Más es hacerse, que nacer noble. Ningún espíritu animoso se contentó con lo heredado, antes estimó más la gloria que se debió a sí mismo. Ciertamente ha de ser dichoso quien nace en la nobleza, o sea, bajo aquel esfuerzo de los suyos y aquella excelencia de sus obras, que llaman eficazmente a la emulación. En este sentido, es divina la nobleza, cuando empeña al valor y a la virtud, siendo afrenta del ocioso y gloria del valiente. Por eso, no cumple con ella un mediano valor. Al final, muchos deslucieron el esplendor de sus mayores con sus vicios. Y al revés, los mayores héroes se hicieron su linaje. Cada uno se puede hacer su nobleza. Pero no cumple la nobleza con solo un común bien obrar; fuerza es que obre más que todos, quien nació con obligaciones mayores que todos. La alabanza o el vituperio no se reciben del nacer, pero mídense bien con el nacer. Entre pequeños, una medianía es eminencia; entre eminentes, una ordinaria grandeza es poquedad.
Y de ese modo, cada título de nobleza es un apremio para la virtud; cada blasón, un empeño. Ocurre que nada desmaya más presto, que una gloria; nada se desvanece tan rápido, como una luz heredada. Ninguno celebra al sol por lo que brillaba ayer; ni las estrellas, cuando no se ven lucir. No hay noble, en cuya ascendencia no se tope con la humildad. Desnudos collados fueron los que se miran hoy coronados de almenas.
Nadie puede ser bueno, sin serlo mucho. La mancha, que en el sayal tosco no se advierte, suele ser suma fealdad en un brocado. Donde es más sublime la dignidad, es también más torpe la culpa.
Nadie se desaliente; que cada uno es capaz de hacerse noble. Este es el segundo nacimiento, que depende del propio valor. Pero un valor noble no puede conocer el ajeno, sin amarle. Ni este amor puede dejar de producir un ejecutivo deseo de asemejarle, por medio de la imitación. Ahora bien, aquella es verdadera nobleza, que se corona de sus propias virtudes.
Textos seleccionados de la obra de Francisco Garau,
Máximas políticas y morales (Barcelona, 1702), pp. 21-31.
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