1. La tragedia de Antígona
La tragedia de Antígona, magistralmente concebida por Sófocles en Atenas 441 años a.C., significaba para Hegel el más alto presentimiento que el mundo antiguo tuvo sobre el sentido ético de la mujer en la familia. Densas páginas de la Fenomenología del Espíritu (concretamente los dos primeros títulos completos de la penúltima parte, dedicada al espíritu o Geist) se proponen desentrañar ese sentido.
Dicha tragedia comienza en el momento en que Creonte manda honrar pomposamente el cadáver de Etéocles y prohibe enterrar el cadáver de Polínice, condenado a ser pasto de animales carroñeros[1].
Antígona es el paradigma de la «piedad» (eusébeia)[2], del culto a la unidad de la familia. Siente la necesidad imperiosa de dar sepultura a ese hermano sublevado contra la «patria», pues el acto de enterramiento es el modo de devolver el muerto a los ancestros, al ámbito de su familia. Por la noche, aprovechando un descuido de la guardia, cubre de tierra el cadáver; pero es sorprendida y llevada ante el rey.
La única razón que Antígona aduce en su favor para defenderse es la inviolabilidad de las leyes divinas, las cuales cimientan el sentido del individuo en comunidad; la validez de tales leyes es universal, se extiende desde el ámbito de los dioses olímpicos (con Zeus a la cabeza) hasta la oscura región del Hades. No hay sitio en el universo entero en donde pueda darse una excepción a tales «leyes no escritas»: «No era Zeus quien me imponía tales órdenes; ni tales leyes han sido dictadas a los hombres por la Justicia que tiene su trono con los dioses de las profundidades, ni creí que tus bandos habían de tener tanta fuerza que habías tú, mortal, de prevalecer por encima de las leyes no escritas e inquebrantables de los dioses. Que no son de hoy ni de ayer, viven siempre y nadie sabe cuándo aparecieron. No iba yo a incurrir en la ira de los dioses violando esas leyes por temor a caprichos de hombre alguno»[3]. La «ley no escrita» es una regla universal del obrar moral, impresa inmediatamente por la naturaleza en la conciencia humana.
Antígona es, desde luego, la figura de la gran individualidad moral, apasionada, leal a las leyes «no escritas», «divinas», grabadas en el corazón humano. Los grandes autores griegos creyeron siempre que estas leyes no son dadas por los hombres. Sófocles insiste sobre ellas en Edipo Rey[4] y en Ayante[5]. También se encuentran expresadas por Tucídides en boca de Pericles[6] y por Aristóteles[7], entre otros.
Creonte dicta la pena de muerte contra Antígona, a pesar de que su hijo Hemón, enamorado de la audaz joven, le recomienda prudencia y moderación. Pero aquél no cede.
2. En fin, Antígona misma se da la muerte para librarse de un amor que iba a ser imposible a partir de este momento, el del apuesto e intrépido Hemón, hijo de Creonte. Las consecuencias de la muerte de Antígona son funestas incluso para la familia de Creonte. Pues el enamorado Hemón se mata, creyendo muerta a Antígona; y a continuación, llena de terror, se da muerte Eurídice, madre de Hemón y esposa de Creonte.
La colisión se produce por la unilateralidad del carácter de los contendientes. La superación de esa unilateralidad sólo se logra, según Hegel, eliminando al individuo que la mantiene. «El modo más cabal de este desarrollo es posible cuando los individuos litigantes aparecen, según su existencia concreta, cada uno en sí mismo como totalidad, de suerte que en sí mismos están en poder de lo que combaten, y violan por consiguiente lo que ellos, conforme a su propia existencia, deberían honrar. Así, por ejemplo, Antígona vive bajo el poder estatal de Creonte, ella misma es hija de rey y prometida de Hemón, de manera que debería tributar obediencia al mandato del príncipe. Pero también Creonte, que por su parte es padre y esposo, debería respetar la santidad de la sangre y no ordenar lo que contraviene a esta piedad. A ambos les es inmanente en sí mismos aquello contra lo que respectivamente se alzan, y quedan atrapados y quebrados en aquello mismo que pertenece al círculo de su propia existencia concreta. Antígona sufre la muerte antes de disfrutar de la danza nupcial, pero también Creonte es castigado en su hijo y en su esposa, que se matan, el uno por la muerte de Antígona, la otra por la de Hemón. De todo lo que de exquisito hay en el mundo antiguo y moderno –y lo conozco casi todo, y debe y puede conocerse– la de Antígona se me aparece desde esta perspectiva como la obra de arte más excelente, la más satisfactoria»[8].
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2. Destinación del hombre y la mujer
El juicio de Hegel sobre Antígona es extremadamente laudatorio. Y al explicarlo traza las líneas maestras de su concepto del destino de la mujer: «Antígona –dice Hegel– es la obra de arte más sublime y más acertada de todos los tiempos. Todo es consecuente en esta tragedia. La ley pública del Estado, de un lado, y el íntimo amor familiar, así como el deber para con el hermano, de otro, se enfrentan entre sí conflictivamente: el interés de familia es el pathos de la mujer, Antígona. El bienestar de la comunidad es el pathos de Creonte, el hombre»[9]
En la Fenomenología del Espíritu afirma Hegel que, como Antígona, una hermana es el supremo presentimiento de la esencia ética. No faltan intérpretes que ven detrás de estas palabras el profundo afecto que Hegel sintiera por su hermana Christiane. «El hermano es para la hermana el ser sereno por excelencia», dice Hegel. Y es oportuno recordar que Christiane se suicidó pocas semanas después de la muerte de Hegel, haciendo cierto el juicio del filósofo sobre Antígona: «la pérdida del hermano es irreparable para la hermana».
Pero la relación entre hermanos se sitúa en el interior de la familia. Para Hegel, la familia, como tema filosófico, se inserta en la relación que el «individuo» mantiene con el «Estado». Se ha dicho que el Estado hegeliano es totalitario, o que absorbe al individuo. Y hay razones de peso para aceptar, en su generalidad, esta tesis. Pero también es cierto que en el propio sistema hegeliano hay elementos que permiten asignar al individuo una posición peculiar frente al Estado, justo en el momento ético de la familia[10].
Siguiendo el orden que Hegel establece, la sustancia ética pasa por un momento de inmediatez y por otro de mediación. Pues bien, como espíritu inmediato y natural, la sustancia ética es la familia. El momento de mediación de esa sustancia ética es la sociedad civil y el Estado.
El matrimonio contiene la vida natural en su totalidad como realidad y proceso de la especie. Pero además, la unidad interior de los sexos, que es sólo exterior en su existencia, «se transforma, en la autoconciencia, en una unidad espiritual, en amor autoconsciente»[11].
Como ya he explicado en otro artículo de este blog, el pensamiento de Hegel sobre el tema que nos ocupa coincide con el de los movimientos anti-ilustrados y puede resumirse en dos series paralelas que, entre Creonte y Antígona, se reparten los elementos ético-naturales de la familia: varón-mujer, ciudad-casa, poder-piedad, Ley humana-Ley divina, fuerza-ternura, claridad-misterio, ciencia-intuición, animal-planta, mediación-inmediatez, trabajo-sosiego, universal-individual, pensar-vivir, razonar-representar.
1º La mujer está más próxima a lo natural, a la tierra, al fondo de las cosas, a lo particular y concreto; de ahí su ineptitud para la cosa pública y para la empresa política. Esta concepción tiene una gran trascendencia social, científica y política: «Las mujeres pueden muy bien ser cultas, pero no están hechas para las Ciencias más elevadas, para la Filosofía y para ciertas producciones del Arte que exigen un universal. Pueden tener ocurrencias, gusto y gracia, pero no poseen lo ideal.[…] El Estado correría peligro si hubiera mujeres a la cabeza del gobierno, porque no actúan según las exigencias de la universalidad (nicht nach den Anforderungen der Allgemeinheit) sino siguiendo inclinaciones (Neigung) y opiniones (Meinung) contingentes. La educación de las mujeres acontece, sin que sepamos cómo, precisamente a través de la atmósfera de la representación (Vorstellung), más por medio de la vida (Leben) que por la adquisición de conocimientos (Kenntnissen), mientras que el hombre sólo alcanza su posición por el progreso del pensamiento (Gedankens) y por medio de muchos esfuerzos técnicos (technische Bemühungen)»[12].
2º La «determinación» de la mujer está exclusivamente en la casa familiar; pues cuando los hijos alcanzan su mayoría de edad como personas jurídicas, y quieren casarse, ocurre que los varones quedan destinados a ser «jefes» o «cabezas» (Haüpter) y las hijas a ser «esposas» (Frauen), en el sentido de «amas de casa». Ser mujer y ser esposa se equivalen[13]. El destino completo y absorbente de la mujer es el matrimonio. No así el del varón. Dentro de las relaciones entre el hombre y la mujer Hegel destaca que la mujer ofrece su honor en la entrega sensible, cosa que no ocurre con el hombre, el cual hace su vida ética en otra esfera distinta de la familia. «En esencia la destinación de la mujer reside únicamente en la relación matrimonial; por lo tanto es necesario que el amor alcance la forma del matrimonio y que los diversos momentos contenidos en el amor logren entre sí su relación verdaderamente racional»[14].
3º En la familia, el hombre tiene forma de mediación, de brote; la mujer, forma de inmediatez, de fondo. El hombre se eleva a la ley humana, positiva, y edifica la Ciudad. La mujer es la dueña de la Casa, la mantenedora de la ley divina, no escrita, inmediata. «El varón tiene su efectiva vida sustancial en el Estado, en la Ciencia, etc., y en general en la lucha y el trabajo con el mundo exterior y consigo mismo; y sólo a partir de su división puede conquistar su autónoma unidad consigo; pues en la familia tiene su intuición sosegada y su eticidad subjetiva y sentida. La mujer posee en la familia su determinación sustancial y en esta piedad tiene su íntima disposición ética. Por eso en una de sus exposiciones más sublimes –la Antígona de Sófocles– la piedad ha sido expuesta fundamentalmente como la ley de la mujer, como la ley de la sustancialidad subjetiva sensible, de la interioridad que aún no ha alcanzado su perfecta realización, como la ley de los antiguos dioses, de los dioses subterráneos, como ley eterna de la que nadie sabe cuándo apareció, y en ese sentido se opone a la ley manifiesta, a la ley del Estado. Esta oposición es la oposición ética suprema y por ello la más trágica, y en ella se individualizan la feminidad y la virilidad»[15].
4º Estas autoconciencias del varón y de la mujer, que difieren según la misma naturaleza, individualizan en sí mismas «dos esencias universales del mundo ético, es decir, la ley divina y la ley humana«[16]. En el caso de la tragedia de Sófocles, la naturaleza espiritualizada toma la forma femenina en Antígona y la masculina en Creonte. En su inmediatez, pues, la sustancia ética se constituye como «ley divina» y «ley humana». a) La ley divina funciona como elemento de singularidad: se refiere a los penates propios, dioses lares o familiares. Es oculta, inconsciente. Tiene la forma de sustancia inmediata, de fondo, tierra o raíz. Si al espíritu ético se le quita la exterioridad y multiplicidad fenoménica que adquiere espacio-temporalmente en cada individuo concreto, puede ser representado como una figura propia que es honrada bajo la forma de los penates, constituyendo «aquello en que radica el carácter religioso del matrimonio y la familia: la piedad»[17]. b) En cambio la ley humana funciona como elemento de universalidad: contiene las leyes explícitas de la ciudad y de su vida política. Tiene la forma de brote, de operación. Es pública, exteriorizada como la voluntad de todos.
5º La familia ofrece, para Hegel, un doble aspecto, natural y espiritual: Es un fenómeno natural, fuertemente psicobiológico, anclado en el sentimiento amoroso, mediante el cual el hombre halla la carne de su carne en la mujer, y viceversa. Y es un fenómeno espiritual, porque la familia no tiene su fundamento en la determinación inmediata del sentimiento amoroso. Si lo ético es universal, entonces «la relación ética entre los miembros de la familia no es la del sentimiento ni la del contrato»[18]. La familia no se basa ni en el amor (que como sentimiento es perecedero), ni en el contrato (cuya relación jurídica puede ser rota y es por tanto contingente), ni en la producción y goce de los bienes (cuya institución sería utilitaria y, por tanto efímera), ni en la función educativa que pueda tener (la relación pedagógica, destinada a hacer del individuo un ciudadano, es aleatoria, de modo que cuando no se diera, se disolvería la familia). La familia, en conclusión, se basa en un fin espiritual. Y este fin es el individuo, pero no como naturaleza, sino como universal. El «individuo universal» parece una contradicción; pero en términos hegelianos no lo es. «Universal» no es aquí la «individualidad» del ser vivo, que es contingente, sino la individualidad que está fuera de los accidentes de la vida: la individualidad del muerto que ha culminado su carrera y es recogido (re-flexionado, espiritualizado) en el seno de la familia, individualizado como dios lar, penate a su vez en el censo familiar: el muerto es «uno» de los «nuestros». «Esta acción no afecta ya al ser vivo, sino al muerto que, fuera de la larga sucesión de su existir disperso, se concentra en una única figura acabada, y, al margen de la inquietud de la vida contingente, se ha elevado a la paz de la universalidad simple»[19]. El hombre puede esperar que al morirse pase a ser individuo con carácter universal.
6º La función ética de la familia estriba en cargar con la muerte. Hegel explica la muerte del individuo suponiendo una tensión entre la ciudad y la familia. a) El ciudadano, el hombre en la ciudad, edifica la sociedad civil con leyes humanas y cumple así su misión en ella. Su muerte individual es para él el trabajo de su vida, la cual consiste en ir desapareciendo poco a poco como individuo para que reine la universalidad de la ley. Muere trabajando para la universalidad. Pero su muerte es contingente, porque el individuo es recambiable: muerto uno, otro seguirá su tarea. La muerte carece entonces de significación espiritual aparente: es como un hecho natural, contingente y falto de universalidad. b) Pero el hombre en la familia está regido por la ley divina. En el seno de la familia su muerte ya no es un hecho natural, sino una operación del espíritu. De ahí que la función ética de la familia consista en cargar con el muerto.
7º La familia no sería entonces una asociación natural, sino espiritual, de índole religiosa, basada en la piedad. Ella rinde culto a los muertos y con ello desvela el sentido espiritual de la muerte, fundando una totalidad ética.
a) La muerte es una negación natural (psicobiológica), mediante la cual la conciencia no vuelve a sí misma, ni se hace autoconciencia. El muerto se hace pura cosa con las cosas elementales (con la tierra, por ejemplo). Por eso Creonte, al castigar a Polínice muerto, lo trata como a mera cosa, dejándolo insepulto, abandonado a merced de los perros y de las aves de rapiña. Le niega la posibilidad de ser recuperado, espiritualizado con ese índice de universalidad («universalidad simple») que se consigue en la familia. En ésta se encuentra el primer elemento de la eticidad, la cual no es otra cosa que una relación espiritual (suprabiológica), un re-torno hacia sí misma (reflexión).
b) La familia devuelve a la muerte su sentido espiritual y prueba –son expresiones propias de Hegel– que la muerte natural es un paso a la vida espiritual: «La muerte parece solamente el ser de la naturaleza que se ha hecho inmediato, no la operación de una conciencia; por consiguiente, el deber del miembro de familia es añadir también ese lado para que su ser último, este ser universal, no pertenezca sólo a la naturaleza ni se quede en algo irracional, sino que sea el hecho de una operación y se afirme en ella el derecho de la conciencia»[20]. ¿De qué manera acaece esta transformación? La familia hace de su miembro muerto un daimon, emparentado a los penates: un «éste» (singular) desaparecido, pero que continúa siendo como espíritu (universal). La familia da máximo honor al muerto cuando lo entierra, pues así lo hace espíritu universal. Y es lo que pretendía Antígona con su hermano.
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El pleno sentido espiritual de la familia: la relación fraterna.
a) Hegel no duda de que el amor conyugal sea el sentimiento más elevado dentro de la naturaleza; en él se da el reconocimiento natural de una autoconciencia por otra. Pero este reconocimiento no es plenamente espiritual: porque su efectividad no está en él mismo, sino en algo distinto del hombre y de la mujer: en el hijo. El amor conyugal no es relación espiritual plena. La reciprocidad, el reconocimiento mútuo está afectado de naturalidad, sufre el extrañamiento de la naturaleza. El amor entre hombre y mujer no es un retorno hacia dentro: se escapa hacia fuera, hacia el hijo. Desencadena una piedad que no es puramente espiritual, pues está vehiculada por la naturalidad.
b) Asimismo, el amor paterno-filial, de padres e hijos, no tiene plena efectividad espiritual en sí mismo, porque el hijo es exterior y además crece a costa de la muerte de los padres. En el amor entre hijos y padres, el padre figura como la naturaleza inorgánica del hijo. Pues el hijo alcanza su propia autoconciencia en la separación de los padres, del origen.
c) Queda, por último, el amor fraternal, el que Antígona profesa a Polínice. Hegel encuentra aquí una relación pura y sin mancha. El hermano y la hermana son ya individualidades libres, en el sentido en que Hegel utiliza la libertad: ser cabe sí, ser espiritual, re-tornado. La misma sangre está reposada, serenada en uno y en otro, re-vertida, reflexionada. En ese amor se da la relación libre de una autoconciencia con otra. Pero esta relación es todavía en Antígona un presentimiento: porque la mujer se presenta bajo ley de la noche; su saber no es explícito. Su elemento divino está sustraído a la efectividad.
Hegel cree, pues, que el sentido fundamental de la familia no es el eros conyugal, ni el afecto paterno-filial, sino el amor piadoso hacia el hermano. Se basa Hegel en un célebre pasaje de Antígona en el que heroína justifica ante el tirano su piadoso acto de enterrar al hermano: «Ni aunque fuera yo madre cercada de hijos, ni aunque fuera el cadáver de mi esposo el que se estuviese corrompiendo, me hubiera yo arriesgado a tal obra sin contar con los ciudadanos. ¿En qué leyes apoyo lo que digo? Si el marido muriera, no faltaría otro; si se perdiera un hijo, tendría otro de hombre. Pero sepultados ya en el Hades mi padre y mi madre, no puede nacerme ya hermano alguno. ¡Oh dulce hermano mío! Porque con tales principios te he preferido yo en mis obsequios, Creonte ahora entiende que he pecado y que he estado insolente en demasía»[21].
Este fragmento se ha hecho famoso por la ingenuidad del razonamiento de Antígona, la cual aduce un motivo en apariencia tan incongruente como atrevido: lo que no hubiera hecho por un marido o un hijo, lo haría por el hermano. Hegel pensó siempre que era un paso literario que contenía el sentido relacional de su propia filosofía. La relación pura y sin mezcla se halla, según Hegel, entre hermano y hermana. Ambos tienen la misma sangre, reposada y equilibrada, pues «no se desean mutuamente, ni se han dado ni recibido el uno del otro su ser para sí»: son libres individualidades en pura relación recíproca.
La relación entre hijos (Söhne) que son hermanos de sangre da la clave –en presentimiento– del relacionalismo universal de la dialéctica hegeliana: la reconciliación (Versöhnung) de los opuestos.
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3. Observaciones finales
a) Infravaloración de lo femenino
Hay un problema en la exposición de Hegel que aparentemente sobresale de los demás, pero que en el orden de cosas filosófico resulta de menor entidad: es el de la «polaridad» psicológica que establece entre los sexos. No cabe duda de que las notas que determinan las series polares pertenecen a una larga tradición psicológica, depositada en mitologías y cosmogonías antiguas, por ejemplo, el Yang y el Ying (luz y oscuridad) en la China; la metamorfosis de la estrella Ischtar (masculina por la mañana, femenina por la noche ) en Egipto, etc. Pero también es cierto que están recogidas por Hegel sin suficiente espíritu crítico; más bien, su criterio de interpretación, más lírico que real, responde espontáneamente al talante post-ilustrado y romántico, al que Hegel contribuyó en buena medida, influyendo, por ejemplo en la posterior caracterología de Klages. Esta contraposición polar está condicionada sociológicamente por patrones de conducta vividos de modo espontáneo en civilizaciones que infravaloran el papel de la mujer o que consideran que la mujer es la «contraimagen» del varón (un «varón disminuido») y no propiamente una persona semejante a él. Durante largos siglos de pensamiento, los filósofos –quizás llevadas por el pathos de la abstracción– han sido en buena medida los portavoces selectos de sociedades que, como la burguesa de los siglos XVIII y XIX, sostenían con Kant que «la mujer está menos dotada intelectualmente; moralmente las mujeres son inferiores, pues desean que el hombre se rinda a sus encantos»[22]. Schopenhauer llamó a las mujeres «sexus sequior», el segundo sexo, el inferior.
Como rechazo de esta injusta contraposición polar nacieron los movimientos de «liberación de la mujer», muchas de cuyas reivindicaciones son justas, aunque otras conduzcan al dislate de hacer de la mujer un «varón completo». La masculinización de la mujer fuera de casa, en el negocio, en la fábrica, en la política, etc., es un fenómeno actual no suficientemente denunciado. Urge reclamar que la mujer manifieste su original y específico comportamiento femenino frente al mundo, en el puesto, en la situación o en el quehacer que le satisfaga, incluido –a despecho de Hegel– el de la política. Por lo demás, la clasificación de notas polares puede tener todavía hoy cierta utilidad, siempre que se desenmascare su envoltura simbólica o metafórica y sea reconducida a una fenomenología objetiva del comportamiento, como la ensayada por F. J. J. Buytendijk[23]. No se ha tenido suficientemente en cuenta que muchas de las diferencias que se subrayan entre los dos sexos no son otra cosa que consecuencia de la educación dentro de unas condiciones sociales.
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b) La clave ontológica de Antígona.
En fin, hay cuatro cuestiones de hermenéutica que en este contexto es preciso afrontar. La primera se refiere al nivel ontológico-moral que corresponde a la familia y a la sociedad civil en el conflicto de Antígona. La segunda concierne a la visión interna y estimación espontánea de dicho conflicto. La tercera importa a la «relación fraternal» como culminación de lo ético en la familia. Y la cuarta es relativa al papel de los dos personajes principales de la tragedia, Antígona y Creonte.
a) Hegel insiste en que las fuerzas que estaban en pacífica calma y unidad tienen en sí mismas toda legitimidad, pero cuando acceden efectivamente a la vida, como talantes determinados de una individualidad humana, «conducen a la culpa y a la injusticia mediante su particularidad determinada y su oposición a otros»[24]. En lo auténticamente trágico tiene que haber por ambas partes, según Hegel, «fuerzas morales justificadas que entran en colisión»[25]. De modo que «un derecho se levanta contra otro derecho, no como si solamente uno fuera justo, pero el otro injusto, porque ambos son a la vez justos y opuestos, y uno se estrella contra otro; los dos pierden, y así también ambos se justifican mutuamente»[26].
Mas ante esta aseveración de Hegel cabe pensar que alguna de esas fuerzas –como la que empuja a Creonte– no sea totalmente legítima; y aunque la ley civil sea necesaria en el orbe ético, también es cierto que se halla en un rango inferior al de la ley natural de la familia, por la que se mueve Antígona. Sófocles traza magistralmente un combate de ideas entre las «leyes divinas», que son santas e inviolables, y las «leyes civiles», que son útiles y oportunas. Las primeras son obedecidas por Antígona, quien paga con la propia vida su fe. Las segundas son establecidas por hombres que, como Creonte, las imponen autoritariamente, aunque lleven la ruina moral a su propia casa.
b) Dejando aparte la peculiar idea que Hegel tiene de lo divino –correspondiente a una divinidad que no es, en sentido estricto, creadora trascendente del mundo, sino infinitizadora inmanente del universo–, puede decirse que la tragedia de Antígona remite a una trascendencia exigitiva. El acontecimiento y las situaciones que constituyen esa acción trágica quedan revestidos de una significación categórica: la presencia de una trascendencia operante en la acción. Que esa presencia sea siempre de lo explícito divino, es otra cuestión.
Ahora bien, las exigencias trascendentes no implican siempre, en el desenlace de la tragedia, la muerte de los héroes: pues no siempre la tragedia acaba mal; hay tragedia por la presencia de una trascendencia exigitiva. Por eso puede haber tragedias felices, tragedias que acaban bien; cosa que indudablemente no ocurre en Antígona.
Pero los hechos que Sófocles narra en Antígona muestran una trascendencia exigitiva que se expresa en la implacable voz de la conciencia moral. Es impresionante la defensa que la joven Antígona hace de su conducta ante el tirano. Y son dignas de meditación las razones que aduce el tirano contra Antígona.
Teniendo en cuenta esta trascendencia, Max Scheler afirma que lo trágico aparece en un mundo donde la realización histórica de valores pasa por el camino de la contradicción[27], de modo que los valores de un cierto rango tienden a ser eliminados no precisamente por otras realidades sin valor, sino por magnitudes que representan ellas mismas un valor positivo, pero de rango inferior o igual. El caso límite –el de Antígona, que ya Hegel había privilegiado– es aquél en que los portadores de valor del mismo nivel son condenados a eliminarse mutuamente. Lo trágico se alimenta solamente del conflicto entre valores positivos y sus portadores. Toda tragedia conlleva, según Max Scheler, la tristeza de lo que ocurre: se percibe en el acontecimiento trágico un rasgo constitutivo de nuestro mundo y de todo mundo. Este mundo está hecho de tal manera que en él es posible semejante conflicto o contradicción: es «el fondo de insondable oscuridad de las cosas mismas». Scheler apunta al lado opaco del mundo, a la presencia de la finitud, de la materia y, sobre todo, del mal.
Pero este sentimiento peculiar sólo logra su plenitud cuando el héroe ha luchado con libertad. Hay en este enfoque de Scheler un claro acierto: al poner el problema de lo trágico no sólo en el nivel ético de los valores y de sus portadores (oposición ética), sino en el nivel original de lo metafísico (oposición de la finitud medida por el ser absoluto): de modo que las tragedias muestran un desgarro[28] que apela a una reconciliación. Cuando eso no ocurre, como se ve en muchas tragedias contemporáneas, la impresión de desgarro es cultivada con un especial masoquismo antropológico y escénico. La tragedia clásica no se propuso que amásemos nuestra infelicidad, sino que sintiéramos la necesidad de salir de ella. Y en ese sentido, la piedad y el temor apuntaban hacia la catarsis.
g) La ingenua defensa que Antígona hace ante Creonte, argumentando que un hermano lo es todo, conmueve de emoción el cimiento filosófico de Hegel, quien viene a generalizar la argumentación en una teoría filosófica del hermanamiento universal. Ahora bien, no puede chocarnos que un comentarista de Hegel afirme con cierta sorna: «Si tomamos estas generalizaciones literalmente, son estúpidas: no se pueden ordenar relaciones humanas de semejante forma, y carece de sentido estatuir de una vez para siempre como principio que una persona ha de encontrar el supremo presentimiento de lo ético en tales y cuales relaciones, y no en esotras (incidentalmente, la generalización de que el hermano y la hermana no se desean mutuamente es bastante autoritaria)»[29]. Como observaba Goethe, «podría pensarse que todavía sería más puro y asexual el amor de la hermana a la hermana. ¡Como si no supiéramos que se han dado casos incontables de que, consciente o inconscientemente, haya surgido la inclinación sexual entre hermana y hermano!»[30].
Ciertamente en este fragmento Antígona no expresa el amor por su hermano, sino los motivos que en ese instante tiene para preferirlo a un padre o a un hijo. ¿Cuáles son estos motivos? Hay que tener presente que Antígona habla confusamente, bajo la conmoción espiritual que sufre sabiendo que va a morir[31]. No dice, como quiere Hegel, que el hermano es preferido por estar unido a la hermana más que el hijo a la madre o la esposa al esposo. De una parte, se siente huérfana; de otra parte, habla como joven no desposada. Dice que ya no puede tener más hermanos: luego enterrar al que le queda es el único acto de piedad que podía hacer con un miembro de la familia. Si el hombre insepulto hubiera sido hijo suyo, quizás ella habría respetado las leyes de la ciudad, pensando que podía tener más hijos; si hubiera sido su esposo, quizás hubiera obedecido tales leyes, porque podía casarse con otro. Pero esta es una hipótesis, hecha además bajo la turbación, el abatimiento y el dolor, sin saber lo que se decía. Y en esto reside parte de su dramatismo. De hecho se encuentra en otra situación. Y es claro que Antígona, que daba su vida no tanto por la persona física del hermano cuanto por las leyes santas de los dioses, habría enterrado también piadosamente al padre y al esposo, de haber llegado el caso.
d) Salvando el hecho incontrovertible de que la tragedia de Sófocles no es un libro didáctico de moral, sino una obra dramática, puede decirse que con el contraste entre los dos personajes principales, Antígona y Creonte, Sófocles no intenta propiamente oponer dos derechos –el de la familia y el del Estado–, sino dos concepciones ontológicas del derecho. Como escribe Reinhardt: «No está aquí el derecho contra el derecho, la idea contra la idea, sino lo divino, como lo omniabarcante –con el que concuerda la joven–, contra lo humano, como lo limitado, ciego, autorreplegado, dislocado y falseado en sí mismo»[32]
Hegel y su escuela pensaban que la tragedia pretende oponer el «derecho de la ciudad» al «derecho de la familia». De esta suerte, Creonte y Antígona llevarían razón en parte; y en parte se equivocarían, al no ver que ambos derechos se complementan y pueden ser conciliados en un nivel superior. Sin embargo, la tragedia sofoclea tiene más enjundia filosófica que la indicada por la interpretación hegeliana.[33]
El conflicto entre Antígona y Creonte no es propiamente una lucha entre dos fuertes personalidades (conflicto psicológico) o entre dos importantes ideas (conflicto ético), pues es tan universal como las mismas leyes no escritas. No es un combate entre dos caracteres, el cordial y el racional: el análisis psicológico es insuficiente para comprender que estos caracteres, tan vivos e independientes, están en escena «para algo que es más grande que ellos mismos»[34]. Tampoco es un pugilato entre dos ideas morales, por ejemplo, entre dos deberes, el patrio y el familiar: el análisis jurídico-moral es también insuficiente. El conflicto es metafísico y se retrotrae a lo fundamental mismo, a dos concepciones sobre el orden del mundo: un orden divino o un orden humano y terreno. Se trata de concepciones tan ontológicamente incompatibles que al chocar producen una catástrofe cósmica, cuyo reflejo es el drama narrado por Sófocles. Esto no impide que bajo este conflicto universal aniden otros conflictos menores, como el que alinea a un lado la mujer, la familia y la religión, y a otro lado el hombre, la ciudad y el poder. «El error fundamental de Hegel, a pesar de su penetrante interpretación de Antígona, –dice Ehrenberg– consiste en que admite una unidad superior en la que llegan a encontrarse los dos mundos, en vez de reconocer su absoluta incompatibilidad. Hegel hizo de Sófocles un hegeliano»[35].
Para Creonte las leyes divinas son idénticas a las que la razón humana encuentra justas y, por lo tanto, la justicia ha de absorber en su ámbito a la piedad: no comprende la piedad en los juicios humanos; consecuentemente, el que viola las leyes de la ciudad es culpable, pues no hay otra ley. Para Antígona, la piedad debe incluir en su ámbito a la justicia; por eso repudia las leyes humanas que se desmarcan de las leyes divinas; ella sabe que con su actitud contraviene las leyes del rey y de la ciudad, pero lo hace por respeto a otras leyes más altas y santas. Hay males mayores que el de perder la vida. Antígona estaría dispuesta a obedecer las leyes humanas, si éstas no se opusieran a las leyes divinas.
Creonte es el campeón de la socialidad legal, es el símbolo de la «ley política», de lo «civil» abstracto; por eso afirma: «el que tiene en más a su amigo que a su patria, ése es nada en mi concepto»[36]. Juega su destino, en la tarea de gobernar la ciudad, de manera excesivamente fría y razonada; sacrifica a la cosa pública sus afectos y antepone el bien colectivo al de los amigos: el Estado es la medida del bien y del mal. Es lo que habían enseñado los Sofistas, plasmando la frase: «el hombre es la medida de todas las cosas». El hombre, en el caso de Creonte, es el hombre de Estado. Los individuos se salvan solamente en la ciudad: «No sabría tener por amigo al enemigo de mi patria, bien persuadido de que ella es la que nos salva a todos»[37].
Creonte ignora deliberadamente las leyes divinas y eternas que, existiendo en todos los tiempos, ordenan, por ejemplo, a los vivos honrar a los muertos. En el mensaje de Antígona se puede apreciar que tanto el kosmos en general como la polis en particular están subordinados a estas leyes eternas y divinas; y el rey que no somete a ellas su política ejerce la pura tiranía. Expresan el orden de la physis o naturaleza proyectada en la norma y la ley (nómos). Este planteamiento difiere del expuesto por los Sofistas, quienes cavaron una sima insalvable entre la naturaleza y la ley, eliminando incluso el valor de regla moral que la naturaleza tiene.
Creonte actúa como un sofista, estimando que el hombre puede establecer por sí mismo las leyes justas. Antígona, en cambio, cree que es necesario respetar las leyes no escritas; consecuentemente acepta, como Sócrates lo hiciera, morir por haber cumplido con un deber de piedad.
Este gesto de Antígona no debe insertarse, por otra parte, en una cadena de la necesidad. La definición de lo trágico por la necesidad supone una referencia a una cierta idea que muchos se han hecho de la tragedia griega, idea que no recoge Aristóteles, quien conocía más tragedias griegas que nosotros y su Poética muestra con qué cuidado ha estudiado el repertorio de su tiempo. Pero ni una sola vez habla de destino ciego como esencia de lo trágico; la palabra necesidad es empleada por él para designar las consecuencias inevitables de una acción y no una necesidad que gobierne la historia humana. La necesidad, en cuanto tal, no es trágica. ¿Por qué se iba a quitar la vida Antígona si hubiera estado convencida de que los acontecimientos fluyen con la necesidad que une las partículas en un trozo de hierro? Muere para algo más: su muerte habría de gritar su inocencia. La pura necesidad, lejos de crear lo trágico, suprime lo trágico.
La necesidad no es trágica por sí misma, sino por la trascendencia que, por ejemplo, en la historia de Antígona, aparece como potencias divinas que deben ser obedecidas[38]. Esa trascendencia, en cuanto exigitiva, tiene varias modulaciones. En el caso de Antígona se trata de una modulación de orden ético y social, en el que convergen el peso de la institución, el destino de la familia y del grupo, personificados, por ejemplo, en los dioses lares o en las potencias suprahumanas de la pólis o del estado.
¿Qué papel desempeña la libertad humana frente a esa trascendencia exigitiva? Se trata de una libertad a la vez apelada y comprometida: de un lado, encerrada en un problema; de otro lado, dispuesta a salir solamente mediante un esfuerzo excepcional de la voluntad, el cual implica a veces el sacrificio de algo que nos es muy querido, como la vida o el amor[39].
Esta es la situación desventurada expresada en Antígona, donde la joven se encuentra ante una ley del poder temporal que le impide rendir honores fúnebres a su hermano: en este aspecto, hay una exigencia legal. Pero una ley divina más alta hace obligatorio el cumplimiento del deber. La ley civil dicta una orden que desde la ley divina se considera anómala. El requerimiento ético se opone a la exigencia legal para superarla: lo que es prohibido en un plano civil o legal es urgido como inexcusable en el plano ético, pero debido a un imperativo cuya fuerza es trascendente. Creonte impide rendir honores fúnebres a Polínice bajo pena de muerte. La desventura está en que se puede salir del callejón pagando un precio, y sólo de esa manera: si Antígona cumple con su deber, no puede seguir viviendo y casarse con Hemón. Ella no puede permanecer de manera cómoda e indefinida entre las leyes invisibles y el decreto de Creonte. Tiene que optar libremente. Y el ejercicio de la libertad, en esa situación bifronte, crea la salida trágica.
La tragedia de Antígona comporta, de un lado, una trascendencia exigitiva; de otro lado, un mundo de seres libres: no hay trascendencia en un mundo de animales o de autómatas[40]. Hegel reconoce este punto: pues «para la acción verdaderamente trágica es necesario que haya madurado ya el principio de la libertad y de la autonomía individuales o al menos la autodeterminación de quererse responsabilizar libremente por sí mismo de los propios actos y de sus consecuencias»[41]. Una libertad que con todo derecho Hegel ha debido atribuirle plenamente a la mujer. Al fin y al cabo, a pesar de los rasgos psíquicos y sociales que Hegel indica –equivocadamente– en la mujer, Antígona está “naturalmente” comprometida con su libertad en el destino más profundo de la humanidad. Y de este compromiso debería haber sacado Hegel consecuencias de más relieve a la hora de valorar el ser femenino.
[1] Antígona, v. 193-206.
[2] Antígona, v. 872.
[3] Antígona, v. 450-456.
[4] 865 ss.
[5] 1130.
[6] II, 37,3
[7] Retórica, 1373 b
[8] Ästhetik 3, Glockner XIV, 556.
[9] Ästhetik 2, Glockner XIII, 53.
[10] F. Rosenzweig señala que la familia es para Hegel «una formación extra-estatal. Ella, como organización, no es un miembro del organismo estatal, pues su relación con el Estado se agota en ser el ámbito en que se prepara el espíritu de los individuos, presupuesto del Estado. Si antes de Hegel la casa era una parte del complejo estatal, para él lo es sólo el hombre crecido en la casa. Por esto Hegel puede, considerando la familia como un mundo existente, no renunciar al sentimiento, al «amor». La posición de la familia en el sistema resulta del hecho de que ésta, basada en el sentimiento, puede convertirse en un vivero del modo de sentir del que nace el sentimiento ético» (Hegel und der Staat, reimpr. München, Aalen, 1962, II, 113-114).
[11] Grundlinien der Philosophie des Rechts, § 161.
[12] Grundlinien der Philosophie des Rechts, § 166.
[13] Grundlinien der Philosophie des Rechts, § 177.
[14] Grundlinien der Philosophie des Rechts, § 164.
[15] Grundlinien der Philosophie des Rechts, § 166.
[16] Cito la Fenomenología del Espíritu por la meticulosa traducción de Wenceslao Roces, Fondo de Cultura Económica, México, 1966, 270.
[17] Grundlinien der Philosophie des Rechts, § 163.
[18] Fenomenología, 263.
[19] Fenomenología, 264.
[20] Fenomenología, 265.
[21] Antígona, v. 904-920.
[22] Anthropologie in pragmatischer Hinsicht..
[23] La mujer. Naturaleza, apariencia, existencia. Madrid, Rev. de Occidente, 1966.
[24] Ästhetik 3, Glockner XIV, 530.
[25] Geschichte der Philosophie, Glockner XVIII, 48.
[26] Geschichte der Philosophie, Glockner XVIII, 119.
[27] Max Scheler, «Zum Phänomen des Tragischen», en Von Umsturz der Werte. Abhandlungen und Aufsätze, Francke Verlag, Bern, 41955.
[28] Alain Robbe-Grillet, «Nature, Humanisme, Tragedie», recogido en Pour un nouveau roman, París, Collection Idées, 1963, p. 65-69.
[29] Walter Kaufmann, Hegel, Madrid, Alianza Editorial, 1968, 189.
[30] Conversaciones con Eckermann, 28-3-1827.
[31] Cfr. Ignacio Errandonea, Sófocles, Madrid, Escelicer, 1958, 115-119.
[32] Karl Reinhardt, Sophokles, Franckfurt, Klostermann, 1947, 88.
[33] Antonio Maddalena, Sofocle, Torino, Giappichelli, 1963, 61-62.
[34] K. Reinhardt, op. cit., p. 39.
[35] Victor Ehrenberg, Sophokles und Perikles, München, Beck, 1956, p. 38-39.
[36] Antígona, v. 181.
[37] Antígona, v. 187-188.
[38] Gerard Nebel, en Weltangst und Götterzorn (Ernst Klett, Stuttgart, 1951, 34) estima que la fuente de la tragedia griega está en una teología de lo negativo, –según el kakós daimon o dios malvado que menciona un mensajero en Los Persas de Esquilo (v. 354)–. Su centro no es el gesto de la desmesura humana, un exceso que el hombre podría evitar; el extravío fatal del héroe se hunde en un misterio de iniquidad que es lo trágico mismo del ser. Por ejemplo, el héroe puede ser a la vez víctima, instrumento y cómplice de una maldad trascendente que le destroza; y su falta es también la del daimon que lo ha conducido todo: en el fondo, existiría una identidad entre lo divino y lo maligno. La tragedia no vive el temple tranquilizador de una alegría festiva, sino la convicción de que el hombre está abandonado y alejado de los dioses, y de esta representación surge, según Nebel, la angustia de la tragedia. La divinidad invocada por los griegos sería en muchos aspectos satánica o reprobadora de cualquier acción del hombre, llegando incluso a encarnizarse contra una familia.
Mas esta interpretación de Nebel hace un uso arbitrario del kakós daimon de Los Persas: en realidad, la celotipia de los dioses (v. 362), surge tan pronto como el héroe les lanza un desafío, siendo así que ningún mortal debe alimentar pensamientos por encima de su condición. La acción del héroe está bajo la justicia divina y no de la maldad divina. Esta perspectiva es la que se presenta en toda la tragedia griega.
[39] Ferdinand Brunetière, Les Epoques du théâtre français 1636-1850, París, Hachette, 5e édition, 1914, 23. Lucien Goldmann, Racine, Paris, L’Arche, 1956, 13 y 15.
[40] Se lee frecuentemente que la fatalidad es de la esencia misma de lo trágico; o que la idea trágica por excelencia es la idea de destino ciego. La tragedia coincidiría con la ciega necesidad. Los dramaturgos que en el siglo XIX y XX han creído que la tragedia sólo se constituye con esa idea de destino, como necesidad ciega e inquebrantable, han reemplazado la supuesta fatalidad antigua de los dioses por los mecanismos instintivos o la libido de Freud. Y de modo parecido procedieron antes los naturalistas con la herencia genética, la cual quedó torpemente identificada con la antigua necesidad impuesta por los dioses. En un tiempo sin trascendencia no puede ser aceptado un destino superior, que sería calificado como fatalidad y necesidad que aplastan al individuo. Desde este punto de vista, se han introducido las propuestas de Marx y Freud, en las que no hay sitio para la trascendencia. Ni la historia de Marx ni la libido de Freud tienen fatalidad suprahumana: su fuerza está en el interior del hombre. Marx y Freud enseñan que no nos sometamos a ellas pasivamente, sino que las reconozcamos y modifiquemos, transformándonos nosotros mismos. Eso sí, al salir transformados sólo nos veremos convertidos en historia y libido, porque no hay otra cosa en qué convertirse.
[41] Ästhetik 3, Glockner XIV, 541.
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