Etiqueta: inteligencia (página 1 de 2)

Filosofía en la juventud y en la Universidad

Pellegrino Tibaldi: Alegoría de la filosofía, 1527 (con las imágenes de Aristóteles, Platón, Séneca y Sócrates). Biblioteca del monasterio de El Escorial.

Pellegrino Tibaldi: Alegoría de la filosofía, 1527 (con las imágenes de Aristóteles, Platón, Séneca y Sócrates). Biblioteca del monasterio de El Escorial.

Dos lecciones de Schelling (Philosophie der Offenbarung). El filósofo alemán Schelling preparó en la primera mitad del siglo XIX unas lecciones de cátedra que tituló respectivamente Filosofía de la Mitología y Filosofía de la Revelación. Las dos primeras lecciones de esta última obra empiezan con una brillante exposición del espíritu universitario, especialmente pertinente para la juventud de aquel tiempo y del nuestro. Es preciso volver a meditar esas dos lecciones, que ahora incluyo aquí traducidas, casi en su totalidad.

Habla en ellas de la juventud, del espíritu universitario, de los charlatanes que se dicen filósofos, de las lecturas profundas y sabias.

Defiende el espíritu de verdad en profesores y alumnos. Y se goza en un posible futuro en que abiertamente se declare la guerra a toda mentira y engaño, y cuyo principio básico sea la verdad. pretendida a cualquier precio por doloroso que sea. Y advierte que la lucha por la verdad, o mejor las peleas en torno a la verdad, deben tener un término, porque no puede darse, como muchos piensan, un progreso indefinido, es decir sin meta, término y sentido. La humanidad ha de encontrar su meta, donde alcance su paz.

Las lecciones están llenas de preguntas radicales; y no quieren dejar indiferente a la juventud europea. También hoy, exigiéndole el cultivo de la metafísica (¡nada menos!)


 

Caleología o contemplación de la belleza

El Plorón, de Klaus Sluter (1340-1405), "suplica, ruega, pide, gime". Esta figura, de extraordinaria fuerza expresiva y belleza naturalista, es una talla magistral envuelta en pesados y ampulosos "pliegues flamencos".

El Plorón, de Klaus Sluter (1340-1405), «suplica, ruega, pide, gime». Esta figura, de extraordinaria fuerza expresiva y belleza naturalista, es una talla magistral envuelta en pesados y ampulosos «pliegues flamencos».

De la belleza y el gusto

Los pensadores griegos llamaban kalós a lo «bello»; y logos  a la «contemplación» o «intelección»; de manera que la intelección profunda de la esencia o éidos de lo bello podría llamarse caleológica, un vocablo que ya fue utilizado en el siglo XIX. Y similarmente podría llamarse caleotécnico al modo artístico o técnico (del griego tekné) de conseguir belleza contemplable. Tanto uno como otro término son categorías de una Estética que se precie de serlo.

Al sentimiento de la belleza se ha llamado «gusto». Y sobre el gusto han escrito los más prestigiosos pensadores, desde antiguo hasta aquí. El gusto ha sido primeramente significado en los sentidos corporales que tienen terminales nerviosas específicas (en la lengua, en el oído, en el olfato, etc.), destinadas a percibir el buen sabor de los alimentos. Mas por analogía se atribuye el gusto a los sentidos implicados en la contemplación de las bellas artes, como la vista en las artes visuales y el oído en la música. Y más hondamente se traslada «gusto» a significar la facultad que tenemos de gozar la belleza de las cosas. En este último sentido, «gusto» es un acto del espíritu que, regulado por las leyes de la realidad misma, está volcado hacia lo bueno de las cosas, especialmente determinado como belleza. El gusto es una dote esencial de la naturaleza racional. Sólo un ser espiritual es capaz de discernir lo bello de lo feo, lo más bello y lo menos bello. Por tanto, el juicio sobre la belleza no es meramente empírico o urgido por el efecto agradable que las cosas nos producen; más bien, excede de la experiencia. Sin el factor racional de un espíritu que fuera capaz de gozar la contemplación de la belleza, las cosas existirían, pero no serían bellas. Es más, sólo una razón absoluta -increada y eterna- sería el gusto absoluto. Continuar leyendo

Ley natural

 

Richard Norris Brooke (1847-1920), «Escena del atardecer». Los mismos sentimientos de amor y libertad embargan a todos los hombres. Brooke pinta con precisión la vida del negro en Estados Unidos, con un tratamiento profundo y nada vulgar, bajo una luz apacible y digna, a pesar de vivir en un nivel jerárquico diferente. Brooke veía a los negros como parte integral de la cultura del sur y quería representarlos como tal.

La ley como regla y medida: obra de la razón unida a la voluntad

  1. Cuando preguntamos por la «ley natural» hablamos en realidad de un tipo preciso de ley. Santo Tomás había defi­nido la ley como “una cierta regla y medida de los actos, que induce a uno a obrar o le retrae de ello”[1]. Significa, pues, la ley una regla, una norma activa que encauza a un determinado fin toda la vida del hombre.  

Lo cual significa que la causa formal de la ley es la obra misma de la razón. Y como la razón sin la voluntad no puede crear la ley, cabe matizar que lo for­mal de la ley es un acto de la razón con el concurso de la voluntad; la ley es, para Santo Tomás, la obra de una razón voluntariada. Así pues, si la ley es regla y medida de las acciones humanas, tal función de regular y medir compete primariamente a la razón, facultad que conoce el fin del hombre y el orden que conduce a ese fin. Además, los actos propios y específi­cos de la ley son el mandar y el prohibir: ambos actos son como dos aspectos de un mismo hecho, a saber, la imperatividad. Precisamente la imperati­vidad o el imperio pertenece a la razón, suponiendo, claro está, el empuje de la voluntad[2]

*

La ley y la razón práctica

Es preciso destacar que el horizonte intelectual en el que se mueve aquí Santo Tomás no es el especulativo, sino el práctico. Ya Aristóteles explicó que la verdad es el objeto exclusivo y total del inte­lecto racional; pero cuando éste se mantiene, respecto de una verdad aprehen­dida, en el plano de la simple contemplación, recibe el nombre de intelecto espe­culativo; si a la contemplación o intelección teórica añade la aplicación al orden práctico, es decir, que conociendo la verdad, la conoce y percibe como reguladora de la conducta, entonces el intelecto se denomina práctico. Continuar leyendo

¿A qué llamamos espíritu?

El jinete de la Catedral de Bamberg (Alemania)

El jinete de la Catedral de Bamberg (Baviera, Alemania). Es uno de los mejores ejemplos escultóricos de los inicios del gótico. Está ubicado en una de las pilastras del Coro de la Catedral. El joven jinete no lleva armas, por lo que no es la figura de un caballero, sino la representación del «hombre», sin más: se eleva sobre lo geológico de la piedra, sobre lo botánico esculpido en las hojas y ramas, sobre lo zoológico del caballo; y se corona en la cabeza: símbolo más alto del espíritu humano.

I.  Desde los antiguos griegos 

En el pensamiento griego se expresó inicialmente con la palabra pneuma, que significa aliento, soplo vital; la palabra latina spiritus tiene el mismo significado etimológico. Pero el verdadero correlato griego del espíritu, en sentido moderno, es el término nous (mente), consagrado por Anaxágoras (filósofo de la antigua Grecia). A través de la historia, la palabra espíritu ha ido incorporando muchos matices, según los sistemas filosóficos: sustancia incorpórea, alma racional, entendimiento, principio vital, materias sutiles, etc. Hoy la filosofía utiliza la palabra espíritu por contraposición a naturaleza. En general, se puede entender por espíritu lo opuesto a la materia, sin depender de ella por lo menos intrínsecamente. Ahora bien, definir el espíritu como lo inmaterial o lo no natural es todavía insuficiente, pues eso no nos dice lo que es el espíritu en sí.

El espíritu es un ser que no sólo es, sino que además, con reflexión inmediata, tiene noticia de este «es». O sea, espíritu es un ser que está cabe sí (re-flexiona). La materia, en cambio, es algo yuxtapuesto (espacial) y sucesivo (temporal): es un ser fuera de sí, algo que no está cabe sí.

Una investigación acerca de la esencia y función del espíritu debe estudiar tres puntos principales: su constitución pro­pia, sus formas y su relación con el cuerpo. En este artículo se estudiarán los dos puntos primeros; como el tercer punto define al espíritu como alma, remitimos para su es­tudio a esa entrada en este blog.

*

II. Tesis modernas

La interpretación de la esencia del espíritu puede tomar tres direcciones funda­mentales: afirmación de su finitud (A), afirmación de su infinitud (B), afirmación de su finitud e infinitud conjuntamente (C).

Continuar leyendo

El genio y su fuerza ejemplar

 

Dalí: El nacimento de una divinidad (1960)

Dalí: El nacimiento de una divinidad (1960)

Qué es un genio, según Kant

En la Edad Moderna confluyen, en primer lugar, las teorías meta­físicas, de corte platónico-leibniciano, sobre el genio. Este vendría a ser una especie de ser superior o semidivino, con una fuerza supra­personal de inspiración. En tal sentido se pronunciaría Shaftesbury (1711), para quien el genio es la revelación del espí­ritu universal; el artista sería como una pequeña divinidad.

En segundo lugar, comparecen las teorías psicológico-raciona­les, como la de Helvetius (1758), para quien el genio es una cuali­dad ge­neral humana, penetrable por la conciencia, una facultad creadora y combinadora que existe en varia medida en todos los hombres. De aquí vendría el genio a significar el hombre dotado de especiales fa­cultades espirituales, de superiores facultades crea­doras.

Se encuentra, en tercer lugar, la teoría  transcedental y extra­rra­cional de Kant. Para éste, el genio no es una potencia misteriosa o di­vina, un mediador de potencias superiores, ni la personifica­ción de una fuerza creadora de la Naturaleza que origina la idea productiva de la obra de arte, sino una dimensión natural, incons­ciente e impene­trable a la conciencia, anclada en la fantasía. El ge­nio es el talento o don natural innato que da reglas al arte[5].

Este talento, como facultad productiva innata, pertenece sólo a la naturaleza. En el genio, facultad innata, la naturaleza toma la inicia­tiva dando reglas al arte. La regla para el arte es dada por una facul­tad natural, el genio. Este no da reglas a la ciencia, sino al arte; y no al arte mecánico, sino al arte bello. El científico pre­supone reglas co­nocidas que determinan su método. Pero el genio no, aunque conlleve un aprendizaje mecánico[6]. El genio muestra en sus productos, según Kant, las siguientes cualidades: regulari­dad no-científica, originalidad, ejemplaridad, inconsciencia inicial y libertad de juego. Continuar leyendo

Qué significa admirarse

Rafael Sanzio: “La Escuela de Atenas” (1510-1511). La escena representa la Filosofía y  la disputa entre los filósofos clásicos. En la parte superior central está Platón, con manto rojo, que sostiene su Timeo, señalando al cielo; a su lado, con manto azul, está Aristóteles, que sostiene su Ética, señalando a la tierra. Todos debaten sobre la búsqueda de la Verdad, clave de la admiración. También han sido identificados otros pensadores, como Sócrates, Epicuro, Plotino, etc.

Rafael Sanzio: “La Escuela de Atenas” (1510-1511). La escena representa la Filosofía y la disputa entre los filósofos clásicos. En la parte superior central está Platón, con manto rojo, que sostiene su Timeo, señalando al cielo; a su lado, con manto azul, está Aristóteles, que sostiene su Ética, señalando a la tierra. Todos debaten sobre la búsqueda de la Verdad, clave de la admiración. También han sido identificados otros pensadores, como Sócrates, Epicuro, Plotino, etc.

Inteligencia y voluntad en la admiración

Los estilos de vida específi­camente humanos –como el obrar y el contemplar– no sólo vie­nen marcados por el signo de la inteligencia, sino también por el de la voluntad. Porque uno no se entrega a la contemplación si no quiere. Ni se hace moralmente bueno en contra de su voluntad: ha de quererlo. Por tan­to, sea cual fuere el estilo de vida aceptado, hay que prestar atención a la libre entrega misma que uno hace al estilo de vida. No obstante, aunque uno opte libremente por hacer su mejor vida, que es la contemplativa, es claro que en la especi­ficación interna de esta contemplación, marcada por la verdad, no entra la volun­tad, que se dirige al bien. Pero lo cierto es que la verdad se nos manifiesta también como un bien deseable, un bien por el que podemos optar. «Por ser la verdad el fin de la contemplación, tiene aspecto de bien apetecible, amable y deleitable, y según este aspecto, dice relación a la vo­luntad»[1]. La opción arranca de mi volun­tad, la cual desem­boca en la posesión de lo querido: o sea, tiene como punto terminal un gozo.

En conclusión, con mi vo­luntad quiero la vida contem­plativa para, también con mi volun­tad, gozarme en ella. «Se llama vida con­templativa la de aquellos que pretenden (inten­dunt) princi­palmente contemplar la verdad. Pero esta pretensión (intentio) es acto de la voluntad, pues­to que se refiere al fin, que es su objeto. Por consiguiente, la vida contemplativa pertenece esencialmente a la inteligencia, pero en cuanto al im­pulso de ejer­cer tal operación (id quod movet ad exercitium) perte­nece a la voluntad, que mueve a todas las demás facultades, sin excluir la inteligencia, a sus actos […]. Y pues­to que el gozo consiste en alcanzar lo que se ama, el término de la vida contemplativa es el gozo, que radica en la voluntad y que, a su vez, aumenta el amor»[2]. La contemplación, pues, termina en la voluntad.

Y es natural que acabe en un afecto provocado por el conoci­miento, co­mo el sentimiento de admiración, admira­tio, el cual no es acción intelectual, sino volitiva o afectiva, aun­que pro­vocada por el conocimiento, por la verdad: es «una forma de estremeci­miento temeroso pro­ducida en nosotros por el conocimiento de algo que excede nues­tro poder; por lo tanto, es consecuencia de la contemplación de una verdad su­blime»[3].

* Continuar leyendo

Un estilo inteligente de vida: la contemplación

Salomon Koninck, "Un filósofo" (1635)

Salomon Koninck (1609-1656), «Un filósofo». Las manos del personaje nos hablan de una extraña serenidad, una quietud activa, unida a una expresiva potencia. La escasez de luz natural no impide mostrar la tez blanca de la ancianidad.

Obrar y contemplar

Los clásicos griegos y latinos no dejaron de preguntarse cuál era en la sociedad humana el estilo de vida más funda­mental. No se trataba de buscar en qué consiste realmente la vida misma, la vida sustancialmente tomada, cuestión que equi­vale a la del ser propio de los vivientes[1]. Se preguntaban sólo por las ope­raciones vitales específicamente humanas, las que rigiéndose por la inte­ligencia polarizan radi­calmente en la sociedad el vivir mis­mo del hombre, en tanto que éste busca individualmente su perfección y socialmente sus mejo­res relaciones con los demás. Para responder bastaba con indicar los fines más generales a los que  podían dirigirse las distintas operaciones, pues «cada uno reputa como su propia vida aquello a lo que se siente máxi­ma­mente atraído, como el filósofo a filosofar y el cazador a cazar»[2]. Estos fines ge­nerales hacen surgir dos estilos de vida funda­mentales: un fin gene­ral es la «con­templación de la ver­dad»; y otro fin general es la «opera­ción exte­rior». Los rasgos funda­men­tales de la vida humana en sociedad son la dedica­ción a con­tem­plar la verdad y la dedi­ca­ción a las obras exterio­res[3].

He ahí los estilos de vida básicos: operar y contemplar; pero son estilos «intelectuales» de vida, puesto que es la inteligencia la que capta y conoce tales fines. Por ejemplo, el aisla­miento del hombre en el goce pura­mente sensible, desconec­tado de relaciones espirituales y persona­les, hace que la vida humana baje un pel­­daño en la escala de la perfección que le es propia; asimismo, el «activismo», la «praxis», la «tecnifi­cación» unilateral y la obsesionada entrega al mundo del trabajo, tan característicos de la vida moderna, no pueden con­siderarse cono partes de la vida activa humana, sino como modos de su mixtificación. «La vida hu­ma­na ordenada –ya que de la desorde­nada no tratamos aquí, ni es propiamente humana, sino más bien animal– consiste en las operaciones de la inteligencia. Pero la vida intelectual tiene dos opera­ciones: una que pertenece a la misma inteligencia en sí misma consi­derada, y otra que le pertenece en cuanto que rige las facultades y fuerzas inferiores. Luego la vida humana será doble: una que consiste en la opera­ción propia de la inteligencia en sí misma, y ésta se llama contem­plativa; y otra que consiste en las opera­ciones de la inte­ligencia diri­gidas a ordenar, regir e impe­rar las facultades inferio­res, y ésta se llama vida acti­va»[4]. Continuar leyendo

La elección de lo peor como elección de sí mismo

Juan Manuel Blanes (1830-1901): “Los dos caminos". Dibujo naturalista. Distribuye la luz preocupado por aislar los colores puros en medio de ocres. El paisaje es sólo el telón de fondo de una escena inquietante.

Juan Manuel Blanes (1830-1901): “Los dos caminos». Dibujo naturalista. Distribuye la luz preocupado por aislar los colores puros en medio de ocres. El paisaje es sólo el telón de fondo de una escena inquietante.

Elección desequilibrante entre lo más bueno y lo menos bueno

Un punto problemático acerca de la libertad humana está en saber si  la voluntad puede elegir,  entre varios bienes, el bien menos bueno o el que es igual de bueno[1].

La dificultad surge cuando la voluntad elige siendo consciente de que hay un bien menor que otro, o un bien igual que otro. Pero si no es consciente, ni se percata de ello, sino que procede por ignorancia, está claro que puede elegir el que, velado en su ser, es en sí un bien menor. No obstante, esto sucede accidentalmente, y no por el arbitrio e intención de la voluntad, sino por defecto de la inteligencia que considera mentalmente que es mejor lo que en realidad es un bien menor. Por tanto, la dificultad está en saber si el sujeto que es consciente de que hay un bien menor puede formalmente elegirlo voluntariamente bajo ese motivo menor[2]: o sea, si la voluntad, una vez que le son propuestos dos bienes iguales, no sólo teóricamente y en sí mismos, sino también prácticamente y respaldados por un juicio o dictamen que los considera iguales o incluso uno de ellos menor, puede por sí sola y por el ejercicio de su libertad elegir el bien menor bajo aquel motivo menor, y bajo el dictamen o juicio que lo declara menor, y ello sin que se cambie el juicio y sin que sea propuesto un nuevo motivo, ni provoque una nueva consulta a la inteligencia[3].

 * Continuar leyendo

Naturaleza humana, evolución e historia

Pinturas rupestres prehistóricas de las cuevas de Lascaux (Francia): datan del 13.000 a.C. y fueron realizadas con pigmentos rojos y ocres soplados a través de huesos huecos sobre la roca, o aplicados con juncos o ramas aplastadas después de mezclarlos con grasa animal. El trazo y la utilización de los colores demuestran un grado de inteligencia nada común.

Pinturas rupestres prehistóricas de las cuevas de Lascaux (Francia): datan del 13.000 a.C. y fueron realizadas con pigmentos rojos y ocres soplados a través de huesos huecos sobre la roca, o aplicados con juncos o ramas aplastadas después de mezclarlos con grasa animal. El trazo y la utilización de los colores demuestran un grado de inteligencia nada común.

1. El evolucionismo

El problema de la historia es el de la novedad que la libertad aporta en el tiempo. Esta novedad histó­rica tiene su origen en una novedad ontológica, a sa­ber, la de la misma libertad. Porque si la libertad viniera a coincidir con cualquiera de las capas onto­lógicas susceptibles de explicación estrictamente bio­química o biofísica, no tendría sentido plantear la aportación histórica como una novedad ontológica: la historia coincidiría con la evolución, la cual cul­minaría, por su propio mecanismo efector, en lo que se llama la «libertad». La evolución complejificaría a los organismos (evolución biológica) y complejifi­caría a la humanidad en las acciones (equívocamen­te) libres. El universo entero manifes­taría la com­plejificación creciente de una energía básica, sólo diferenciable en varios niveles, distintos en grado, pero no en esencia[1].

Pues bien, el «evolucionismo», en sentido estricto, es la doctrina de quienes afirman que la multiplici­dad de la vida psíquica y orgánica proviene de unas pocas formas primitivas, o quizás de una sola, en­tendida como materia inorgánica. Continuar leyendo

El juicio histórico y su lógica interna

 

Francisco de Goya (1746-1828): “Carga de los Mamelucos”. El 2 de mayo de 1808 el pueblo de Madrid se levanta enfurecido contra los mamelucos (traidos por Napoleón de Egipto). La dureza de la escena será representada por Goya en su cuadro, que es ya un juicio histórico verídico, además de una magnífica obra de arte.

Francisco de Goya (1746-1828): “Carga de los Mamelucos”. El 2 de mayo de 1808 el pueblo de Madrid se levanta enfurecido contra los mamelucos (traidos por Napoleón de Egipto). La dureza de la escena será representada por Goya en su cuadro, que es ya un juicio histórico verídico, además de una magnífica obra de arte.

1. El juicio histórico: su naturaleza

Existe una notable diferencia entre el «juicio de autoridad» –el expresado a través de testimonios y testigos– y el «juicio histórico» que de­fine formalmente al historia­dor. El juicio histórico ha de ser un «saber de conclusiones», un saber terminal, no meramente prope­déutico, como es el «juicio de autoridad», cuya fuerza es buscada por las ciencias metodológicas (heurística, crítica, hermenéutica). El excesivo crecimiento de éstas –que operan por clasificaciones y búsquedas mi­nuciosas– puede entorpecer el saber histórico es­tricto, compuesto de enuncia­bles que afirman o niegan algo del pa­sado. Tras la metodología previa de los instrumentos del saber, ha de venir la interpretación efectiva de un hecho hu­mano pretérito, que enuncie categóricamente en un juicio: «sucedió así».

La simple filología puede hacer perder una incalculable canti­dad de esfuerzo y trabajo sobre toneladas de documentos, con un rendimiento histórico escaso. No es todavía «historiador» el que simplemente es laborioso y se afana en los archivos. La determi­nación de la autenticidad y de la veracidad de documentos y testi­gos constituye, para el historiador, una labor preparatoria, un mero análi­sis de los hechos aislados o extraídos del fluir histórico. Pero aislar es abstraer. Hay que devolver el hecho a la totalidad, pues de otro modo carecería de sen­tido: hay que reconstituir o reconstruir la totalidad: «Si conocemos todos los he­chos –dice Cassirer– en su orden cronológico tendremos un esquema general y un esqueleto de historia pero no poseeremos su vida real. Ahora bien, el tema general y la meta última del conocimiento histórico es una com­prensión de la vida humana»[1]. De la vida humana pasada, claro es. Continuar leyendo

Artículos antiguos

© 2024 Ley Natural