Sección: 3.2. La felicidad

La tensión del hombre de cara a su fin último

Sobre la utopía

Paul Signac : “Au temps de l’armonie” (1895): La edad de Oro no está en el pasado, sin en el futuro.

Paul Signac : “Au temps de l’armonie” (1895): La Edad de Oro no está en el pasado, sin en el futuro.

 

Ideología y utopía

La reacción antiidealista del siglo XIX no fue, en modo alguno, un rompimiento con el principio de absoluta afirmación antro­pocéntrica. El método de las ciencias modernas ofrecía un estí­mulo para refugiarse en una fluctuante actitud antimetafísica, có­moda en muchos aspectos. Por otra parte, los fenómenos de masas unidos a la creciente industrialización originaban problemas socia­les, económicos y políticos de gran magnitud. A la actitud filosó­fica, oscilantemente antimetafísica, volcada a la solución de estos problemas socio-económicos, se le llamó positivismo social o so­cialismo positivista, cuyos inspiradores fueron Saint-Simon, Fou­rier y Proudhon; su máximo exponente fue Comte. Para todos ellos, los fenómenos sociales debían de ser tratados como los acontecimientos físicos: hasta ese punto primaba el poder del método científico-positivo.

La doctrina social de estos autores ofrece contenidos que ya fueron conocidos por pensadores antiguos incluso, como la comu­nidad de bienes y la supresión de la propiedad privada. Pero se presentan ahora bajo el apremio de la sociedad industrial, de las grandes masas obreras, sometidas a una larga e insegura jornada laboral. El liberalismo económico, enfundado en la gran revolu­ción industrial de finales del s. XVIII, llevó a la proletarización o empobrecimiento de muchedumbres ciudadanas. La moral que mantiene y empuja la empresa de justicia está regida por la ley del progreso, en virtud del cual la sociedad entera marcha hacia una futura felicidad perfecta y justa. Pues bien, a una sociedad ideal sin taras y sin clases, similar a la preconizada por los filántropos de­cimonónicos, ciudad realizada en la comunidad de bienes, llamó Tomás Moro, en el siglo XVI, «utopía». Continuar leyendo

¿Podemos amar lo imposible?

Orlando Yanes (1926-). "La niña de la paloma" Especialista en la técnica de oleo sobre lienzo, crea en esta obra una sensación imaginaria de deseos que se disparan a lo imposible

Orlando Yanes (1926-). «La niña de la paloma». Especialista en la técnica de oleo sobre lienzo, crea en esta obra una sensación imaginaria de deseos que se disparan a lo imposible.

El objeto de nuestra voluntad

La voluntad está entre el entendimiento y  la operación exterior, pues el entendimiento propone a la voluntad su objeto y la misma voluntad causa la acción exterior. Así pues, el principio del movimiento de la voluntad se remonta al entendimiento que aprehende algo como bien en universal. Pero la terminación o perfección del acto de la voluntad se halla en la operación por la que alguien tiende a conseguir algo; pues el movimiento de la voluntad va del sujeto a la cosa. De ahí que la perfección del acto de la voluntad se considere que es un bien para el que obra. Y esto es posible. Por eso la voluntad completa no es sino de lo posible, que es el bien para el que está queriendo. Pero la voluntad incompleta es de lo imposible, que para algunos es la veleidad[1], porque alguien querría eso si fuera posible.

Puede en esto haber equivocaciones. Pues como el objeto de la voluntad es el bien aprehendido, se ha de juzgar de él tal como se halla en la aprehensión: y, así como la voluntad se propone a veces lo que estima bueno, no siéndolo en realidad; del mismo modo la elección recae alguna vez sobre una cosa que, a juicio del que elige, es posible, y que sin embargo no lo es para él.

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¿Qué significa festejar? Fiesta y serenidad

Beatriz Olivenza: "Fiesta". Un colorido suave y envolvente divide las impresiones vibrantes del cielo y las sensaciones tranquilas del mar.

Beatriz Olivenza: «Fiesta». Un colorido suave y envolvente divide las impresiones vibrantes del cielo y las sensaciones tranquilas del mar.

Un preámbulo exploratorio

En un bello y largo poema que Lope de Vega escribió titulado “Las fiestas de Denia”, que a mí me recuerdan las conocidas fiestas de moros y cristianos, se encuentra un fragmento, una octava, donde el poeta describe una escena fes­tiva que se desarrolla en el mar, junto a la costa alicantina de Denia. Participan en ese acto festivo marine-ros que levantan sus remos y soldados que disparan al aire arcabuces y cañones, pescadores que jalean y caballeros que simulan torneos:

Hacen su fiesta, reman, tañen, tiran,
alborotan el mar música y truenos;

estos tornean, estos se retiran,

de humo, de agua y de contento llenos:

ya al rumbo izquierdo, ya al derecho guían

por los cristales líquidos serenos,

pareciendo, sin ver mudanza alguna,

los leños aves, y la mar laguna.

Quiero  resaltar en este fragmento dos términos que vienen unidos, la fiesta y la serenidad. La ajetreada fiesta se desarrolla “por los cristales líquidos sere­nos”.  Hasta la mar parece laguna, por sus suaves ondulaciones.

De la conexión de esos dos conceptos voy a hablar. Continuar leyendo

El fracaso de ser uno mismo: Apunte sobre Nietzsche

José de Ribera (1591-1652): “Sileno ebrio”. Con estilo naturalista y una estética colorista, pinta a un Sileno que se aferra a la copa, la única realidad que aparentemente le presta seguridad, en cuanto que es continuamente colmada de vino.

 

 1.     Del sueño apolíneo a la embriaguez dionisíaca

La concepción moderna de la historia responde, según Nietzsche, a la medida de las masas adocenadas: el proceso que esa historia traza viene a ser un sistema universal del egoísmo racional del Estado que, con su poder militar y policial, proyecta un camino fácil hacia la instauración de la mediocridad. Por eso Nietzsche exige, en primera instancia, que la historia se piense desde las grandes individualidades:

«Un día llegará en el que las masas no sean ya tomadas en consideración, sino de nuevo los individuos, que son una especie de puente sobre el río tumultuoso del de­venir. Estos no siguen un proceso, sino que viven temporalmente […] como la re­pública de los geniales; un gigante llama a otro gigante a través de los desiertos inte­respacios de tiempo […] La meta de la humanidad no puede estar al final, sino sólo en sus más altos ejemplares»[1].

Pero, una vez utilizado el genio o el gran individuo para barrer el sentido racional del Estado, paradójicamente Nietzsche indica que el des­tino supremo de todos los hombres está en la comunión irracional y en la indistinción natural dentro  de un mundo dionisíaco. En un texto del Nacimiento de la tragedia señala la meta que el hombre debe conseguir en el mundo para sentirse lleno y perfecto, mediante una transformación es­catológica, similar a la preconizada por los joaquinistas del siglo XII en el «Evangelio eterno», evangelio de la alegría y de la plenitud del gozo:

 «Bajo la magia de lo dionisíaco no sólo se renueva la alianza (Bund) entre los seres humanos: también la naturaleza enajenada, hostil o subyugada celebra su fiesta de re­conciliación (Versöhnungsfest) con su hijo perdido, el hombre.[…]. Ahora, en el «evangelio de la armonía universal», cada uno se siente no sólo reunido (vereignigt), reconciliado (versöhnt), fundido (verschmolzen) con su prójimo, sino uno (eins) con él, cual si el velo de Maya estuviese desgarrado y ahora sólo ondease de un lado para otro, hecho jirones, ante lo misterioso Uno-Primordial (UrEinen). Cantando y bai­lando manifiéstase el ser humano como miembro de una comunidad (Gemeinsamkeit) superior […][2]. Continuar leyendo

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