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Báñez y Molina, sobre la voluntad libre

Sísifo, de Tiziano. Representa al hombre que sube a cuestas el duro esfuerzo de su libertad

La polémica De auxiliis sobre la libertad humana.

 

1.  En 1597 el Nuncio del Papa en España notificó a los provinciales de dos Órdenes –dominicos y jesuitas– que enviaran a Roma, por su mediación, las expo­siciones respectivas sobre la querella suscitada entre sus teólogos acerca de la li­bertad humana y la gracia divina, planteada por Molina. También pidió informes a varias Uni­versidades.

Pero antes de que llegaran estas exposiciones a Roma por vía oficial, Báñez se adelantó e hizo llegar al Papa en 1597, a través de su discípulo Diego Ál­va­rez[1], una memoria acusadora contra la Concordia. Ante este informe, Clemente VIII convocó, para examinar la obra, una comisión de nueve miembros, entre los que había franciscanos, carmelitas, agustinos, un servita, un benedictino y un doctor seglar de la Sorbona. Tras once sesiones presididas por los car­denales Madrucci y Arri­goni, entre el 2 de enero y el 13 de mar­zo de 1598, la comisión censuró 60 proposiciones de Molina. Así comenzaron en Roma las reuniones o asambleas De auxiliis gratiae.

Quince días después llegó a Roma el conjunto de exposiciones pedidas por el Nuncio –las recibió Clemente VIII el 28 de marzo de 1598–. Entre los es­critos de los dominicos se incluía una larga memoria contra la doctrina de Molina, firmada por Báñez y 24 teólogos. Los jesuitas adjuntaron diez escritos, entre los cuales había uno de Suárez sobre la gracia[2]; pero estos no mantenían en la defensa unidad de criterio: pues disentían de algunas tesis de Molina, aunque defendían con él la determinación libre de la voluntad, prevista y respetada por Dios.

El Papa pidió a la comisión que volviera a trabajar sobre los nuevos docu­men­tos. Nueve meses después la comisión se disolvió, pera manteniendo sus censuras, ahora sólo contra 20 proposiciones de Molina.

La noticia fue recibida en muchas partes de España con recias críticas. El Papa Clemente VIII, presionado por altos dignatarios españoles y por el mismo Felipe III,  para calmar la agitación creada mandó llamar a los superiores gene­rales de Dominicos y Jesuitas, los padres Beccaria y Aquaviva, con el fin de que ambos expusieran y debatieran los problemas de la gracia, asistidos por algunos teólogos de su respectiva confianza y presididos por cardenales. Tras esta decisión se hizo muy lento todo el proceso: pues lo primero que tuvieron los superiores que identifi­car fue el punto de vista exacto bajo el cual se debía discutir el problema. Desde el 22 de febrero de 1599 hasta principios del año 1600 sólo se celebraron seis reunio­nes. Pero se desarrollaron en un grado tal de excitación y brus­quedad, que el Pontí­fice consideró aconsejable suspender las sesiones progra­madas. Mas la petición de condena, por parte de la comisión, seguía en pie.

Molina no quedó ajeno a la polémica, incluso procuró matizar algunos de sus conceptos más preciados.

Entre tanto, fue llamado Molina en abril de 1600 a Madrid, para enseñar teo­logía moral, en la cátedra que la princesa Juana había fundado en el Colegio de los jesuitas. Pero falleció el 12 de octubre de ese mismo año.

 

2.  La polémica entre uno y otro bando prosiguió en Roma algunos años más, en controversias interminables[3], presididas ya por el propio Papa. Las sesiones comen­zaron el 20 de marzo de 1602, en presencia de muchos cardenales, de obis­pos y de los superiores de ambas órdenes. Por los dominicos asistieron los teólogos españoles Diego Álvarez –ya mencionado– y Tomás de Lemos[4]; por los jesuitas, los teólogos españoles Gregorio de Va­lencia[5] y Pe­dro Arrúbal[6]. El Papa, a su vez, había cambiado el plan de las discusiones, proponiendo referir los textos de Molina a San Agustín y confrontarlos con los de Casiano. La amplitud que tomaban las discusiones era pavorosa. El Papa hizo una peregrinación por las iglesias de Roma para implorar luz y acierto en todos. La “Congregación” De auxiliis se reunió, bajo esta nueva fórmula, 68 veces con Clemente VIII. Éste murió el 5 de marzo de 1605 –un año después de Báñez–, con la amargura de no haber podido resolver un con­flicto teológico cuyas bases de solución no supo quizás establecer adecuadamente. Le sucedió León XI, quien murió al mes de ser elegido. A continuación fue elegido Papa Paulo V, quien reto­mó los trabajos de la “Congregación” seis meses más tarde; tuvo 17 reuniones con ella, estando presente, entre otros, el cardenal Roberto Bellarmino[7]. En las sesiones no se pudo lograr el voto unánime de los diez censo­res que el Papa había designado. Así acabó la comisión el 8 de marzo de 1606. Continuar leyendo

Molina: sobre la libertad predeterminada

Pietro da Cortona Berretini. Triunfo de la Providencia. Fresco de 1633-39 (Palazzo Barberini). Estaba en juego la libertad en su relación con la Providencia divina. Pero nada puede escapar a la Providencia.

Polémicas sobre la libertad humana en tiempos de Molina

El tema central de la Concordia –quizás el libro más célebre de su época– es la libertad humana. Para entrar en su mé­du­la el lector debería tener la misma animosa ilusión con que Molina puso en circulación esta obradonde trata de mostrar, frente a la doc­trina luterana, la existencia rotunda de nuestra libertad de hombres y la armonía que hay entre esta libertad y el influjo preciso que toda criatura recibe de Dios para obrar, cada una en su orden. Esta preocupación viene de lejos en el pen­samiento cristiano: baste recordar, en el siglo V, la obra de San Agustín De gratia et libero arbitrio; en el siglo IX, la obra de J. Scoto Eriúgena Liber de praedestina­tione; en el siglo XI, el libro de San Anselmo Tractatus de concordia praescientiae et praedestinationis necnon gratiae Dei cum libero arbitrio; en el siglo XII la obra de San Bernardo De gratia et libero arbitrio. En los grandes tratados teológicos de los insignes pensadores del siglo XIII, como San Buenaventura o Santo Tomás, aparece estudiado este tema de modo amplio y sistemático. Ahora bien, aquella audaz ilusión de Molina acabó siendo también el empeño de la entera Compañía de Jesús, cuyos miem­bros sen­tían, justo por espíritu fundacional, la necesidad de afrontar con claridad las invectivas protestantes que –discutiendo la libertad humana– tomaban cuerpo siste­mático en toda Europa[1].La conceptuación de esa armonía acabó siendo bandera de discordia entre Órdenes católicas –principalmente entre dominicos y jesui­tas–; y esfuerzos agota­dores de muchos pensadores preclaros quedaron absorbidos por la diatriba y la disputa en el seno de una misma religión. Es cierto que las diferencias no eran de escaso calado –cabe reconocer que res­pon­den a distintos enfoques metafísicos, que no es poco–, pero con ellas se protagonizó un enfrentamiento entre individuos o grupos rele­vantes de las mismas creencias[2]. El exceso provocó una dolo­rosa histo­ria de desencuentros –que se prolonga del siglo XVI al siglo XVIII, bajo el rótulo de “polémica de auxiliis”– entre los muchos jesuitas que seguían a Molina y los muchos dominicos que seguían a Báñez: algunos sectores de esas mismas Órdenes hicieron vanidosamente en ello señas de identidad colectiva[3]. Y las bibliotecas europeas se colmaron de sesudas investiga­ciones referidas a repetir hasta la saciedad los mismos argumentos con la misma rival acritud.

 

2.  Por otra parte, es preciso tener presente que también Lutero era un pen­sador preocupado por la libertad. Había entrado en el convento de los agustinos de Erfurt en 1505; y en 1517 fijó sus tesis de “protesta” en la iglesia de Witten­berg. Su doc­trina sobre la libertad quedó expuesta en su libro De servo arbitrio[4] (1525), escrito como respuesta al de Erasmo, titulado significativamente De li­be­ro arbitrio[5] (1524). A la pregunta de si hacemos todas las cosas por necesi­dad, Lutero responde con una doctrina determinista, afirmando que Dios no pre-co­noce nada contingen­temente y que todo lo que prevé lo dispone y hace con eter­na voluntad inmutable. El libre albedrío queda así volatilizado. Y porque Dios no cambia su naturaleza, tam­poco cambia su justicia, ni su ciencia, ni su voluntad. Si su presciencia es inmuta­ble, también es inmutable su objeto: Dios no puede prever con incertidumbre el futuro; y por eso, nada se realiza en el mundo de manera diversa de cómo él lo prevé. Y si previó que Troya ardería, necesaria­mente hubo eso de ocurrir; y no estuvo en manos de nadie el impedirlo. Asimis­mo, vivimos ineludiblemente bajo su omnipotencia: Dios nos crea, nos mueve y nos gobierna. Con lo cual es imposible juntar la presciencia y omnipotencia di­vi­nas con la libertad humana. La omnipoten­cia divina no es poder hacer muchas más cosas de las que hace, sino mover a todas las cosas con inevitable impulso. Pues la voluntad divina es eficaz y no puede ser impedida; por lo mismo, tampoco puede estorbarse su efecto, que habrá de rea­li­zarse necesariamente en el tiempo y en el modo que Él quiera. Las cosas que lla­mamos contingentes y mudables son hechas de manera necesaria; y sólo son im­previstas por nosotros[6]. Continuar leyendo

El problema de las leyes históricas y la periodización

Tiziano Vacellio (1477-1576): Alegoría del tiempo. Un contraste de luces y sombras relata la inscripción latina que aparece bordeando las cabezas, y que quiere decir: "Del pasado al presente hay que actuar con prudencia para no dañar la acción futura". Se trata de una alegoría del Tiempo gobernado por la Prudencia del anciano. Las tres cabezas humanas manifiestan las tres edades del hombre, asociadas con tres cabezas de animales, símbolos respectivos de la memoria (el lobo devorador del pasado), la inteligencia (el león que se agita en el presen te) y la providencia (el perro que se apacigua en la esperanza del futuro). El cuadro parte de la penumbra del pasado o vejez, sigue en la luminosa transparencia del presente o madurez y resplandece con la luz del futuro o juventud.

Tiziano Vacellio (1477-1576): Alegoría del tiempo. Un contraste de luces y sombras relata la inscripción latina que aparece bordeando las cabezas, y que quiere decir: «Del pasado al presente hay que actuar con prudencia para no dañar la acción futura». Se trata de una alegoría del Tiempo gobernado por la Prudencia del anciano. Las tres cabezas humanas manifiestan las tres edades del hombre, asociadas con tres cabezas de animales, símbolos respectivos de la memoria (el lobo devorador del pasado), la inteligencia (el león que se agita en el presen te) y la providencia (el perro que se apacigua en la esperanza del futuro). El cuadro parte de la penumbra del pasado o vejez, sigue en la luminosa transparencia del presente o madurez y resplandece con la luz del futuro o juventud.

1. Presunción de una ley absoluta

En el hecho histórico se encuentran factores antropo­lógicos y sociológicos que limitan las preten­siones de quienes –como Hegel– construyen la historia de una manera ab­so­luta e inmanente: esos factores impiden que la historia se desarrolle conforme a leyes propias de un «modelo ab­soluto» o apriórico. Porque el factor más decisivo es la libertad huma­na.

¿Qué elementos fundamentales poseería un modelo absoluto que se decla­rase como disciplina filosófica y cientí­fica? Debería tener, en primer lugar, un ob­jeto determi­nado, pues sin objeto no hay disciplina; en segundo lugar, unos principios cier­tos y eviden­tes que garanticen unas conclusiones legítimas y cla­ras.

El objeto, para un modelo absoluto, sería la determina­ción de las leyes o ra­zones fundamentales de todas las vicisitudes históricas que se mostraran en el pa­sado, en el presente y en el porvenir. Los princi­pios que podrían guiarnos con certeza a determinar esa ley general de las trans­forma­ciones sólo los podríamos sacar del conocimiento de las conexiones de la li­bertad en el tiempo. Úni­camente en­tonces se definirían con seguridad los fines del nacimiento, de la elevación y de la decadencia de las dife­rentes naciones. Dicho de otro modo, el único criterio por el que se podría conocer con seguridad la ley del movimiento histórico –en su pasado, en su presente y en su futuro– sería la li­bertad indi­vidual, si ésta nos diese su secreto. De no poder lograr sus conexiones, es imposible hallar una ley o un fin universales.

Pero, ¿es posible conocer a priori las conexiones de la libertad individual en el tiempo? Se trata de la libertad. Y la única vía posible para hallar esas co­nexiones es la observación; y no una ob­servación cualquiera, sino una observa­ción que debe ser exacta y completa de los hechos históricos (propiamente li­bres). De esta exacta y com­pleta observación podríamos llegar a una generali­zación racional de estos hechos, en la que se decantasen los principios referen­tes al objeto apuntado. Pero ocurre que esta observación no podría ser exacta ni completa. Continuar leyendo

¿Qué es la elegancia?

Jules-Alexandre Grün (1868-1934): “Sobremesa”. Observador minucioso, hábil y exquisito en la acentuación del ambiente y de los gestos. Elegancia en las personas y en las cosas.

Porte y elegancia

La elegancia es obra de libertad, o si se quiere, es un exigente  y adecuado artificio. De hecho, deriva del latín eligere que significa escoger, elegir. Y como la elección es propiamente obra humana, a la figura del ser humano se atribuye originariamente la elegancia; y así se habla de un talle elegante, de un andar elegante, de un gesto elegante. Análogamente se extiende este vocablo a la naturaleza inanimada que parece comportarse como el hombre: así, una casa, un paisaje, un jardín, un paraguas pueden ser elegantes.

Para el diccionario, elegante es aquello que está dotado de gracia, nobleza y sencillez. Dicho de una persona, significa que tiene buen gusto y distinción para vestir. Dicho de una cosa (v. gr. un mueble) o de un lugar (v. gr. un barrio), significa que revela distinción, refinamiento y buen gusto. No se puede llamar elegante lo que no está bien proporcionado, ni es airoso.

En su sentido más común, la gracia que es propia de la elegancia viene a ser la cualidad que hace agradable a la persona o cosa que la tiene. Con independencia de la hermosura de las facciones, se llama “gracia” al atractivo que se advierte en la fisonomía de algunas personas. Como esa gracia no surge espontáneamente en todos, sino en algunos, la “gracia” significa también el don o favor que luce sin merecimiento natural, como una concesión gratuita. Es la “gratuidad” lo que elogiamos en la persona elegante, en su afabilidad y buen modo, en su soltura, en el trato con las personas. Continuar leyendo

¿Qué significa progresar? El punto de la esperanza

Joseph Mallord William Turner (1775-1851): “El Temerario remolcado al dique seco”. Representa simbólicamente el último viaje de un viejo y glorioso navío de combate hacia el dique seco.  La pintura resalta la oposición entre dos épocas de la navegación: de un lado la forma estilizada y fantasmagórica del velero, de otro lado la pesadez del remolcador a vapor. La tradición y el progreso unidos por el mismo destino.

Joseph Mallord William Turner (1775-1851): “El Temerario remolcado al dique seco”. Representa simbólicamente el último viaje de un viejo y glorioso navío de combate hacia el dique seco. La pintura resalta la oposición entre dos épocas de la navegación: de un lado la forma estilizada y fantasmagórica del velero, de otro lado la pesadez del remolcador a vapor. La tradición y el progreso unidos por el mismo destino.

Tradición y progreso

La tradición es potenciadora de progreso si pervive y dura “dando de sí”, o sea, si contiene valores que exigen tiempo para revelarse.

Cuando decimos que algo –como un navío–  “no da de sí” queremos significar que “no da para más”, que está agotado, que ha llegado a un límite insuperable. Es probable que ese  letargo  se deba a una forma externa deteriorada, no habiendo perdido vigencia los valores  internos que porta. Por lo que es preciso acudir a otro continente  más poderoso que los siga  acarreando.

El auténtico progreso no corta con una tradición que está “dando más de sí”.  Lo que “da de sí” es lo que hay de verdad, de bondad y de belleza en lo real. El progreso hace que esos valores se hagan más actuales, más presentes, hasta el punto de dinamizar el curso individual y social.

Es el auténtico valor el que “está presente” en todo el proceso histórico. De la fuerza y seguridad interna de ese valor depende que su permanencia en el tiempo se cumpla o no. Pero ese cumplimiento no acontece con la necesidad de un proceso cósmico, porque depende de la respuesta libre del hombre en la historia. El progreso no acontece cuando el hombre transforma la fuerza original e interna de ese valor; sino cuando lo deja “dar de sí” progresivamente. El depósito de la tradición no puede seguir siendo el mismo históricamente más que progresando. Es un progreso hacia la identidad: en ello consiste, a mi juicio, la esencia misma del progreso humano. Continuar leyendo

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