John William Waterhouse (1849-1917): «Narciso se mira en las aguas». En una recreación colorida y suave del mito clásico, el pintor traza el momento en que Narciso se enamora de su propia imagen reflejada en un estanque e intenta seducir al hermoso joven, sin darse cuenta de que se trata de él mismo, e intenta besarlo. Al comprobar el fenómeno de la apariencia sensible, entristecido de dolor, se da muerte con su propia espada.
La explicación del conocimiento sensitivo ha basculado muchas veces entre los que le niegan toda certeza (como fue el caso de Platón) y los que le conceden total autoridad (como los empiristas). En verdad, la sensación es una operación realista del sujeto y depende del sistema nervioso.
Lo que se debe mostrar es que, para los medievales, las sensaciones encerraban una realidad representativa. Se trata de las sensaciones que, mediante la previa y actual inmutación de un órgano, por la acción directa del objeto, suscitan un conocimiento concreto e inmediato de una realidad presente. La sensación humana no coincide con la de seres irracionales, pues está completada por elementos no sensitivos.
Los sentidos, pues, no son un obstáculo al conocimiento intelectual, sino su condición imprescindible. Bajo este prisma interpreta Tomás de Aquino la experiencia sensible, en la que se implican no sólo los sentidos externos, sino también los sentidos internos, como el sentido común, la fantasía y la memoria.
Uno de los escollos más punzantes y desalentadores superpuesto a la tradición aristotélica sobre el conocimiento sensible es la rigidez con que se han mantenido, hasta el siglo XIX, algunas tesis psicofísicas o fisiológicas que en realidad sólo eran hipótesis accesorias ideadas para explicar fenómenos cuyo funcionamiento se ignoraba. La fuerza de la autoridad –como la de Aristóteles, Galeno o Averroes– era tan abrumadora en cuestiones puramente científicas que a lo sumo se permitía establecer acerca de la hipótesis inicial –que nunca se ponía en tela de juicio– otras hipótesis subsidiarias que sirvieran para decorarla o completarla.
Por ejemplo, para interpretar la influencia del objeto sobre los sentidos se utilizaba la hipótesis de que las determinaciones que provienen del objeto, especialmente las visuales, tendrían que existir intencionalmente en un medio antes de incidir en el sujeto. ¿Cómo es posible, se preguntaban, que la luz y el color –y con parecida expectación se hablaba también del olor y del sonido– se transmitan a grandes distancias y, sin embargo, conserven su ser real? La explicación plausible para muchos aristotélicos era que la transmisión se haría de un modo intencional en un medio adecuado; y si las especies sensibles fuesen materiales al salir del objeto, llegando inmateriales al sentido, entonces habían de ser purificadas en el medio para que se tornaran inmateriales. Otra hipótesis básica era también la teoría humoral, referente a la constitución química de los cuerpos por elementos naturales simples, tales como el aire, el agua, el fuego y la tierra. O la hipótesis que implica la existencia fisiológica de spiritus animales y vitales que circulan por las vías nerviosas y musculares como diminutos puntos de energías básicas –materiales– de movimiento y pensamiento.
Es cierto que, si no se penetra en el mecanismo básico que enhebra todos estos conceptos, difícilmente podríamos realizar un enfoque histórico que sirviera para pulsar la vitalidad singular del pensamiento que los elaboró. Estamos ante un capítulo sustancioso de la historia de la psicología en Occidente.