Lo más común y seguro
1. Todas las doctrinas de inspiración nominalista, platónica, tomista o escotista, etc., que surgen en la España del siglo XVI, suelen llamarse «Escolástica española del Renacimiento». Y dentro de ella estaría la Escuela de Salamanca. Es cierto que, con dispares criterios, para unos la Escuela de Salamanca empieza con Vitoria y llega hasta finales del XVI con la jubilación de Báñez (†1599); para otros, se prolonga durante el siglo XVII; y para otros, en fin, llega hasta el siglo XX. En el litigio de estos diversos pareceres ‒que cada uno pretende fundamentar con buenas razones‒, sólo me atrevo a decir que, tratándose de una «idea temporalizada», debemos intentar al menos precisar la estructura ideal de su comienzo, teniendo en cuenta siempre la limitación que exige el renuente binomio «idea y tiempo». Considero razonable decir que cronológicamente se desplegó en la dinastía española de los Austrias, hasta bien entrado el siglo XVII.
Pero, dejando aparte la limitada utilidad filosófica de la cronología, pienso que si el río es un símbolo de la vida, la Escuela de Salamanca fue el símbolo de un torrente vital y cultural, históricamente concreto. Aplico aquí la palabra «símbolo» a un signo, figurado como un período de intenso e influyente trabajo intelectual (filosófico y teológico), protagonizado por principales profesores de la Universidad de Salamanca que enseñaron en el siglo XVI. Este símbolo remite a esfuerzo, sabiduría, método y calidad universitaria que, además, trasciende en el tiempo al objeto simbolizado: de modo que al nombrar el símbolo se evoca, en cualquier caso, un contenido eminente y auténtico. Representa la imagen de una causa ejemplar que sociológicamente invita a la emulación. Y aunque fallecieron sus maestros principales, trascendió y perduró en su ejemplaridad. Tampoco pretendo aquí hacer la historia pragmática de esa ejemplaridad[1], sino apuntar su sentido.
Ella se originó en una ocasión histórica inigualable, en que la ciudad del Tormes recibió la confluencia de maestros[2] que ‒como Vitoria o Soto o Cano‒, brindaban recursos intelectuales para dialogar críticamente con el naturalismo, con el escepticismo, con el nominalismo; y teológicamente con el protestantismo y con el erasmismo: o sea, con «problemas» de largo alcance intelectual.
Se configuró, en su estructural ideal, dentro de un decisivo contexto concreto: 1° De un lado, el estímulo académico que sintieron todos por la urgente convocatoria de un Concilio ‒que sería el de Trento‒, con fines dogmáticos y eclesiológicos, para analizar, entre otras cosas, el registro protestante; 2° De otro lado, la situación sociológica y moral que, con el descubrimiento de América, se estaba viviendo y exigía dar cobertura jurídica al hecho de encontrarse con pueblos que eran nuevos para la comunidad española, y que había que ordenar y enseñar, desde elementos morales universales.
Estos dos aspectos constituyen la plataforma de dicho símbolo ‒sin desechar importantes aspectos humanistas y literarios‒ y que convergían en la Ciudad del Tormes. Se levantó como una música inteligente, cuya armonía, melodía y ritmo habían sido inspiradas principalmente por Vitoria, incluidos los sonidos y los silencios.
Vitoria regresaba de la capital francesa a la ciudad del Tormes equipado con la serena corriente tomista[3] que había sido impulsada por Cayetano y seguida en París por Peter Crockaert (en sus comentarios a la STh II-II). Dentro de la enseñanza académica esa corriente había sustituido las Sentencias de Lombardo por la Suma Teológica de Santo Tomás[4]. Y así se hizo también en Salamanca. Vitoria trasfundió dos cosas a sus discípulos: de un lado, el modo de tratar la alta teología dogmática (la Iglesia, la Fe); y de otro lado, una «teoría de la acción moral» (en su aspecto natural y sobrenatural), expresada en la Segunda Parte de la Suma.
2. Existía entonces en toda Europa el deseo de aglutinar un pensamiento dispuesto a armonizar lo protestante y lo católico. A partir de 1518 se exigía ya para este fin un Concilio, el cual se convocó en 1545 en Trento, y terminó en 1563. Quizás con la perspectiva de ese posible Concilio, Vitoria abrió en Salamanca un itinerario crítico de raíz tomista, con vocación teológica, entendiendo por «teología» ‒como afirma Vitoria en las primeras líneas de su primera Relectio, sobre el poder civil‒ un saber universal: «Officium, ac munus Theologie tam late patet ut nullum argumentum, nulla disputatio, nullus locus alienus videatur a Theologica professione et Instituto… Est autem Theologia omnium disciplinarum studiorumque orbis prima, quam Graeci Theologiam vocant». No se trataba de que el teólogo tuviera que ponerse a discutir de todo (de psicología, de física, de economía, de leyes, de filosofía), sino a vertebrar el conocimiento que en un momento se tiene de todos esos saberes humanos, y también de los hechos históricos comprobados, para informarlos con una doctrina común. Pretendía establecer un «método holístico» que se extendiera al ámbito de la teología entera, o sea, también a los lugares o loci comunes y principales, incluida la filosofía. No trataba Vitoria, por ejemplo, de estudiar la «economía» ‒y efectivamente él no es un economista, ni es fundador de una escuela económica‒: sólo exigía que la variada economía real conocida y practicada entrara por los caminos de las leyes morales, especialmente de la ley natural. Los personajes de esta Escuela concuerdan con esa armonía amplia y holística.
3. Francisco de Vitoria se caracterizó por la modernidad de algunos de sus planteamientos, los cuales, con el descubrimiento del Nuevo Mundo, dieron origen, por ejemplo, a la revisión de básicas ideas antropológicas y jurídicas antiguas, transformando la conciencia política de Europa, superando en muchos aspectos la mentalidad medieval y proponiendo un cuadro de derechos y deberes del hombre, como ser individual y social, en toda clase de pueblos, dentro de una comunidad universal («totus orbis»). El Renacimiento español quedó animado por el espíritu de Vitoria, quien empezó activando en Salamanca un florecimiento intelectual, junto a Domingo de Soto (†1560). La doctrina jurídica de la Escuela purgó el estrecho enfoque de los conceptos medievales del derecho, poniendo en primer plano una sólida reivindicación de la libertad, apenas imaginada en el resto de Europa[5]. Los derechos naturales del hombre pasaron a ser, de una u otra forma, el centro de atención, tanto los relativos al cuerpo (derecho a la vida, a la propiedad) como al espíritu (derecho a la libertad de pensamiento, a la dignidad). Con el constante reto teológico que convergía en la unidad de la Iglesia y con el apremio de construir un nuevo derecho indiano, la Ciudad del Tormes fue un foco de atracción para cientos de jóvenes intelectuales. La melodía sonaba muy bien.
Aunque las lecciones de Vitoria quedaron manuscritas (como también las de otros muchos), una buena parte se derramó por distintos sitios y pasó a integrar el acervo conceptual de otros académicos, fuesen universitarios o no. Son ahora una fuente predilecta de investigación.
Podemos seguir llamando también Escuela de Salamanca al conjunto de maestros que, habiendo sido ya discípulos de los anteriores, y siguiendo su espíritu integrador y holístico, así como sus requerimientos para orientarse en el cruce de tesis teológicas y su implicación en la solución al problema indiano ‒sin recluirse en sutilezas nominalistas y cuestiones inútiles‒ enseñaron en la Universidad de Salamanca o en otros centros académicos. Aunque el asunto está en el espacio (dónde) y en el tiempo (cuándo), sobre todo está en el símbolo que se siguió imitando por un corto período, gracias al incentivo teológico y a la tarea ético-social. Desde el primer tercio del siglo XVI hasta la mitad quizás del XVII corre en Salamanca ‒y en otros centros asociados a sus enseñanzas‒ un período áureo de estudios, aunque España sufriera ya una notable decadencia política, social e intelectual.
4. La Escuela de Salamanca comenzaría, pues, en el año 1526 con las lecciones de Vitoria, quien insuflaba un aliento y un vuelo muy especial: mirando al pasado, pisando críticamente en su presente, y lanzando lo discurrido o pensado hacia el futuro. Era un método cronológicamente graduado por el Maestro en cada tema, en cada curso, en todo el período de su vida. Quizás por eso no entregó nada a la imprenta: pareciera que nunca dio por concluida su tarea intelectual, su melodía básica. Durante toda su existencia académica, iba componiendo el todo, reconstruyendo cada una de sus partes. Sólo al final de cada lección, de cada curso, aparecía maravillosamente el todo, pero sin acorde final todavía. Y eso tanto en lo teórico, como en lo práctico. Lo suyo era una sinfonía inacabada[6].
El pasado venía a ser la «doctrina común» sobre la verdad de las cosas ‒enseñada desde San Agustín a Santo Tomás‒, según lo había él mismo cuidado, conociendo incluso el impulso de Erasmo[7], cuando era oyente de Crockaert.
El presente eran las sucesivas corrientes teológicas o filosóficas que sustentaban los amantes de novedades, escritores y docentes, cuyos nombres sonaban en las aulas salmantinas desafinadamente, y perturbaban a los jóvenes. Refiriéndose a ellos, Vitoria lograba despertar magistralmente el interés de sus oyentes.
El futuro estaba en los ávidos alumnos, de diversa procedencia, que le escuchaban atentamente; como oyeron luego también a Soto, a Cano, a Medina y a Báñez. Incluso las enseñanzas de los maestros importantes de Valladolid, como Bartolomé de Carranza (†1576), se remansaron con frecuencia, y con el mismo espíritu, en las aulas salmantinas, a través de los dominicos Pedro de Sotomayor (†1564) y Juan de la Peña (†1565). No hubo formalmente más Escuelas de Salamanca. Aunque en la misma ciudad del Tormes se dieran cita muchas corrientes de pensamiento, presentes en maestros de distintas Órdenes religiosas (agustinos, franciscanos, mercedarios, carmelitas, jesuitas). Tras la muerte de Báñez, la Escuela de Salamanca funcionó como lo que era: una “causa ejemplar” alumbrada por Vitoria, cuya secuencia fue la emulación y el relato. Bastaría recordar los momentos grandiosos en que Vitoria ‒hallándose enfermo y cansado‒ era recogido diariamente por los alumnos en su Monasterio y llevado en volandas hasta la cátedra universitaria para que siguiera enseñando. Sin Vitoria, no hubiera existido «Escuela de Salamanca». Él pervivió así en mentes y corazones.
No tengo duda de que la Escuela de Salamanca se inicia con la fuerza magisterial del Monasterio dominicano de San Esteban. Sus maestros se distanciaron de escotistas y nominalistas, aunque estuvieron más cerca de aquellos que de estos; y explicaron con perspicacia y profundidad la doctrina “común” ‒la más segura y la más recibida, como la calificó el franciscano Nicolás Ramos[8]‒, la que, al modo de Santo Tomás, les podría llevar sencillamente a la verdad[9].
Integrados en un propósito armónico y atractivo, se debieron plantear y resolver en Salamanca los múltiples problemas que en Trento se discutirían. Y se repartirían los roles, o mejor, las partituras melódicas. Por ejemplo, el dominico Báñez procuró reflexionar sobre la naturaleza y la operatividad de la Gracia, incluso a propósito del importante libro del jesuita Molina sobre la Concordia (1588)[10]. Melchor Cano hizo una obra memorable sobre los “lugares teológicos”, los que tenían que reforzar aquella demanda teológica.
Un análogo: el tomismo peregrino de la Compañía
5. Quienes han pretendido incluir a los jesuitas en la Escuela de Salamanca, quizás puedan llevar una parte de razón: San Ignacio de Loyola (†1556) vivió en París el mismo ambiente que había tenido Vitoria; incluso en 1527 visitó Salamanca; allí conoció a los dominicos, en un agrio desencuentro. No estaba presente Vitoria.
Para San Ignacio, la Suma de Santo Tomás debía ser guía de los estudios que realizaran sus discípulos; orientación que luego quedó plasmada en sus Constituciones. En realidad fue el texto oficial de la Compañía incluso antes de ser redactadas, pues allí se había mandado que se siguiera la doctrina de Santo Tomás, tanto en teología como en filosofía (artes). Se sentían intérpretes del Aquinate y escribían normalmente «ad mentem Divi Thomae». Grandes figuras de la Compañía estudiaron en las aulas salmantinas, pero muchos reaccionaron frente a la línea dominicana con explicaciones e ideas teológicas parcialmente nuevas[11]. Desde principios del XVII se recibían todos, unos a otros, con cajas destempladas. Comenzaron, pues, a ser tomistas reactivos o inconformistas[12], lo cual no quiere decir que llevaran al error.
Algunos jesuitas se declararon estrictamente tomistas, como Francisco de Toledo (†1596)[13]; Otros eminentes de la Compañía avanzaban con algunas tesis agudas de Luis de Molina (†1600)[14]. Sobresalieron Gregorio de Valencia (†1603), Juan de Azor (†1603), Gabriel Vázquez[15] (†1604), Tomás Sánchez (†1610), Juan de Salas (†1612), Francisco Suárez (†1617), Juan de Mariana (†1623), Leonardo Lessius (†1623), Juan de Lugo (†1660), Rodrigo de Arriaga (†1667) y Sebastián Izquierdo (†1681). Autores todos de gran preparación intelectual[16]. No pocas veces fueron presentados en un solo ovillo como «miembros» de la Escuela de Salamanca. Ciertamente, habían propuesto otros tanteos hacia la verdad; y ocurrían roces incesantes entre los maestros o profesores de ambas Órdenes. Mas por mor de la verdad, en los modernos temas jurídicos y legales son todos «estirpe» de Vitoria. Aunque Suárez rechazara a veces tesis que Vitoria avanzaba coloquialmente en clase.
Las interminables disputas sobre la matización de temas teológicos centrales, como la Gracia y el Mérito, distrajeron muchas energías intelectuales. Se seguían discusiones tan encendidas y alborotadas, a propósito de la libertad explicada por Molina, que ni el mismo Papa las pudo dirimir; y se abrió en la clase intelectual europea una herida interminable[17]. Hoy parecería que aquello era un conflicto entre tozudos disputadores. En ese punto resistió ‒en la Universidad del Tormes‒ la Escuela de Salamanca, que seguía repensando el más fundamental legado tomista, argumentando seriamente contra cualquier interpretación negligente venida ahora de unos y de otros.
Ahora bien, en el ámbito de los últimos Austrias causó inquietud grande la doctrina, animada por los jesuitas, de los decretos condicionados de Dios sobre la libertad humana, y, más tarde, el probabilismo; en este último punto acabaron los jesuitas enfrentándose entre sí[18].
6. Brilló con luz propia Suárez (†1617), quien por sí solo forma una escuela particular de pensamiento. Si el fin de un pensador es encontrar la “verdad” y difundirla, es indudable que ninguno de aquellos maestros intentó hacer cosas contra la verdad. No importa que fueran hijos de su tiempo, quizás decadente. Esos hijos del Renacimiento y del Siglo de Oro trabajaban con honestidad espiritual, personal e intelectual. A este propósito, Suárez escribe en el prólogo a su obra De Verbo Incarnato: «Ante todo puedo asegurar que mi único fin, para conseguir el cual no he retrocedido ante ningún trabajo ni fatiga, ha sido conocer la verdad, y nada más que esto. El espíritu de partido ni ha influido jamás en el pasado sobre ninguna de mis opiniones, ni influirá sobre ninguna de ellas en el futuro. Sólo he buscado la verdad, y deseo que todos los lectores de mis obras busquen la verdad únicamente. Y por eso nadie debe asombrarse si otros autores, incluso católicos y piadosos, han defendido otras opiniones, tal vez opuestas a la mía. Pero a todos nos anima únicamente el deseo de hallar la verdad». Quería que su cascada tonal estuviese bien armonizada, en todos los sentidos. Un camino que podría ser andadero para todo filósofo, siempre con los pasos de Vitoria.
El propósito general de Suárez no era atacar aquella escuela de dominicos, sino ofrecer una «filosofía cristiana», lo más entonada posible, revisando algunas tesis tomistas y explicando las ideas fundamentales que ayudaran a entender las cosas teológicas y filosóficas. Era, con todo optimismo, un filósofo cristiano. Las Disputaciones Metafísicas son un colosal tratado de metafísica, seguido de Comentarios a la Suma Teológica, y ofreciendo una investigación sobre Las leyes que incluía, a su manera, los principales temas que Vitoria y Soto habían tratado. Pero la misma indistinción real entre esencia y existencia, defendida por Suárez, se presentaba como un chocante ataque a la clásica distinción entre acto y potencia, fulcro armónico del tomismo[19]. Otro jesuita, Pedro de Fonseca (†1599), llamado el “Aristóteles portugués”, formuló la “ciencia media”, desarrollada después por Luis de Molina (†1600), de quien depende también el embate de “los posibles” en las enseñanzas de varios jesuitas[20]. Fueron “pequeñas”, pero muchas, las notas disonantes que ellos insertaban entonadamente en la teología del Aquinate. Y hacían difícil conjugar una doctrina común con la estricta Escuela de Salamanca.
Además, los foros académicos entraron enseguida en disputas interminables entre seguidores de dominicos y de jesuitas[21]; y en general se fue perdiendo la visión del todo, y lo nimio ocupó el centro.
Este asunto de las “Escuelas” debería enfocarse con distancia histórica. Ahora esas discrepancias entre jesuitas y dominicos parecerían divertidos juegos conceptuales; todos ellos querían seguir jugando «ad mentem Divi Thomae».
7. Como al principio advertí, muchos se inclinan hoy a pensar que la Escuela de Salamanca termina con Báñez (†1604). Es cierto que la Escuela daba a principios del siglo XVII sus acordes finales, hasta la jubilación de Araujo (†1643). Se repetían las mismas exposiciones, las mismas objeciones, las mismas respuestas. Y algo quizás más retorcido: se complicaban los compases. Pero hubo algún maestro que de excelente manera hizo pedagógicamente síntesis acabadas, trasladando en construcciones sencillas las mejores melodías filosóficas de aquella Escuela tomista: el más conspicuo en esta tarea, a mi juicio, fue Juan de Santo Tomás, muerto tempranamente (†1646).
Siendo ecuánimes con la historia filosófica y teológica, me animo a decir que el impulso de Vitoria siguió entero como símbolo ‒en su núcleo metafísico y moral‒ por encima de bañecianos y suarecianos. Además ocurrió que aproximadamente desde la mitad del siglo XVII tornaron defectos que ya parecían superados entre jesuitas, dominicos, franciscanos, mercedarios o carmelitas: se multiplicaron en todos los centros académicos los manuales, los cursos y compendios, cerrados a las nuevas tendencias científicas o matemáticas. La escolástica heredada quedó bien representada en número, pero no en excelencia. Con frecuencia, se enzarzaban en mutuas refutaciones. Lo cierto es que las cuestiones centrales se hacían cada vez más torcidas y abstractas, siempre cargadas de fatigosas disputas. A mediados del siglo XVII, casi todo lo anterior parecía envejecido. Iba faltando el oxígeno espiritual que los profesores y maestros salmantinos necesitaban para seguir adelante y componer con aliento.
En el propio Monasterio dominicano de San Esteban se iban perdiendo ‒o quizás sustrayendo‒ las lecciones manuscritas que sus profesores aportaban celosamente al cuidado de la Orden. La melancolía sociopolítica del inicial Barroco fue haciendo mella en los ánimos. Por el testimonio de Araujo[22] concluyo que también en el salmantino convento de San Esteban faltaban empeños. Sólo cuando a mediados del siglo XVII irrumpen en España las enseñanzas cartesianas y gasendistas, junto con el atomismo y la crecida de los mundos posibles, muchos vuelven con nostalgia desvigorizada hacia lo ganado por Vitoria. Pero más de uno desafinaba o por arriba o por abajo. Tanto en el ámbito académico como en el político, se miraban los muros del fuerte patrimonio cultural ya desmoronados[23].
Quizás este escozor de melancolía barroca suscitó la tesis cronológica de que la Escuela de Salamanca acabó con la jubilación de Báñez. Como antes he indicado, a principios del siglo XVII todavía estaba vivo el rescoldo de esta Escuela, con profesores dominicos de talla excepcional: como Juan Sánchez Sedeño[24] (†1615), Pedro de Ledesma (†1616), Francisco Araujo[25] (†1664) y Juan Poinsot[26] (†1644), quien estudió en Coimbra y enseñó en Alcalá[27]. No quiero olvidar, al ya tardío dominico Pedro de Godoy (†1677), «el fénix salmantino», epígono quizás de aquella Escuela. Los prólogos de estos maestros a sus obras proclaman fidelidad al acto fundante original de Vitoria. En otras órdenes religiosas, como carmelitas y mercedarios, se mandaba seguir aquel inicial movimiento holístico coordinado, del todo a la parte; pero ya con voz destemplada y barroca, o con tonos enciclopédicos[28].
La confesión lastimera del gran Araujo me ha sugerido calificar a la Escuela de Salamanca como «Símbolo de un progreso crítico». No se trataba de volver atrás desalentados, sino de «mirar» el símbolo como una luz: desde Vitoria en adelante. Los jesuitas nunca dejaron de mirarlo, incluso Suárez.
8. Al hablar de la Escuela de Salamanca no deberíamos hacerlo de manera unívoca, sino análoga. Un ejemplo: si el león es el símbolo analógico de un excelente atleta, también Vitoria y su escuela fue un símbolo vigoroso para la ciencia teológica y filosófica, no sólo del siglo XVI. La analogía no sólo está en la clave misma, sino también en las puertas y fuerzas que abre históricamente. Además, no hay “símbolo” sin “analogía”. Y en la estela de esa luz simbólica, yo colocaría muchas obras de jesuitas.
Repito: la fundamental configuración cultural de la Escuela de Salamanca ocurre en aquella Universidad del Tormes a partir del año 1526 ‒fecha en que comenzó a explicar Vitoria‒, creando un símbolo radiante.
Ahora bien, no olvidemos que El Barroco estimulaba la complicación formal, lo curvilíneo y el exuberante adorno; aspectos que se filtraron en las exposiciones orales y escritas de muchos profesores de teología y filosofía, de uno y otro signo[29].
9. Por otro lado, dominicos y jesuitas estaban muy interesados en las cuestiones explicadas en la Segunda Parte de la Suma de Santo Tomás, cuyo centro era la exposición de la “acción humana”: la actividad sentimental, la formación de las virtudes morales, la conexión de la actividad divina (gracia) con la humana, la acción justa, la esperanza, el amor, los estados de vida. Y a propósito de la justicia, se interesaron por la actividad comercial y política. Por tanto, dominicos y jesuitas tocaban los mismos temas[30], pero con parecido compás.
Todos los pequeños y grandes agravios intelectuales que ambas formaciones decían recibir ‒”los unos” de “los otros”‒ estallaron en el debate provocado por Molina sobre la “Concordia” (1588) de la libertad humana con la gracia divina[31]; o sea, sobre un aspecto importante de la teoría de la acción. Peros los ademanes de unos y otros eran paradójicos. La obra que Tirso de Molina escribió, «El condenado por desconfiado», pone en el mismo sitio teológico los aspavientos de bañecianos y molinistas: el hombre no puede poner límites a la misericordia divina. En 1606 el Papa suspendió la Congregación que se había creado en Roma para defender o inculpar la doctrina de Molina. Había en aquel traqueteo demasiados desacuerdos innecesarios.
Poco después, y tratando de la formación de la conciencia moral, algunos jesuitas recibieron críticas externas e internas por su pertinacia en defender la “dirección probable” de la libertad humana ‒un exagerado probabilismo[32]‒ en todo el arco de la acción humana moral, especialmente en los temas de familia, economía y política. Eso saltó también a la “casuística”. Tuvo que intervenir otra vez el Papa en tal asunto. Esta fue una de las razones que iban creciendo y minando la credibilidad política de la Compañía.
Fueron tantos los avatares que surgieron al indicar discrepancias con la línea de los «tomistas» de la Escuela de Salamanca, que se aceptó con normalidad lo que se llamó Doctrinas de la Compañía, que presentaban una cierta huella tomista[33]. Aunque eso no permite seguir hablando de una «rama» de la Escuela de Salamanca, lo cierto es que el ideal intelectual de los jesuitas estaba ‒desde el punto de vista dogmático y jurídico‒ en el símbolo de Vitoria. Continuaron enseñando en muchos centros académicos, hasta su expulsión en 1767 por Carlos III y su definitiva extinción en 1773 por el Papa Clemente XIV. El Soberano real hundió, con un solo cañonazo, todas las disputas, peregrinas y, a la postre, desconsoladas.
Filosofía natural y Teoría de la acción humana
10. Para terminar, y a modo de complemento, indicaré un tema de incuestionable interés: la filosofía natural y la teoría de la acción.
Ni en el Renacimiento ni en el Siglo de Oro se daban las posibilidades científicas de tratar o exponer la Filosofía natural (Física de Aristóteles), que desde sus inicios estaba ya desligada de la experiencia analítica y también divorciada de las matemáticas. En el contexto de la filosofía aristotélica, esa disciplina no era en realidad una física, sino una metafísica agazapada bajo una tosca rutina experimental del cosmos; siendo así que, sin querer ser metafísica, no podía dejar de serlo. E incluía en sus índices, por un lado, temas metafísicos tales como la distinción de esencia y existencia, de la subsistencia o de las causas del ser, del alma y del cuerpo; pero por otro, supuestas explicaciones sobre el origen de los volcanes, de las mareas, de las pestes, de la mujer y del varón, o de las digestiones. Esto ocurrió en todas partes y en todas las escuelas: dominicos, jesuitas, mercedarios, carmelitas, franciscanos… y en un largo etcétera.
Al final del siglo XVII ya no era aprovechable ninguno de los silogismos que hablaban de elementos físicos (aire, fuego, tierra, agua) y de los compuestos o mixtos[34]. Pero entre los médicos se impuso aquella Filosofía natural de manera imperativa y pintoresca[35]: triunfó en el Siglo de Oro, pero fracasó luchando, como don Quijote, con fantasmas (cosmovisiones hilozoístas, ocultistas y, finalmente, atomistas). Ello afectó sensiblemente a la opinión que, todavía a mediados del siglo XVII, se tenía de las grandes figuras de los dominicos y jesuitas. Los comentarios de Soto a la Física repiten explicaciones antiguas; y Suárez insistía tranquilamente en aquellas mismas doctrinas físicas y biológicas.
En verdad los maestros del Siglo de Oro sólo estaban preparados para enfocar y desarrollar debidamente, sobre el mundo creado, una metafísica pura y una teoría holística de la acción (desarrolladas en la Psicología y en la Moral).
11. En la Escuela de Salamanca ‒y en otras corrientes del Siglo de Oro‒ fue muy bien estudiado el tipo de experiencia correspondiente al análisis de la vida interior, tanto normal como mística[36], la experiencia del alma y de sus actos más sobresalientes: un conjunto de temas decisivos que fueron encuadrados en la “segunda parte” de la Filosofía Natural, en la doctrina del “alma” (Philosophia naturalis: De Anima); y teológicamente también en los tratados De homine y De actibus humanis. Eran grandes maestros en el análisis experimental de la vida interior: observaban el discurrir de la psicología humana en su propia existencia: las pasiones del hombre, los actos virtuosos o viciosos, la libertad humana. Y supieron elevar a ideas universales todo lo que se había conseguido con ese esfuerzo analítico desde Aristóteles. Una buena síntesis filosófica de estos temas antropológicos fue conseguida por autores de la Escuela de Salamanca.
Ellos se sintieron compelidos a proponer una filosofía de la acción donde discurriera la teoría moral y la teoría del derecho y de la política. Estaban interesados fundamentalmente en las normas objetivas de la acción moral, es decir, las leyes[37]. De aquí que trataran la filosofía moral como culminación de una teoría de la acción, buscando la regla general de las acciones morales, la ley, como norma de actuación racional para las criaturas libres: es el tema principal de Vitoria, de Soto; pero también de Molina y de Suárez[38]. Porque para ellos la norma jurídica forma parte de la moral general. Investigaron el principio y la finalidad de las leyes, su obligatoriedad, pero también su justificación. Es aquí donde le salen al paso problemas de impresionante actualidad: por ejemplo, el tema práctico-jurídico de la epiqueya, que se aborda cuando un autor se pregunta por la naturaleza del juicio práctico de los jueces y por las partes esenciales de la justicia: en ese punto aparece la “epiqueya” como el acto más elevado de la llamada “justicia legal”, en la forma de una interpretación práctica, por la cual se reconducen las leyes humanas a un principio incondicionado o absoluto.
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NOTAS
[1] Aunque han sido muchas las páginas que he publicado sobre los maestros concretos que, en los siglos XVI y XVII (o Siglo de Oro), fueron profesores en las universidades de Salamanca, Coimbra, Alcalá, Sevilla y otras, apenas sentí la necesidad de definir la identidad precisa de la «Escuela de Salamanca». Y no lo hice, incluso cuando se me brindó la oportunidad de crear una Línea especial de investigación ‒donde se han publicado cerca de doscientas monografías‒ dedicada al pensamiento de las que consideré escuelas del Siglo de Oro español‒. Cabían ahí figuras tan auténticas y diversas como Vitoria, Báñez, Suárez y Molina. Estaba seguro de que en todos esos maestros brillaba el espíritu fundamentado y crítico. Y quizás, en algunos casos, nombré el todo por la parte. Pero, si ahora pudiera tener la oportunidad de reanudar tareas, volvería a interesarme por los mismos autores. Incluso sin asignación de Escuelas.
[2] A finales del siglo XIV tenía la Universidad de Salamanca una cátedra de Santo Tomás, erigida en el monasterio de San Esteban. Con anterioridad a Vitoria enseñaron, en la cátedra de “prima” de la propia Universidad, tomistas tan ilustres como Lope de Barrientos (†1434), Pedro Martínez de Osma (†1480), Fernando de Roa (†1507) y Diego de Deza (†1523), entre otros.
[3] Los comentadores a la Suma Teológica de Santo Tomás se incluyen en tres periodos: 1° Va desde la muerte del Aquinate hasta finales del siglo XV, y se centra en la defensa de las doctrinas del maestro. 2° Se extiende hasta el tiempo inmediatamente anterior y posterior al concilio de Trento, cuando aparecen importantes comentarios a cuestiones de la Suma, como los de Cayetano (publicados de 1508 a 1520) o los de Soto, Medina y Báñez. 3° A partir de entonces, los comentadores no avanzan de artículo por artículo: se prestan más a escribir disputationes y dubia, poniendo en ellas las opiniones candentes o dispares. Era ese un buen método, que estimulaba la síntesis y la originalidad.
[4] Entre los maestros dominicos que “anteceden” a Vitoria, cabe recordar a Johannes Capreolus (†1444), Pablo Barbo Soncinas (†1494), Peter Crockaert (†1514), Francisco Silvestre de Ferrara (†1526) y Tomás de Vio Cayetano (†1534). La enseñanza global, de todos estos predecesores, basados en Santo Tomás, es lo que Vitoria, recordando a Santo Tomás, entendía por “doctrina común”.
[5] Cruz Cruz, Juan, “Vitoria y el fundamento del derecho internacional”, en: www.leynatural.es; “Vitoria: la propiedad en su justo precio”, en: www.leynatural.es.
[6] Los manuscritos atribuidos también a otros importantes maestros (Gallo, Medina, etc.) tienen su origen en lecciones orales, recogidas por estudiantes avezados.
[7] Juan Cruz Cruz, “Filosofía cristiana: entre Erasmo y Vitoria”, en: www.leynatural.es
[8] Cuando en 1586 el franciscano Nicolás Ramos recibió la petición de revisar y juzgar la Ratio Studiorum de los jesuitas, escribió: «Para hombres que se precian y profesan enseñar la doctrina más segura y más recibida…, y que se les manda que huyan de novedades, paréceme que no lo guardan, teniendo algunas opiniones que no son las más seguras. Pero muerden a los tomistas y secretamente condenan el estilo que tienen de leer [enseñar], intentando ellos otro».
[9] La Escuela de Salamanca estaría integrada por los maestros dominicos Francisco de Vitoria (†1546), y sus primeros colegas y discípulos: Domingo de Soto (†1560); Melchor Cano (†1560); Tomás de Mercado (†1575); Pedro de Sotomayor (†1564); Mancio de Corpus Christi (†1576), maestro de Suárez y de Gregorio de Valencia; Bartolomé de Medina (†1580), discípulo de Melchor Cano y Domingo Báñez (†1604); y el dominico valenciano Diego Mas (†1608), de filiación salmantina. A ellos deben añadirse el agustino Fray Luis de León (†1591) y el mercedario Francisco Zumel (†1607), muy en armonía con Báñez. Estrechamente ligado, en la Universidad de Salamanca, a los intereses renovadores de Vitoria, debo mencionar al navarro Martín de Azpilicueta (†1586), perito en temas de economía y leyes canónicas. Pero en esta relación no están todos.
[10] Cruz Cruz, Juan: «Molina y Báñez: dos proyectos de metafísica», en: www.leynatural.es.
[11] Fue muy contundente lo escrito por el jesuita Salmerón (1585) al General Acquaviva: hay muchas enseñanzas de Santo Tomás que «en nuestro tiempo no son del todo convenientes», «ni es preceptivo aceptarlo». «No queremos transformarnos de jesuitas en tomistas o dominicos». Hablaba en plural, como actitud compacta de la Compañía. Aunque en sentido estricto no era así exactamente. Era formalmente una actitud reactiva: la Ratio studiorum de 1586 señalaba que los maestros no están obligados a defender varias proposiciones de la Suma. Belarmino indicó, un poco alarmado, que entre muchos jesuitas había 77 proposiciones que se apartaban de Santo Tomás.
[12] Entre los primeros jesuitas reactivos y genéricamente afectos a la Suma teológica de Santo Tomás, cabe nombrar a Luis de Molina (†1600), Francisco Suárez (†1617), Diego Álvarez de Paz (†1620) y Juan de Lugo (†1660). También es interesante estudiar, en esta línea, las obras de jesuitas navarros: Antonio Pérez (†1648), Juan Martínez de Ripalda (†1648), Miguel de Elizalde (†1678) y Martín de Esparza (†1689).
[13] Ya en el curso 1556-1557 seguía Toledo en la Universidad de Salamanca las lecciones del dominico Domingo de Soto, el cual alabó su prodigiosa inteligencia. Llamado a Roma ofreció a la imprenta sus Comentarios a Aristóteles. Entre 1562 y 1569, enseñó allí Teología explicando la Suma de santo Tomás de Aquino. Fue nombrado Cardenal. El Papa Pío V, que era dominico, lo llamó para integrar la Sagrada Penitenciaría.
[14] Cruz Cruz, Juan: “Metahistoria. La teleología trascendente de Molina”, en: www.ley natural.es.
[15] Cruz Cruz, Juan: “La esencia humana como regla autónoma del obrar moral, según Vázquez (s. XVI)”, en: Persona y Derecho, 69, 2013, págs. 103-125.
[16] Me atrevo a decir que con ellos se forma una escuela de tomismo peregrino, pero de sumo interés intelectual: de un lado, se declaraban tomistas; de otro, eran críticos con algunos tomistas en temas ya controvertidos de dogmática y de moral; incluso en minucias argumentales. Ciertamente incrementaron muy positivamente el acervo cultural e intelectual español; abrieron canales de investigación, por ejemplo, en la doctrina de la filosofía del derecho y de la economía; pero también sembraron desconfianza y desazón. En este enredo se vieron implicados los Superiores Generales de la Compañía de los siglos XVI y XVII; por ejemplo, apoyando unos el probabilismo exagerado; y corrigiendo otros dicho probabilismo, intentando volver al tomismo común.
[17] Observando en su conjunto las posiciones de Báñez y Molina, resalta enseguida que ambos defienden un influjo divino directo sobre el acto libre y su efecto: sin el influjo inmediato de Dios no hay actividad alguna ni ser alguno. Pero Molina niega que ese influjo sea sobre la voluntad misma, sino únicamente con la voluntad: no habría una prioridad causal del influjo divino al ejercicio de la volición. Es palpable que en ambos modos de metafísica, bajo la apariencia de un mismo lenguaje técnico, hay dos proyectos trascendentales, aunque el uso filosófico haya brindado términos comunes utilizados por unos y por otros: voluntad, libertad, acto, facultad, inteligencia, concepto, causalidad, etc. Lo cierto es que los bañecianos demostraron muy bien que seguían fielmente a Santo Tomás. Molina no pudo hacerlo con la misma precisión.
[18] Cruz Cruz, Juan: “Pascal y los jesuitas”, en: www.leynatural.es.
[19] La disputa De auxiliis fue realmente un detonante para que se perfilaran dos interpretaciones diferentes de Santo Tomás, ambas enfocadas a comprender el sentido último de la libertad humana. Bastaría recorrer las Disputaciones metafísicas de Suárez ‒afecto al sistema molinista‒ para darse cuenta de que, bajo modos distintos de entender la relación de acto y potencia en la conexión del poder divino con el poder de la libertad humana, surgía también una renovada semántica filosófica sobre categorías tales como sustancia, accidente, facultad, causalidad, eficiencia, forma, finalidad, creación, providencia, conservación, concurso divino, etc. Incluso el ámbito supracategorial o trascendental ‒el ser, lo real, la existencia, la esencia‒, quedó también afectado por el modo de entender esa relación de acto y potencia.
[20] Cruz Cruz, Juan: «Antonio Pérez Valiende S.I., un navarro composible, predecesor de Leibniz», en: www.leynatural.es.
[21] Cruz Cruz, Juan: «Libertad: la Concordia de Molina», en: www.leynatural.es.
[22] El espíritu heredado de la inicial Escuela había sufrido ya a finales del XVI algunos desequilibrios, hasta el punto de que en 1617 Araujo confiesa ‒en el Prólogo (o Dedicatoria) que antepone a sus Comentarios a la Metafísica‒ que dentro del Monasterio dominicano se le alentaba a publicar algo digno, para que no desapareciera aquél espíritu restaurador. Se sentía el vacío de unos nuevos Comentarios a la Metafísica. Y cita a los ya lejanos comentadores del siglo XV; subraya que su obra no es fruto de la improvisación; su trabajo se basaba también en una gran tradición: «Durante estos últimos tiempos me he dedicado a exponer esta materia, después de que la hubieran explicado con gran destreza muchos hijos de nuestra familia dominicana. El primero de ellos, después de Alberto, Santo Tomás; luego Egidio Romano, Crisóstomo Iavelo, Domingo Flandrense, Matías Acuario, Paulo Soncinas: con sus extensos y eruditos Comentarios, dignos de suma alabanza, fueron expositores de la Metafísica de Aristóteles». La Escuela perduraba.
[23] Al caso, recordaré otros versos sueltos del famoso soneto de Quevedo (escrito hacia el año 1613), en que describe un fatal momento histórico de España: «Miré los muros de la patria mía, / si un tiempo fuertes, ya desmoronados, / de la carrera de la edad, cansados. / Mi báculo más corvo y menos fuerte. / Vencida de la edad sentí mi espada». La espada de doble filo que Vitoria había puesto al servicio del pensamiento se iba convirtiendo en retórica mordaz e hiriente.
[24] Juan Cruz Cruz, Juan Sánchez Sedeño: Las segundas intenciones y el universal, Eunsa, 2002. A lo largo de su Logica Magna, este autor se opuso al psicologismo de otras lógicas (especialmente nominalistas). Sostiene que los psicologistas (o mentales) refieren las leyes de la lógica a vivencias de conciencia o procesos de pensamiento; con lo que pierden su estatuto noemático. En el siglo XX, Husserl viene a decir que la lógica no puede ser explicada mediante relaciones psicológicas. Es una ciencia pura. Y tal la consideró Sánchez Sedeño.
[25] Cruz Cruz, Juan: Francisco Araújo, Las leyes, Eunsa, 2010.
[26] Cruz Cruz, Juan: Juan Poinsot: Verdad transcendental y verdad formal, Eunsa, 2002; Juan Poinsot: El signo, Eunsa, 2000; Juan Poinsot: La naturaleza y las causas, Sindéresis, 2017.
[27] Muchos profesores de la Universidad de Alcalá seguían con entusiasmo la directrices de la Escuela de Salamanca. Y algo parecido ocurría en la Universidad de Valencia.
[28] Muy cercano al pensamiento de la Escuela de Salamanca en la parte dogmática están los doce volúmenes del curso carmelitano de los Salmanticenses (iniciado en 1631 y terminado en 1704), con un enfoque editorial enciclopédico. Una nueva edición en veinte volúmenes apareció en París entre 1870 y 1883.
[29] El mínimo Francisco Palanco (1657-1720), en su cuatripartito Cursus Philosophicus, se enfrentó con argumentos del Aquinate al grupo que en España defendía ideas cartesianas y gasendistas, especialmente el atomismo. Pero los enfoques clásicos de la Física ya se habían depauperado.
[30] Cruz Cruz, Juan: «La injuria al honor como motivación de guerra, según Vitoria, Molina y Suárez», en: Veritas: Revista da Pontificia Universidade Catolica do Rio Grande do Sul, Vol. 54, N°. 3, 2009, págs. 13-33.
[31] Cruz Cruz, Juan: «Pensar la libertad: la obra de Molina», en: www.leynatural.es. También: «Metahistoria. La teleología trascendente de Molina», en: www.leynatural.es.
[32] Cruz Cruz, Juan: «Pascal y los jesuitas», en: www.leynatural.es.
[33] Luego se hicieron catálogos de las tesis más representativas de Santo Tomás. En 1916 el Papa Benedicto XIV pidió al dominico Éduard Hugón hacer un recopilatorio, no muy extenso, que fue editado con el título Las 24 tesis tomistas. Este libro no intentaba poner al investigador de acuerdo con Santo Tomás, sino evitar deducir de él las consecuencias más opuestas. Lo veo prudente.
[34] Cruz Cruz, Juan: Comentario de Santo Tomás al libro de Aristóteles sobre el Cielo y el Mundo, Eunsa, 2002 (544 págs). Aproveché los temas de corte antropo-biológico para configurar una obra que, como parte histórica de una filosofía de la alimentación, llevaba el título de Dietética medieval. Huesca, 1997 (376 págs.).
[35] Cruz Cruz, Juan: Alonso López de Corella (†1584), Secretos de Filosofía y Astrología y Medicina y de las cuatro Matemáticas Ciencias, Pamplona, 2001, 506 págs. (Estudio preliminar, edición y notas). Dicho autor retoma el cuadro psicológico, referente a temperamentos y humores, que ya habían sido aplicados en la Escuela de Salerno (s. XIII). Se basaba en la teoría humoral de Hipócrates y Galeno, filtrada por la intuición del médico renacentista.
[36] Cruz Cruz, Juan: Neoplatonismo y mística. La contemplación según Tomás de Jesús (†1627), Pamplona, 2013 (288 págs.). Este autor baezano, que estudió en Salamanca, sigue a San Juan de la Cruz y a Santa Teresa de Jesús. Fue una de las figuras más representativas de la Orden.
[37] Cruz Cruz, Juan: Fragilidad humana y Ley natural, Pamplona, Eunsa, 2009. También: Cruz Cruz, Juan: Las leyes, de Francisco de Araujo, Eunsa, 2010. La obra de Báñez titulada El derecho y la justicia (1595), cuya primera parte edité en castellano (Eunsa, 2008), navega por los mismos cauces de los libros de Soto.
[38] Cruz Cruz, Juan: «La costumbre como plebiscito político virtual, según Suárez», en: www.leynatural.es.
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