De qué manera es progresista el cristianismo
Dijimos en el artículo anterior que el tercer modo de influencia del cristianismo en la sociedad, debía o podía tenerse por progresivo: mas no podemos concederlo sin previo examen, porque las opiniones más extrañas y los errores más peligrosos han nacido de esta creencia. Cada uno entiende el progreso a su manera, y por consiguiente cada uno ha entendido a su manera el cristianismo, resultando de aquí tantos falsos o incompletos cristianismos en la conciencia humana, cuantas opiniones políticas, científicas o artísticas pueden caber en ella.
Los novísimos apologistas del cristianismo, con la mejor intención sin duda alguna, han dado a este punto más importancia de la que relativamente se merece; porque, viendo que se habían enfriado la caridad y la fe en los corazones, han querido traer de nuevo a los hombres a la religión, no por la excelencia esencial de ella, ni por amor puro y desinteresado hacia Dios, ni siquiera por deseo de su gloria, y por temor del infierno, sino predicándoles que el cristianismo es causa de progreso, a fin de que le amen por amor del progreso. Estos han dicho que el cristianismo es liberal para que los liberales sean cristianos: aquellos que es absolutista para que los absolutistas lo sean; y esotros, que la Virgen, la Magdalena, los santos y los ángeles son más a propósito que los dioses del paganismo para poemas y cuadros, y que los templos góticos son más sublimes, cuando no más hermosos, que los templos griegos, a fin de que también se conviertan los aficionados a la poesía y a las bellas artes. Continuar leyendo
Ideología y utopía
La reacción antiidealista del siglo XIX no fue, en modo alguno, un rompimiento con el principio de absoluta afirmación antropocéntrica. El método de las ciencias modernas ofrecía un estímulo para refugiarse en una fluctuante actitud antimetafísica, cómoda en muchos aspectos. Por otra parte, los fenómenos de masas unidos a la creciente industrialización originaban problemas sociales, económicos y políticos de gran magnitud. A la actitud filosófica, oscilantemente antimetafísica, volcada a la solución de estos problemas socio-económicos, se le llamó positivismo social o socialismo positivista, cuyos inspiradores fueron Saint-Simon, Fourier y Proudhon; su máximo exponente fue Comte. Para todos ellos, los fenómenos sociales debían de ser tratados como los acontecimientos físicos: hasta ese punto primaba el poder del método científico-positivo.
La doctrina social de estos autores ofrece contenidos que ya fueron conocidos por pensadores antiguos incluso, como la comunidad de bienes y la supresión de la propiedad privada. Pero se presentan ahora bajo el apremio de la sociedad industrial, de las grandes masas obreras, sometidas a una larga e insegura jornada laboral. El liberalismo económico, enfundado en la gran revolución industrial de finales del s. XVIII, llevó a la proletarización o empobrecimiento de muchedumbres ciudadanas. La moral que mantiene y empuja la empresa de justicia está regida por la ley del progreso, en virtud del cual la sociedad entera marcha hacia una futura felicidad perfecta y justa. Pues bien, a una sociedad ideal sin taras y sin clases, similar a la preconizada por los filántropos decimonónicos, ciudad realizada en la comunidad de bienes, llamó Tomás Moro, en el siglo XVI, «utopía». Continuar leyendo
Carácter científico de la historia
Para Vico, el hombre tiene perfecto conocimiento de algo cuando construye mentalmente el sistema de sus notas y relaciones: hacer una cosa es el criterio más claro de la verdad de esa cosa. El relojero que construye un reloj hace la verdad íntegra de ese reloj. En tal sentido dice Vico que “lo verdadero es lo hecho”: verum ipsum factum. Pero, ¿puede el hombre conocer constructivamente todas las cosas? Sólo aquellas cuyos elementos se encuentren en su mente[1]. Aunque sea restrictivamente, la clave que nos permite descubrir el carácter científico de una disciplina es el principio verum–factum, el cual responde a la capacidad de poseer críticamente la verdad del objeto.
Siguiendo este criterio, aparecen tres planos de objetos: uno matemático o geométrico, que es ideal, donde el espíritu humano es plenamente sabedor, pues puede producir creadoramente; otro, físico, el de la naturaleza real, en el que no puede construir plenamente y del que, por lo tanto, no hay ciencia estricta; otro, en fin, cultural, el de las producciones históricas, que son también reales, pero que, por su carácter social y por estar hechas creadoramente por el hombre, no están tan alejadas del conocimiento pleno como las naturalezas físicas.
1. Dimensiones de la historia
En su juventud pensaba Unamuno[1] que la Historia al uso «nos enseña a conocer más bien a los hombres que no al hombre; nos da noticias empíricas respecto a la conducta de los unos para con los otros, más bien que una visión de su esencia […] La Historia nos muestra más bien sucesos que no hechos»[2]. Sin embargo, a pesar de que este tipo de Historia lo hastiaba, leía «a historiadores artistas, y sobre todo a los que nos presentan retratos de personajes. Me han interesado siempre las almas humanas individuales mucho más que las instituciones»[3]. Y en su madurez confiesa que sorbía muchos libros de historia[4], justo aquellos que, como decía Nietzsche, no nos desvían negligentemente de la vida y de la acción. Una cosa es el libro de historia cuyo contenido se resuelve en su cáscara de citas; y otra cosa es el libro que cala el fondo y la forma de los hechos históricos, aunque la corteza de erudición esté resquebrajada en algunos puntos.
Lo que de verdad considera Unamuno insuficiente es el mero «erudito de historia». «Los eruditos se limitan a publicar textos, ateniéndose a la letra y fingiendo desdeñar la imaginación, ya que no les ha sido concedida»[5]. Pero, ¿de qué tipo es la imaginación en historia? «Imaginación es la facultad de crear imágenes, de crearlas, no de imitarlas o repetirlas, e imaginación es, en general, la facultad de representarse vivamente, y como si fuese real, lo que no lo es, y de ponerse en el caso de otro y ver las cosas como él las vería»[6]. Continuar leyendo
1. El evolucionismo
El problema de la historia es el de la novedad que la libertad aporta en el tiempo. Esta novedad histórica tiene su origen en una novedad ontológica, a saber, la de la misma libertad. Porque si la libertad viniera a coincidir con cualquiera de las capas ontológicas susceptibles de explicación estrictamente bioquímica o biofísica, no tendría sentido plantear la aportación histórica como una novedad ontológica: la historia coincidiría con la evolución, la cual culminaría, por su propio mecanismo efector, en lo que se llama la «libertad». La evolución complejificaría a los organismos (evolución biológica) y complejificaría a la humanidad en las acciones (equívocamente) libres. El universo entero manifestaría la complejificación creciente de una energía básica, sólo diferenciable en varios niveles, distintos en grado, pero no en esencia[1].
Pues bien, el «evolucionismo», en sentido estricto, es la doctrina de quienes afirman que la multiplicidad de la vida psíquica y orgánica proviene de unas pocas formas primitivas, o quizás de una sola, entendida como materia inorgánica. Continuar leyendo
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