Christian Friedrich Krause (Eisenberg, 6 de mayo de 1781 – München, 27 de septiembre de 1832) es principalmente conocido por ser el creador del panenteísmo, y por haber contribuido a la formación de una línea ideológica denominada Krausismo que llegó a inspirar la fundación de centros académicos y culturales, así como grupos intelectuales y políticos. Sus obras más notables son: Vorlesungen über das System der Philosophie (1811) y Urbild der Menschheit (1811).
El español J. Manuel Orti y Lara (1826-1904), profesor de Metafísica en Madrid, hizo sutiles objeciones al panenteísmo en sendos volúmes, como el aue lleva por titulo «Lecciones sobre el sistema de filosofía panteística del alemán Krause». Pronunciadas en «La Armonía». Madrid, Imprenta de Tejada, 1865; 1924. Uno de cuyos capítulos incluimos aquí |
Punto de partida de la filosofía trascendental
«La parte fundamental de la filosofía de Krause es una especie de acceso al principio absoluto de la ciencia; para ello se requiere primeramente un punto de partida donde pueda la inteligencia levantar el vuelo hacia la anhelada cumbre, en cuya altura se ofrecen a sus ojos los horizontes infinitos del saber humano trascendental. Determinar este punto de partida es el objeto de las primeras investigaciones del filósofo alemán.
Tres condiciones señala Krause al punto de partida de la ciencia trascendental, son a saber: 1ª, que sea un conocimiento infaliblemente cierto; 2ª, que sea inmediato e intuitivo; y 3ª, que esté en la conciencia de todos los hombres. Palabras mismas de Krause: «El principio de la ciencia debe consistir en un saber inmediatamente cierto, y debe hallarse en la conciencia común, o no ilustrada por la ciencia.»[1]
Puestas esas condiciones al conocimiento primitivo u original, punto de partida de la ciencia, Krause interpela a la conciencia precientífica de todos los hombres, para que declare y diga cuáles son los conocimientos infalibles e inmediatos de que puede dar testimonio. He aquí ahora lo que responde esa conciencia común, según Krause: « Sí, yo encuentro en mí un conocimiento de esta especie, el cual es triple y abraza: 1º. el conocimiento de mí mismo, de mi yo ; 2º, el de mis semejantes, de otros hombres fuera de mí; y 3º, el de los objetos corpóreos.»2 En otros términos, las tres cosas de que tenemos conocimiento cierto, inmediato o intuitivo y poseído universalmente de todos los hombres, son los cuerpos que nos rodean, nuestros semejantes y nosotros mismos…
Antes de pasar adelante notemos aquí una omisión importantísima y una contradicción palmaria.
«a) Consiste la omisión en no haber incluido Krause entre los conocimientos inmediatos, infalibles y poseídos universalmente de los hombres, los primeros principios o verdades universales conocidas por sí mismas, que son la luz del entendimiento y el fundamento y ley de la razón. Tales son los axiomas de las Matemáticas, y los principios de la Metafísica, singularmente el llamado de contradicción por la tradición: Una cosa no puede ser y no ser a un mismo tiempo. Carece de sentido quitar a estos principios la propiedad de ser conocimientos primeros, no sólo infaliblemente ciertos, sino también fundamentos de verdad y de certeza, y por último, conocimientos universales, tanto que sin ellos no hay, no se concibe el pensamiento. En esas verdades ideales debiera haber contemplado Krause los principios de las ciencias humanas; pero, olvidando las seguras tradiciones, menospreció sus principios formales del entendimiento, principia cognoscendi, y pretendió hallar en una realidad primera el principio de la ciencia, sin considerar que a esta realidad primera, que es Dios, no llega el pensamiento intuitivamente, sino por medio del discurso, y que en todo discurso los principios son antes que las conclusiones. Así, para demostrar la existencia del principio absoluto de todo ser, principium essendi, la razón necesita de un principio y de un hecho: el hecho es la existencia contingente de una cosa cualquiera; el principio la verdad metafísica siguiente: las cosas contingentes tienen la razón de su existencia en un ser necesario. He aquí cómo el principio del conocimiento (principium cognoscendi) no es el mismo para nuestro entendimiento que el principio de la realidad; la confusión de estos dos principios, o mejor, el olvido y menosprecio del primero de ellos, se registra, pues, claramente en los sistemas absolutistas de la filosofía germánica, y por consiguiente en Federico Krause, discípulo más o menos fiel, pero siempre constante, de Schelling y de Hegel.
«b) Cuanto a la palmaria contradicción cometida por nuestro filósofo en los lugares citados, fácil es percibirla recordando que, conforme a su misma doctrina, el principio absoluto de la ciencia debe ser una verdad conocida por sí misma, por consiguiente de inmediata evidencia; una verdad que sea al mismo tiempo origen y fundamento de todas las verdades; en suma, la verdad absoluta, Dios: el conocimiento inmediato, intuitivo de Dios, es el principio de la ciencia, según Krause. Ahora, ¿por qué razón no menciona Krause este conocimiento primero, intuitivo, certísimo y universal entre los conocimientos primitivos por los cuales pregunta a la conciencia precientífica de todos los hombres? Una de dos: o el conocimiento de Dios es verdaderamente cierto, inmediato y universal, o carece de estas propiedades: si lo primero, ¿por qué no lo incluye Krause entre los conocimientos primeros, intuitivos, infalibles de que da testimonio la conciencia de todos los hombres? Si lo segundo, ¿por qué lo eleva a la categoría de principio de la ciencia? No podría ser en efecto el conocimiento de lo absoluto principio de la ciencia si sólo fuese (como es en realidad) mediatamente cierto, si se derivase de otro conocimiento; porque en tal caso aquel conocimiento de donde se derivase, sería el principio, como el conocimiento derivado o mediato sería la conclusión de la ciencia.
Bien será notar que esta contradicción es propia de Krause; los otros filósofos, sus predecesores y maestros, desde el punto en que comenzaron a construir la ciencia pusieron sus ojos en lo absoluto, o mejor, en lo que llamaron lo absoluto, y de la intuición de la ciencia de lo absoluto derivaron todo el sistema de los conocimientos humanos. Pero Krause temió sin duda que sus ojos no tuviesen la disposición conveniente para ver y contemplar lo absoluto sin prepararlos antes para esta visión directa; ¿dónde? en las tinieblas de su propio yo, en la oscuridad propia del conocimiento de las cosas finitas y contingentes que nos rodean; que es como si una persona para percibir plenamente el esplendor del día se encerrase primero en un oscuro calabozo. Preciso es reconocer que los filósofos, a quienes Krause ha corregido en la inquisición del principio de la ciencia, fueron más lógicos que él; pues habiendo puesto en lo absoluto el principio de toda realidad y de toda ciencia, juzgaron por inútil disponerse a la intuición de lo absoluto comenzando por lo relativo y finito, y con mayor razón buscar en las profundidades de la propia conciencia lo que por ser de suyo evidente no requiere indagación alguna preliminar, pues por sí mismo se presenta con claridad perfectísima ante los ojos del espíritu. Y a la verdad, o nuestro espíritu goza de virtud intelectual para percibir directa e intuitivamente la suprema verdad inteligible, o no: en el primer caso la investigación del principio de la ciencia es inútil; basta poner los ojos en él para contemplarlo: en el segundo caso, en vano es disponerse el alma para ver lo invisible, en vano ejercitar su mirada con ensayos preliminares para alcanzar una virtud imposible: sus ojos no podrán resistir la vivísima lumbre de lo absoluto, como los ojos de la corneja, por más que se preparen con las visiones de la noche, no pueden contemplar directamente los rayos del sol. En ambos casos la preparación del alma para conocer lo absoluto es completamente vana: el alma llega a lo absoluto conducida por los principios formales del raciocinio, como aseguran filósofos clásicos, o por una intuición directa e inmediata, sin necesidad de la difícil subida de Krause, partiendo del yo, a cuyas profundidades baja primeramente para comenzar desde ellas su inútil ascensión. Toda la parte analítica de Krause, donde se describen los grados de este penoso procedimiento, puede suprimirse sin detrimento del sistema; y como esta sea la parte verdaderamente original del mismo, es evidente que todo lo que Krause ha puesto de su caudal en los sistemas de Schelling y de Hegel, puede suprimirse no sólo como inútil, pero también como opuesto a la intuición de lo absoluto o idea, que es el principio de la ciencia de Krause…
Los conocimientos primitivos
«Señalado el doble vicio de que adolece el testimonio que da Krause en nombre de la conciencia humana, interrogada por él, será bien seguirle en el examen de los tres conocimientos primitivos, ciertos y universales que, ateniéndonos a la respuesta del oráculo consultado por nuestro filósofo, son patrimonio de todos los hombres…
En primer lugar, Krause declara, contra lo que antes dijo (a nombre de la conciencia universal del linaje humano), que el conocimiento que tenemos de los objetos externos, o que están fuera de nosotros, (ahora sean materiales, como los cuerpos que nos rodean, ahora sean espíritus revestidos de una envoltura física, como la de nuestro propio cuerpo), no es un conocimiento inmediato sino mediato, e incapaz por consiguiente de servir de punto de partida a la ciencia. He aquí las palabras del filósofo alemán: «Este conocimiento (de lo corpóreo) no es inmediato, pues depende de los sentidos de nuestro cuerpo. Todo lo que nosotros afirmamos del mundo exterior descansa en la percepción del ojo, del oído, y de los otros sentidos… También el conocimiento de nuestros semejantes es por medio de los sentidos corporales; pues todo lo que sabemos de otros individuos racionales, supone la percepción de su cuerpo, supone que los vemos, oímos etc., y el determinado conocimiento de su individualidad, de su vida espiritual, nos viene principalmente por medio de la palabra»3. Según esto, para percibir y afirmar la existencia de los objetos corpóreos necesitamos percibir primero, como dice Krause, el instrumento de aquella percepción. Así antes de ver, por ejemplo, la luz, tengo que ver el ojo por cuyo medio la percibo; antes de oír los sonidos tengo que percibir el oído por cuyo medio los oigo, y así de los demás sentidos. Pero, todo esto es falso con falsedad notoria y evidente. Cuando percibimos un objeto externo, no es cierto que percibamos nuestro propio sentido, ni su respectivo órgano material, sino la cosa misma; entre el sentido y la cosa percibida no hay percepción alguna; el sentido de la vista, que reside en el ojo, se relaciona directa, intuitivamente con la luz; el tacto, que de un modo eminente reside en la mano, se pone asimismo en relación inmediata con sus objetos; el paladar con los manjares, el oído con los sonidos, el olfato con los olores. Cierto que también podemos percibir y percibimos, no nuestros propios sentidos, que éstos son potencias de nuestra naturaleza, que sólo conocemos por sus efectos, sino la parte puramente corporal de cada sentido, los órganos físicos del tacto, de la vista, del oído y de los otros sentidos; pero es de notar, que este conocimiento no procede del sentido a que respectivamente sirve de auxiliar el órgano percibido, sino de un sentido interior con que percibimos los diversos estados de nuestro propio cuerpo, y por consiguiente de las partes del mismo destinadas a la sensación. Así con los ojos vemos la luz y los colores; pero los mismos ojos no se ven; con el oído percibimos los sonidos, pero el mismo oído no se oye; con los órganos gustativos gustamos los manjares, pero el mismo paladar no se gusta. Añadamos que tanto más claras y distintas son las percepciones de los sentidos, cuanto los órganos por cuyo medio las conseguimos, se ocultan más a sí mismos, en lo cual se parecen al cristal que sirve de auxiliar a la visión, que cuanto más se oculta a sí propio más fácil paso deja al rayo luminoso. Por tanto, aunque fuese cierto, que no lo es, que para percibir, por ejemplo, la existencia y cualidades físicas de una rosa, tuviéramos necesidad de sentir antes los órganos de la vista y del olfato, esta última sensación sería, cuando más, una condición necesaria para que tuviera lugar la primera; pero no impediría de manera alguna que entre estos dos sentidos y la rosa hubiese una relación directa e inmediata, una verdadera visión o intuición sensible, cierta, universal, dadas las mismas circunstancias, para todos los hombres, y por consiguiente dotada de las tres condiciones que señala Krause al punto de partida de la ciencia…
«Todavía es posible aclarar más la presente materia observando, que no es cierto que los órganos de los sentidos, o los sentidos mismos, como dice Krause confundiendo visiblemente estas dos cosas, sean meros instrumentos por cuyo medio percibe el alma los objetos físicos: los sentidos son una potencia del alma y del cuerpo juntamente, son la virtud sensitiva del hombre: el hombre mismo según su ser compuesto es quien siente en realidad, no su alma sola, ni mucho menos su cuerpo solo, sino su persona, o como ahora dicen, su yo. El lenguaje, órgano fiel de la razón y del buen sentido, concuerda muy bien con esta observación; pues no decimos: mi espíritu ve el sol, mi alma huele esta flor, u oyó aquella música, sino yo veo el sol, yo huelo esta flor, yo oí aquella música, y este yo comprende a mi alma y a mi cuerpo unidos sustancialmente en mi persona. Ahora bien, si es el hombre, la persona humana, quien realmente percibe los objetos físicos, pregunto: ¿qué cosa puede interponerse entre el hombre que percibe la rosa del anterior ejemplo, y esta misma rosa percibida? ¿Acaso la percepción del órgano del olfato y la vista? Mas esta percepción es puramente interna, y se termina en el hombre mismo, como quiera que los órganos sensitivos, cuyas modificaciones percibimos interiormente, son parte integrante de nuestra humanidad; y de aquí la imposibilidad de ponerse como medio entre el hombre que percibe la rosa y la rosa misma percibida. Luego entre ambos términos, el sujeto y el objeto de la sensación, la relación es directa, inmediata, el conocimiento intuitivo, cierto con certeza indemostrable y primera. Es más: sólo después de percibir el hombre los objetos sensibles, conoce los órganos con cuyo auxilio los ha percibido, y aun los examina y estudia, tomándolos por objeto privilegiado de la ciencia del cuerpo humano considerado en la vida que llaman los naturalistas de relación con el universo; pero estos procedimientos científicos, en que tienen la parte principal el análisis y la observación, son posteriores a la percepción externa de los objetos físicos, porque antes de percibir estos, no es posible saber el uso de cada órgano, ni aun la existencia de los órganos sensitivos. Verdades son, estas que muestran la armonía que reina en este punto entre la verdadera ciencia y el sentido común, pues de ambos reciben su sanción. ¿Qué diría por ejemplo el rústico si cuando mira al cielo para ver la postura del sol, o tiende la vista por los verdes sembrados del campo, oyera decir a un discípulo de Krause, que ni de esas cosas podía estar cierto si antes no conocía el órgano de su vista y el mecanismo de la visión? ¿Qué les contestaría el músico al saber que le negaban la facultad de percibir los armoniosos sonidos que saca del instrumento que toca, mientras no conociese la fisiología del oído? ¿No es cierto que con una sonrisa desdeñosa confirmarían cuanto acabo de deciros contra la peregrina teoría que niega a nuestras sensaciones la cualidad de representaciones directas, inmediatas y positivas de las cosas sensibles?…
«Si no lo fueran, si la mera percepción de los cuerpos que nos rodean no nos certificase infaliblemente de su existencia, como vanamente sostiene Krause, necesariamente tendríamos que negar la existencia del mundo físico, dando sin remedio en el idealismo. Y a la verdad, no siendo inmediatamente cierta para nosotros la realidad de los objetos externos, la certeza que de ella tuviéramos habría de proceder de alguna verdad que fuese inmediatamente cierta. ¿Y cual sería esta? ¿Acaso nuestro propio yo? Imposible; de la percepción de nuestro propio ser no puede salir la percepción, ni por consiguiente la certidumbre que tenemos del universo corpóreo, porque este no forma parte de nuestro ser; y así, por más que nos miremos a nosotros mismos, jamás contemplaremos con esta mirada lo que no existe ni puede existir dentro de nosotros. Y aunque viésemos en el mundo interior de nuestra propia conciencia imágenes o representaciones de cosas materiales, no sería razón esta bastante para afirmar la existencia de ellas, a no pasar precipitadamente y sin motivo del orden ideal al real, de la pintura a la realidad…
«¿Será, por ventura, el conocimiento de Dios la razón de la certidumbre que tenemos de la realidad del mundo exterior? Así lo creyó Malebranche, discípulo de Descartes. y uno de los fundadores del moderno ontologismo, el cual presumía de ver en Dios todas las cosas, y por consiguiente los objetos corpóreos; Malebranche, digo, veía en Dios todas las cosas menos el error de su propio sistema. Mientras vivimos esta vida mortal, y hasta al punto de llegar al término de nuestra peregrinación por este oscuro valle de la tierra, no podemos gozar de la vista de Dios, ni nos es dado por tanto ver en su esencia, inaccesible a nuestra mirada, las cosas corpóreas ni las espirituales representadas en ella. Razón que milita con mayor fuerza todavía contra Krause, y en general contra la filosofía llamada de lo absoluto, que ha adoptado por su base el error de Malebranche, presumiendo asimismo de ver en su Dios todas las cosas y fundar en la certeza que de él tenemos, la legitimidad de las demás especies de certidumbre; y digo con mayoría de razón, porque al fin el Dios de Malebranche es el Dios verdadero, en cuya esencia esta la razón de todas las cosas, de suerte que quien alcance la dicha de verlo y contemplarlo en la verdadera patria, ése verá todas las cosas también: Videntes Deum omnia simul vident in ipso, dice el doctor angélico; pero el Dios de Schelling y de Krause es la personificación de la nada; y es cosa cierta que la intuición de la nada o de tal absoluto, que es una cosa misma, no puede fundar la certidumbre que buscamos…
El idealismo y el yo
«Si la certidumbre del mundo exterior no nace de la percepción de los sentidos, ni se deriva de la conciencia de nuestro yo, ni del conocimiento que alcanzamos de Dios por virtud del discurso, ¿no es claro como la luz del día, que carece absolutamente de razón, y que la filosofía de Krause empieza minando sus naturales fundamentos? Pero limitémonos por ahora a dejar notado el idealismo que necesariamente se deduce de la doctrina que niega al testimonio de los sentidos el carácter de inmediatamente cierto, y vengamos ya al examen del solo conocimiento que se ofrece a los ojos de Krause, adornado de los requisitos necesarios para servir de punto de partida a la ciencia, cual es el conocimiento intuitivo de nuestro yo. «Si pues algún conocimiento, nos dice, puede ser el punto de partida de nuestra ciencia, debe ser el de nosotros mismos; y así el tema fundamental para el principio esencial de la humana ciencia es de contemplarse a sí mismo o proceder a la intuición del yo»4. Procedamos, pues, a esta intuición, y sea el mismo Krause nuestro guía en el laberinto inextricable donde vais a entrar conmigo.
«No es menester, dice el filósofo alemán, que pensemos en ninguna de nuestras propiedades cuando tenemos conciencia de nosotros mismos; ni tampoco supone este conocimiento la oposición entre lo exterior y lo interior, ni que pensemos en el mundo exterior. De aquí que el contenido de la intuición inmediata «yo», no es lo mismo que decir, yo soy espíritu, o yo soy cuerpo, o yo soy hombre, en cuyas cosas no necesito ciertamente pensar para tener conciencia de mí mismo. Tampoco el pensamiento «yo» es el pensamiento particular yo soy (existo), pues no necesito pensar en ninguna existencia para tener conciencia de mí mismo. Tampoco se puede expresar en la proposición yo soy activo, pues la actividad es una propiedad determinada del yo, y la palabra yo en el principio de la proposición soy activo, denota la intuición del fundamento de que tratamos. Para pensar que yo soy activo, debo pensar antes en el yo para poder atribuirme el yo soy y por consiguiente el yo soy activo. Tampoco puede expresarse la intuición fundamental yo diciendo: yo pienso, yo siento, yo quiero. Para tener primeramente conciencia de nosotros mismos no necesitamos pensar en tales cosas, y el pensamiento de todas estas determinaciones presupone el pensamiento yo»5.
«En estas palabras está expresado lo esencial de la doctrina de Krause con relación al yo, o mejor dicho, al yo como intuición fundamental (Die Grundanschaung ich), punto de partida de su ciencia.
No es, pues, el yo que Krause contempla en el principio de su ciencia ningún ser determinado, no es el sujeto real de nuestros pensamientos, no es la persona humana que considera en sí misma la doble sustancia espiritual y sensible de que consta nuestra admirable naturaleza, ni es en resolución ningún principio real de vida ni de acción, ninguna realidad sustancial dotada de cualidades determinadas; es un yo de quien no se puede inicialmente saber ni declarar otra cosa sino que se ve a sí mismo y dice: yo, sin poder pasar de este punto ni una sola línea. Y es de notar que al expresar Krause la intuición o conocimiento inmediato de su yo, no dice: «la intuición de mí mismo, o de mi yo,» sino «La intuición yo;» suprimiendo la preposición de, que expresa la relación que existe entre el yo considerado como sujeto, y el mismo yo considerado como objeto de su propio conocimiento; como si el yo consistiese únicamente en la intuición de sí mismo, y esta intuición constituyese al yo. «En tanto, dice, que tengo la intuición fundamental «yo», no necesito pensar que yo me conozco a mí mismo, no necesito entender la oposición que hay entre el yo como objeto conocido, y el yo como sujeto que conozco… De aquí resulta, que el yo, en cuanto se conoce en esta intuición, se sabe sobre la oposicion de sujeto y de objeto. De aquí que no pueda deducirse que el yo sea mero sujeto ni mero objeto, sino que es el yo entero»6. Este yo entero no es, como veis, el objeto real y personal de la filosofía tradicional, del buen sentido y de la conciencia verdadera, común a todos los hombres; no es el yo que se conoce a sí mismo por virtud de la reflexión interior del espíritu sobre sí mismo, sino un yo sin existencia ni atributos, sin sustancia ni vida; un yo abstracto, indeterminado, impalpable, ideal, un yo, en fin, que se parece mucho a la nada, que es una científica quimera.
El yo en Fichte y Krause
«Bien será, para esclarecer todavía más el vano pensamiento de Krause en orden a su yo, compararlo con la doctrina de Fichte, su maestro, sobre el mismo punto. Tres momentos o estados considera Fichte en el yo: en el primero, procediendo por vía de abstracción, despojado de todas sus determinaciones interiores, de las cuales nos da testimonio la conciencia, conviene a saber, de sus representaciones sensibles e intelectuales, y de los movimientos interiores de su voluntad, contempla únicamente en él un acto puro, es decir, la virtud de producir alguna cosa en general. Ahora bien, lo primero que hace el yo, reducido por la abstracción de Fichte a la mera condición de un acto puro, es ponerse o crearse, conociéndose a sí mismo; porque es de notar que para este filósofo las cosas no se conocen porque existen, sino existen por cuanto se conocen, de suerte que el entender no es a sus ojos percibir la realidad tomándola por regla o medida de nuestros pensamientos, sino producirla, crearla, forzándola a conformarse con nuestros pensamientos: aquí, señores, la idea, el orden ideal no son la imagen fiel y verdadera del orden real concebido por nuestro entendimiento, sino el principio generador de este mismo orden, y la norma a que debe ajustarse todo ser…
El yo puro de Fichte se emplea, repito, primeramente en darse a sí mismo la existencia, poniendo o creando un yo absoluto, infinito, perfecto, en una palabra, divino. Fichte añade, que este supremo yo no se conoce a sí mismo, no tiene conciencia de su ser, en otros términos, que es un yo inconsciente, indeterminado; y que no puede tener esta conciencia si antes, en su segundo momento, no reconoce la muchedumbre de objetos representados en él, distintos de su propio yo. Fichte da el nombre de no-yo a las cosas representadas en el yo, o creadas por él (pues repito que aquí, representarse alguna cosa o conocerla y crearla, todo es uno.) Conociendo el no-yo, como distinto del yo, como opuesto a él, el yo se conoce a sí mismo, llega a la conciencia de sí, ofreciéndose a sus ojos en este tercer momento, no ya como infinito y absoluto, sino visiblemente limitado por el no yo. El yo de Fichte en esta última evolución es, pues, limitado, porque se aparece como distinto del no yo; y relativo, porque sólo se conoce como término de su relación de oposición al no yo; a diferencia del yo absoluto, considerado en el punto de ponerse o conocerse a sí mismo absolutamente, y conteniendo de un modo virtual así el no yo como el yo relativos y opuestos…
El yo, según Fichte y Krause
«Nótese ahora el diferente modo como han procedido respectivamente para poner su yo los dos filósofos referidos, Fichte y Krause. El primero tomó por punto de partida el yo real, personal de la conciencia vulgar, que es ciertamente la nuestra, mas le quitó, usando y abusando de la abstracción, sus determinaciones empíricas y su existencia, dejándole reducido primero a un acto puro, o digamos, sin objeto ni término, y después, gracias a la fecundidad portentosa de este acto, a un yo absoluto, superior a toda cosa finita y relativa, del cual había de salir el universo mundo. El segundo desdeña el yo real de la conciencia, el yo que subsiste en cada hombre; y abismándose en las profundidades adonde había conducido a su maestro la abstracción, fija los ojos en el yo que Fichte puso en el principio, y este yo abstracto, indeterminado, ideal, se ofrece a sus ojos como el punto de partida de la ciencia. La diferencia entre el maestro y el discípulo está, pues, en el punto de partida, que para Fichte está en el yo empírico, al cual considera desnudo de ser real, y por consiguiente de propiedades y fenómenos; y para Krause está en el yo puro o depurado y despojado por Fichte valiéndose de la abstracción. Krause toma por punto de partida el yo puro, indeterminado, absoluto, que Fichte pone en el primer momento…
Cuando habla Krause, de la diferencia que señala entre su yo y el yo de Fichte, no debemos olvidar que este último puso primero un yo absoluto e infinito, y después un yo relativo y finito. Ahora bien, entended respecto de este aquella diferencia, no respecto de aquel, que ciertamente es el mismo yo de Krause. Oid ahora las palabras mismas de entrambos filósofos:..
I Fichte dice: «Para que yo pueda tener conciencia de mí mismo debo primero saber algo fuera de mí, y en tanto que me opongo al objeto exterior, tengo conciencia de mi propio yo»7. | II Krause dice: «Yo debo de tener la intuición fundamental del yo para sostener una intuición cualquiera de lo exterior, que hay un exterior»8.
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III Fichte: «En tanto que yo me opongo al objeto exterior, me encuentro como activo; así el yo es actividad y nada más»9. | IV Krause: «Yo digo todo lo contrario, que en tanto que soy sabedor de mi mismo, no necesito pensar en mi actividad »10. | |
«En suma, cuando Krause contempla su yo, no piensa en sus potencias ni en sus actos, no piensa en su existencia ni en sus fenómenos, no piensa finalmente en ninguna de las notas reales del yo personal de que todos tenemos conciencia, sino únicamente fija y concentra su mirada en el yo puro, indeterminado, desposeído de existencia y vida. Y este yo abstracto, ideal, hipotético e ilusorio es a sus ojos nada menos que el fundamento eterno de todo nuestro ser individual, el germen primitivo que se explica y desenvuelve en el tiempo, manifestándose en la serie de estados y determinaciones que forman la trama visible de la vida en cada uno de los hombres. Pero oigamos al mismo Krause, y veamos cómo va sacando de los abismos de la nada, a que en puridad reduce su yo, las riquezas y excelencia de nuestro ser racional: «El conocimiento fundamental «yo», cae a la verdad en un momento determinado del tiempo, y pasa tiempo mientras yo me contemplo, pero se pregunta: ¿es este conocimiento mismo temporal? De ningún modo. Yo no necesito pensar que entre otras propiedades tengo la de mudarme en el tiempo, la de determinarme de diferentes maneras; antes bien, tan luego como reflexiono en el tiempo, veo en el pensamiento intuitivo fundamental «yo», que yo mismo no me encuentro temporal, sino más bien como fundamento de mis mudanzas interiores en el tiempo»11. El yo puro, así concebido, aparece aquí, a los ojos de Krause como principio y fundamento eterno, y por consiguiente anterior a nuestra existencia personal, de todo lo que constituye en cada uno de nosotros el organismo presente de nuestra vida, para hablar el lenguaje mismo de esta filosofía. Pero todavía expresará Krause este concepto con mayor claridad: «El yo consta de espíritu y cuerpo como hombre; él se encuentra como permaneciendo, y también como mudándose, esto es, como no temporal, perpetuo, subsistente y al mismo tiempo como pasando por estados opuestos, y a la verdad ese yo se encuentra en esta evolución como fundamento de sus temporales mudanzas… En tanto que se encuentra como fundamento eterno de sus temporales estados, se encuentra como poder; en tanto que se encuentra como fundamento temporal de ellas, se reconoce como actividad, es decir, como ser activo; y en tanto que es determinado como actividad, según la cantidad, se percibe como fuerza… El yo, como fundamento de sus temporales fenómenos se muestra como pensante, sensitivo y volitivo… y en todas estas determinaciones se encuentra como un organismo subsistente que comprende todos sus estados y propiedades»12. Conviene añadir que de este organismo en que se aparece temporalmente el yo eterno de Krause, forma también parte nuestro cuerpo, mas sólo por vía de unión, de la que resulta el compuesto humano, pues el cuerpo en el sistema de Krause no sale del yo puro, como de su fundamento eterno, sino que es obra de la naturaleza exterior, en la cual no tiene parte alguna nuestro yo: «Yo me encuentro, dice nuestro filósofo, como un todo, mismo yo, y me distingo como todo yo de mí mismo en cuanto soy en mi y bajo mi cuerpo, y en esta distinción me nombro espíritu. Yo, como todo yo, distinto del cuerpo, soy el espíritu… El cuerpo es un apéndice unido en esencia a mí como espíritu»13…
«Estas últimas palabras de Krause son quizá las menos ininteligibles que hemos hallado en la exposición de su doctrina del yo, porque, al menos, el nombre de espíritu es bien conocido de los filósofos no trascendentales, de los filósofos vulgares, pero cristianos y claros, que no saben tocar materia alguna, por abstrusa que sea, sin iluminarla con la luz que alumbra su mente, al revés de Krause y demás expositores y maestros de la ciencia absoluta, que no saben tocar punto alguno del orden real ni mucho menos del que ellos conciben en los ensueños de su servil orgullo, sin oscurecerlo con las sombras y tinieblas interiores en que yace su altiva razón. Afortunadamente, señores, tenemos aquí la palabra clara e inteligible de espíritu usada por Krause como equivalente a la palabra oscurísima «yo»; y podemos por tanto ver a la luz de este concepto inteligible, que si el yo de Krause fuese realmente el espíritu humano o el alma espiritual o racional del hombre, que no lo es, sino pura nada, nombre vano, todavía sería imposible la intuición fundamental «yo», porque el espíritu humano no se conoce a sí mismo por medio de la intuición de su esencia, sino por la percepción interior de sus propios actos, los cuales le dan también a conocer las potencias para hacerlos. Demostrada esta verdad, luego viene por tierra el artificioso sistema levantado por Krause sobre la intuición fundamental de su yo, porque ese mismo yo que supone ver y contemplar, se desvanece ante los ojos sin dejar la más ligera huella. Y a la verdad, no habiendo en el hombre realmente sino cuerpo y espíritu, y no siendo el cuerpo a los ojos de Krause parte alguna del yo, es evidente que si la parte superior de nuestro ser, el espíritu, no se ve a sí mismo, no goza la intuición de su esencia, sino que tan sólo se conoce actualmente por medio de sus hechos y de sus facultades, o sea por el testimonio de la experiencia interior o de la conciencia empírica, es evidente, digo, que no es este espíritu el yo puro de Krause, cuya intuición anterior a toda experiencia, es el fundamento eterno de ella; o en otros términos, que la intuición «yo» no es la conciencia que el espíritu tiene actualmente de sí mismo, que este yo no es el espíritu, no es sino pura ilusión.
¿Cómo se conoce a sí mismo el espíritu humano?
«El espíritu humano -argumenta Orti y Lara- no tiene la intuición o conciencia actual de su ser y esencia; y por tanto sólo se conoce por sus actos y facultades. Este es por cierto uno de los puntos más delicados y preciosos de la metafísica.
En primer lugar, si el alma espiritual tuviese la intuición de su esencia, cierto viviría contemplándola perpetuamente sin poder dejar ni un instante de contemplarla. La razón de esto es que, así como por su naturaleza es nuestra alma inteligente, si también juntase a su inteligencia la inteligibilidad de su esencia, esta esencia a la vez inteligente e inteligible, se estaría perpetuamente viendo y entendiendo, como quiera que tendría presente ante sus ojos su misma esencia inteligible con una presencia la más íntima o inmediata que puede darse entre el sujeto que ve y el objeto que es visto, cual es, ser ambos una misma cosa. ¿Pero es esto lo que nos dice la experiencia? No, antes nos dice y enseña lo contrario, que es menester recogerse el hombre en la soledad, y el espíritu en la meditación de las verdades suprasensibles, para entrar dentro de sí mismo y considerar su origen, su naturaleza y su destino, para ver la imagen que Dios se dignó estampar en ella de su adorable ser. Es tan poderoso este argumento tomado de la experiencia, que aun los mismos platónicos que creían que el alma veía directamente su propia esencia, tuvieron que reconocer cuán contraria era a su doctrina la realidad: si bien, por no rendirse a ella, decían que no tenía conciencia de aquella visión, justamente por ser esta continua respuesta muy parecida a la de los discípulos de Pitágoras, los cuales decían que no oímos las armonías de las esferas celestes por la misma costumbre que tenemos de oírlas. Pero esta observación que si no respecto de la armonía de los astros, pero de muchas cosas sensibles puede ser cierta, es evidentemente falsa en cosas morales e inteligibles, las cuales se conocen con mayor perfección cuanto es mayor y más continua la atención que consagramos a su estudio. Las ciencias y las artes están llenas de esta verdad. Un teorema científico o una obra artística ofrecen ciertamente mayor claridad y hermosura a quien con más asidua mirada los considera…
Con esta razón, sacada del tesoro de la experiencia, se junta otra no menos decisiva contra la supuesta visión de la esencia de nuestro espíritu; y es, que si realmente la tuviéramos, si nuestra alma fuese actual y directamente inteligible, de necesidad tendría que percibir con la misma claridad que su esencia todos los atributos que constituyen su naturaleza; y así vería con perfecta claridad su ser espiritual, la unidad y simplicidad de su sustancia, su independencia de los órganos, su belleza interior, incomparablemente más perfecta que la de todos los soles que alumbran el firmamento. De todas estas cosas estaría cierta con certidumbre nacida de la intuición de la evidencia inmediata, no teniendo, por tanto, necesidad de acudir al raciocinio ni menos a largas demostraciones para entender y afirmar estas hermosas y excelentes verdades. El materialismo sería, señores, imposible, o a lo menos, para negar la espiritualidad del alma habría necesidad de cerrar antes los ojos de ella a la luz inteligible de su esencia, como para negar el esplendor del día es preciso cerrar primero los ojos a la luz sensible y material del sol que nos alumbra…
«También conviene recordar que nuestra alma no es en la presente vida una forma separada, sino unida sustancialmente al cuerpo. De cuya unión proceden, fuera de las potencias puramente espirituales de que está dotada, las fuerzas o potencias sensitivas que ejercita juntamente con el cuerpo. Unas y otras, las espirituales y sensitivas, pertenecen a nuestra naturaleza, mostrando estas últimas lo que hay en el hombre de común con los animales, y aquellas lo que le distingue de ellos asemejándole al ángel; porque el hombre es el anillo que enlaza el orden sensible y el espiritual, las cosas visibles e invisibles. Ahora bien, enséñanos una experiencia universal y constante que en el hombre, como en todas las cosas criadas, lo imperfecto precede naturalmente a lo perfecto; y así no es para maravillar que las potencias físicas de nuestra naturaleza se ejerciten antes que las morales, o que la vida de los sentidos se muestre primero, ni que a medida que esta se va perfeccionando en el niño comience a apuntar la aurora de la inteligencia. A su vez esta facultad, unida como está en el alma con los sentidos, y excitada por ellos, empieza por conocer intelectualmente las cosas sensibles, de las cuales se eleva, gracias a la luz intelectual, a las cosas espirituales e invisibles, entre las cuales, aunque en ínfimo lugar, se encuentra nuestra alma. Esa es la manera cómo llega esta a conocerse a sí misma. A fe que si su esencia fuese actual y aun eternamente inteligible, según supone Krause, necesitara, siendo como es verdaderamente inteligente, proceder por tales grados ni invertir tanto espacio de tiempo para verse, pues presente siempre ante sus ojos y rodeada de luz inteligible no podría menos de verse y contemplarse, como no podemos menos de ver, en no cerrando los ojos, la luz del mediodía: no habrían menester por cierto las almas para recogerse dentro de sí mismas y contemplar su naturaleza hacer grandes y perseverantes esfuerzos: todos verían la esencia de su alma, todos gozarían de la intuición fundamental yo. Aun antes de venir a este mundo el yo, fundamento eterno, según Krause, de su vida temporal, estaría poniéndose, contemplándose a sí mismo de suerte que la extraña intuición inventada a principios del siglo XIX sería la ley universal y necesaria de todos los hombres antes de sentir las impresiones del mundo físico y aun antes de venir a él su eterno yo a fundar en esta oscura tierra su vida temporal. !Habría un yo existiendo eternamente sin saberlo!…
«Ahora, después de esta sencilla demostración, debemos preguntar: ¿cuál es el objeto que percibimos, según Krause, en el acto de la intuición fundamental que éste llama yo? ¿Acaso sus propios actos? Krause los excluye expresamente. ¿La esencia de nuestro espíritu? La experiencia y la razón lo desmienten. ¿El compuesto de cuerpo y de espíritu que constituye en cada hombre su persona, su verdadero yo? Bien sabéis cuán diverso es de este yo vulgar del sentido común y de la filosofía cristiana el yo de Krause, fundamento eterno de nuestra existencia y personalidad empírica y temporal. ¿Qué yo será, pues, el de este desventurado filósofo? ¿será lo absoluto de Schelling, o la idea de Hegel que se aparecen asimismo en la conciencia de Krause? Aun esta solución, que es a mi juicio la única posible para nuestro filósofo, ofrece una gravísima dificultad, o mejor dicho, una contradicción palmaria. Y a la verdad, Krause pretende llegar tras las penosas indagaciones de su analítica a la intuición de lo absoluto: tal es el término de su ciencia, la cima altísima adonde endereza la orgullosa mirada después de haber sondeado con ella las profundidades ideales del yo. Mas si en resolución el yo que contempla no es el criado y perecedero, el yo de carne y hueso que vive en cada uno de nosotros, sino lo absoluto de la filosofía alemana, tendremos que su ciencia principia por el fin, y que después de muchos y penosos rodeos, cuando imagina haber llegado a su fin, entonces está en el principio, probando así claramente que ni tiene principio ni tiene fin…
Por lo demás, un absoluto ideal abstracto, sin realidad ni vida, no es ciertamente absoluto, no es Dios, con quien pretenden confundir su yo los filósofos alemanes…
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NOTAS
[1] Vorles., p. 30.
2 Vorles., p. 31
3 Vorles., p. 32.
4 Vorles, p. 35.
5 Vorles, p. 36.
6 Vorles, 40.
7 Vorles, p. 31.
8 Ibid.
9 Ibid.
10 Ibid .
11 Vorles., p. 45.
12 Ibid.
13 Vorles, p. 83.
14 Krause, en efecto, propagó su escuela en Alemania.
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