Francisco de Goya ()

Francisco de Goya (1746-1828 ): “Saturno devorando a su hijo”. Saturno es el símbolo del tiempo que todo lo destruye, dibujado por Goya como un gigante avejentado con las fauces abiertas y los ojos en blanco, devorando el cuerpo sanguinolento del hijo. En cierta manera, refigura el tema de la revolución.

1. La reiterada presencia de Marx en nuestra cultura

En el año 1901 el pensador socialista francés Jean Jaurès expresaba de una manera vibrante el sentido emancipatorio y secularizante de la filosofía marxista de la historia:

«Sólo bajo una transposición hegeliana del cristianismo es como Marx se representa el movimiento moderno de emancipación. Al igual que el Dios cristiano se ha reba­jado hasta el fondo de la humanidad sufriente para elevar a la humanidad entera; al igual que el Salvador, para sal­var efectivamente a todos los hombres, ha debido redu­cirse a ese grado de despojo tan próximo a la animalidad, por debajo del cual no se podía encontrar ningún hombre; al igual que este abajamiento final de Dios era la condi­ción de la elevación infinita del hombre; así también en la dialéctica de Marx, el proletariado, el Salvador moderno, ha debido despojarse de toda garantía, desnudado de todo derecho, rebajado al plano más profundo de la nada histó­rica y social, para elevarse y elevar a toda la huma­nidad»[1].

Destaca Jaurès en estas expresiones un punto im­portante de la historiología dialéctica de Marx. Se trata de la inversión de la escatología cristiana me­diante la alteración materialista de la dialéctica de Hegel, haciendo del reino de Dios un reino del hom­bre: Pecado original y Redención se transmutan en Alienación y Revolución; asímismo, le atribuye al pro­letariado la misma misión redentora que Jesucristo tiene en el Evangelio.

Esta transmutación se deja ver en los análisis que Marx realiza sobre la actividad humana y las causas generales de la historia.

Comenzaremos nuestra exposición por este último punto, no sin anticipar una reflexión sobre el alcance histórico-social que Marx daba a la disolución de los conflictos padecidos en las situaciones sociales de alienación.

Con el estertor del imperio soviético –iniciado ya con la caída del llamado «muro de Berlín» en 1989– muchos se apresuraron a profetizar el fin del mar­xismo, olvidando que la doctrina de Marx es más fundamentalmente una expresión genuina de los su­puestos metafísicos modernos ‑una filosofía de la historia‑ que una teoría económica, cuya endeblez ha acabado con los regímenes totalitarios socialistas. Muy probable es, en cambio, que ya no aparezca más con los epítetos de marxista o comunista. Es el as­pecto metafísico el que en modo alguno parece que se vaya a disipar tan rápidamente en el mundo occi­dental. Porque forma parte del arranque filosófico de la modernidad. Cierto es que el jinete de la teoría económico-social se montaba astutamente sobre el caballo de la teoría metafísica. Pero muerto el jinete, otro muy diferente puede ocupar su puesto sobre las mismas bases o fuerzas materialistas, las cuales deci­den el sentido último del trabajo humano.

Y lo que es también grave: no han perdido interés psicológico y social los análisis de Marx sobre la múl­tiple opresión de la persona en el mundo laboral ma­nejado por el individualismo económico, el cual ge­nera un capitalismo de efectos perversos, uno de los cuales suele ser la dominación de la persona. Al fruto de esas opresiones llamó Marx «alienación». En rea­lidad vio en aquel estado burgués o liberal criticado ya por Hegel el reflejo de una alienación, de una escisión entre la vida privada de la sociedad y la vida pública del Estado, de una conciencia desgraciada que, in­tentando compensar en su intimidad y en su libertad interior la lucha mantenida en la vida pública, no eli­mina el conflicto de clases presente en la Sociedad ci­vil: una lucha entre los que poseen y los que nada tie­nen. Y así como Feuerbach pensaba que el hombre proyecta en Dios sus mejores cualidades y se le so­mete como a un poder extraño, Marx afirma que el ciudadano proyecta ficticiamente su realidad social en el Estado, un poder externo que impide a los indivi­duos lograr sus auténticas relaciones sociales.

Dentro de la Europa actual, con la mudanza de los Estados estalinistas en el Este y con la pérdida de cre­dibilidad del Estado democrático en el Oeste, Marx puede seguir alentando ‑en una medida mucho mayor de lo que algunos estarían dispuestos a reconocer‑ el anhelo utópico de una sociedad sin alienaciones, sin el efecto perverso de la dominación de la persona.

Muchos círculos de pensamiento ven aún con gran simpatía el análisis que Marx hiciera de la llamada «sociedad burguesa», en la cual llevaría el hombre una doble vida: la pública, como miembro del Estado; la privada, como individuo concreto, como profesio­nal y miembro de una familia. Como ciudadano de la vida pública, tendría unos derechos ‑la libertad, la igualdad, la propiedad‑ de los cuales no goza real­mente porque están alienados en el Estado. Como ser social privado, sería de hecho amo o esclavo, extraño a todos los valores que el Estado dice recoger o am­parar. La existencia del ciudadano dentro del Estado sería ficticia, irreal, porque en ella su «humanidad» plena está alienada, es aparente. El Estado moderno haría abstracción del hombre real y daría satisfacción imaginaria al hombre total (público).

De un lado, y a diferencia de Hegel, Marx urge con Fichte la disolución de la vida pública del Estado ‑pa­ra eliminar una satisfacción social ficticia‑ y, de otro lado, exige la superación del antiguo concepto de So­ciedad civil, de la vida civil privada ‑para lograr que el hombre tenga una existencia unificada en una so­ciedad no enajenada (sin clases).

El Estado burgués se mantiene a costa del conflicto entre las clases. Si estas desaparecieran, entonces se evaporaría también el Estado, su reflejo. Y con él se eliminaría la división sufrida por la conciencia indivi­dual. Marx exige, pues, la desaparición del Estado y de la Sociedad civil. O mejor: que el Estado se disuel­va en la Sociedad civil; y la Sociedad civil, a su vez, en la Sociedad sin clases. Porque la verdad del hombre no se encuentra en el individuo singular: la esencia humana es el conjunto de la relaciones sociales. A la existencia disociada y parcial de aquellas entidades llamadas Sociedad civil y Estado se opone la existen­cia unificada y total de esas relaciones.

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2. La autogeneración del hombre como límite de la historia

a) La inversión materialista

Para Marx la dialéctica hegeliana constituye «la forma fundamental (Grundform) de toda dialéctica», aunque despojada de su forma idealista[2]. El núcleo inteligible que, tras la inversión del idealismo, se oculta bajo la dialéctica es el movimiento que consti­tuye la realidad en el mismo acto de negar la tras­cendencia de lo divino.

¿Qué sentido tienen entonces las pruebas que la fi­losofía clásica hacía de la existencia de Dios? Sólo el de ser pruebas de la existencia de la conciencia o de las virtualidades del sujeto, como expresó Feuerbach, con quien está Marx de acuerdo en rechazar el espi­ritualismo idealista de Hegel. Pero contra Feuerbach reclama Marx la inmanencia perfecta, la cual es la identidad de lo universal y absoluto con las relaciones sociales tomadas en su desarrollo histórico.

1. Para la dialéctica hegeliana la verdad del ser está en el Absoluto metafísico, tomado como Idea abso­luta, y la conciencia sensible está sacrificada al des­pliegue de esa Idea absoluta. Feuerbach interpreta a Hegel diciendo que para éste el «pensamiento» es el sujeto y el «ser» es el predicado, de manera que el ser se daría por el pensamiento. Los objetos serían predi­cados del pensamiento, que es lo único que existe pensándose a sí mismo. Feuerbach sostiene, en cam­bio, que el ser es el «sujeto», mientras que el pensa­miento es el «predicado». El pensamiento que conoce la naturaleza conoce también que él no es el sustrato de la naturaleza, sino que ésta es el fondo del hombre. La verdad del ser no está en la Idea absoluta, sino en la existencia concreta y sensible, la cual está configu­rada por el espacio y el tiempo. Las condiciones esen­ciales del ser son el espacio y el tiempo; por lo tanto, el ser en cuanto tal es finito o conformado espacio-tem­poralmente. Además, y por lo mismo, el acceso a la realidad no es obra del pensamiento, sino de la sensi­bilidad, una sensibilidad esencialmente distinta de la animal, por sus infinitas direcciones de goce y com­portamiento. Tener conciencia de esta infinitud es lo que distingue al hombre del animal. La conciencia de lo infinito es llamada, por Feuerbach, «conciencia del género».

Marx indica que Feuerbach, a pesar de su acertada crítica a Hegel, hace del «género» una abstracción, una generalidad «inmediata» que agrupa a los indivi­duos de una manera natural, de suerte que el «ser genérico» viene a ser algo exterior a los individuos concretos, dejando abierta una escisión entre «abs­tracción pensada» y «vida real».

La universalidad, dice Marx, tiene que identificarse con las relaciones sociales históricas. No obstante, piensa Marx que Feuerbach ha visto algo decisivo: que el hombre es ilimitado por el querer y el desear, pero limitado por el poder y satisfacer. El hombre, aunque insaciable en su querer, depende de la natu­raleza para satisfacerse; de esta dependencia, que se siente como la oposición entre querer y poder, o entre deseo y satisfacción nace la idea de un principio que realice todos los quereres y todos los deseos. Este principio es llamado Dios. Por tanto, Dios es una mera creación del hombre, hecha en base a la depen­dencia que éste tiene respecto de la naturaleza. La re­ligión es entonces puro antropomorfismo, el cual pone en una abstracción los predicados que convienen al hombre. La conciencia de infinitud que el hombre tiene es, en cuanto proyectada en un ser imaginado, Dios. Para Feuerbach la religión no es otra cosa que la relación que el hombre guarda con su propia esen­cia, considerada como si fuera otro ser. La religión es útil porque representa la conciencia indirecta que el hombre tiene de sí[3]. Pero el hombre, en un estadio maduro, tiene que volver a sí mismo, sin despojarse de sus atributos y sin proyectarlos en una imagen fantasmagórica. «El hombre afirma en Dios lo que niega en sí mismo». En la conciencia humana se unen, pues, lo finito y lo infinito. La presencia de lo infinito en lo finito es, en un estadio inmaduro del hombre, fi­gurada como dogma, por ejemplo, el de la Encarna­ción. Feuerbach disuelve por tanto el ámbito religioso en su base terrena. Pero Marx advierte que todavía con Feuerbach esa base terrena no está conciliada, sino separada de sí misma, llena de miseria, a la cual se debe la creación o proyección de un mundo reli­gioso, para escapar de ella.

«Feuerbach arranca del hecho de la autoalienación reli­giosa, del desdoblamiento del mundo en un mundo reli­gioso imaginario y otro real. Su cometido consiste en di­solver el mundo religioso, reduciéndolo a su base terre­nal. No ve que, después de realizada esta labor, falta por hacer lo principal. En efecto, el hecho de que la base terre­nal se separe de sí misma y se plasme en las nubes como un reino independiente, sólo puede explicarse por el pro­pio desgarramiento y la contradición de esta base terrenal consigo misma. Por tanto, hay que comprender ésta en sus contradicciones y, a la vez, revolucionarla prácticamente eliminando la contradicción»[4].

2. Marx comienza donde Feuerbach termina. Feuerbach no ha visto que es insuficiente suprimir la separación del hombre consigo mismo en el estado religioso; porque el fénomeno religioso depende de las condiciones sociales. El ámbito religioso, dice Marx, no es un simple mundo de sustitución, un re­flejo del mundo profano: es nada menos que la apa­rente superación de un mundo de miseria. Y hasta que la miseria no sea superada no puede eclipsarse total­mente la imaginación de lo divino. Esa miseria mun­dana está motivada precisamente por condiciones económicas de vida, a saber, las condiciones de ex­plotación del hombre por el hombre. El mundo reli­gioso es una forma de existencia (inauténtica) basada en la explotación. Feuerbach no ha «reducido» la reli­gión: simplemente la ha descrito y explicado, sin indi­car su base. Ha visto que lo religioso no es una ilusión imaginativa, sino un modo real, caracterizado por la división y la miseria, donde los explotadores reciben el poder de Dios y la actividad humana queda parali­zada por la mansedumbre y la resignación. La reli­gión aprueba así la inhumanidad de la condición de vida explotada, prometiendo castigos y recompensas más altas.

De ahí que cuando el hombre sale de un estado real de miseria tenga que abandonar la religión, que es una consecuencia de su miseria real. Y abandona ese estado de miseria cuando se hace el ser supremo para el hombre, sin trascendencia en algo sobrehumano: cuando el hombre se hace un dios para el hombre. La repulsa del idealismo hegeliano acaba desbancando la condición espiritual del hombre. Pero el inmanen­tismo de la filosofía moderna, que culmina en Hegel precisamente, lleva a Marx a aceptar la emancipa­ción completa del hombre como ser natural y objetivo, intramundanamente constituido. En las primeras pá­ginas de su pequeño opúsculo Zur Kritik der Hegels Rechtsphilosophie afirma Marx: «El hombre es el mundo de los hombres, el Estado, la So­ciedad«.

El hombre, emancipado de lo trascendente, sólo es tal por y para el hombre. El ser del hombre es un ser necesario en cuanto ser genérico o colectivo. Este ser genérico es el que posee razón autónoma, cuyo objeto es el mundo. Quien desee probar la trascendencia de una existencia divina está negando la racionalidad del mundo y está ofendiendo la libertad del hombre. Y hacia la mitad de esa misma obrita afirma: «La crítica de la religión conduce a la doctrina de que el hombre es el ser supremo para el hombre«.

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b) Doctrina anticreacionista del eterno retorno

Sin pretenderlo, las filosofías del siglo XIX han planteado con nitidez la vinculación que la doctrina del eterno retorno tiene con la negación de la índole rectilínea de la existencia desde un acto creador. Y, en general, todos los filósofos modernos que han negado el creacionismo se han inclinado por la solución del eterno retorno. Recordemos, a título de ejemplo, el planteamiento de Engels:

«El problema de las relaciones entre el ser y el pensa­miento […], o sea, el problema consistente en saber qué elemento es el principal, si el espíritu o la naturaleza, este problema, decimos, en lo que respecta a la Iglesia, desem­boca en lo siguiente: ¿Ha sido el mundo creado por Dios, o bien existe desde toda la eternidad? Según fuera la res­puesta dada a este problema, los filósofos se dividían en dos campos. Había quienes afirmaban la primordialidad del espíritu por respecto a la naturaleza, y admitían consi­guientemente una creación cualquiera del mundo ‑dicha creación es a menudo, en los filósofos, por ejemplo en He­gel, mucho más extravagante y más imposible que en el cristianismo‑, y estos filósofos integraban el campo del idealismo. Y había quienes consideraban la naturaleza como el elemento primordial, filósofos estos pertenecien­tes a diferentes escuelas materialistas. Ambas expresiones, idealismo y materialismo, no significan en el origen otra cosa que esto. Y tampoco serán empleadas en otro sen­tido»[5].

En tal sentido el materialismo no es tanto una doc­trina ontológica y gnoseológica ‑primacía de la natu­raleza material sobre el espíritucuanto una afirma­ción metafísica: irrestricta y absoluta autoposición de la realidad mundana; es, pues, un término que abarca toda filosofía no creacionista. Si a esto se añade el hecho de que el mundo evoluciona o se despliega ince­santemente (hipótesis física plausible), la génesis cósmica será interpretada metafísicamente por Marx como una autogénesis (aunque de suyo el concepto de evolución no implique el de autoevolución o de auto­suficiencia). Asímismo, del supuesto de que el mundo es increado ‑o dicho de otro modo, que es «Selbster­zeugung», una autogeneración‑ se des­prende que es eterno, como única realidad existente. Y en el centro del universo increado se encontraría el hombre mis­mo como «das Durchsichselbstsein», ser por sí mismo. La evolución autosuficiente refuta, según Marx, la doctrina de la creación.

Para la filosofía clásica, la aceptación de la idea de creación no implica teóricamente la supresión de la circularidad. Pero la admisión teórica de la idea de circularidad sí parece implicar la eliminación de la idea de creación. Si la modernidad expulsa la idea de creación, también se cierra en la circularidad. Marx, en concreto, sostiene que el hombre es causa sui, por cuanto el trabajo es autogeneración. El despliegue de la autogeneración del hombre es la historia, la cual ‑según Marx‑ refuta por sí misma la idea de creación. La causa del hombre está en sí mismo, no como ser individual, sino como ser genérico (Gattungswesen). De modo que el proceso de autogeneración humana es circular. La expulsión de la idea de creación lleva aparejada la admisión del círculo como sentido del proceso histórico. Así lo manifiesta Marx en un pa­saje del tercer Manuscrito de Nationalökonomie und Philosophie[6].

Aceptada la hipótesis de la autogénesis cósmica, se sigue que el movimiento no puede ser creado ni des­truido y que está dotado de un giro circular. Y así se siente Engels solidario de los griegos:

«Al igual que la astronomía, la física ‑dice Engels‑ viene a su vez a enseñarnos en último análisis, y con plena cer­teza, el eterno proceso circular de la materia en movi­miento»[7]. «Según la filosofía griega la existencia toda de la naturaleza entera, de lo más insignificante a lo más gran­de, de los granos de arena al sol, de los prótistas al hom­bre, consiste en una eternidad de nacimientos y de muer­tes sin fin, en movimiento y en cambios incesantes»[8].

Y cuando la materia eterna (indestructible, ingene­rada) produzca la vida y desemboque en un agota­miento de esta forma, reproducirá en otras partes, en otras galaxias, esa vida.

La metafísica clásica vio con suma claridad que la cuestión de la eternidad del universo se incluía en otro problema más hondo, el del origen existencial de ese universo; y que, aun suponiendo que el universo fuese eterno, o sea coeterno a Dios, no por eso quedaba exento de justificación metafísica, dada su insuficien­cia ontológica. La doctrina de la eternidad del uni­verso es filosóficamente compatible con la doctrina de la creación.

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2. La tarea autogenética del hombre en la historia

a) Realización de la universalidad humana.

Una vez que Marx sitúa al hombre dentro de sus límites mundanos, pasa a explicar el sentido de la ta­rea que éste tiene en el mundo: «Los filósofos no han hecho más que interpretar el mundo de diversas maneras, pero de lo que se trata es de transformarlo«.

¿Qué ha hecho la filosofía hasta el momento? En verdad no ha perdido el tiempo: ha logrado una cabal comprensión del hombre. Sólo que no la ha realizado. ¿Y en qué consiste esa comprensión del hombre que la filosofía ha encontrado? Consiste en la «universali­dad»;o sea, ha visto que el hombre intenta desde siempre superar las formas limitadas de existencia individual, los intereses particulares y los conflictos de todo tipo, definiendo al hombre por su univer­salidad. La filosofía es una busca de la verdad uni­versal, la cual trasciende el interés de un solo in­dividuo. Pero, a pesar de que descubre en el hombre el deseo de universalidad, la filosofía no satisface de hecho ese deseo: fracasa en el momento de superar los desgarros y las luchas del hombre contra el hom­bre. ¿De dónde viene el fracaso de la filosofía? Viene de no haber encontrado las raíces de las desavenen­cias, precisamente porque se hizo un concepto falso del hombre, el cual quedó definido como un ser espi­ritual, racional. Y el hombre, para Marx, es funda­mentalmente materia y actividad sensible. De ahí que sus conflictos no puedan resolverse mediante un dis­curso razonable o una orientación trascendentalista. El hombre es un ser de carne y hueso, asentado en la tierra. Cuando la filosofía se encierra en el espíritu, para resolver los problemas humanos, fracasa: por­que deja fuera la actividad material.

Para satisfacer sus necesidades materiales el hom­bre se relaciona con la naturaleza, transformándola mediante el trabajo, creando las condiciones mate­riales de su existencia humana. De manera que ma­terialidad y trabajo son elementos esenciales del ser humano y no simples factores de utilidad biológica, como si el hombre fuese primero hombre y después tuviera que ponerse a trabajar para calmar sus nece­sidades. El hombre es hombre trabajando la materia. La «universalidad» que la filosofía ha pensado hasta el momento es una «universalidad en negativo»; pero hay que realizarla. Entiéndase bien: no se trata de que ahora la filosofía se tenga que poner a pensar la materia y el trabajo como elementos que expresan y realizan el ser humano, o a reflexionar acerca de que el hombre no puede ser referido a una realidad inteli­gible y elevada; porque ello daría una satisfacción meramente ilusoria. La superación que Marx exige de la filosofía tiene que ser una realización de la filosofía misma. No hay que ponerse a pensar, sino a obrar. Esta superación es una especie de absorción en tres tiempos: porque niega la vigencia del pensamiento; conserva el pensamiento mismo negado; y lo pone o eleva al plano de la acción. Esta es el grado superior del pensamiento. Hay que convertir la teoría en ener­gía práctica; no eliminando la teoría propiamente di­cha, sino negando su exigencia de validez abstracta; por lo tanto, haciéndola crítica. La crítica es actividad práctica, o como dice en las primeras páginas de Zur Hegelschen Rechtsphilosophie: «La crítica no es una pasión de la cabeza, es la cabeza de la pasión. No es un bisturí de anatomista, es un arma. Su ob­jeto es su enemigo, al que ella quiere no refutar, sino aniquilar«.

La universalidad del hombre se logra no por una superación inmediata y directa de la animalidad, sino de manera mediata, por medio de la actividad, del trabajo, factor que consigue la universalidad de lo humano.

Del mismo modo, la teoría no encuentra la univer­salidad sino haciéndose crítica. La realización de la universalidad en la materialidad mediante el trabajo es la clave de cualquier verdad. Todo lo que contri­buye al dominio del hombre sobre la naturaleza y a la emancipación de vínculos trascendentes es verdad.

Traducido este planteamiento a términos etiológi­cos, primero Marx declara inútil la pregunta por una causa trascendente de la historia, y luego se centra en la cuestión de las causas categoriales de la historia.

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b) Anulación de una causa trascendente de la his­toria

Ante el proceso histórico, tomado en su conjunto, cabe hacer la pregunta siguiente: ¿tiene causa tras­cendental, de modo que la historia no pueda llamarse casual o azarosa?

La respuesta de Marx es negativa: la existencia de la historia es meramente casual. En primer lugar, es casual que la materia haya dado lugar a la vida y que de ésta surgiera el hombre. En segundo lugar, y por lo dicho, si la historia comienza con el hombre, ella tam­bién es azarosa, casual. El azar es el origen del hombre y de la historia. No hay un ser especial que, precediendo a la materia, al hombre y a la historia, imponga una finalidad al proceso histórico. Todo el sentido o la finalidad de dicho proceso es válido so­lamente para el hombre y por el hombre.

Pero si el hombre es causa sui, por lo mismo es praxis, o sea, producción de sí mismo. No hay nada previo a la acción por la que el hombre se constituye a sí mismo. Ni siquiera es previa la teoría, un conoci­miento que pudiera proponer objetos antecedentes. Esta praxis tiene otro nombre: trabajo.

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c) Causas categoriales de la historia

¿Tiene causas categoriales la historia, una vez ini­ciado casualmente su curso, de manera que dentro del proceso se puedan determinar los actores, los ele­mentos estructurales y los fines de la historia? Marx responde afirmativamente.

a) En primer lugar, la causa final de la historia es el logro de la justicia y de la libertad en la sociedad; o di­cho de otra manera: la finalidad de la historia es el progreso en la libertad; paulatinamente el hombre se va haciendo más libre, porque va adquiriendo un do­minio más seguro sobre la naturaleza mediante las técnicas, sobre la sociedad mediante las leyes, sobre sí mismo mediante la emancipación de lazos con seres extrahistóricos. Marx, en la pregunta por los fines, es heredero del espíritu de la filosofía moderna, iniciado con la duda, la sospecha y la cautela cartesianas; esa duda y esa cautela dirigidas sobre la realidad extra­mental llevarán a que el hombre se afirme como crea­dor y meta de sí mismo: la historia es, desde el siglo XVI, el progreso en el dominio de la naturaleza y en la emancipación de la tradición, de la religión, de las coerciones políticas. Y si con Descartes todavía se afirmaba cierta autoridad y determinadas ataduras, posteriormente se desbancaría toda autoridad y todo vínculo, religioso o no.

b) La causa eficiente de la historia es la acción hu­mana y sólo ella. Si para la filosofía medieval es la historia una obra en la que intervienen el hombre y Dios al unísono, para la filosofía moderna el agente divino queda eliminado, convirtiéndose el proceso histórico en un hacer completamente humano: el hombre es «dios» para sí mismo, porque determina su puesto en el universo y da sentido a todas las cosas; no responde ante nadie de sus hechos. Ni que decir tiene que, desde un punto de vista trascendental, el sentido que el hombre otorga, a sí mismo y al mundo, es completamente casual y finito: puede acabar por azar. Pero desde un punto de vista categorial o in­tramundano, el hombre se crea a sí mismo, viniendo a ser al final lo que ya era virtualmente al principio. No se trata del hombre como individuo, sino del hombre como especie, como comunidad. La historia es un pro­ceso de autoconstitución de la especie humana, que es lo que afirma Marx.

c) Por otro lado, la causa formal de la historia es la dialéctica como confrontación de opuestos y supera­ción de las contradicciones, según Hegel la formuló. El proceso histórico es lucha, contradicción, negación y negación de la negación. Y las leyes de este proceso no son excusables: tienen carácter férreo, necesario; se cumplen en todo caso. La lucha y confrontación se da primordialmente, para Marx, entre la clase tra­bajadora y la clase explotadora; la primera genera progreso, mas la segunda se limita a apropiarse los frutos de la anterior. Esta clase dominadora aparece siempre como un freno para el progreso, por lo que acabará siendo barrida del campo histórico; en un estadio final sólo habrá una clase: la de los trabaja­dores, los cuales no recabarán la propiedad privada, por ser ésta la causa del entorpecimiento del progre­so.

d) Por último, la causa material de la historia es la naturaleza, tanto la humana como la no humana. La naturaleza humana, en cualquier caso, tiene la forma del ser material (tesis del materialismo histórico): el hombre existe inmerso en la realidad material y en las leyes de los procesos naturales. Precisamente el hom­bre se crea a sí mismo adaptando la naturaleza a sus necesidades, las cuales no son un gradiente fijo, como en el animal, sino móvil, ya que para satisfacer sus necesidades el hombre tiene que trabajar, con lo cual cambia las condiciones de vida y el tipo de sus necesi­dades. Trabajando se transforma a sí mismo y a la naturaleza. La vida humana sólo es posible en la me­dida en que a un diversificado conjunto de necesida­des responde un complicado dominio de la natura­leza.

En resumen, la verdad del hombre se encuentra: 1º En el dominio de la naturaleza mediante creación y control. 2º En la emancipación o independencia del hombre respecto de un ser absoluto y de normas obje­tivas. Es verdad aquello que contribuye a que el hom­bre sea un dios para el hombre.

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3. El hecho histórico fundamental

Hecho histórico fundamental es la actividad del hombre (causa eficiente) sobre la naturaleza (causa material). En ese hecho histórico el hombre aparece como «sujeto indigente», como ser de necesidades, y la naturaleza como «objeto satisfaciente». ¿Con qué óp­tica hay que enfocar este hecho básico? Ni desde un materialismo estático, ni desde un idealismo diná­mico. Hasta hoy el materialismo ha explicado la rea­lidad como algo completo y sensible, estáticamente constituido; en cambio, el idealismo ha visto la reali­dad como algo dinámico, pero espiritual.

«El defecto fundamental de todo materialismo anterior ‑incluido el de Feuerbach‑ es que sólo concibe la realidad concreta y sensible bajo la forma de objeto o de contem­plación, pero no como actividad sensorial humana, como práctica, no de un modo subjetivo. De aquí que el lado activo fuese desarrollado por el idealismo, en oposición al materialismo, pero sólo de un modo abstracto, ya que el idealismo no conoce la actividad real, sensorial, como tal»[9].

El materialismo clásico ha deshumanizado la ma­teria; el idealismo ha desnaturalizado al hombre. El hombre sólo puede ser visto, según Marx, en rela­ción con la naturaleza, y viceversa. La materia no está deshumanizada o independiente del hombre; ni el hombre esta desnaturalizado o independiente de la naturaleza. La relación entre el hombre y la natura­leza es activa y real.

Esta relación es tanto de complementariedad como de oposición. De complementariedad, en primer lu­gar, porque el hombre aparece como un ser indigente o carencial y la naturaleza como el elemento satisfa­ciente de necesidades. De oposición, en segundo lu­gar, porque la indigencia no se satisface de manera inmediata, sino mediata: sólo por una actividad me­diadora puede el hombre satisfacer sus necesidades. A esa actividad llama Marx trabajo.

Hay, según Marx, tres niveles de trabajo. El primer trabajo consiste en separar un objeto de la natura­leza: la madera por el leñador o el pescado por el pescador. El objeto queda fuera de la condición de materia indiferenciada. Y este es el primer grado de humanización de la naturaleza. El segundo trabajo estriba en utilizar un objeto ya separado de la natu­raleza como medio para conseguir un fin. Este objeto mediador se llama «medio de trabajo»; con él se logra un segundo grado de humanización de la naturaleza, ya que con la perfección de los medios de trabajo se perfecciona también el trabajo mismo. Por último, el tercer trabajo consiste en aplicar los medios de tra­bajo a un objeto natural para convertirlo en producto. En el «producto» concluye el proceso humanizador, porque es mínimamente objeto «natural» y máxima­mente objeto «humano». En esta explicación aparece el trabajo como una mediación del hombre con la na­turaleza, de la necesidad con la satisfación; por él la naturaleza se vuelve humana y el hombre se natura­liza. El proceso histórico es así una producción del hombre mismo mediante la reproducción de la natu­raleza. La Historia Universal es la producción del hombre mediante el trabajo.

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4. La fuerza histórica fundamental

¿Cual es la fuerza fundamental de la historia? Es la fuerza del proceso con que el hombre atiende a sus ne­cesidades vitales. El hombre está compelido a permanecer en la existencia satisfaciendo sus indi­gencias; para continuar en la existencia ha de produ­cir medios de subsistencia, o sea, ha de apoderarse de la naturaleza para satisfacer sus necesidades. Ade­más de producir estos medios, tiene que moldear la estructura social, para que ésta le facilite su acceso a la naturaleza. De modo que la fuerza histórica fun­damental es el proceso por el que el hombre, aten­diendo a sus necesidades vitales, produce para sub­sistir e intercambia sus productos socialmente. En las primeras veinte páginas de su Die deutsche Ideologie, desarrolla Marx la tesis de que en la producción se encuentra el resorte diferenciador del hombre:

«Los hombres comienzan por diferenciarse de los anima­les en cuanto empiezan a producir sus propios medios de subsistencia, paso condicionado por su propia organiza­ción corporal». «El primer hecho histórico, por tanto, es la producción de medios que permitan satisfacer estas nece­sidades, la producción de la vida material misma».

El proceso de producción es así la base del «materialismo histórico»; de manera que comprender el proceso histórico no es otra cosa que comprender el modo en que los hombres producen sus medios mate­riales de subsistir.

El proceso de producción se caracteriza por dos elementos: 1º El proceso de trabajo, que transforma la naturaleza para convertirla en objeto útil. 2º Las re­laciones de producción, que son las formas concretas en que se realiza temporalmente el proceso de tra­bajo. En principio, dentro del proceso de trabajo, pueden los hombres establecer relaciones ya de cola­boración, ya de explotación. En cualquier caso, estas relaciones «determinan» la índole del proceso en una sociedad cualquiera. Entonces el «tipo» de relación que establecen los hombres en el trabajo «determina» la forma en que transforman la naturaleza.

Las relaciones de producción tienen cuatro carac­terísticas principales:

1ª. Son relaciones humanas filtradas por los obje­tos y medios de producción. O sea, no son relaciones inmediatas y simples entre los hombres, porque se dan cuando estos se convierten en agentes de producción; estos agentes, en el estado actual, se comportan como propietarios de los medios de producción. Mientras exista esta dicotomía no será posible la colaboración profunda entre los hombres.

2ª. Las relaciones de producción se establecen in­dependientemente de la voluntad de los hombres. Así, en el estado actual, el capitalista conlleva la ley ob­jetiva de la explotación.

3ª. Las relaciones de producción constituyen la «estructura» económica de la sociedad, basada mate­rialmente en las fuerzas productivas.

4ª. Esas relaciones, en fin, determinan el edificio político e ideológico de la sociedad. La metáfora del edificio (Bau) es constante en Marx: la estructura económica es designada como «infraestructura» (Un­terbau); las instituciones sociopolíticas e ideológi­cas son llamadas «superestructuras» (Überbau). Estas son explicadas y fundadas por aquélla. En la segunda página del Prólogo de su Contribución a la Crítica de la Economía Política ofrece Marx la famosa síntesis de su pensamiento:

«En la producción social de su vida, los hombres entran en relaciones determinadas, necesarias, independientes de su voluntad, relaciones de producción, que corresponden a un grado de desarrollo determinado de sus fuerzas pro­ductivas materiales. El conjunto de estas relaciones de producción constituye la estructura económica de la so­ciedad, la base real, sobre la cual se levanta una superes­tructura jurídica y política, y a la cual corresponden for­mas de conciencia sociales determinadas. El modo de pro­ducción de la vida material condiciona el proceso de la vida social, política e intelectual en general. No es la con­ciencia de los hombres la que determina su ser, sino que, por el contrario, es su ser social el que determina su con­ciencia».

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5. Determinismo histórico

Los hombres, como hemos visto, deben atender a sus necesidades vitales trabajando, o sea, produ­ciendo medios para subsistir y relaciónandose con sus semejantes para intercambiar productos; estas rela­ciones productivas determinan la naturaleza de las relaciones sociales, políticas e ideológicas. La com­plejidad de actividades productivas determina por tanto la complejidad de la sociedad y de sus expresio­nes ideológicas. Hay, pues, una cadena de determi­naciones, cuyo primer anillo es el grado de desarrollo de las fuerzas productivas; éste origina una forma de distribución (comercio y consumo); ésta determina a su vez una estructura social (Sociedad civil); y ésta finalmente un complejo político (Estado).

La base de toda la historia está constituida por las fuerzas productivas, frente a las cuales el hombre no es libre para aceptarlas o rechazarlas. Las actuales fuerzas productivas están condicionadas por las fuer­zas productivas ya logradas y por la forma so­cial preexistente, legada por generaciones anteriores. Una fuerza productiva heredada sirve como materia prima para un nuevo producto.

Hay, pues, en la historia una ley de determinación causal: la ley de la historia actúa en el sentido del de­terminismo económico. Histórico no es, pues, cual­quier suceso, sino únicamente el relacionado con esa ley. La causa decisiva y fundamental de la historia no es la libertad, sino la ley interna al organismo social, la cual determina el curso de la evolución. El ser hu­mano, dice Marx, no está determinado por la «conciencia humana», sino que es el «ser social» del hombre el que determina la conciencia. Quiere ello decir que el hombre nace dentro de un grupo social en el que imperan determinadas normas sociales, políti­cas y morales, las cuales son digeridas por los nuevos individuos mediante la enseñanza y el ejemplo. O sea, la normativa social moldea la conciencia individual, inspirando las motivaciones individuales. Hay una fuerza fundamental que troquela la estructura social y motiva las ideas de una época.

Marx se opone, en verdad, al «indeterminismo his­tórico», para el cual no hay causa determinada de la historia, de suerte que lo acaecido pudo ocurrir de otro modo; dicho indeterminismo sostiene que la vo­luntad individual es libre y sólo de la conjunción de voluntades libres surgen los acontecimientos histó­ricos. Marx, en cambio, se inclina por el «determi­nismo» histórico, de modo que, por debajo del apa­rente caos y la superficial azarosidad que la historia muestra, hay una regularidad y una lógica que se debe a una causa determinante. Hay en la historia como una heterogénesis de fines, parecida a la afirmada por Hegel en la «astucia de la razón».

Los individuos buscan objetivos propios, cuya rea­lizacion parece que es casual. Los fines que se pre­tenden individualmente no responden, empero, al re­sultado, el cual no es pretendido conscientemente. Los fines intencionales se cruzan, se combaten, no en­cuentran medios adecuados para realizarse. Por ellos no puede decirse que haya un designio único en la historia. Pero tal designio existe; y por él hay regu­laridad, lógica, plan concreto. Detrás de los motivos conscientes hay una fuerza directiva, la que hace que el hombre tenga que obrar sobre la naturaleza para subsistir y, por cuya virtud, el hombre se naturaliza al humanizar la naturaleza. La constitucion «económi­ca» del hombre determina la capa de motivos, fines, resortes ideológicos de los distintos individuos.

Así, los fines elegidos por los individuos están in­ducidos o motivados por una moral, una religión, una filosofía vigente en una institucion social. Induda­blemente los ideales dirigen las fuerzas humanas. Pero esos ideales, a su vez, se explican por la forma de la institución y por la fuerza económica que la ha producido.

En conclusion, la Historiología no debe estudiar los motivos puntuales que dirigen las acciones indivi­duales, sino las fuerzas que determinan esos ele­mentos ideales (religiosos, morales, políticos, filosó­ficos). Estas fuerzas son las que troquelan la sociedad, las grandes masas, los pueblos enteros.

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6. Sentido autónomo e inmanente de la praxis

Si la dialéctica tiene vigencia en la relación que el hombre guarda con la naturaleza, es claro que las co­sas no existen para ser contempladas, sino para ser transformadas. El hombre no está fijo ante las cosas: las objetiva trabajándolas. Desde esta relación dia­léctica se comprende el sentido de toda verdad: «En la praxis debe el hombre probar la verdad, es decir, la realidad y el poder, el valor de su pensar«[10].

¿Qué entiende Marx por praxis? La voz «praxis» fue utilizada por Aristóteles en un sentido preciso, distinguiéndola de la theoresis y de la poíesis. Theo­resis es la acción inmanente cognoscitiva que tiende al objeto para conocerlo contemplativamente; poíesis es la acción transitiva o la producción de obras externas al sujeto, en virtud de la cual éste transforma el mun­do; praxis es la acción inmanente especialmente mo­ral. En cambio, para Marx es «praxis»lo que Aristó­teles entendía por poíesis: «praxis» sería, en primer lugar, el trabajo humano productivo o la actividad productiva del hombre mediante la cual transforma las cosas; de aquí pasaría a significar la actividad social y política, mediante la cual las clases progre­sistas luchan contra las reaccionarias; en tercer lugar, y suponiendo siempre la primera acepción, «praxis» sería la actividad investigadora y experimental encaminada a confirmar hipótesis. En los tres casos, por la «praxis» queda el hombre cambiado, en la me­dida en que cambia la naturaleza.

Praxis es un proceso de autocreación humana, cuya forma esencial es el trabajo. En ella no está el sujeto simplemente para afirmar el objeto, sino para ejercer originariamente acciones objetivas. El sujeto es una esencia objetiva porque sólo al poner los objetos se hace sujeto. En la praxis no se «sustituye» el hombre contemplativo por el hombre activo, sino que se «re­futa» la trascendencia del hombre hacia algo su­perior a él mismo, se «prueba» que el hombre es crea­dor de sí mismo, que sólo está apoyado en su inma­nencia, que es causa de sí, autogenerador. La historia no es nada más que la actividad autocreadora.

«Lo que se llama la historia universal no es otra cosa que la generación del hombre mediante el trabajo humano, el devenir de la naturaleza en el hombre; de esta forma el hombre posee la prueba evidente, irrefutable, de su naci­miento por sí mismo, del proceso de su origen. Desde el momento en que la índole esencial del hombre y de la na­turaleza se ha hecho práctica, sensible, visible; desde el momento en que el hombre es percibido por el hombre como el ser de la naturaleza, y la naturaleza como el ser del hombre, la cuestión relativa a un ser extraño, a un ser por encima de la naturaleza y del hombre ‑cuestión que incluye el reconocimiento de la no-esencialidad de la na­turaleza y del hombre‑ se hizo prácticamente imposible»[11].



[1]      Jean Jaurès, «Études sociales», Introducción: «Questions de mé­thode». Cahiers de la Quinzaine, 4e Cahier de la 3e série, déc. 1901, 76-77.

[2]     Carta a L. Kugelmann, de marzo de 1868.

[3]     Das Wesen des Christentums, Zurich, 1843, § 2.

[4]     Marx, 2ª Tesis sobre Feuerbach.

[5]     Ludwig Feuerbach und der Ausgang der klassischen deutschen Philosophie, Berlin, 1946, 16 s.

[6]     «Un ser sólo se considera independiente cuando es dueño de sí mismo y sólo es dueño de sí cuando se debe a sí mismo su existencia (Dasein). Un hombre que vive por gracia de otro se considera a sí mismo un ser dependiente (abhängig). Yo vivo, sin embargo, total­mente por gracia de otro cuando le debo no sólo la con­servación de mi vida, sino el hecho de que ha creado (geschaffen) mi vida, es la fuente de mi vida; y mi vida tiene necesariamente fuera de sí misma el funda­mento cuando no es mi propia creación».

«Ahora bien, es realmente fácil decirle al individuo singular lo que ya Aris­tóteles dice: has sido engendrado por tu padre y tu madre; es decir, el apareamiento de dos seres humanos, un acto humano especí­fico, ha sido lo que en tí ha produ­cido al hombre. Ves, pues, que in­cluso físicamente el hombre debe su existencia al hombre. Por esto no debes fijarte tan sólo en un aspecto, en la regresión sin fin que hace que preguntes sucesivamente: ¿quién engendró a mi padre? ¿Quién engen­dró a su abuelo?, etc. Más bien, debes fijarte en el movimiento circular, sensiblemente presente en esa regresión indefinida, en virtud del cual el hombre se reproduce a sí mismo en su generación, siendo el hombre el que se mantiene siempre como su­jeto«. K. Marx, Nationalökonomie und Philosophie, en Frühschriften, ed. por Lands­hut, Stuttgart, 1953, 248 s.

[7]    Fr. Engels, Dialektik der Natur, tr. fr. París, 1950, 122.

[8]    Fr. Engels, o. c., 123.

[9]    Marx, 1ª Tesis sobre Feuerbach.

[10]  Marx, 2ª  Tesis sobre Feuerbach.

[11]   Marx, Manuscritos, Tercero, folio  X, n. 5. (Nationalökonomie und Philoso­phie, en Frühschriften, ed. por Landshut, Stuttgart, 1953).