El Alquimista. óleo de Johann Moreelse (1603-1634. Buscar el equilibrio en el mundo, como medio de entrar en el misterio del cosmos, es parecido a la labor que hace la filosofía del derecho para encontrar, con su interpretación de las normas, la paz social y la justicia.

 

1   ¿Quién no tiene todavía presentes los cánones que Friedrich Karl von Sa­vigny (fundador de la escuela histórica alemana del derecho) propuso en el siglo XIX para lograr una interpretación plausible? Él habló de los fines de la interpre­tación, como también antes lo hicieron, aunque de manera diferente, los hombres del Siglo de Oro. También comentó los varios aspectos o canales de acercamiento al hecho interpretado: el gramatical, el histórico, el sistemático y el teleológico; muchos de estos aspectos ya habían sido objeto de disputa antes incluso del Siglo de Oro. Hasta la expresión “interpretación auténtica” viene de los antiguos glosadores, comentaristas y teólogos que enseñaron en legendarias universidades, como las de Salamanca y Coimbra.

El trabajo que aquí presento no pretende abrir un diálogo con las teorías mo­dernas de la interpretación[1]; se limita a perfilar el esfuerzo que uno de aquellos autores, Juan de Salas, hizo para aglutinar los aspectos filosóficos y jurídicos de la interpretación que a principios del siglo XVII eran discutidos en España y que no debiéramos hacerlos desaparecer de nuestra memoria. Juan de Salas habló de de la interpretación en la disputación 21 de su famosa obra De legibus (Salamanca, 1611).

https://issuu.com/home/drafts/6nrssmg5kjb/file

2  Salas acepta la enseñanza de Santo Tomás, quien decía que la ley es una regla[2], una medida conforme a la cual algo se hace o se deja de hacer. Pero esta regla no viene dada por un acto de la voluntad del superior (doctrina defendida por algunos), sino por un acto de su razón. Aunque el carácter imperativo de la ley proviene de la razón movida por la voluntad[3].

La ley, como regla del obrar, existe en la razón: y lo propio de la ley es orde­nar las acciones a un fin; justo ordenar al fin pertenece directivamente a la ra­zón, la cual juzga acerca del fin y de los medios que conducen al fin. Natural­mente se trata de una razón “recta”: la ley es una regla de las acciones perfecti­vas del hombre; y si la regla no es recta, tampoco puede imprimir rectitud en las acciones. Pero la ley no es una regla cualquiera: es una regla que se impone eficazmente, con cierta necesidad, para lograr el fin: obliga a su cumplimiento. Esta eficacia le viene a la ley de la voluntad del superior. Pues aunque “ordenar al fin” sea un asunto de la razón directivamente, en cambio efectivamente perte­nece a la voluntad, que es la que mueve al fin. Esta eficacia permite distinguir la ley del consejo, el cual no contiene necesidad, sino mero aliento para realizar un propósito. Además, la ley no puede llevar a cualquier parte, sino al bien común de una comunidad: la ley ordena a la comunidad a un fin; y este fin es el bien común. Asimismo, la ley sólo puede ser dada por aquel que tiene a su cuidado la comunidad misma; porque hacer leyes pertenece propiamente a toda la comu­ni­dad o a la persona que tiene a su cargo esa comunidad. Finalmente, para que la ley sea tal ha de ser promulgada, o sea, manifestada; y como la ley se impone a la comunidad, debe también ser manifestada a la comunidad[4].

En lo dicho queda definida la “ley moral” en sentido propio, expresada como un dictamen de la razón práctica.

Si la ley moral es considerada por su fundamento y modo de promulgación es o natural o positiva. La ley natural es, para Salas, como una intención eterna clavada en la criatura racional[5]. Esta ley consiste muy propiamente en juicios prácticos, por los que conocemos que debemos hacer el bien y evitar el mal; y es inseparable de la existencia del hombre[6]. Ahora bien, si la ley natural fuese suficiente para todos los casos y circunstancias, no habría necesidad de otra ley. En realidad, si se consideran las exigencias vitales de la sociedad, esta ley natu­ral no basta: se necesita una ley positiva, hecha por el hombre. Primero, porque la ley natural sólo es manifiesta a todos en sus principios más generales, y tan pronto como se desciende a las conclusiones particulares aumenta el número de opiniones diversas. Se precisa, por tanto, de una autoridad que deduzca esas conclusiones y las prescriba para todos como normas de acción. De otro modo, no habría unidad en el obrar humano, necesaria para que haya paz. Además, la ley natural contiene conclusiones de modo muy genérico e indeterminado; por ejemplo, manda que los delitos que se cometen en la sociedad sean castigados, pero no determina la pena ni el modo de enjuiciarlos: es preciso que una autori­dad determine estos extremos, conforme a la ley natural. Pues bien, lo que la ley positiva establece se debe concebir como una determinación de la ley natural[7]. Por último, todo lo que se contiene claramente en la ley natural necesita de una sanción temporal, para que se conserve la paz y la seguridad social. La autori­dad civil tiene el deber de determinar las penas que en concreto han de apli­carse, teniendo en cuenta las circunstancias.

A esta ley humana positiva civil o eclesiástica[8] se refiere la doctrina de la “interpretación” propuesta por Salas. Si la ley natural se conoce por los princi­pios mismos de la razón, la ley positiva se conoce por la significación positiva que le imprime su promulgación. Por eso la ley positiva, en principio, no vale para todos los tiempos y lugares. El legislador al promulgar la ley –o sea, al ma­nifestarla y darla a conocer– utiliza un lenguaje natural hablado por sus súb­di­tos, los cuales reciben eficazmente en ese lenguaje las directivas correspon­dien­tes. Las leyes son, pues, normas que se comunican utilizando signos, casi siem­pre lingüísticos; y al venir formuladas en un lenguaje concreto, la intención del legislador puede quedar a veces limitada por las singularidades de ese mis­mo lenguaje. Para determinar y comprender el valor de las normas sancionadas ponemos en marcha la actividad de interpretar signos y símbolos, particular­mente los lingüísticos (aunque puede haber otros).

Interpretar una ley es descubrir su propio sentido, para poderla aplicar a los casos concretos. Por lo tanto, la interpretación de la ley no es algo excepcional, sino el único modo de proceder lógicamente para saber si un hecho real está incluido o excluido en ella. La interpretación acompaña a la ley como la sombra al cuerpo, pues –como dice Castro, muy leído por Salas– “poco aprovecharía establecer leyes muy justas y santas si se interpretan torcidamente y en sentido ajeno a la letra legal”[9].

A grandes rasgos puede decirse que, con anterioridad a Salas, los juristas clasi­ficaban la interpretación de la ley en tres apartados.

Por su amplitud, está la interpretación comprehensiva o integral; también está la interpretación extensiva; y la interpretación restrictiva o limitativa.

Por su origen, está en primer lugar la interpretación gramatical, también lla­mada crítica del texto legal. En segundo lugar está la interpretación auténtica o declarativa, que es la que realiza el legislador al definir el contenido de ciertos términos o la que realiza por declaración posterior para aclarar un texto legal dudoso. Y está la interpretación doctrinal, que comprende los comentarios a la ley y las opiniones de los versados en jurisprudencia. Por último, la interpreta­ción judicial, que da origen al uso de la ley en el foro judicial.

Salas ofrece indicaciones suficientes acerca de esas diversas especies de inter­pretación, especialmente las referentes al primer apartado

__________________________

NOTAS

[1]     Sólo quiero citar aquí, por la cantidad de datos que aporta, la monumental obra, en cinco vo­lúmenes, de W. Fikentscher, Methoden des Rechts in der vergleichenden Darstellung, Tübingen, 1975-1977. Para problemas filosóficos conectados con el fenómeno de la interpretación, cfr.: E. Betti, Teoria generale della interpretazione, Milano, 1955; H.-G. Gadamer, Wahrheit und Me­tho­de. Grundzüge einer philosophischen Hermeneutik, Tübingen, 61990; P. Ricoeur, Le conflit des interprétations, Paris, 1969; M. Jung, Hermeneutik zur Einführung, Hamburg, 2002.

[2]     Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q. 90, a. 1.

[3]     “Lex est aliquid quod dimanat vel dimanavit a natura rationali, ut sic, ac proinde ad rationem pertinens, sive sit actus elicitus a ratione, sive aliquid a tali actu profectum”; J. de Salas, De legi­bus, disp. 1, 6.

[4]     La ley no influye en las voluntades de los súbditos si no es conocida. De aquí se sigue que la ley puede ser considerada de tres maneras. Primero, en cuanto está en la mente del legislador: es la ley en sentido activo. Segundo, en la mente de los súbditos, para los que es promulgada: es la ley en sentido pasivo. Tercero en los signos externos (por ejemplo, en la escritura) que apelan a los súbditos: es la ley en sentido expresivo. Es claro que en su sentido activo, la ley requiere del superior al menos tres actos psicológicos decisivos: el juicio por el que conoce que una regla es recta y conveniente a la comunidad; la voluntad por la que quiere obligar a que los súbditos ob­serven la ley; y el acto racional por el que ordena esta voluntad a los súbditos, acto que se llama imperio: es el acto que formalmente constituye la ley, acto que supone esencialmente un acto de la voluntad, de la que recibe su eficacia.

[5]     J. de Salas, De legibus, disp. 5, 1.

[6]     J. de Salas, De legibus, disp. 6, 1.

[7]     En cualquier caso, la ley positiva se deriva de la ley natural, sea por modo de conclusión, sea por modo de derivación. Mas para que la ley positiva obligue ha de ser honesta, justa y posible; dicho de otro, no ha de apartarse de la ley natural, no ha de tender al bien privado, sino al bien común –y para este fin se le da al superior el poder de dar leyes–, y no debe ser excesivamente difícil para las fuerzas humanas.

[8]     J. de Salas, De legibus, disp. 8, 1.

[9]     A. de Castro, De potestate legis poenalis, Salmaticae, 1550, I, c7.