Ensor: "Las máscaras y la muerte".1897, óleo sobre lienzo,79×100 cm. Musée d´Art Moderne, Luik. Uno de los más clásicos y representativos cuadros.

Ensor: «Las máscaras y la muerte».1897, óleo sobre lienzo, Musée d´Art Moderne, Luik. Uno de los más clásicos y representativos cuadros.

1. Desenmascaramiento y censura.

Desde los supuestos filosóficos del nihilismo Nietzsche emprende un obstinado proceso de desenmascaramiento. Desenmascaramiento de toda existencia juzgada por él como inauténtica: la que se agota en el aspecto, en el papel de personalidad que el hombre ‑con la carga de su propio pa­sado‑ mantiene frente al mundo. Pero Nietzsche «no nos enseña el ca­mino, ni nos enseña una creencia, ni nos coloca en un terreno sólido. Más bien no nos deja lugar a reposo, nos atormenta incansablemente, nos ex­pulsa de todos los albergues donde buscamos refugio, rasga todo dis­fraz»[1].

Pero esa censura posee una estructura específica, cuyos elementos conviene detectar. Nietzsche se sitúa siempre más allá de todo posible contenido de la individualidad, más allá del bien y del mal. Y en cuanto que el bien y el mal son contenidos de una individualidad, Nietzsche ofrece la antítesis de la moralidad.

La moral es sustituída por los principios del superhombre. «Todos los dioses han muerto, queremos que viva el superhombre; ¡sea ésta nuestra última voluntad al filo del gran mediodía!»[2]. ¿Qué significa este super­hombre? ¿Será una posición determinada de contenido individual, de suerte que una vez arrancada la máscara del hombre normal quedara una individualidad valiosa por debajo de ella? De ningún modo. Simplemente el superhombre es la expresión de la antítesis; desde la antítesis, la moral es considerada como un fetichismo. Nietzsche cumple así una función positiva al suprimir todos los tópicos morales que han sido el refugio du­rante generaciones de nuestra vida occidental. Lo terrible del caso es que con este desenmascaramiento de las formas tópicas de moralidad Nietzsche hace naufragar también la auténtica moral vivida desde una in­timidad que reflexivamente reconoce principios no meramente sociales, no simplemente sobreimpuestos, sino que requieren al hombre por en­cima de lo social y de lo individual.

La antítesis nietzscheana presenta dos vertientes, que son como la cara y la cruz de una misma moneda; expresan los dos aspectos, externo e in­terno, de su vivencia, en la medida en que es denuncia de la máscara. Por su lado ex­terno, la antítesis nietzscheana connota la erradicación de los contenidos sociales de la máscara. Por su lado interno, connota la supre­sión del pesimismo con que la máscara siente sus contenidos.

2. El anverso de la antítesis nietzscheana: antisocialismo.

La dimensión externa de la antítesis nietzscheana es el antisocialismo. Nietzsche combate toda ligazón del individuo a la sociedad. El socialista, si lo es de veras, quiere convertir al individuo en función, en simple más­cara social, ahogando radicalmente la vivacidad del movimiento existen­cial. Por contraposición, Nietzsche cree que la salvación de la cultura humana está en aquel individuo que descubriendo la máscara de lo social define su actitud ante la masa; los grandes y supremos hombres son aque­llos que pueden descuajar, desnaturalizar el sentido de esa sociedad, em­bebida completamente en la función. Pero es imposible que esos grandes indivi­duos, que tienen que oponerse a la sociedad desenmascarándola, nazcan de ella misma.

Este antisocialismo repudia incluso la actitud democrática. La natura­leza es para Nietzsche una institución aristocrática, no democrática. El desenmascaramiento de la sociedad se realiza en la lucha del hombre contra el hombre, en la que emergen los mejores. Estos no se definen por una individualidad protegida en lo social, sino por una individualidad sin máscara, sin morada, sin existencia externa.

En esta dimensión aristocrática estriba el antifeminismo de Nietzsche. La mujer se ha refugiado desde siglos en la máscara social de su debili­dad, de su supeditación al varón. Pero Nietzsche se opone a la igualdad de los sexos, e incluso se mofa de la llamada «emancipación de la mujer»; pues lo que la mujer intenta en su afán de emancipación no es conquistar una individualidad sin máscara, sino acaparar la máscara del varón. La emancipación de la mujer no es más que la querencia, el arbitraje de una nueva máscara y el desecho de la que lleva puesta. Pero, en ambos casos, la mujer vive enajenada en la máscara[3].

 

3. El reverso de la antítesis nietzscheana: antipesimismo.

El tinte o el temple interno de la antítesis nietzscheana se define como antipe­simismo. Porque para Nietzsche en la máscara prolifera un temple pesi­mista, que es debido en primer lugar a su intelectualismo. Ello quiere decir que, a pesar de su antifeminismo, no valora la inteligencia del hom­bre. Todo lo contrario. La inteligencia debe ser combatida en favor de la voluntad. El hombre se refugia en la máscara de la inteligencia y desde ella, de un modo descarnado y seco, da la cara; pero con ello naufraga totalmente la fuerza de la voluntad, la energía de la decisión. El desplie­gue de luz intelectual oprime y apaga el calor originario del sentimiento de la propia voluntad. La misología, la actitud antilógica de Nietzsche abre así los cauces de la voluntad.

Esa tendencia antiintelectualista da la clave para entender el antipesi­mismo nietzscheano. El pesimismo arraiga sólo en la máscara de la hu­manidad, como el estado depresivo de nuestra cultura. Desesperar de la vida, negar los valores de la existencia es precisamente la función de la máscara; porque esta máscara de la vida es refugio y anquilosis de la in­timidad; es, por lo mismo, la quiebra de toda fuente de vida; y se ampara en la resignación. No es que Nietzsche niegue el mal, el dolor; todo lo contrario. Mas para él es una vergonzosa debilidad negar la vida por el dolor. Hay que amar la vida, no a pesar de los dolores, sino precisamente porque es dolorosa. El valor de la vida está en superar el dolor viril­mente, haciendo que la vida se repita siempre, de un modo eterno, cons­tante: éste es el sentido del «eterno retorno» nietzscheano, sentido que la antítesis nietzscheana ofrece como algo positivo.

Se ha tenido el «eterno retorno» por una utopía, por un mito o por una salida desesperada. Mas si se ve el «eterno retorno» como elemento básico de la antítesis nietzscheana se comprende por qué la vida tiene siempre que repe­tirse frente a la máscara, frente a la inteligencia exangüe que, en su afán de verdad abstracta, reseca la intimidad, haciendo que el hombre viva exclusivamente en la piel de la máscara. Frente a ello Nietzsche postula la presencia continua, renovada, de la vida.

Este antipesimismo se configura también frente a algo que en la más­cara ha incidido siempre como elemento constante: la religión, concreta­mente la cristiana. Nietzsche desenmascara la religión anquilosada y for­mularia, amparo muchas veces de ciertas clases sociales, de ciertos privi­legios o modos de ser que a la postre paralizan la cultura.

Para Nietzsche, el cristianismo de la máscara –producto de una viven­cia desquiciada de lo propio del cristianismo– crucifica la vida, sofoca el instinto, ahoga todo lo que expresa energía; sobre todo, intenta sacrificar el yo propio en aras de un amor universal.

Indudablemente Nietzsche no ha visto la profundidad religiosa del cristianismo, profundidad que se pone de manifiesto desde el mismo mo­mento en que se piensa que el amor de Dios al hombre no es un amor a una especie abstracta, a un género universal, sino un amor a un tú perso­nal. «Te he llamado por tu nombre», es el lema bíblico. El amor del cris­tiano es asimismo un amor personal al hombre concreto, a la profundidad de un  «tú».

La actitud anticristiana que define la antítesis nietzscheana quedó plas­mada por Nietzsche en su escrito sobre el Anticristo, la más fuerte invec­tiva contra el cristianismo –contra ese cristianismo social amparado en la máscara– que se ha llevado a cabo a través de los tiempos.

El cristianismo de la máscara es pesimista ante el mundo sensible de la vida y del instinto. Además es democrático: ha pactado con el socialismo y con el feminismo. Enseña misericordia, amor, compasión para los débi­les y enfermos. No reconoce el derecho del más fuerte, sino el de los débiles. Así el cristianismo es la raíz de la decadencia de occidente. Nietzsche pasa por alto la originalidad de la vivencia del cristianismo, que es amor por la creación entera, amor por el mundo sensible y por el mundo espiritual, amor por todas las dimensiones del hombre, y no por una sola; amor que no desprecia nada, que lo acoge todo; y no solamente lo acoge y no lo desprecia, sino que además le insufla una nueva vida: la vida sobrenatural. En el cristianismo expresado en la máscara ve Nietzsche un estado de esclavitud moral; y ahí se ampara para probar que el cristianismo sólo podía comenzar entre los esclavos, propugnando las virtudes que un esclavo pide: misericordia, amor y respeto. Frente a ello la antítesis nietzscheana exige irrespetuosidad, orgullo, crueldad, energía y volun­tad de poder. Y éste es el sentido del «trastocamiento de todos los valo­res» que requiere Nietzsche[4].

 

4. Los resortes de la antítesis nietzscheana.

Pero la estructura de la antítesis nietzscheana, en tanto que es denuncia, está apoyada a su vez –y esto es lo que conviene urgentemente subrayar– en contenidos; no es una mera forma: es un aparecer con pilares muy con­cretos. Por eso es radicalmente insuficiente comprender a Nietzsche en esa posición de denuncia como antítesis vacía. La bibliografía con­tem­poránea sobre Nietzsche se ha fijado con exclusividad en la función que Nietzsche cumple como desenmascarador. E indudablemente se in­siste en la estructura misma de esa antítesis. Pero la antítesis nietzscheana no es una mera forma; lo urgente es hallar los contenidos sobre los cuales se apoya. Es decir, Nietzsche no hace su denuncia sin estar previamente instalado en una posición. Frecuentemente se repite que Nietzsche no está instalado en una posición determinada. Pero esa antítesis nietzscheana es a su vez una máscara con resortes específicos. Lou Andreas Salomé, la mujer que amó entrañablemente a Nietzsche, nos pone en la pista para interpretar la antítesis nietzscheana como cubierta ella misma por una máscara: «La apoteosis resplandeciente de la vida que Nietzsche a veces describía constituye una contradicción tan profunda respecto a su dolo­roso senti­miento de la vida que nos parece como la máscara de la misma trage­dia»[5].

El primer resorte de la antítesis nietzscheana viene dado por el volun­tarismo, inspirado en Schopenhauer. Tal voluntarismo es a su vez expre­sado en un hombre, Richard Wagner; la metafísica de la voluntad es re­cogida y pro­yectada en el artista. Para Nietzsche el mundo es voluntad y representa­ción, pero sobre todo voluntad, una voluntad insatisfecha; de su insatis­facción surge el dolor[6]. En el quehacer artístico ve Nietzsche –so­bre todo en su primer período– la satisfacción de la voluntad; la música dra­mática de Wagner expresaría esa liberación del dolor y el ennobleci­miento del hombre. (Es indudable que este mismo voluntarismo fue el que más tarde le haría romper con Wagner. El Parsifal fue para Nietzsche el arrodillamiento indigno del artista soberano ante el altar, la inclinación del hombre ante la Iglesia).

El segundo resorte de la antítesis nietzscheana es dado por el biolo­gismo de Darwin. Semejante biologismo justifica el optimismo nietzsche­ano: la afirmación vital del mundo y de la voluntad de cara a la vida. La volun­tad no está ya necesitada de salvación: es una voluntad de poder fresca, vital, indivisa[7]. Vivir significa ampliar en todas direcciones la es­fera del poder, aunque por ello los hombres entren en conflicto, luchen entre sí hasta derramar su sangre. El principio darwiniano de «la lucha por la vida» es para Nietzsche la condición de todo despliegue superior de los organismos humanos. En ella los débiles son suprimidos, pues la natu­ra­leza quiere siempre la victoria del más fuerte.

Este bio-voluntarismo de Nietzsche viene sellado con un positivismo a ultranza, negador de la trascendencia intelectual; positivismo no cientista, sino sentimental o intuitivista: «Si quieres la paz y la felicidad del espí­ritu, cree; si quieres ser discípula de la verdad, investiga»[8]. Investigar es experimentar insaciablemente la realidad por vía volitiva[9]. Y aunque uno de sus libros está dedicado al despiadado e ilustrado Voltaire, no por eso se apunta Nietzsche en las filas de los intelectualistas puros: el valor del intelectualismo reside en que niega las posibilidades de la mente para calar hacia lo trascendente y se amaga al suelo de la experiencia y de la observación para lograr un perfil concreto de lo real. Pero la inteligencia no tiene aquí la última palabra.

 

5. El carácter bio-voluntario del antipesimismo.

El resorte bio-voluntario explica, en primer lugar, la vertiente interna de la vivencia de la antítesis nietzscheana: el antipesimismo. Si la victoria del más fuerte sobre el débil es lo que la naturaleza quiere, si lo natural es la lu­cha por la vida, se debe querer y afirmar la crueldad y el dolor, ingre­dientes de toda lucha. El pesimismo, al rechazar precisamente esa cruel­dad de la lucha por la vida, carece de virilidad: es una actitud de es­clavos. Los hombres fuertes, los señores, luchan sonriendo, pues la ver­dadera voluntad se afirma en el dolor del combate. El dolor fortalece al fuerte, pero debilita al débil.

Nietzsche justifica así la vida, rehabilitándola frente a los reproches del pesimismo. Quien no tenga una fe vigorosa en la vida, quien carezca de una voluntad enérgica de vivir, ése es un desnaturalizado. En el hombre fuerte y vital el dolor mismo es una fuente de gozo, pues al combatir se afirma y configura su voluntad.

De este bio-voluntarismo fluye la actitud antirreligiosa y anticristiana de Nietzsche. El cristianismo que contempla ha sido extraído de Schopenhauer, a través de tres conceptos fundamentales: el mal, el amor y el desprecio del mundo. El mal que Schopenhauer intenta superar es tanto el mal físico como el mal moral. El amor, por otra parte, es con­cebido por Schopenhauer como compasión, principio universal de su mo­ral. El desprecio del mundo, finalmente, y su consecuencia –la huída del mundo– forma con los anteriores conceptos la tríada que Nietzsche con­sidera como núcleo de la vida cristiana.

Pero la orientación que por influjo del biologismo darwinista sostiene su voluntarismo, condiciona una actitud negativa ante lo cristiano, en­marcado reductivamente –y arbitrariamente– en esos tres conceptos. Para Nietzsche el concepto del mal moral (la falta, el pecado) es el mayor perturbador de la frescura y de la alegría de la vida. El sacerdote es un falsificador de los valores vitales y de la conciencia: porque llama culpa a lo natural, a lo instintivo, a lo originario; porque llama virtud a la de­crepitud, a la inercia, a la cobardía. Este cristianismo –que es una abul­tada simplificación del mismo– cambia por la virtud la vida floreciente, sustituye la vida verdadera por una sombra exangüe. Indudablemente este cristianismo pintado por Nietzsche es pesimista. Con ello tenía que recha­zar el segundo concepto de Schopenhauer: el amor como compasión; la vida es ausencia de compasión, es guerra y lucha sin miramientos. También el tercer concepto de Schopenhauer tenía que ser expulsado: el desprecio del mundo; en éste ve Nietzsche una actitud desagradecida ante la naturaleza, ante lo que nos nutre y nos da el ser[10].

El cristianismo nos haría así esclavos de un Dios fingido, en vez de ha­cernos señores del mundo real. En este contexto se debe interpretar la afirmación de Nietzsche: «¡Dios ha muerto!» ¡Dios sigue muerto! ¡Y no­sotros lo hemos matado!»[11].

 

6. El carácter bio-voluntario del antisocialismo.

También el resorte bio-voluntario de razón, en segundo lugar, de la dimensión externa de la antítesis: el antisocialismo.

El biologismo darwiniano es sin duda una teoría aristocrática: enseña que el más fuerte impera sobre el débil en la lucha por la vida; propugna la elevación biológica (y de la razón, como ingrediente de la misma) y su transmisión hereditaria. Del mismo modo, para Nietzsche es natural que el más fuerte señoree sobre el débil; es natural y, por lo tanto, tiene dere­cho a ello. Nietzsche postula así la crianza del hombre del futuro, una crianza que debe tener por meta la aristocracia de la voluntad.

Esa fascinante teoría no cae modernamente en terreno baldío. El surco de la democracia –pretendidamente niveladora y en el fondo muchas ve­ces aplastante– está preparado para que en él fructifique la semilla que Nietzsche derrama. La equilibración que la democracia postula es una injusticia contra la naturaleza misma, puesto que la naturaleza ha hecho a los hombres desiguales. La teoría de Nietzsche es una réplica mordaz a la «igualdad» defendida por la Revolución Francesa. Si la naturaleza ha dado el orden y el rango, pecamos contra la naturaleza cuando queremos introducir en ella una igualdad artificial. Es más, a esa desigualdad de organismos y especies tiene que seguir una desigualdad de derechos: los más fuertes, los más enérgicos, los mejores, han nacido para señores; la masa de los débiles han nacido para ser dominados.

El socialismo, en cambio, sostiene que el individuo está subordinado a la sociedad como un miembro más de una serie; coloca el bien de la so­ciedad o de la masa por encima de los deseos y fines de los individuos concretos, oprimiendo la individualidad en beneficio de la comunidad. El socialismo suprime con eso la lucha por la adquisición de un rango de poder. Todo queda regulado, ordenado. El oportunismo y la intriga susti­tuyen al poder libre e individual. Se protege a los débiles, se los forta­lece; pero se debilita al fuerte. La tendencia equilibradora del socialismo es radicalmente contraria a la desigualdad humana.

En realidad Nietzsche lleva razón en parte. Nuestro tiempo se ha hecho colectivista y olvida en sus tareas el valor fundamental del individuo. Además el socialismo estatal va hermanado con la burocracia, en la que la libertad personal de movimiento es ahogada por innumerables reglamen­tos. Y no es que Nietzsche sea, como Rousseau, enemigo de la cultura y exija una vuelta al estado de naturaleza. Nietzsche vuelve a la naturaleza para elevar la cultura, pues donde no hay individualidades fuertes y po­derosas tampoco puede haber una cultura superior. El instinto viril de la voluntad debe hacerse con el poder. Un signo de la tendencia socialista de nuestra cultura se expresa en los movimientos feministas, o sea, en los es­fuerzos encaminados a poner artificialmente en la mujer, que por natura­leza es más débil, los caracteres viriles. La naturaleza ha creado tal desi­gualdad, no la cultura: ha equipado al hombre con un instinto de domi­nio; los privilegios del hombre no son más que los derechos del más fuerte: por naturaleza la mujer está destinada a la subordinación y a la obediencia. Ahora bien, no por ello es Nietzsche un misógino. Incluso le brotan palabras de profunda reverencia para la mujer, especialmente para su función maternal. No obstante, el resorte bio-voluntarista regula tai­madamente el alcance de tal reverencia: el matrimonio debe servir, me­diante una prudente selección biológica, para crear al hombre del futuro. La institución matrimonial no tiene mayor significación o trascendencia.

Como antes se dijo, no se trata de que Nietzsche sea refractario a la emancipación de la mujer porque crea reconocer la superioridad del hombre en la esfera de la inteligencia. Lo que Nietzsche valora del varón es la voluntad, la voluntad de poder, quedando la inteligencia a su servi­cio. La preponderancia de la inteligencia es el signo más claro de la deca­dencia del hombre. La inteligencia es la segur aplicada a la raíz de la vo­luntad, pues entumece y falsea la energía natural del instinto. Por eso la verdad no se da mediante la inteligencia. Mejor dicho, para Nietzsche hay unas representaciones impulsoras de la vida y otras inhibidoras de la misma; debe hacerse una selección, de modo que sólo queden las prime­ras. A estas ilusiones impulsoras de la vida llama el hombre «verdad»; pero esa verdad depende del influjo de la voluntad, está al servicio de la voluntad. La verdad es medio para la vida, órgano o instrumento de la voluntad de poder[12].

 

7.  El nihilismo de la antítesis nietzscheana.

El resorte bio-voluntario es una clave para interpretar el nihilismo nietzscheano. Nietzsche ha cumplido no sólo la función de desenmascarar la existencia inauténtica, sino la de suprimir o anular cualquier existencia que se afirme trascendiendo lo bio-voluntario. La verdad no apela ya a la inteligencia, ni la realidad es intrínsecamente inteligible. Más la nada que detecta Nietzsche no es la nada absoluta; todo lo contrario, es la nada de un ente muy preciso: el ente biológico-volitivo que internamente expele o anula al ente espiritual-inteligible. El positivismo nietzscheano no alum­bra otro ser que el natural voluntario. A ello se debe que Heidegger haya interpretado a Nietzsche destacando la voluntad de poder «como el mismo carácter fundamental de lo existente»[13]. Lo que en la antítesis nietzsche­ana eterna­mente retorna es la voluntad de poder. «Este mundo es la vo­luntad de po­der y nada más»[14].

De aquí también el «trastocamiento de todos los valores», postulado por Nietzsche. La naturaleza quiere el derecho del más fuerte: la volun­tad fuerte oprime con todo derecho a los débiles en la lucha por la exis­tencia. Y lo que la naturaleza ha separado no lo debe unir el hombre. La compasión con el débil impide la natural tendencia que éste tiene a desa­parecer; con el débil hay que ser inmisericorde, hay que allanarle su ca­mino de extinción, en vez de mantenerlo artificialmente en la vida. La «moral de los esclavos» –basada en sentimientos antinaturales de compa­sión y misericordia– debe trocarse por la «moral de los señores» –fun­dada en los sentimientos naturales de crueldad, orgullo, descaro y arro­gancia–. La conciencia pecadora tiene su origen en la moral de los escla­vos; el mismo cristianismo no sería más que la culminación de esa depra­vación –con su concepto de pecado original–. Por el contrario, el hombre sano, el superhombre –la especie del futuro– hace lo que tiene que hacer, siguiendo su naturaleza, con buena conciencia.

El mismo resorte bio-voluntario explica el sentido del ateísmo de Nietzsche. Este ateísmo, por ser extrateórico, no es argumentable, ni puede ser discutido con razones. Nietzsche debuta como agnóstico en lo que respecta a la trascendencia y no se llega jamás a plantear en serio el problema de la posibilidad de un conocimiento humano de Dios, a partir de la experiencia del mundo y de la vida propia. Negada la trascendencia de la inteligencia, quedaba asimismo obturada la vía de afirmar la fe como obsequio intelectual; la fe entonces no es más que una ilusión for­jada por el hombre. «Hay que perdonar el pecado de esos inmorales que siempre se consideran y hacen el papel de mártires de la verdad; el hecho es que no los movía a la negación la sed de verdad, sino la desorganiza­ción mental, el escepticismo inicuo»[15].

El hombre, al carecer de normas absolutas inteligibles, universales, –y de una razón que lo guíe hacia ellas y desde ellas– sólo puede reconocer la vigencia de su propia voluntad, justificación de todo, ella misma injus­tificable por algo ulterior. «En torno mío todo se ha convertido como por ensalmo en rocas y despeñaderos […]. ¿Dónde me hallo? Abro mis ojos y me veo en una noche purpúrea»[16]. Pero la antítesis o el anti­mundo creado por el propio yo, que no confía en la constitución inteli­gible del mundo, hace de la desconfianza misma la actitud dominante.

La antítesis de la fe en Dios se expresa en la teoría del «eterno re­torno». «Quien no cree en el proceso circular del universo tiene que creer en un Dios arbitrario»[17]. Pero si no se cree en Dios sólo se puede creer en uno mismo, no como inteligencia espiritual, sino como voluntad; esta voluntad, sólo responsable y justificable por sí misma, es la idea del eterno retorno (de modo que puede verse como una consecuencia lógica la siguiente igualdad: ateísmo = egotismo = eterno retorno). «Si encarnas en ti la idea de las ideas, te verás transformado. La pregunta fundamental es la que te haces a propósito de cada acción: ¿Es lo que hago de tal suerte que desee repetirlo innumerables veces?»[18].

Si la teoría del eterno retorno se interpreta en la visual del resorte bio-voluntario, el hombre deja de ser libre; jamás podría superarse a sí mismo y llegar al superhombre, porque todo retornaría sin novedad inexorablemente. Nietzsche quiere librar al hombre de las esclavitudes a que la máscara le somete; pero paradójicamente en la empresa Nietzsche lanza al hombre a la peor de las esclavitudes: a la inmovilidad del eterno retorno bio-voluntario.

Al fin Nietzsche, que había intentado barrer las leyes y los compromi­sos de la máscara, cae en otra ley más forzosa y sofocante, sentida por él mismo: «La duda corroe mis entrañas, he dado muerte a la ley; la ley me asusta como un cadáver aún vivo; si no soy nada más que la ley, me con­sidero como el más reprobado de todos»[19].

El mismo Nietzsche sintió el desgarro de su empresa: la sustitución de la máscara real del hombre (plasmada en la sombra y el mago que persi­guen a Zaratustra), de la morada y la habitación de la existencia, por una antítesis ideal pura (Zaratustra mismo), negadora de todo cobijo. Al final queda Nietzsche desposeído de sí mismo; su corazón siente impla­cable­mente el profundo sentido de la morada, de la máscara (en la voz del mago): «¿Qué es lo que me queda? Un corazón cansado y petulante, una voluntad inconsistente, un espíritu veleidoso, una espina dorsal que­brada. Bien conoces, Zaratustra, el afán con que busco mi casa; busco mi hogar, y la búsqueda me devora las entrañas. ¿Dónde está mi hogar?»[20].

________________________________

 

NOTAS

[1]      Karl Jaspers, Nietzsche und das Christentum, Verlag Fritz Seifert, Hameln, 1938, p. 83.

[2]      Volumen VI de la Klassikerausgabe de Nietzsche (Leipzig, 1899-1912), p. 115.

[3]      Cfr. la explicación de la actitud antisocialista, antidemocrática y antifeminista de Nietzsche en H. Vaihinger, Nietzsche als Philosoph, Berlin, Reuther und Rei­chard, 1902, pp. 25-30.

[4]      Cfr. la interpretación del antiintelectualismo, antipesimismo y anticristianismo de Nietzsche en la obra de Vaihinger, antes citada, pp. 30-37.

[5]      Lou Andreas Salome, Friedrich Nietzsche in seinen Werken, Wien, 1894, p. 196.

[6]      Voluntarismo que se expresa en El nacimiento de la tragedia, Consideraciones intempesti­vas y Shopenhauer como educador.

[7]      El biologismo se detecta claramente en La gaya ciencia, Así habló Zaratustra, Más allá del bien y del mal, La genealogía de la moral, El ocaso de los ídoles y El Anticristo.

[8]      Der junge Nietzsche, por E. Förster-Nietzsche, Leipzig, 1912, p. 156.

[9]      Sobre la conexión del positivismo con el voluntarismo y el biologismo, cfr. H. Vaihinger, op. cit., pp. 42-44.

[10]     Para mayor aclaración acerca de cómo Nietzsche monta su teoría del cristianismo sobre los tres conceptos de Schopenhauer, cfr. Vaihinger, op. cit., pp. 64-68.

[11]     Volumen V de la Klassikerausgabe de Nietzsche (Leipzig, 1899-1912), p. 163.

[12]     Sobre la conexión del biologismo y el voluntarismo con la actitud antisocial, anti­feminista y antiintelectualista de Nietzsche, cfr. H. Vaihinger, op. cit., pp. 73-84.

[13]   M. Heidegger, Nietzsche, vol. I, Pfullingen, 1962, p. 54.

[14]   Volumen XVI de la Klassikerausgabe de Nietzsche, p. 402.

[15]   Das Vermächtnis Fr. Nietzsche, obras póstumas, 1940, p. 118.

[16]   Klassikerausgabe, XII, 223.

[17]   Ib., XII, p. 57.

[18]   Ib., XII, p. 64.

[19]   Klassikerausgabe, IV, p. 125.

[20]   Klassikerausgabe, V, p. 398.