Doble conexión del hombre con el futuro
La filosofía moderna ha insistido en que para comprender al hombre debemos contar con que su vida está determinada internamente por una referencia al tiempo y, especialmente, al futuro. De modo que un instante singular y concreto no es un punto cerrado, sino que está determinado por una tensión temporal: se puede decir que estamos más en el futuro que en el presente. El tiempo es fugaz, claro está: pero en su estricta realidad anida también un don precioso, una oportunidad que el hombre ha de aprovechar en todas sus actividades. La actitud profunda del hombre que encara atinadamente esa futurición y el don que la habita se llama serenidad[1].
Trabajamos en el presente para el futuro; cambiamos nuestras circunstancias externas de vida, y con ellas transformamos también internamente nuestra personalidad.
Ahora bien, ese paso de futurición es cada vez más ligero por el papel que cumple en nuestra vida laboral la técnica moderna, la cual hace que el tiempo se despliegue con más apremio y celeridad. Este tiempo podría considerarse como una línea horizontal que no conoce ni puntos de parada naturales ni una articulación rítmica en sí mismo; corre sin hacer pausas; su marcha excitante siempre se apresura más, y conduce a la precipitación de la moderna existencia civilizada, que tiene un efecto agotador en el hombre. Sufrimos bajo este agotamiento; y preguntamos: ¿es inevitable este proceso? ¿Está el hombre entregado completamente a la temporalidad evanescente que acabamos de mencionar y que parece no tener otra salida, salvo la de correr sin término?
A propósito de esta línea temporal de marcha acelerada, que parece constituir para muchos contemporáneos lo específicamente humano, pregunto: ¿no existen acaso en el transcurso implacable del tiempo evanescente puntos de parada naturales, incisiones que posibiliten una articulación rítmica del acontecer y que respondan a la verdad de nuestra vida, pues no toda ella se pierde en el devenir temporal? Es decir, ¿existe un momento especial que corte en vertical ese “tiempo asfixiante” y posibilite una apertura a dimensiones humanas que, aun corriendo hacia adelante, no se deshagan en el tiempo mismo? Continuar leyendo
Ser y tiempo
La vida del hombre que se teje en el tiempo va de un pasado hacia un futuro. El presente es evanescente y se diluye al pasar. El futuro del presente es el pasado. Pues bien, aunque la existencia humana no coincidiera con el tiempo mismo, su discurrir mundano existe en el tiempo. Y pasa con el tiempo. Este hecho, subrayado por los pensadores de todos los tiempos, hizo que modernamente Heidegger (en Sein und Zeit) afirmara que el existente humano es un ser-para-la-muerte (Sein zum Tode). Para este pensador alemán, la muerte no sólo es el «final» externo de ese ser, sino también su «fin» interno: la interior vida del hombre es un correr anticipado hacia la muerte. Y no caben más esperanzas que las del morir. O sea, no hay esperanza, sino «angustia» producida por el estrechamiento que el «fin» mortal provoca día a día en el hombre.
El moderno existencialismo (Heidegger, Sartre) ha insistido en esta situación angustiosa del ser humano. Y desde ella interpreta Heidegger todas las tradicionales categorías filosóficas.
Mucho antes, don Francisco de Quevedo (1580-1625) interpretó también la vida humana con unos tintes tan sombríos que parecen arrancados de una obra existencialista contemporáea.
Ahora bien, esta poesía de la temporalidad humana es, a su vez, sólo una cara del ámbito poético de Quevedo, quien abre en otros poemas jirones de trascendencia y esperanza. Aquí sólo hablaré de los primeros, entresacados de su Parnaso Español. Luego, al final, haré una reflexión más filosófica o metafísica sobre el instante, realidad del tiempo quevediano.
1. Cuando cuento mi vida a alguien refiero que nací en un precioso pueblo que es patrimonio de la humanidad; que allí hice mis primeros estudios; y que luego hice filosofía en la Universidad de Salamanca, después fui marido y padre, más adelante profesor y director de un departamento en la Universidad de Navarra. Para darle interés al relato suelo añadir en cada etapa detalles curiosos o emocionantes. Al contar mi vida tiendo un hilo que hilvana todos los acaecimientos y no los deja perderse en el vacío, y así doy a entender que mi presente no es una aleatoria acumulación de los pasados que me han posibilitado. Pues bien, referir disciplinadamente esa acumulación real[1] es precisamente “narrar”[2].
Pero que yo narre a otro mis cosas abiertamente no significa que el conjunto de lo que me ha sucedido sea todo mi ser personal, o que el otro saque la consecuencia de que ya ha penetrado en el fondo de mi intimidad o incluso de mi identidad profunda[3], por más detalles personales y emocionantes que haya volcado. Continuar leyendo
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