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El genio y su fuerza ejemplar

 

Dalí: El nacimento de una divinidad (1960)

Dalí: El nacimiento de una divinidad (1960)

Qué es un genio, según Kant

En la Edad Moderna confluyen, en primer lugar, las teorías meta­físicas, de corte platónico-leibniciano, sobre el genio. Este vendría a ser una especie de ser superior o semidivino, con una fuerza supra­personal de inspiración. En tal sentido se pronunciaría Shaftesbury (1711), para quien el genio es la revelación del espí­ritu universal; el artista sería como una pequeña divinidad.

En segundo lugar, comparecen las teorías psicológico-raciona­les, como la de Helvetius (1758), para quien el genio es una cuali­dad ge­neral humana, penetrable por la conciencia, una facultad creadora y combinadora que existe en varia medida en todos los hombres. De aquí vendría el genio a significar el hombre dotado de especiales fa­cultades espirituales, de superiores facultades crea­doras.

Se encuentra, en tercer lugar, la teoría  transcedental y extra­rra­cional de Kant. Para éste, el genio no es una potencia misteriosa o di­vina, un mediador de potencias superiores, ni la personifica­ción de una fuerza creadora de la Naturaleza que origina la idea productiva de la obra de arte, sino una dimensión natural, incons­ciente e impene­trable a la conciencia, anclada en la fantasía. El ge­nio es el talento o don natural innato que da reglas al arte[5].

Este talento, como facultad productiva innata, pertenece sólo a la naturaleza. En el genio, facultad innata, la naturaleza toma la inicia­tiva dando reglas al arte. La regla para el arte es dada por una facul­tad natural, el genio. Este no da reglas a la ciencia, sino al arte; y no al arte mecánico, sino al arte bello. El científico pre­supone reglas co­nocidas que determinan su método. Pero el genio no, aunque conlleve un aprendizaje mecánico[6]. El genio muestra en sus productos, según Kant, las siguientes cualidades: regulari­dad no-científica, originalidad, ejemplaridad, inconsciencia inicial y libertad de juego. Continuar leyendo

Signos

Ciego, Brueghel

Pieter Brueghel, el Viejo: Detalle del cuadro «Los ciegos» (1568). El personaje se deja guiar por los signos que le proporcionan el tacto y el oído.

Nuestro mundo es de signos

Decimos que la cara es el espejo del alma. La mirada vuela calladamente desde el ros­tro hacia la hondón invisible del ser humano: se deja guiar por un signo. Incluso el mundo que nos rodea es un depósito inagotable de elementos que nos llevan a conocer algo distinto de ellos mismos: esos elementos son los signos. Nuestro quehacer cotidiano es un trajín ininterrumpido del signo a lo designado. Por ejemplo, quien conduce por carre­tera es asaltado por una fa­lange de signos o señales: algunos convencionales, como el disco rojo, signo de paso cortado, o el tenedor, signo de un restau­ran­te; otros natura­les, como el humo, signo de un fuego; la huella, signo de un ciervo, etc. Y nuestra vida en el mundo es una comprensión de signos, una interpretación constante: a veces rápida e intuitiva, como la que va del gesto del amigo a su estado de ánimo; a veces, discursiva y lenta, como la que pro­gresa desde el fenómeno sensible a la fórmula físico-matemática.  Por sus actos los conoceréis, dice el adagio popular: viendo lo que un hombre hace, ad­vertimos su talento, su porte moral y lo que es capaz de hacer. Por el signo, además, progresamos en nuestra conciencia y tomamos posesión de noso­tros mismos. Lo único que necesitamos es que los órganos de la compren­sión estén abiertos, disponi­bles, afinados. Si quedan despejados, ense­guida nos ponen en marcha, lle­vándonos del signo a lo designado.

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