El absolutismo monárquico
Para comprender la teoría del poder civil mantenida en el siglo XVII es preciso tener presente el ardor polémico con que entonces se quiso rebatir el absolutismo monárquico de Jacobo I, para quien no había diferencia entre el poder espiritual del soberano Pontífice y el poder temporal de los reyes: ambos poderes vendrían inmediatamente de Dios a la persona que ejercía el poder. En el caso británico, esta doctrina se asocia a las figuras de Jacobo I y Carlos I. Ya en 1597 existían textos ingleses que sostenían el derecho divino de los reyes.
Para este monarca, además, por autoridad legítima se entendía sencillamente la establecida bajo una concepción dinástica y territorial. A los maestros del Siglo de Oro no les interesaban en realidad las cuestiones de hecho, sino las de derecho con sus implicaciones morales: ¿cómo puede constituirse un estado, tomando como punto de partida la naturaleza del hombre y de su fin social?
En España se clamó y escribió contra aquella postura legitimadora de índole absolutista; y se hizo desde la concepción clásica, según la cual, la autoridad tiene siempre como misión general la consecución del fin del estado, el bien común y el orden público: en el cumplimiento de esta misión se basa su legitimidad. En esa misión es decisiva la voluntad del pueblo, el cual no debía ser concebido como mera multitud inorgánica. Así se había enseñado desde Santo Tomás.
El poder político es consentido por el pueblo (s. XIII)
En un famoso artículo de la Suma se pregunta Santo Tomás si los cristianos pueden obedecer a príncipes infieles y estarles sujetos. Responde: “Sobre este punto es preciso notar inicialmente que toda forma de dominio y toda forma de soberanía han sido introducidas por el derecho humano. En cambio, la distinción de fieles e infieles resulta del derecho divino. Pero el derecho divino, que es oriundo del orden de la gracia, no suprime el derecho humano, el cual proviene de la razón humana natural. Por eso, la distinción entre fieles e infieles no suprime el dominio y la soberanía de los príncipes infieles sobre los fieles”[1].
El dominio y la soberanía, aquí referidos, son los que existen en una sociedad perfecta. Perfecta significa, frente al complejo de individuos y familias, autosuficiente: desde un punto de vista material, está provista de bienes económicos, culturales, intelectuales y militares; desde un punto de vista formal, posee una autoridad propia que la dirige hacia un fin último, de modo que no está sometida a otra que la gobierne. No es propiamente una multitud abigarrada de individuos y familias, sino una comunidad organizada en el orden de la justicia conmutativa y en el de la justicia legal.
Sobre la relación que individuos y familias dicen a la sociedad civil, afirma el Aquinate lo siguiente: “al igual que el hombre es parte de la casa doméstica, también la casa doméstica es parte de la ciudad, pero la ciudad es la comunidad perfecta. Y por eso, así como el bien de un hombre no es el último fin, sino que se ordena al bien común, también el bien de una casa doméstica se ordena al bien de una ciudad, que es la comunidad perfecta. Consiguientemente, quien gobierna una familia puede en verdad confeccionar algunos preceptos o estatutos, que no por ello tienen razón de ley”[2]. Esto significa que el derecho de soberanía que reside inmediatamente en toda comunidad perfecta no brota de un derecho inherente a cada individuo o a cada familia en particular, sino de un derecho esencial a la comunidad misma, en tanto que comunidad. Ahora bien, si las familias no estuvieran unidas en sociedad, sólo habría individuos sujetos naturalmente a sus padres, pero la soberanía política no existiría entonces. Dios la confiere inmediatamente al ser colectivo o a las familias constituidas en sociedad y no a cada individuo en particular.
Con las matizaciones antes apuntadas, podría decirse que todo gobierno concreto es esencialmente consentido; toda forma de gobierno, por ejemplo la monarquía, es necesariamente adoptada, en el sentido de que no existen monarquías de puro derecho divino: porque el derecho humano es la fuente inmediata de la soberanía y del dominio. Por eso afirma Santo Tomás que “la autoridad que obliga al cumplimiento de las leyes no reside sino en la multitud [inmediatamente] o en la persona pública que la representa [mediatamente]; y sólo a ella pertenece el derecho de infligir penas y de hacer leyes o de exigir su observancia”[3].
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La tesis parisina del poder transferido del pueblo al soberano (s. XIV-XV)
Esta doctrina de Santo Tomás se afincó, desde el siglo XIII, en la Universidad de París (Durando, Gerson, Almain); y se prolongó, durante el Siglo de Oro, en las Universidades de Salamanca y de Coimbra de manera ininterrumpida.
Para Durando de San Porciano (1275-1334) “el poder temporal o laico (potestas temporalis sive laica) viene de Dios en cuanto a su deber ser (quantum ad debitum)[4]; pero ordinariamente no viene de Dios en cuanto a su adquisición y a su uso (quantum ad acquisitionem et usum). Dios otorga naturalmente la luz de su rostro, o sea, el juicio recto, por el que juzgamos de modo natural. Todos los que viven en comunidad política deben estar sujetos a alguien. Luego en cuanto al deber, el poder secular mismo (ipsa potestas saecularis) existe por ordenación divina. Pero no viene regularmente de Dios en el sentido preciso de que Dios comunicara a alguien esta jurisdicción laica (jurisdictionem laicam)[5]; porque nunca comunicó a nadie ese poder, ni dio un precepto especial para que se comunicara a alguien; y por eso, no viene de Dios en ese sentido”[6]
En parecidos términos se expresó Juan Gersón (1363-1429), el cual enseña que el poder civil se origina inmediatamente de causas naturales y puramente humanas; y se puede decir que viene de Dios en el sentido de que Él, como autor de la naturaleza, ha dado a los hombres el derecho, las luces y las reglas necesarias para establecerlo: “Tratándose del poder eclesiástico, es Jesucristo quien ha conferido esta autoridad a los Apóstoles y a sus sucesores; su regla está formada por las leyes divinas y evangélicas; su fin es la felicidad eterna. Por ello se distingue de todos los otros poderes, porque estos o son naturalmente instituidos, si se considera su causa eficiente; o se regulan según las leyes naturales y humanas, si se considera su causa formal; o tienen por fin inmediato y principal un fin natural”[7]. Según Gerson, pues, lo que naturalmente le es debido a los hombres es un juicio recto que les hace reconocer la necesidad que ellos tienen de estar sometidos a alguien que se encargue de mantener entre ellos el derecho y la justicia. Y como es Dios quien ha dado a los hombres, entre otros dones naturales, esta luz y estos conocimientos, el poder civil viene así de Dios en cuanto a este principio que lo hace existir. Pero no viene regularmente de Él en cuanto al hecho particular de su comunicación, porque jamás Dios comunica regularmente a un hombre particular este poder, ni ordena que sea comunicado a tal hombre particular.
Por último, comentando a Durando, dice Jacques Almain (+1515): “Durando afirma que el poder temporal o laico (potestas temporalis sive laica) viene de Dios en cuanto a su deber ser (quantum ad debitum), pero no en cuanto a la manera en que es adquirido o poseído. Se prueba: conforme al dictamen recto es un deber que exista ese poder; pues los hombres juzgan naturalmente que es preciso estar sometidos a alguien que les administre los juicios y el derecho o la justicia. Luego conforme al juicio recto es naturalmente un deber interno el que exista tal potestad regia o secular. Así pues, por un ordenamiento divino nos es interno ese juicio natural de que vivamos conforme a esa potestad. Y esto viene de Dios, o sea, Dios nos incrusta naturalmente la luz de su rostro, es decir, un juicio por el que naturalmente juzgamos que todos los que viven interactivos en una comunidad política (omnes politice ad invicem viventes) deben estar sujetos a uno o a varios, a quienes incumbe por su oficio hacer justicia para todos (mutua iustitia). Luego en cuanto al deber, esa potestad secular o laica viene de un ordenamiento divino. Pero no viene de Dios regularmente en el sentido de que Dios comunicara a alguien esta jurisdicción laica (istam jurisdictionem laicam), porque regularmente nunca comunicó inmediatamente este poder a nadie. Y por tanto, en tal sentido no viene de Dios. Y así surge la primera diferencia entre estos dos poderes: porque el poder eclesiástico es instituido inmediatamente por Cristo; pero el poder laico (laica potestas), aunque en cuanto a lo que debe ser venga de un ordenamiento divino, nunca fue instituido regularmente por Dios […]. La potestad laica o secular (laica sive secularis) es un poder regularmente conferido a alguien por el pueblo, bien por sucesión hereditaria o bien por elección de alguien hecha regularmente para provecho de la comunidad (ad aedificationem communitatis) […] No hay una democracia moral (politia) puramente civil, ni ninguna monarquía que no pueda cambiar de forma, por ejemplo, en mera democracia o en aristocracia (democratiam vel aristocratiam), puesto que todos estos poderes no son instituidos sino por el derecho positivo”[8].
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El poder transferido, según las escuelas de Salamanca y Coimbra (s. XVI-XVII)
Lo que las Escuelas de Salamanca y de Coimbra reciben de los anteriores maestros es que el poder civil viene de Dios, aunque no sea conferido a un hombre particular inmediatamente por Dios, sino mediatamente por el consentimiento de la sociedad civil. Por lo tanto, este poder no está inmediatamente en una persona particular, sino en toda la comunidad humana.
Esa misma doctrina es la que, ya en la primera mitad del siglo XVI, expresó Martín de Azpilcueta (el Doctor Navarro), estableciendo una diferencia entre conceder el poder y transferirlo: pues el poder permanece siempre radicalmente en el pueblo, aunque en acto sea ejercido por un soberano: “No obsta que muchos pueblos carezcan aparentemente de toda jurisdicción, porque en rigor no carecen de ella, sino de su ejercicio. La conservan por lo menos in habitu, aunque no la posean in actu. Y por eso cuando llegue el caso de que no se provea debidamente al gobierno de los pueblos por aquellos a quienes mediante elección, herencia, o de otro modo, se haya concedido el ejercicio de la jurisdicción, podrán usarla”. Y en otro texto: “La sociedad civil, aunque concedió a emperadores y reyes el uso y ejercicio de la jurisdicción, que a ella naturalmente pertenecía, retuvo el hábito y la raíz de la misma, pudiendo por lo tanto volver las cosas, aun en cuanto al uso de la jurisdicción, al estado primitivo […]. Los reinos no sólo son anteriores a los reyes, sino también superiores a ellos, en aquellos casos en que los monarcas abusen de la potestad que se les concedió empleándola en la destrucción de sus propios estados o dirigiéndola a fin contrario de aquel para el que los pueblos se la concedieron o debieron concedérsela”[9].
En el mismo sentido se expresó Francisco de Vitoria (1483–1546): “Por disposición divina tiene la república esta potestad, pero la causa material en que reside, según el derecho natural y divino, es la misma república a la cual de suyo pertenece regirse y administrarse dirigiendo todas sus facultades al bien común. Pruébase de esta manera: Por derecho natural y divino existe la potestad de gobernar la república; y, como si se prescinde del derecho positivo y humano, no hay razón alguna para que este poder resida en una persona con preferencia a otra, necesario es que la misma comunidad se baste para dicho fin y posea la facultad de regirse a sí propia […]. Pues la República es la que crea al rey (creat enim respublica regem)”[10].
Idéntica doctrina encontramos en Domingo de Soto (1495-1560): “Los reyes y monarcas seculares no han sido creados próxima e inmediatamente por Dios […], sino que los reyes y príncipes han sido creados por el pueblo, que les transfirió su imperio y potestad […] “Por consiguiente, aquello de: ‘por mí reinan los príncipes’, etc. no se ha de entender en otro sentido sino en el de que Dios, como autor del derecho natural, ha concedido a los mortales que cada república tenga la facultad de regirse a sí misma y, en consecuencia, la de que, si lo aconseja la razón, que es también como un destello de la divina luz, pueda transmitir esa potestad a otro, por cuyas leyes se gobierne más expeditamente”[11].
E igualmente se expresa Diego de Covarrubias y Leyva (1512-1577): “La potestad temporal y la jurisdicción civil, íntegra y suprema, reside en la república. Por lo tanto, sólo podrá regirla como príncipe temporal, a todos superior, aquel que haya sido elegido y constituido por la república misma. Así procede según el derecho natural y de gentes […]. El jefe supremo de la sociedad y república civil sólo pude ser constituido justamente y sin incurrir en tiranía por la misma república”[12].
Así lo había subrayado Luis de Molina un poco antes que Suárez, con una notable claridad: “La república misma tiene el poder sobre cada una de sus partes, y puede la república entera transferir (transferre) esa potestad suya a un sujeto o a varios que la ejerzan lícitamente. Este mismo origen tuvieron los legítimos poderes, grandes o pequeños, de los reyes, en cuanto fueron instituidos en los asuntos públicos con una amplitud plena o semiplena. También nacieron así otras legítimas potestades de otros gobernantes en aquellos asuntos públicos dirigidos no por reyes, sino por senadores, o de cualquier otro modo, en conformidad con su institución”[13]. Y también: “Creado un rey, no por eso se ha de negar que subsisten dos potestades, una en el rey, otra cuasi-habitual en la república, impedida en su ejercicio (impeditam in actu) mientras dura aquella otra potestad, pero sólo impedida en cuanto a las precisas facultades que la república obrando independientemente encomendó al monarca. Abolido el poder real, puede la república usar íntegramente de su potestad. Más aún, permaneciendo aquél podrá resistirle si comete alguna injusticia contra la misma o rebasa las atribuciones políticas que le fueron concedidas. Puede también la república ejercer inmediatamente por sí todas las facultades cuyo uso se haya reservado”[14]. Por tanto, “si un rey quiere asumir facultades que no le han sido concedidas, podrá la república resistirle como a tirano en cuanto a esa parte usurpada de su poder, del mismo modo que podría oponerse a un extraño que intentase causarle injuria”[15].
En la misma línea Suárez argumenta que “ninguna potestad política procede inmediatamente de Dios (nullus principatus politicus est immediate a Deo); y que, por tanto, según el orden natural de las cosas, ningún rey o monarca tiene ni ha tenido inmediatamente de Dios el principado político, sino mediante la voluntad y la institución humanas (sed mediante humana voluntate et institutione)”.
Podrían multiplicarse testimonios que acreditan la unidad de criterio que, sobre la constitución del “poder” y su “transferencia”, había entre los intelectuales españoles más destacados.
[1] Summa Theologiae, II-II, q10 a10.
[2] Summa Theologiae, I-II, q90 a3 ad3.
[3] Summa Theologiae, I-II, q90 a3 ad2
[4] El deber que tiene toda sociedad de constituirlo y conservarlo.
[5] Dios ha dejado a la comunidad humana la entera libertad de elegir lo que ella estima que mejor le conviene. Esta elección, una vez hecha en las formas regulares, se convierte por eso mismo en legítima; y dado que el poder así constituido conserva el orden y la sociedad, este poder recibe la aprobación de Dios y representa a Dios mismo en tanto que Él es el autor del orden de la sociedad.
[6] Tractatus de iurisdictione ecclesiastica et legibus (París, 1506), De origine iuris. O sea, Dios ha dado a la sociedad un deber de crearse un poder supremo y de mantenerlo, pero no le ha dado una obligación de elegir la monarquía y no la aristocracia, un jefe hereditario y no un jefe electivo, una dinastía y no un individuo.
[7] Joannes Gerson, De vita spirituali animae sive sex lectiones, lect. 4, Argentinae 1494, parte III (también en Opera omnia, Antuerpiae, 1706, t. III, col. 36-40.
[8] De potestate ecclesiastica, quaest. I, c. 1 (París, 1518).
[9] Martín de Azpilcueta (1493-1586), Relectio cap Novit de Iudiciis [1548], (Martini Azpilcuetae Navarri, Opera omnia in sex tomos distincta. T. IV, Venetus, apud Iuntas, 1602, págs. 592-595). Y también: “La potestad es dada por Dios, naturalmente, de modo inmediato a la comunidad de los mortales para que vivan bien y dichosamente, conforme a la razón natural” (Ib, p. 588). “El reino no es del rey, sino de la comunidad, y la misma potestad regia no pertenece por derecho natural al rey, sino a la comunidad, la cual, por lo tanto, no puede enteramente desprenderse de ella” (Ib., pág. 592).
[10] Relectiones Theologicae XII in duos tomos divisae, Lugduni, 1557; De Potestate Civili, n. 7.
[11] Domingo de Soto, De Justitia et Jure libri decem, Salmanticae, Andreas a Portonariis 1553, q. 1, a. 3.
[12] Didaci Covarruvvias a Leyva, Toletani, episcopi segobiensis, Philippi Secundi, Hispaniarum regis, summo praefecti praetorio Opera Omnia, Lugduni, 1574, Tomas Secundus (Practicarum Quaestionum), libro primero, pág. 416, col. 1ª.
[13] Luis de Molina, De iustitia et iure, tractatus II, disputatio 20, col. 94.
[14] Luis de Molina, De Iustitia et Iure. I, Cuenca, 1593, col. 189.
[15] Luis de Molina, De Iustitia et Iure. I, Cuenca, 1593, col. 176-178.
11 febrero, 2014 at 11:36 AM
Interesantísimo tema, tan adaptable a los tiempos que nos toca vivir. Muy buen post.
Un saludo
Jorge