse en un «en sí» que al mismo tiempo sea su propio fundamento, es decir, un «en sí-para sí»: quiere ser Dios; pero Dios es imposible, porque un «en sí-para sí» es una contra­dicción. Por tanto, este éc-stasis desemboca también en el fracaso. El hombre es una «pasión inútil».

Ahora bien, hay una afirmación fundamental en el kantismo y en el existencialismo: la finitud del espíritu humano. El hombre es ciertamente finito y siempre sigue siendo finito en su autorrealización. Pero eso no es todo.

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2.  La afirmación de la infinitud del espíritu

El idealismo alemán intenta superar la limitación fini­ta del pensar en Kant. Especialmente Schelling y Hegel insisten en la infinitud constitutiva del espíritu, el cual trasciende la subjetividad fi­nita.

Pero el concepto de espíritu ilimitado se dibuja ya desde los principios de la filosofía griega, tomando forma en la doctrina de Anaxágoras sobre el nous (que tiene su an­tecedente en el Logos de Heráclito): éste es mente moto­ra del torbellino cósmico; impulsa y dirige. Anaxágoras afirma que el nous es lo más ligero que existe, lo más puro; tiene conocimiento de todo, posee la mayor fuer­za, domina todas las cosas que tienen alma y la revolu­ción del mundo que en él tuvo origen (Diels, B 12). Sólo el nous es infinito y autocrático; no está mezclado con cosa alguna, sino que existe por sí mismo.

El tema de la infinitud pura del espíritu resonaría en la filo­sofía medieval, a partir de un oscuro texto de Aristóte­les en el libro De Anima (III.4,429a-430a). Habla allí de un entendimiento pasivo y de un entendimiento agente, activo. El pasivo, el propiamente humano, es receptáculo potencial de las ideas, no tiene mezcla ni está mezclado al cuerpo, es corruptible y mortal; el agente es de carácter superior y su función es producir los inteligibles, suministrando así el material cognoscitivo al entendimiento pasivo. Este en­tendimiento agente es acto por esencia, eterno, inmortal y sin mezcla alguna. Esta teoría fue recogida especialmen­te en la filosofía árabe: Alfarabi y Avicena identifi­can el entendimiento agente con el alma de la esfera lunar: de ella fluyen las especies inteligibles que informan los entendimientos pasivos, los cuales son particulares y propios de cada hombre. El activo, en cambio, es único y común para todos, siempre en acto e inmortal.

El argumento general en el que se puede apoyar la afir­mación de un entendimiento o de un espíritu activo por encima de las conciencias individuales es que la verdad es esencialmente impersonal, o mejor suprapersonal, siendo como es universal y absoluta. Lo absoluto sólo es auténtico cuando no es in­dividual, sino impersonal. Pero si la verdad introduce en­tre los diversos espíritus la unidad de espíritu, tiene como fia­dor la idea de espíritu .Para justificar lo absoluto de nuestros pensamientos, estamos constreñidos a apoyarlos en un pensamiento o espíritu impersonal. El espíritu no sería mi concien­cia, ni las conciencias, sino el acto extraconsciente que funda toda conciencia. Ese espíritu universal, por ser uno, es inmanente a nosotros, puesto que nos fundamenta. Pero es también trascendente: como ideal de verdad imperso­nal que se ha de realizar. En este punto coincide también el idealismo moderno.

Sobre todo Hegel sostiene que el sujeto singular queda absorbido en el espíritu universal infinito, siempre crea­dor. El espíritu finito es el lugar de la autopercatación del espíritu. El espíritu es la Idea que retorna a sí, después de su aliena­ción en la naturaleza. «Decir que el absoluto es el espíritu es la más alta definición del absoluto: puede decirse que la tendencia absoluta de toda cultura y de toda filosofía ha sido encontrar esta definición y comprender su sig­nificado y contenido (Enzyklopädie, § 384). El «espíritu sub­jetivo», el que tiene cada hombre al nacer, es sólo el primer momento, al que se opone el «espíritu objetivo» de las instituciones y de la historia. Por en­cima de éste se eleva el «espíritu absoluto» del arte, de la ra­zón y de la filosofía. En todas estas formas se muestra que «la esencia del espíritu es la libertad» (ib. § 382). Y eso significa evolución, desarrollo, despliegue, donde cada momento es superado por el siguiente.

En el primer momento, la libertad consiste en ser cabe-sí o posesión de sí. En la Fenomenología del Espíritu estudia Hegel el espíritu subjetivo: el espíritu, como yo, es esencia, cuya realidad es algo inmediato e ideal; el espíritu es, como conciencia, solamente el aparecer del espíritu. Según Hegel, Kant concibió el espíritu sólo como conciencia; por ello, los sistemas kantianos son meras determinaciones de la fe­nomenología, pero no de la filosofía o del espíritu: aunque Kant rechazara la concepción sustancialista del espíritu (como alma), no llegó al concepto de espíritu como despliegue. Para Hegel, el espíritu se pone como querer libre, se sabe libre y se quiere como objeto de sí; en esto consiste la actividad de desplegar la idea y de poner el contenido, que se despliega como existencia. En cuanto simplemente subje­tiva, la afirmación de la libertad quedaría como princi­pio del corazón; pero de suyo está destinada a desplegar­se como objetividad, como realidad jurídica, moral, reli­giosa y científica.

En el segundo momento, el espíritu es en la forma de un mundo de producciones de sí, en el que la libertad se da como necesidad existente. Las fases del espíritu objetivo son el derecho, la moralidad y la eticidad. Esta última represen­ta la verdad del espíritu subjetivo y objetivo. Las instituciones económicas y estatales son la encarnación del espíritu univer­sal, del que los individuos son instrumentos. Aunque He­gel dice que los individuos son instrumentos «libres» (en cuanto reconoce propios fines al Estado), esta li­bertad está muy cerca de la libertad espinozista. El peligro de esta concepción estriba en rebajar la personalidad del hombre al papel de simple medio, siendo propiamente las instituciones la sede del espíritu y de la etici­dad. El materialismo dialéctico marxista llevaría al extremo las consecuencias de esta doctrina.

En el tercer momento, el espíritu es unidad en sí y por sí, que eternamente se produce: «el espíritu en su verdad abso­luta». El paso por el que el espíritu debe hacerse consciente de sí como espíritu absoluto (en el arte, en la religión y en la fi­losofía) está condicionado por el concepto romántico de que el arte y la filosofía son expresiones de un pueblo, en donde los individuos son más vehículos y profetas, que autores.

Una vez que el espíritu finito queda absorbido o superado en el infinito, desaparece la distinción kantiana entre «cosa en sí» (nóumeno) y «apariencia» (fenómeno). De este modo, el cono­cimiento humano se realiza en el horizonte incondiciona­do del ser absoluto. Pero el espíritu finito es siempre el lugar en que el espíritu absoluto se realiza y comprende (captando todo lo demás como momentos finitos suyos); de este modo, el conocimiento humano se convierte en una rea­lización del infinito mismo; el espíritu finito se absorbe en el infinito.

Posteriormente las filosofías de B. Croce y L. Brunschvicg recogieron parecida problemática y solución. Para Croce, p. ej., el hombre individual, lo mismo que las diversas disciplinas (arte, filosofía, ciencia), no son más que «momentos» pasajeros del espíritu, la única realidad que abarca en unidad todos los elementos diversos. El espíritu es el desenvolvimiento (svolgimento) puro, infinito, síntesis a priori de todas las síntesis.

El idealismo gana el horizonte incondicionado e infini­to del saber a costa de la finitud esencial del espíritu humano. Pero afirma (y esto debe ser mantenido enérgicamente frente al kantismo) que el espíritu, como tal, se realiza siempre y necesariamente en el horizonte abierto del ser en gene­ral, en anticipación permanente, en infinitud.

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3.  La dimensión de finitud e infinitud en el espíritu humano

Una teoría del espíritu, que no quiera ser meramente ecléc­tica, debe explicar sus tensiones internas. Con la finitud ‒que supone el que solamente se puede saber «esto»‒, va ligada indisolublemente la participación en lo infinito, participación que se logra por el mero hecho de «poder» saber (M. Buber). Ambas dimensiones no son como dos propiedades yuxtapuestas, sino como la duplicidad del proceso en que se hace cognoscible verdaderamente la existencia humana.

El hombre se distingue de los demás vivientes por su ex-centricidad (H. Plessner), por su carácter «no acaba­do» (A. Gehlen) y abierto a las múltiples realidades del mundo. Esta apertura se manifiesta, por una parte, como una capacidad para conocer la estructura esencial, las le­yes y el sentido de las cosas; y, por otra, como capa­cidad de adoptar decisiones libres de cara a la realidad.

Por el conocer, el ser de las cosas penetra en el hom­bre. El que conoce, percibe las estructuras de las cosas y, haciéndolo, se percibe a sí mismo. Cuando conozco las cosas, sé que las conozco. En mi saber quedan presentes lo otro y yo mismo. El conocer, como presencia en mí de lo conocido, consiste en mi identificación con lo conocido en la profundidad iluminada de mi propio ser. El cono­cimiento es una trascendencia en la que el ser huma­no hace que lo trascendente se convierta en inmanente como trascendente. La filosofía medieval ya afirmaba así, aunque con otros términos, la inmaterialidad del espíritu: una realidad es inmaterial cuan­do no depende de la materia ni en su esencia ni en su actividad, al menos intrínsecamente. Considerando la ac­tividad del entendimiento, descubrirnos que ésta, en sí misma, intrínsecamente, no depende del cuerpo. Las operaciones del entendimiento tienen por objetos seres abstractos y universales y enuncian relaciones nece­sarias, universales e intemporales; ello excluye que sean realizadas por un órgano corporal, porque éste sólo puede realizar una actividad particular, concreta y afectada por la extensión. El entendimiento no es potencia orgánica, sino inmaterial; su principio no puede ser a su vez sino inmaterial, es decir, intrínsecamente independiente del cuerpo.

Por el querer libre, el ser del espíritu penetra en las cosas, está más allá de sí mismo, de lo otro. Pero se trata de una trascendencia de la inmanencia, de la inte­rioridad, que no es más que la libre constitución: la entrega determinada a otro que se basa en la autodeter­minación. La filosofía medieval afirmaba también la in­materialidad de la voluntad: ésta se mueve sólo bajo la determinación del bien universal, sub specie boni. Esa necesaria e incontenible tendencia al bien universal hace que la voluntad no se halle jamás satisfecha con los bie­nes particulares, finitos y cambiantes: tiende siempre más allá, hacia un bien estable y perfecto, el único que puede calmar sus aspiraciones. Esto supone que la voluntad es inmaterial, porque ninguna potencia orienta su actividad hacia lo que está sobre ella esencialmente y le es inacce­sible.

Hechas estas aclaraciones, ¿cuál es entonces la condi­ción de posibilidad de todos los conocimientos particula­res y de todas las voliciones concretas respecto del mundo?

Todo aquello con lo que nos encontramos en relación de conocimiento y querer «es». Ni siquiera el aconteci­miento más imprevisto escapa a la amplitud omnicomprensiva del ser: el ser es trascendental, lo compren­de todo absolutamente. Cuando digo «ser» surge un «círculo ilimitado» alrededor de todo lo que puedo pen­sar y querer. El ser significa la amplitud universal que todo lo encierra, la raíz común de toda la realidad. Cuando digo de algo que «es» entro en la amplitud ilimi­tada del horizonte del ser. Esta apertura al ser posibilita el encuentro con los entes, a la vez que nos lleva más allá de ellos. Decir ser, equivale a decir amplitud trascendental, horizonte omnicomprensivo, apertura ilimi­tada. El horizonte a cuya luz están los entes concretos, «objetivos», no puede ser él mismo «objetivo» de la misma manera, puesto que ese horizonte es lo que hace posible la objetividad. Pen­sarlo objetivamente (como quiere el logicismo o el positi­vismo cientista) sería colocarlo como un ente, con lo cual tendríamos que comprenderlo también por el horizonte mismo. El espíritu se define así como movimiento hacia el ser, tendencia al todo. El espíritu trasciende la limitación y deter­minación del acto concreto, pues está orientado a la to­talidad del ente. Sólo porque el espíritu, desde su comienzo existencial, es una tensión hacia la «totalidad del ser», pueden brotar actos particulares. El espíritu es un movimiento anticipador hacia el ser. El movimiento anticipador y om­nicomprensivo del espíritu es detectado propiamente no en sí mismo, sino en los actos concretos; el espíritu es así aquel «ente que vive de algún modo la infinitud del ser» (Millán Puelles); como espíritu, participa de la infinitud del ser; como finito, es una «remisión» al ser, y sólo puede des­cubrir el ser por su encuentro con el ente concreto. No es el infinito mismo, sino lo «disponible y abierto» al ser.

El hombre vive en el horizonte irrestricto de significa­do, y desde él puede preguntar por todo, y no sólo por algo en particular. La autorrealización esencial del espíritu an­ticipa siempre más allá de sí, pues prenuncia o presagia la totali­dad absoluta del ser ilimitado. Esta anticipación no es posesión actual de la infinitud, sino posesión virtual. En lo íntimo del espíritu humano encontramos la contraposición de finitud actual e infinitud virtual: por una parte, se encuentra realizando el ser en cuanto ser (en la línea de lo infinito) y, por otra, sin destruir esa infinitud, se en­cuentra enmarcado en lo finito.

De este modo se comprende tanto la afirmación kantiana y existencialista de la finitud del espíritu, como la afirmación idealista de su infinitud. De aquí se sigue también la posibilidad de en­tender un espíritu infinito (Dios): en él el acto de en­tender y querer sería su propia sustancia: «En Dios, el entendimiento, lo que entiende, la especie inteligible y el acto de entender son una y la misma cosa» (Santo Tomás, STh. 1 ql4 a4).

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III.  Formas del espíritu humano

Hegel presenta el auto- despliegue del espíritu en las tres facetas de espíritu subjetivo (ser en sí), espíritu objetivo (ser fuera de sí) y espíritu absoluto (ser en sí para sí). Con el concepto de espíritu objetivo traduce Hegel lo que el Romanticismo entendía por espíritu del pueblo (Volkgeist), ya estudiado por Herder, como algo que se desarro­lla en la historia. En la Edad Contemporánea se ha hecho clásica la distinción que N. Hartmann establece entre espíritu personal, espíritu objetivo y espíritu objetivado.

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a) Espíritu personal

Tradicionalmente se ha compren­dido al hombre concreto como una estratificación de tres niveles: en la Antigüedad y en la Edad Media eran el con­cupiscible, el irascible y el intelectual (Platón, Aristóte­les, Santo Tomás); los contemporáneos (Hoffmann, Lersch, Hartmann y otros) les llaman cuerpo, alma y espíritu El alma o psique es el factor de totalidad que da sentido y fin al organismo, como potencia configuradora que sobreexcede las series causales; muestra dos planos: la biopsique y la psique sensitivo-perceptiva. En este nivel falta lo que caracteriza al espíritu propiamente dicho: la conciencia del ob­jeto y la conciencia del yo. Así, el perimundo (Umwelt) animal no es un mundo de «objetos», sino de «excitares» de un número de posibilidades innatas.

El espíritu es el factor de poder creador del hombre; el c. no se constituye mediante la génesis causal y el crecimiento orgánico, es decir, no emerge por maduración o evolución de estratos inferiores: es irreductible a la vida o a la naturaleza. El espíritu se constituye por la propia configura­ción de sí mismo, por medio de la libre captación de sus posibilidades y por el libre cumplimiento de éstas. El espíritu es así potencia autoconsciente y autodeterminante; reali­za y forma el ser moral, que trasciende lo natural.

Max Scheler define el espíritu personal por las notas de intencionalidad (capacidad de apertura dinámica y tclco- lógica) y de trascendencia (capacidad de ir más allá de sí mismo y de la vida).

Por la intencionalidad se quiere significar que el espíritu no puede cobrar conciencia de sí, sino abriéndose al mundo de las cosas y de las personas. La primera nota del espíritu es la «conciencia de objeto»: el hecho de que el hombre-se separe y distinga, como sujeto de lo otro. Este «enfren­tamiento» al mundo ha sido destacado y exagerado por Klages; para él, espíritu y vida (alma) son potencias totalmente autónomas, irreductibles entre sí, sin una raíz común. Frente a la vida anímica espaciotemporal (cósmica) se alza el espíritu extraespaciotemporal (acósmico). El espíritu ha veni­do tomando cada vez más en la historia del mundo el pa­pel de verdugo (Widersacher) del alma, metiéndose en ella como una cuña, sofocándola y atormentándola con sus sistemas de conceptos y juicios. El más terrible destino del hombre es que el espíritu quede como parásito de la vida (alma); o, en otro sentido, que al acentuar su enfrenta­miento, se afirme como impotente e indigente frente a la vida (y tal es la afirmación de N. Hartmann y Max Sche­ler). Este problema se podrá resolver si se admite que el espíritu es la forma de la materia: en el hombre, el espíritu pe­netra la materia y le da forma, constituyéndole en un cuerpo que posee vida y está provisto de diferentes órganos. En el hombre, el espíritu anima a la materia; en cuan­to modelador del cuerpo, le llamamos alma.

Por la trascendencia se quiere significar que el espíritu par­ticipa en le mismo que se le enfrenta. Por los actos de conocimiento y de amor el hombre se trasciende a sí mismo, haciéndose capaz de entregarse a los otros. En esta participación se enriquece el espíritu. Ya los antiguos reco­nocían esto en el adagio: anima jit quodammodo omnia; el espíritu tiene la posibilidad de convertirse inmaterialmente en todas las cosas. No se trata de una ideniificación real, sino intencional. El enigma del espíritu resalta en esta dialécti­ca de posesión real de sí y posesión intencional de las demás cosas. Esta trascendencia «horizontal» se halla col­mada por una trascendencia «vertical».

En efecto, en todo verdadero conocimiento espiritual, participamos en la verdad supratemporal, en cuanto supratemporal. Aunque el objeto del juicio y el juicio mis­mo sean temporales, no lo es la verdad misma que expre­san. En el juicio verdadero se alcanza el acontecimiento temporal bajo un aspecto supratemporal. Al conocer la verdad de nuestros juicios captamos una porción de eter­nidad. En el plano de la libertad ocurre lo mismo: si en determinado momento alguien lleva a cabo lo que en este momento es recto y bueno, entonces es intemporal­mente valedero y bueno que en el tal momento haya efectuado tal acción. Lo bueno y valioso realizado en el tiempo posee un aspecto supratemporal; y al participar en éste mediante actos libres, nos movemos en la eternidad.. Pues bien, la eternidad o supratemporalidad de la ver­dad y del valor de nuestros actos presupone la eternidad o supratemporalidad del espíritu. Sólo se puede obrar en cuanto se es; si con la actividad espiritual se alcanza la esfera de lo imperecedero, es que el ser espiritual es impere­cedero, inmortal.

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b) Espíritu objetivo

Vivimos en una esfera «imperso­nal» de opiniones, de prejuicios, de representaciones, de la que participamos todos en grado diverso; esta esfera impersonal se llama espíritu objetivo. La experiencia del espíritu per­sonal es más inmediata, pero menos inteligible (por ser más interior); la experiencia del espíritu objetivo es más inteli­gible en sus determinaciones, pero menos inmediata en su existencia. El hombre, al penetrar en la esfera del espíritu objetivo, se halla sometido por educación y formación a un ámbito espiritual que encuentra dado de antemano y del que parcialmente puede apropiarse. Esta penetra­ción no es más que humanización, pues con la palabra «hombre» entendemos un ser vivo que se distingue de los demás por su espiritualidad, es decir, por su libe­ración de las fuerzas inmediatas del instinto y por su dis- tanciamiento de los procesos y cosas. Aun sin estar de acuerdo con la dialéctica hegeliana, podemos admitir que el espíritu personal vive por sus relaciones con la comunidad espiritual, la cual integra la vida del espíritu objetivo. Y así como el espíritu personal está soportado por el hábito psíqui­co del individuo, también el espíritu objetivo está soportado por la comunidad (pueblo o grupo); o mejor, la perso­na, en su dimensión comunitaria, es el soporte con­creto del espíritu objetivo. Su conexión con el espíritu personal es la vida espiritual histórica del hombre (llamada por ello espíritu viviente). Su conexión con el espíritu objetivado es el espíritu his­tórico. El espíritu objetivo sólo puede ser comprendido en uni­dad con el espíritu personal y el objetivado. Lo que un particu­lar producto espiritual es y lo que tiene de valor resulta de su relación con el espíritu objetivo, en virtud del cual y para el cual se da.

El espíritu objetivo es todo aquello que puede expresarse de un pueblo: la totalidad de los posibles predicados sobre el sujeto «pueblo», y aparece como «posesión común es­piritual». A él pertenece el lenguaje, la producción y la técnica, las costumbres existentes, el derecho vigente, las apreciaciones predominantes, la moral, la forma tradi­cional de educación, el tipo preponderante de actitudes, las modas y los gustos típicos, la comprensión artística, las cosmovisiones vigentes en todas sus formas (religión, mitos, filosofía). El espíritu objetivo aparece del modo más fino y sutil allí donde su contenido es mínimamente intuitivo: en las normas del pensar, en los conceptos y juicios.

Así, pues, aunque el espíritu objetivo no es una realidad per­sonal, vive en los espíritus personales. Él los liga a la tradición histórica, a su tiempo y a su comunidad. Este espíritu vinculador se experimenta especialmente en las épocas de amenaza, lucha, victoria o derrota. No es la totalidad de una sus­tanda, de la que las personas fueran modos; es más bien como el aire que se respira y que no se puede captar como una masa de contornos definidos. Es unidad de sentido.

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c) Espíritu objetivado

Es la exteriorización, plasmación u objetivación del espíritu personal y del espíritu objetivo (o sea, del espíritu viviente). Tal objetivación requiere normalmente, como condiciones de posibilidad tanto la importancia relativa del contenido como la solidez relativa de la materia que acoge. La estructura del espíritu objetivado se define por tres componentes: la configuración real o imagen sensible, el contenido espiritual y la relación esencial al espíritu viviente (personal u objetivo), para el que únicamente existe ese contenido espiritual como apariencia sensible. En la «obra» vive y se encama el espíritu. Y así, la obra no es simple cosa muerta, sino que porta en sí algo del espíritu de su creador. Por eso puede ser comprendida y amada aun después de haber dejado de existir el creador. En esto reside también el gran valor de la tradición y el deber que el espíritu personal tiene de conservar y desarrollar la herencia espiritua

La presencia intangible del espíritu objetivado es una prueba más de la libertad humana: el espíritu personal puede confi­gurar y dominar lo instintivo y natural; y en el espíritu obje­tivado (en las obras científicas y artísticas) reconocemos siempre el viviente que las creó: él nos habla desde estas obras, en la medida en que nosotros, como perso­nas, participamos en ellas. Los bienes espirituales son así a la vez soportes y fuentes del espíritu viviente.

De esta suerte la forma tridimensional del espíritu esboza una dialéctica que va de la «autopresencia» hacia el «espíritu objetivo» y «espíritu objetivado» para volver al «espíritu per­sonal».

La cuestión del método para estudiar la realidad espi­ritual, surgió con notable énfasis a mediados del s. xix, cuando se quiso ver la constitución de las llamadas «Cien­cias del Espíritu», orientadas a las creaciones del espíritu, o sea, a los ámbitos y formas de la cultura. En 1883 intentó Dilthey, con su Introducción a las Ciencias del Espíritu, separar nítidamente las Ciencias de la Naturaleza de las Ciencias del Espíritu; estas últimas tienen por objeto la rea­lidad histórico-social e intentan revivir (nacherleben) y pensar las expresiones de esa realidad. En las Ciencias del Espíritu, el principio de causalidad tiene que ser completado por el principio de finalidad (teleología), de valor y de sentido. Lo natural se explica (Erklären) por leyes causa­les; lo espiritual se comprende (Verstehen) por el sentido. Por ej., desde las objetivaciones personales puede la psi­cología comprender las conexiones subjetivas de vida. E. Spranger, E. Rothacker, H. Freyer, Th. Litt, K. Jaspers, O. F. Bollnow y otros han seguido estas directri­ces. Parecido proceder utilizaron W. Windelband, H. Rickert y R. Stammler (v. ciencia vi i, 2-3).

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Bibl. : G. W. F. Hegel : Filosofía del espíritu, en Enciclopedia de las Ciencias Filosóficas, III, Madrid 1918; W. Dilthey, In­troducción a las Ciencias del Espíritu, México 1949; Max Scheler, El puesto del hombre en el cosmos, Buenos Aires 1938; Muerte y Supervivencia, Madrid 1954; N. Hartmann, Das Problem des geistigen Seins, Berlín 1954; H. Freyer, Tlieorie des objektiven Geistes, 2 ed. Stuttgart 1966; L. Klages, Der Geist ais Widersacher der Seele, Leipzig 1959; A. Millán Puelles, La estructura de la subjetividad, Madrid, 1967; A. Marc, El ser y el espíritu, Madrid 1962; C. G. Jung, Simbología del Espíritu, México 1962; M. F. Sciacca, El hombre, este desequilibrado, Barcelona 1958; E. Grassi y Th. von Uexküll, Las ciencias de la naturaleza y del espíritu, Barcelona 1952; F. Romero, Teoría del hombre, Buenos Aires 1952; A. Willwoll, Alma y Espíritu, 2 ed. Madrid 1953; J. Maritain, Cuatro ensayos sobre el espíritu en su condición carnal, Buenos Aires 1944; A. Santos Ruiz, Vida y espíritu ante la ciencia de hoy, Madrid 1970.